La noche anuncia el día

Diego Cañedo

1947

…Y un cisne negro dijo: «La noche anuncia el día». Y uno blanco: «¡La aurora es inmortal, la aurora es inmortal!» ¡Oh tierras de sol y de armonía, aun guarda la Esperanza la caja de Pandora!
Rubén Darío.

Dedicatoria

A Jorge Piñó Sandoval

Epígrafes

«Poor old man» —said the young fellow with his patronizing smile—, «you are talking through your hat! I fear you cannot even read your handwriting! It is not about San Michele and your precious marble fragments from the villa of Tiberius you have been writing the whole time, it is only some fragments of clay from your own broken life that you have brought to light».

The Story of San Michele by Axel Munthe.

At the City of London, England

We, the undersigned, as true believers in the profit, do most solemnly affirm, that all the adventures of our friend Baron Munchausen, in whatever country they may lie, are positive and simple facts. And, as we have been believed, whose adventures are tenfold more wonderful, so do we hope all true believers will give him their full faith and credence.

Sworn at the Mansion House, 9th Nov. last in the absence of the Lord Mayor.

John (The Porter)
Gulliver
Simbad
Aladdin

The adventures of Baron Munchausen.

Aclaración que hace Diego Cañedo

El señor X, sudamericano acaudalado cuyo nombre prometí mantener incógnito, llegó a verme con una carta de mi amigo Estanislao Argumedo, quien ahora cultiva algodón en la Argentina. El padre de Estanislao —un tal Ignacio— vino hace muchos años de España y trabajó al lado de don Santiago Lavín, aquel español que transformó el desierto abriendo al cultivo enormes extensiones en la zona Lagunera. Estanislao heredó diez lotes —es decir, mil hectáreas— e hizo una fortuna explotándolas. Pero la furia agrarista lo arruinó y arruinó también a muchos que habían trabajado con él durante varios lustros.

Emigró entonces a la América del Sur recorriendo varios países antes de radicarse en la Argentina, donde, según me cuenta, rehizo su bienestar. En esas peregrinaciones ha intimado con el señor X. No voy a revelar el país donde se conocieron.

Nada de esto tiene interés, ni la más ligera conexión con el contenido de este libro, pero he querido exponer por qué razones sostuve con el señor X, más o menos, la siguiente charla.

—Lo recomendaré con un magnífico editor —le dije— y si me lo permite lo ayudaré para que su escrito vea la luz. Creo que lo ha retocado usted un poco; hay numerosos términos muy mexicanos que en su tierra —su segunda patria, como usted la llama— no se usan, o si se usan no tienen la misma acepción.

—Es cierto —contestóme—; pero en cambio le respondo de la autenticidad de los personajes y de los sucedidos. Además, cualquiera que conozca un poco de geografía puede identificar los lugares.

—Quiero hacerle una advertencia —continué—. ¿Ha leído a Maurois? ¿André Maurois?

—Sí lo he leído —replicó al punto—, y ya sé a qué viene su pregunta. Ha encontrado usted cierta similitud entre la idea fundamental de mi relato y una novela de este autor. La conozco, pero no recuerdo su título.

—Se llama La machine à lire les pensées.

—Efectivamente, esa similitud existe, aunque muy vaga —prosiguió—. Ahora déjeme justificarme. Principié a poner en orden los apuntes de esta historia en 1933; acababa de regresar de Europa, en donde había dejado a Mendieta.

Me ocupo de mis negocios y además, no soy literato. De manera que proseguí mi narración con frecuentes intermitencias hasta 1938. Hoy hacía una página; dos la semana entrante. En ocasiones guardaba mi manuscrito intacto por meses enteros. La verdad es que nunca creí publicarlo pues nada me hacía pensar en la muerte prematura de Mendieta. Mi lentitud queda así explicada.

La novela de Maurois se publicó a fines de 1937; la leí hasta el 38. Para entonces estas páginas estaban ya concluídas.

—Tal parece que lo estoy acusando de plagio —le dije—, y no es esa mi intención. Al contrario, reconozco que nada de lo de usted se asemeja al relato de Maurois. Pero quise ponerlo en guardia; otros, tal vez lo juzguen de otro modo.

—Me basta con que usted me crea. Además lo mío no es una fantasía. Le he llamado «un relato triste»; no es más que eso. La novela del autor francés se desarrolla entre gentes cultas. Lo mío, señor Cañedo, aconteció en una verdadera jungla espiritual; hay que conocer a aquella fauna.

