El buque negro

José María Barrios de los Ríos

1900

Corría el año de gracia de 1716. Era el mes de octubre, y los padres de la misión de Nuestra Señora de Loreto no recibían cartas ni víveres desde enero. La carestía era inmensa. Todas las tardes se sentaban, después de las preces públicas, a vigilar tristemente el golfo de Cortés, con la esperanza de avistar el barco protector que aguardaban hacía luengos meses.

Una de estas tardes, teniendo el reverendo padre Juan María Salvatierra su largo rosario entre las manos, interrumpió la piadosa devoción para señalar con el dedo a sus compañeros, que no lejos de allí rezaban, un punto negro y lejano que se percibía en el horizonte. Este pecadillo de distracción, que el santo jesuita lloró como un niño el resto de su vida, escandalizó a los otros padres, los cuales no haciendo caso de la señal del padre superior, continuaron su rezo impasiblemente.

Cuando todos hubieron concluido, les pidió perdón de su falta y que rogaran a Dios no fuese a hacer sentir su justicia sobre la misión en castigo de aquel pecado, cometido por el pastor de aquellas ovejas, en quien ellas solo debían mirar ejemplos de exactitud, perseverancia y santidad en las buenas obras.

El punto avistado se acercaba a toda prisa. Indudablemente debía de ser una embarcación; así lo pensaban los padres y la gente que había acudido a la playa a saber la buena nueva. Pero el caso es que aquello no tenía velas, ni al parecer mástiles. Veíase solo una masa negra que avanzaba rápidamente. ¿Sería un cetáceo? Inverosímilmente podía pensarse esto; la historia natural de aquel tiempo era bastante completa en lo relativo a monstruos marinos, pues todos los mares del mundo habían sido ya explorados.

Fuese lo que fuese, en las buenas almas de Loreto dominaba universal regocijo; solo el padre Salvatierra parecía contristado como si temiese en el arribo del barco enigmático la caída de una maldición a su santa obra.

Acercose por fin la grandiosa mole, redonda como el dorso de la ballena, menos en la proa, donde, estrechándose y reentrando las convexidades opuestas, degeneraban en dos planos verticales que unían las líneas de sus extremos en un ángulo de setenta.

Carecía de arboladura y velamen. Desde la línea de flotación podía medir de altura o puntal hasta siete metros, y su largo o eslora vendría a ser como de unos treinta y seis, con manga proporcionada a estas dimensiones. Por las lucanas o los ventanillos salía un fulgor verdoso y vivísimo. Su color o pintura era negra, sin brillo ninguno, y su cubierta estaba coronada por tripulantes negros también. Eran las seis menos cuarto cuando fondeó sin ruido ninguno, a cincuenta brazadas de la playa.

El asombro hizo enmudecer a la colonia. Esta se componía entonces de algunas tres mil almas, y la piedad que los misioneros habían inculcado en todas, no menos que la frecuente escasez en que vivían hasta de lo indispensable para la vida, las habían acostumbrado a recurrir a la oración, en los casos apurados y a confiar sus destinos tranquilamente a la Providencia. Los más de los presentes a esta escena pensaban que Dios había escuchado las preces públicas que a la sazón habían ordenado los padres, así que, si bien no se explicaban aquella embarcación nunca vista, hallándola del todo diferente del pequeño bastimento San Jaime, único barquillo que por entonces los proveía, esperaban no obstante que la llegada del buque sería el fin de la carestía. Recibieron, pues, al desconocido barco entonando desde la playa regocijadas alabanzas, levantando las manos al cielo y saludando a la tripulación negra con vítores y honores de bienvenida.

Los jesuitas no las tenían todas consigo. Su superior ilustración les hacía rechazar de plano cualquier teoría de navegación no fundada en los aparejos veleros, único sistema conocido hasta entonces; y no teniendo noticia de que se hubiese ensayado siquiera otro medio de locomoción por el mar, distinto del viento y del remo, a punto estuvieron de calificar de diabólico artificio la aparición del Buque Negro.

Su asombro no tuvo límites cuando vieron que cuatro negrazos horribles descolgaban desde la borda un batelillo color de hollín, y que por una escala de cuerda se deslizaba un hombre blanco, vestido a la usanza de los hijodalgos españoles, y que parecía ser el jefe de aquellos atezados tripulantes.

