La última guerra

Amado Nervo

1906

III

[…]

Había en la falda del Ajusco, adonde llegaban los últimos barrios de la ciudad, un gimnasio para mamíferos, en el que estos se reunían los días de fiesta y casi pegado al gimnasio un gran salón de conciertos, muy frecuentado por los mismos. En este salón, de condiciones acústicas perfectas y de amplitud considerable, se efectuó el domingo 3 de agosto de 5532 —de la nueva era— la asamblea en cuestión.

Presidía Equs Robertis, un caballo muy hermoso, por cierto; y el primer orador designado era un propagandista célebre en aquel entonces, Can Canis, perro de una inteligencia notable, aunque muy exaltado. Debo advertir que en todas partes del mundo repercutiría, como si dijéramos, el discurso en cuestión, merced a emisores especiales que registraban toda vibración y la transmitían solo a aquellos que tenían los receptores correspondientes, utilizando ciertas corrientes magnéticas; aparatos estos ya hoy en desuso por poco prácticos.

Cuando Can Canis se puso en pie para dirigir la palabra al auditorio, oyéronse por todas partes rumores de aprobación.

IV

—Mis queridos hermanos —empezó Can Canis―:

»La hora de nuestra definitiva liberación está próxima. A un signo nuestro, centenares de millares de hermanos se levantarán como una sola masa y caerán sobre los hombres, sobre los tiranos, con la rapidez de una centella. El hombre desaparecerá del haz del planeta y hasta su huella se desvanecerá con él. Entonces seremos nosotros dueños de la tierra, volveremos a serlo, mejor dicho, pues que primero que nadie lo fuimos, en el albor de los milenarios, antes de que el antropoide apareciese en las florestas vírgenes y de que su aullido de terror repercutiese en las cavernas ancestrales. ¡Ah!, todos llevamos en los glóbulos de nuestra sangre el recuerdo orgánico, si la frase se me permite, de aquellos tiempos benditos en que fuimos los reyes del mundo. Entonces, el sol enmarañado aún de llamas a la simple vista, enorme y tórrido, calentaba la tierra con amor en toda su superficie, y de los bosques, de los mares, de los barrancos, de los collados, se exhalaba un vaho espeso y tibio que convidaba a la pereza y a la beatitud. El mar divino fraguaba y desbarataba aún sus archipiélagos inconsistentes, tejidos de algas y de madréporas; la cordillera lejana humeaba por las mil bocas de sus volcanes, y en las noches una zona ardiente, de un rojo vivo, le prestaba una gloria extraña y temerosa. La luna, todavía joven y lozana, estremecida por el continuo bombardeo de sus cráteres, aparecía enorme y roja en el espacio, y a su luz misteriosa surgía formidable de su caverna el león saepelius; el uro erguía su testa poderosa entre las breñas, y el mastodonte contemplaba el perfil de las montañas, que, según la expresión de un poeta árabe, le fingían la silueta de un abuelo gigantesco. Los saurios volantes de las primeras épocas, los iguanodontes de breves cabezas y cuerpos colosales, los Megatheriums torpes y lentos, no sentían turbado su reposo más que por el rumor sonoro del mar genésico, que fraguaba en sus entrañas el porvenir del mundo.