—Debo confesarle con franqueza, y en apoyo de sus razones —repliqué a mi vez—, que su historia me parece cruda. No por algunos vocablos que lindan con la procacidad, sino porque es brutal en su acción. Carece en lo absoluto de sense of humor.

—No la juzgue como una obra literaria —objetó el señor X—. Está apegada a la verdad y eso es todo. Usted, señor Cañedo, vive en un país civilizado; yo vengo de lugares en donde la ironía y la piedad, esas dos grandes virtudes que preconizaba el inolvidable Anatole France, están proscritas.

No quise contradecir al señor X acerca de la halagadora opinión que tiene de nosotros, los mexicanos. Me habría parecido antipatriótico. El hecho es que seguimos hablando de esa guisa. Estoy convencido de que, efectivamente, no existe ni la sombra de un plagio. Los lectores de este libro —si los tiene— que hayan leído la obra ya aludida de Maurois, dirán si estoy en lo cierto.

Diego Cañedo.

Introducción

Estas páginas, que no son sino el relato de una larga conversación y la transcripción de algunos trozos de memorias, las he puesto ahora en forma coherente. Juzgo que dan una gran verosimilitud a una máquina para leer el pensamiento, al parecer accionada por mecanismos que tienen parentesco con los de radiotelefonía. Por desgracia no ha quedado ningún rastro que pudiera servir para reconstruir ese invento perdido. Nació en el genio de un ruso, muerto vulgarmente en una república sudamericana en uno de tantos episodios revolucionarios. Solo puede sacarse en limpio que el inventor encontró la manera de captar ondas cerebrales, muy semejantes a las hertzianas, amplificando su intensidad millones de veces gracias a ciertos dispositivos y convirtiéndolas después, por medio de una reversión, en imágenes semejantes a las producidas originalmente en el cerebro. Estas impresionaban una película de cine la cual daba, al pasarse, una relación del pensamiento del sujeto. Se podía, así, con mayor o menor claridad, leer la mente de los individuos cuya imaginación fuese de tipo visual y como este, según los psicólogos, predomina en un gran porcentaje de sujetos, la aplicación del aparato resultaba vastísima.

Tal vez algún día se rehaga este portentoso mecanismo, pero apena aquilatar las oportunidades que el hombre perdió por la culpa del detentador del invento, quien lo mantuvo en un sigilo egoísta, en lugar de aplicarlo a fines nobles.

Por otra parte, como no se hizo del dominio público, nunca pudo ser estudiado por los sabios, ni perfeccionado por los experimentadores que con tanto ahínco trabajan en los laboratorios de las grandes organizaciones europeas y americanas.

Desde luego se ocurre que en el terreno de las investigaciones criminales el error judicial quedaría prácticamente abolido. Ya esta aplicación habría reportado opimos frutos, pues apenas subsistirían los crímenes pasionales hijos de un ofuscamiento momentáneo del espíritu.

Razonando en otra forma, habría para pensar en la transformación tremenda que sufriría el género humano el día en que la mentira, el engaño, la calumnia y la insinceridad desapareciesen de la faz de la tierra. La civilización misma tendría un cambio radical. Probablemente la mayor parte de las explotaciones inicuas que actualmente son el azote de las colectividades, tendrían que desaparecer al quedar al descubierto los móviles que las producen. Los fenómenos políticos y diplomáticos tendrían que seguir muy distintos derroteros.

Y todo esto habría podido ser una realidad si el invento de que aquí se habla —que constituía la más sólida promesa de futuras generaciones limpias de falsedad y mentira— hubiese sido estudiado y examinado libremente.

Sus posibilidades se perdieron ante la ignorancia y la concupiscencia de un hombre que, por un malhadado azar, utilizó la creación del genio para adquirir influencia, poder y riquezas en una pequeña república de la América del Sur, sentándose a la mesa de juego de sus magnates políticos y apoderándose de sus secretos íntimos. La visión de este hombre nefasto fue tan limitada que nunca pudo comprender el robo que hacía al acervo de la inteligencia humana, apropiándose lo que debió ser el patrimonio de todos, pues este hallazgo era, típicamente, un bien común.