Sentose el caballero en el largo escaño de madera que flanqueaba el esquife, a su vez hicieron lo mismo los cuatro negrazos y se dirigieron al puerto a todo remo. El blanco llamábase Don Veremundo de la Garza y Contreras, natural de Villamadera, en el reino de Navarra; tenía veinticinco años y era hermano menor del duque de Torre la Mora. Esto rezaba un pasaporte en toda regla que presentó al padre superior, simultáneamente pastor espiritual y representante del virrey en la colonia. La estatura mediana, la barba finísima, bien poblada y lustrosa, la nariz grande y graciosamente corva, la boca plegada en dos leves arrugas hacia las comisuras de los labios tiernísimos, buena la sonrisa y astuta la mirada, despedida por dos ojos de un verde espléndido, como la barba y el pelo; tal es, en pocas palabras, el retrato del héroe de mi historia.

Con aire señorial, aunque realzado por una conveniente modestia, con palabra fácil y persuasiva y con maneras de una cortesanía nada afectada, habló el personaje con los padres y los colonos de cuanto fue oportuno en aquella ocasión: del mar, de España, del rey, del Nuevo Mundo, de los largos viajes, de la temperatura, de las misiones.

Pero con prudentes reticencias y salvedades discretamente diplomáticas, se dejó en el coleto la explicación del enigma del barco negro, dando a entender que aplazaba la revelación del misterio para otro día; día que —sea dicho de una sola vez— no llegó jamás; porque ni en las crónicas, ni en el archivo de la misión, ni en los papeles particulares de los jesuitas, se ha encontrado la clave de este singularísimo suceso.

Y como para abreviar a sus interlocutores del purito de inquisición y examen a que parecía comenzaban a someterle, se apresuró a ponderar el inmenso cargamento de víveres y socorros que traía para la colonia, pidiendo el auxilio de gente y canoas a fin de abreviar la descarga. Esta noticia despertó en la misión el más extraordinario entusiasmo: canoas iban, canoas venían, y sobre la playa se apilaba en colosales balumbas enorme porción de sacos, valijas, cajas, barriles y fardos y bultos de toda clase. Semillas, frutas, carnes saladas, mantas, sombreros, muebles, útiles de labranza, cerdos, ovejas, toros y vacas… de todo ello quedaba la misión abastecida para muy largo tiempo. La descarga duró cerca de tres días, durante los cuales a los colonos los tuvo sin cuidado el problema náutico del barco sin velamen ni arboladura, atendiéndose prácticamente a la solución en alto grado gastronómico, indumentaria y agrícola que les deparaba el botín enorme. Concluida la descarga, a las primeras sombras de la noche del dieciocho de octubre, se alejó el Buque Negro, sin viento ni remos, con el mismo silencio de su arribo, y dejándose en la misión al hijodalgo don Veremundo de la Garza y Contreras, muy agasajado de la colonia, en la cual había adquirido una popularidad que rayaba en veneración: cosa que nada tiene de extraordinario ni en Loreto ni en el resto del mundo.

Al padre Salvatierra le supo muy amargo todo aquello aunque fuese su huésped navarro y hermano de un duque de la corte de España. El recién llegado no traía entre los infinitos artículos de su cargamento, ni un solo paquete de rosarios, ni un lote de catecismos, ni un mal ornamento para iglesia, ni siquiera una estampa de santos; su devoción, por otra parte, era un tanto problemática, pues desde su venida no había visitado ni una sola vez el templo de la misión, para dar gracias por el buen suceso de su viaje. A efecto de tener el corazón de aquel impío, ordenó el padre un Te Deum solemne, en acción de gracias por los socorros recibidos en el Buque Negro. El señor Veremundo concurrió al acto como todo hijo de vecino, sin distinguirse de los demás por otra particularidad, sino porque no hizo la señal de la cruz ni antes ni después del piadoso ejercicio; en lo cual nadie paró mientes. Pero he aquí que, al concluir el cántico religioso y al volverse de frente a sus neófitos el buen padre para bendecirlos, sintió tan grande inmovilidad en el brazo derecho, que apenas pudo levantarlo, y sin poder trazar en el aire la sacrosanta enseña, dejó caer la mano sobre el muslo con la pesantez del plomo y sin poder evitarlo.