»¡Cuán felices fueron nuestros padres en el nido caliente y piadoso de la tierra de entonces, envuelta en la suave cabellera de esmeralda de sus vegetaciones inmensas, como una virgen que sale del baño!… ¡Cuán felices!… A sus rugidos, a sus gritos inarticulados, respondían solo los ecos de las montañas… Pero un día vieron aparecer con curiosidad, entre las mil variedades de cuadrúmanos que poblaban los bosques y los llenaban con sus chillidos desapacibles, una especie de monos rubios que, más frecuentemente que los otros, se enderezaban y mantenían en posición vertical, cuyo vello era menos áspero, cuyas mandíbulas eran menos toscas, cuyos movimientos eran más suaves, más cadenciosos, más ondulantes, y en cuyos ojos grandes y rizados ardía una chispa extraña y enigmática que nuestros padres no habían visto en otros ojos en la tierra. Aquellos monos eran débiles y miserables… ¡Cuán fácil hubiera sido para nuestros abuelos gigantescos exterminarlos para siempre!… Y de hecho, ¡cuántas veces cuando la horda dormía en medio de la noche, protegida por el claror parpadeante de sus hogueras, una manada de mastodontes, espantada por algún cataclismo, rompía la débil valla de lumbre y pasaba de largo triturando huesos y aplastando vidas; o bien una turba de felinos que acechaba la extinción de las hogueras, una vez que su fuego custodio desaparecía, entraba al campamento y se ofrecía un festín de suculencia memorable!… A pesar de tales catástrofes, aquellos cuadrúmanos, aquellas bestezuelas frágiles, de ojos misteriosos, que sabían encender el fuego, se multiplicaban; y un día, día nefasto para nosotros, a un macho de la horda se le ocurrió, para defenderse, echar mano de una rama de árbol, como hacían los gorilas, y aguzarla con una piedra, como los gorilas nunca soñaron hacerlo. Desde aquel día nuestro destino quedó fijado en la existencia: el hombre había inventado la máquina, y aquella estaca puntiaguda fue su cetro, el cetro de rey que le daba la naturaleza… ¿A qué recordar nuestros largos milenarios de esclavitud, de dolor y de muerte?… El hombre, no contento con destinarnos a las más rudas faenas, recompensadas con malos tratamientos, hacía de muchos de nosotros su manjar habitual, nos condenaba a la vivisección y a martirios análogos, y las hecatombes seguían a las hecatombes sin una protesta, sin un movimiento de piedad… La naturaleza, empero, nos reservaba para más altos destinos que el de ser comidos a perpetuidad por nuestros tiranos. El progreso, que es la condición de todo lo que alienta, no nos exceptuaba de su ley; y a través de los siglos, algo divino que había en nuestros espíritus rudimentarios, un germen luminoso de intelectualidad, de humanidad futura, que a veces fulguraba dulcemente en los ojos de mi abuelo el perro, a quien un sabio llamaba en el siglo XVIIIpost J.C.— un candidato a la humanidad; en las pupilas del caballo, del elefante o del mono, se iba desarrollando en los senos más íntimos de nuestro ser, hasta que, pasados siglos y siglos floreció en indecibles manifestaciones de vida cerebral… El idioma surgió monosilábico, rudo, tímido, imperfecto, de nuestros labios; el pensamiento se abrió como una celeste flor en nuestras cabezas, y un día pudo decirse que había ya nuevos dioses sobre la tierra; por segunda vez en el curso de los tiempos el Creador pronunció un “Fiat, et homo factus fuit”.

»No vieron ellos con buenos ojos este paulatino surgimiento de humanidad; mas hubieron de aceptar los hechos consumados, y no pudiendo extinguirla, optaron por utilizarla… Nuestra esclavitud continuó, pues, y ha continuado bajo otra forma: ya no se nos come, se nos trata con aparente dulzura y consideración, se nos abriga, se nos aloja, se nos llama a participar, en una palabra, de todas las ventajas de la vida social; pero el hombre continúa siendo nuestro tutor, nos mide escrupulosamente nuestros derechos… y deja para nosotros la parte más ruda y penosa de todas las labores de la vida. No somos libres, no somos amos, y queremos ser amos y libres… Por eso nos reunimos aquí hace mucho tiempo, por eso pensamos y maquinamos hace muchos siglos nuestra emancipación, y por eso muy pronto la última revolución del planeta, el grito de rebelión de los animales contra el hombre, estallará, llenando de pavor el universo y definiendo la igualdad de todos los mamíferos que pueblan la tierra»…

Así habló Can Canis, y este fue, según todas las probabilidades, el último discurso pronunciado antes de la espantosa conflagración que relatamos.