No quiero continuar estas lamentaciones sin objeto. Tuve ocasión de observar más o menos de cerca la vida de Antonio Cutiño y me consta la exactitud de muchos detalles de sus hojas de memorias y también de lo que su amigo Mendieta me relató en ese caserío vasco de la costa del Cantábrico. Por eso creí interesante dar a estas líneas una unidad, para el caso de que, hoy o mañana, pudiese publicarlas.

He procurado reconstruir mi conversación con Mendieta con la mayor fidelidad, y en cuanto a las memorias de Cutiño las he transcrito sin quitar ni poner nada, aunque a veces la crudeza del lenguaje alcanza todos los excesos, perceptibles principalmente para quienes han vivido en la América Española. Pero dado su carácter documental creí que debía conservar los textos intactos.

Ojalá y mi relato, que es un relato triste, ponga a algún espíritu en la senda de reconquistar lo que pudo ser un tesoro sin precio para esta doliente humanidad.

I
El viaje

En 1932 hacía yo un viaje por España. No podría decir que era un viaje de turista; me interesaban poco las fondas a la moda, los buenos hoteles y los monumentos. Iba por estar solo conmigo mismo y para hacer un balance de mi vida. Nací en Bilbao; si he de ser más preciso en Deusto, y dejé mi tierra a los quince años para venir a América. Me radiqué desde entonces en La Paz ganándome dura y honradamente el pan al lado de un primo de mi padre, comerciante en granos, quien tenía un regular pasar. Fui discípulo aprovechado e hice fortuna; mejor dicho, he hecho fortuna, pues tengo fincados intereses que me tienen a salvo de cualquier contingencia. Tuve la suerte, cuando aún era yo muy mozo, de establecer relaciones con gentes de alta mentalidad, dos o tres hombres extraordinarios de la Colonia Española en aquella república, y eso me libró de la ignorancia abriéndome horizontes que, de otra manera, habrían estado siempre cerrados a mis ojos. Esos hombres me enseñaron a leer e infiltraron en mi alma el veneno de la inquietud.

Sin ella mi vida se habría deslizado perennemente tranquila, en una dulce acumulación de bienes, pues aunque los dirigentes en La Paz han hecho siempre alardes izquierdistas y se han distinguido por su política agraria, la verdad es que ese país es el refugio más hospitalario para los que aún sienten apego a los halagos capitalistas, y por eso allí los comerciantes que, como yo, hemos amasado dinero en la especulación, la reventa, el acaparamiento y demás artimañas del oficio, podemos considerarnos en Jauja.

Mi existencia se habría deslizado, pues, sin siquiera la sombra de una sombra, si el demonio de los libros no hubiese hecho presa en mi corazón y no me hubiese puesto a meditar sobre la legitimidad de mis actividades y sobre los fines últimos de la vida. Hice pues ese viaje, que era el de un vagabundo y también una oportunidad de hacer un examen general de conciencia.

Hoy entretengo mis ocios escribiendo este volumen en el que, desde luego, nada es mío. Tengo, dentro de él, un humilde papel de relator, y de esto, por lo demás, hablé ya con claridad en un prefacio que juzgué útil para establecer ciertos conceptos y deslindar algunas pequeñas responsabilidades.

Todos estos datos un poco vagos no son, en rigor, indispensables, ni aún necesarios para establecer la ilación de esta aventura, si es que aventura puede llamársele; pero explican mi actitud mental. Además son una modesta presentación que hago de mi absolutamente desconocida personalidad; y por fin, si se quiere, justifican también el salto acrobático del prosaico campo de mi oficio al muy noble de la literatura, en donde espero que los más representativos perdonen esta intromisión.

Aunque el verdadero objetivo del viaje que relato eran las provincias vascongadas, llegué a ellas después de haber recorrido media España en automóvil. Cataluña, Valencia, después Andalucía, fueron dejando fugaces impresiones en mi retina y en mi paladar. Como el único punto de referencia que yo tenía era La Paz, mi segunda patria, por no llamarle la primera, mis recuerdos se volvían a sus mesetas templadas o a sus feraces costas tropicales. Y también saltaban de la contemplación de los tostados campesinos de la rivera del Mediterráneo a los indios prietos, para usar ese término tan expresivo, que allá en las haciendas se sientan bajo los portales, en la tibieza del crepúsculo, a cantar tristemente ante una gran olla de café que se consume en el rescoldo.