Lleváronle de allí en brazos; porque era presa de tenacísima fiebre. Algunos días después, convaleciente y siempre triste, embarcose para la Nueva Galicia en busca de salud y reposo, y no pasó mucho tiempo sin que exhalase en Guadalajara el último suspiro. En las supremas ansias de la agonía, dirigiendo la mortecina vista hacia el occidente, intentó bendecir de nuevo, aunque fuese desde tan lejos, la misión de Loreto, y sintió otra vez rebeldes sus nervios y pesada la mano, falleciendo sin derramar sobre sus catecúmenos el postrer sentimiento de su vida.

Pero volvamos a Loreto. Don Veremundo, con las simpatías que le había conquistado su desmedida generosidad, con su despejado y siempre listo cacumen y con la fortuna que le acariciaba notoriamente desde su llegada a aquellas playas, comenzó a prosperar en grande en todas las empresas que acometía su audaz y nunca dormido carácter. Expediciones de buceo, plantíos de cereales, cabotaje por su cuenta en el golfo, exportación de vinos y frutas: cuanto intentaba le colmaba de riquezas, al inaudito extremo de que a fines de 1718, sus tesoros eran incalculables. De cada valva sacaba una perla, de cada semilla un mundo de semillas.

No sé si mis lectores estarán de acuerdo conmigo en que no hay en este planeta cosa alguna que más despierte la envidia de los mortales, que ver que el prójimo se hace rico. Lo cierto es que las gentes de la misión comenzaron a murmurar de don Veremundo, cosas maravillosas y nunca oídas. Decíase que su riqueza era dádiva demoniaca. Que un papel trazado de gruesas líneas negras, que a nadie había dado a leer don Veremundo, pero que este ojeaba de vez en cuando sentado en la playa, contenía el convenio, firmado de puño y letra de ambos contratantes, mediante el cual este transfería a Satanás el dominio de su alma, con exclusión de los derechos de Dios y a cambio de riquezas; y para confirmar este dicho añadían que a la fin o a la postre, el Buque Negro se lo había de llevar en cuerpo y alma. Finalmente, que la decadencia de la misión no tenía otra data que el arribo de Garza, a quien debía atribuirse asimismo la parálisis aguda del brazo del P. Salvatierra, así como su inesperada y prematura muerte.

Y en estas y otras semejantes pláticas, esparcidas primero sotto voce y transmitidas después de padres a hijos ya con mayor libertad y garrulerías, porque don Veremundo iba envejeciendo y tornándose en débil estantigua, transcurrieron hasta cincuenta años, sin que por lo demás, en el lapso de este tiempo, dejasen los buenos feligreses de Loreto de solicitar y percibir en pingües demostraciones constantes y sonantes, los desbordamientos de la liberalidad siempre pródiga del hijodalgo. Y esto prueba otra sencillísima observación que me ocurre, Si a mis lectores no incomoda, y digo me ocurre, no porque sea nueva, sino porque viene a cuento, y es que nada hay en este bajo mundo que armonice mejor las voluntades y trueque en servidores obsequiosos a los malquerientes, como la generosidad y largueza en las dádivas; y así, don Veremundo, aunque visto con desconfianza y antipatía, no tuvo en torno suyo más que atenciones, servicios y alabanzas. Solo le abandonaron sus convecinos cuando cayó en cama, atacado de extraña dolencia que nadie diagnosticó ni pudo curar en la colonia.

A pocos días de estar enfermo don Veremundo, volvió a avistarse el Buque Negro desde las playas de Loreto. Con rapidez inusitada en embarcaciones comunes, este se acercó al puerto silenciosamente, sin velamen, ni arboladura ni jarcias, lleno de una intensa luz rojiza que se veía a través de los vidrios de las lucanas y lumbreras, y movido por no sé qué fuerzas misteriosas. Salieron a cubierta cuatro negrazos, descolgaron un esquife, se metieron en él, remaron hasta atracar en el desembarcadero, saltaron tres de ellos en tierra y se dirigieron a la casa de Garza y Contreras, lo levantaron en brazos y, envuelto en sus ropas de cama, lo embarcaron en el batel negruzco, volvieron a remar hacia el Buque Negro, adonde subieron con el moribundo, y zarparon sin rumor y con rapidez, perdiéndose bien pronto de vista el barco maravilloso en las lejanías ensombrecidas de la mar, que ya empezaba a obscurecerse con el capuz de la noche.