V

El mundo, he dicho, había olvidado ya su historia de dolor y de muerte; sus armamentos se orinecían en los museos, se encontraba en la época luminosa de la serenidad y de la paz; pero aquella guerra que duró diez años, como el sitio de Troya, aquella guerra que no había tenido ni semejante ni paralelo por lo espantosa, aquella guerra en la que se emplearon máquinas terribles, comparadas con las cuales los proyectiles eléctricos, las granadas henchidas de gases, los espantosos efectos del radio utilizado de mil maneras para dar muerte, las corrientes formidables de aire, los dardos inyectores de microbios, los choques telepáticos…, todos los factores de combate, en fin, de que la humanidad se servía en los antiguos tiempos, eran risibles juegos de niños; aquella guerra, decimos, constituyó un inopinado, nuevo, inenarrable aprendizaje de sangre…

Los hombres, a pesar de su astucia, fuimos sorprendidos en todos los ámbitos del orbe, y el movimiento de los agresores tuvo un carácter tan unánime, tan certero, tan hábil, tan formidable, que no hubo en ningún espíritu siquiera la posibilidad de prevenirlo…

Los animales manejaban las máquinas de todos géneros que proveían a las necesidades de los elegidos; la química era para ellos eminentemente familiar, pues que a diario utilizaban sus secretos: ellos poseían además y vigilaban todos los almacenes de provisiones, ellos dirigían y utilizaban todos los vehículos… Imagínese, por tanto, lo que debió ser aquella pugna, que se libró en la tierra, en el mar y en el aire… La humanidad estuvo a punto de perecer por completo; su fin absoluto llegó a creerse seguro —seguro lo creemos aún—… y a la hora en que yo, uno de los pocos hombres que quedan en el mundo, pienso ante el fonotelerradiógrafo estas líneas, que no sé si concluiré, este relato incoherente que quizá mañana constituirá un utilísimo pedazo de historia… para los humanizados del porvenir, apenas si moramos sobre el haz del planeta unos centenares de sobrevivientes, esclavos de nuestro destino, desposeídos ya de todo lo que fue nuestro prestigio, nuestra fuerza y nuestra gloria, incapaces por nuestro escaso número y a pesar del incalculable poder de nuestro espíritu, de reconquistar el cetro perdido, y llenos del secreto instinto que confirma asaz la conducta cautelosa y enigmática de nuestros vencedores, de que estamos llamados a morir todos, hasta el último, de un modo misterioso, pues que ellos temen que un arbitrio propio de nuestros soberanos recursos mentales nos lleve otra vez, a pesar de nuestro escaso número, al trono de donde hemos sido despeñados… Estaba escrito así… Los autóctonos de Europa desaparecieron ante el vigor latino; desapareció el vigor latino ante el vigor sajón, que se enseñoreó del mundo… y el vigor sajón desapareció ante la invasión eslava; esta, ante la invasión amarilla, que a su vez fue arrollada por la invasión negra, y así, de raza en raza, de hegemonía en hegemonía, de preeminencia en preeminencia, de dominación en dominación, el hombre llegó perfecto y augusto a los límites de la historia… Su misión se cifraba en desaparecer, puesto que ya no era susceptible, por lo absoluto de su perfección, de perfeccionarse más… ¿Quién podía sustituirlos en el imperio del mundo? ¿Qué raza nueva y vigorosa podía reemplazarle en él? Los primeros animales humanizados, a los cuales tocaba su turno en el escenario de los tiempos… Vengan, pues, enhorabuena; a nosotros, llegados a la divina serenidad de los espíritus completos y definitivos, no nos queda más que morir dulcemente. Humanos son ellos y piadosos serán para matarnos. Después, a su vez, perfeccionados y serenos, morirán para dejar su puesto a nuevas razas que hoy fermentan en el seno oscuro aún de la animalidad inferior, en el misterio de un génesis activo e impenetrable… ¡Todo ello hasta que la vieja llama del sol se extinga suavemente, hasta que su enorme globo, ya oscuro, girando alrededor de una estrella de la constelación de Hércules, sea fecundado por primera vez en el espacio, y de su seno inmenso surjan nuevas humanidades… para que todo recomience!