Para que no se dude de la sinceridad de mis palabras, relataré algunas de mis impresiones durante ese recorrido. Anticipándome a las dudas y a los comentarios de quienes me tratan, y conocen los refinamientos burgueses de mi vida, tengo que decir enfáticamente que he labrado mi bienestar chupando las ubres de la apacible vaca capitalista. Pude comprar granos a precios ventajosísimos y cuando tuve elementos, adelantar dinero sobre siembras. Especulé así, sin molestias, con la miseria y el sudor de la peonada, realizando pingües utilidades, mientras los dueños de ranchos y haciendas pasaban la mitad de su vida defendiéndose en las capitales de las provincias o de la república contra los zarpazos de los políticos y de los líderes que hacían sus fortunas a la sombra de las leyes agrarias.

El oficio de dueño de tierras o de fábricas ha sido, durante toda la jornada pseudo-revolucionaria, el más molesto y más mal retribuído en La Paz, y por lo tanto sistemáticamente he evitado la tentación de incorporarme a él. Ser hacendado o ser ranchero o industrial ha sido allí una situación casi inconfesable; pero en cambio los comerciantes hemos disfrutado de toda clase de garantías.

Nunca he podido comprender la lógica de estos procedimientos, los que, en último análisis, no son sino una implícita confesión de incompetencia, por parte del Estado, para hacer una eficaz, o siquiera aceptable distribución de los productos y las riquezas, dejando esta tarea en manos de hombres que, como yo, la realizan mal y anárquicamente, sin más ansia que el medro personal; pero en cambio ponen en ella la ardorosa actividad derivada de la ambición y la fiebre de dinero.

Por una razón o por otra el hecho es que siempre tuvimos en nuestro giro (yo y mis colegas) una protección amplia y paternal por parte de un gobierno que profesaba, hay que decirlo, las doctrinas más rojas de todo el continente americano.

Estas tenían como pivote la defensa del indio y su incorporación a la civilización —así reza la frase consagrada—, y debo confesar que aún los estratos sociales de cierta cultura, entre los que yo me he contado, se sentían impresionados por la propaganda gubernamental y por la repetición de estos conceptos. Yo mismo llegué a pensar en la envidiable condición del indio, dueño de una parcela, requemado por el sol y feliz por su esfuerzo. Era una visión casi virgiliana que se adquiere en la metrópoli o en las ciudades principales de provincia donde he tenido el mecanismo de mis transacciones; pero que, con el tiempo, se ha modificado hondamente al confrontarla con la realidad.

En ese ambiente desarrollé mis negocios, y, cosa inexplicable, el buen éxito iba minando mi vida y llenándola, si cabe la expresión, con un enorme vacío. A medida que crecía mi cuenta de banco, las interrogaciones esenciales me asaltaban con mayor frecuencia y llegaban hasta a quitarme el sueño. Sin mujer, sin hijos, sin familia, mis obligaciones se limitaban al envío periódico y pródigo de unas pesetas para mi abuelo, cuya vejez me había yo propuesto endulzar. El producto natural de mis recursos, en combinaciones casi rutinarias, llegó a sobrepasar en mucho lo que requería la completa y hasta dispendiosa satisfacción de mis necesidades y caprichos. Comencé entonces a pensar en la posibilidad, que yo he considerado pavorosa, de dejar una gran fortuna intestada, semillero de pleitos; o de testarla a la benemérita beneficencia pública creando así nuevos escritorios para cagatintas, nuevos sueldos para burócratas jugadores de dominó y estupendas posibilidades de robo para los politicastros a quienes cupiera en suerte manejar esos caudales.

Hay que ponerle punto final a esta digresión. Salí del ambiente ciudadano de Bilbao y me interné por los caminos sin ningún plan fijo. Mi único deseo era olvidar la vaciedad abrumadora de mi existencia. Como no tenía programa de búsqueda o de estudio, los poblados y las aldeas se deslizaban ante mis ojos como las huidizas escenas de una película de viajes. Los hombres se han borrado de mi memoria y apenas si algunos se aferran a ella desordenadamente: Gámiz, Zaldúa, Arrigorriaga, Arbacegui, Marquina.

Nadie ha recorrido una región con un espíritu más libre y menos ávido por comprobar la exactitud de los datos consignados en los Baedeker o en los mapas de la Dunlop. A veces entraba por caminos casi ignorados y al medio día bajaba del coche para compartir mi comida con los pastores que cuidaban sus borregas sobre el verde esmeralda de la colina.

En esa altura sentía frío a pesar de la estación y de la hora y nos sentábamos alrededor del rescoldo. Yo observaba a aquellos recios mocetones curtidos por la intemperie, con sus boinas, sus abarcas y sus chaquetones de pana; a un lado, en el puchero, se guisan las patatas mientras ellos, con parsimonia, sacan de sus zurrones el pan negro y las cucharas de palo. Al principio me reciben con recelo, me informan de los caminos, me dan noticias del pueblo más próximo. Después el ambiente se suaviza; aceptan mi jamón serrano, los huevos duros, el queso oloroso y les admira cómo llevo, en nuestras botellas thermos, el café hirviente y aromático preparado al estilo de La Paz. Pasa de mano en mano la bota que compré en una taberna de Murcia, y todos bebemos ese vino acre y fuerte del país. Me tumbo bajo un árbol, esclavo aún de mi siesta tropical, y mientras llega el breve y dulce sueño charlo con ellos. Me cuentan de las noches heladas, de lo dura que es esa vida, mientras viene el invierno y se refugian en los caseríos.

En otras ocasiones llegamos a las aldeas donde nunca faltó una buena merluza en salsa verde o unas almejas. Los salarios son exiguos, es cierto, y apenas con el trabajo conjunto de los mozos y mozas se va tirando para sostener una casa. Sin embargo, yo notaba con infinito asombro cómo aquellas gentes, hechas de antiguas raíces, como dijo el poeta, ponían toda la exaltación de su alma en la alegría de vivir. Así los domingos, contemplaba a las muchachas solteras salir con su pañuelo de color en la cabeza, cimbreando los cuerpos elásticos sobre el fuerte pisar de las alpargatas, y algunas noches de fiesta veía bailar a las parejas a los sones de las albokas, esas dulces gaitas navarras, en tanto que otras los ezpata-dantzaris me mantenían arrobado con la monótona cadencia de sus pasos, con el choque rítmico de sus bastones, en un éxtasis que yo hubiera deseado fuese eterno. Los hombres bailaban los zortzikos acompañados por los txistularis con sus complicados movimientos de espadas, broqueles y bordones y luego se dispersaban lanzando sus gritos de desafío, sus irrintzi, dejándome con la desolación del que ha despertado de un sueño colmado de imágenes deseadas.

Esas mismas mozas y mozos salían en la mañana temprano al duro trabajo: a los campos, a los pequeños talleres, a los establos. Se despedían de mí, que montaba en mi automóvil para seguir mi peregrinación, con voces afables, exentas de tristeza o de envidia. Cuando había pasado cuatro o cinco días en el lugar llegaban a charlar conmigo y los hacía reír contestándoles en el mal vascuence que podía recordar de mi remota niñez bilbaína.

Algunas noches las pasé en las ventas de los caminos. Llegaba con la niebla o bajo la lluvia. Me calentaba junto a una gran chimenea y ¡qué amable nos parecía el acre olor del humo que nos picaba la garganta y los ojos! Una muchacha blanca y frondosa me ponía una mesita y devoraba una tortilla y un pescado fresco con una botella de sidra; en otro rincón de la cocina unos hombres hacen la tertulia; hablan de pescas, de cacerías, de siembras. Una vieja locuaz me platica de brujas y sortilegios.

Dormía a pierna suelta en un lecho que huele a campo y en las mañanas me despertaba tarde y filosofaba largo rato con la vista clavada en las desnudas vigas del techo. Entonces mis recuerdos volaban a La Paz y me parecían absurdos y necios todos los refinamientos y complicaciones de mi existencia. Allí, tranquilo y despreocupado, me sentía feliz, identificado con aquella modestia generosa y pródiga.

Por supuesto, siempre que llegábamos a los pueblos íbamos a ver los juegos de pelota: a mano, a pala o a cesta. Cuando el frontón no existe, los chicos lo improvisan en cualquier parte, en las paredes de la iglesia o en los portales. Yo sentía arder mi sangre vasca y me pasaba las horas enteras viendo los juegos y escuchando las disputas que terminaban, de vez en cuando, en encuentros de un box no muy ortodoxo.

Estas son las visiones que guardo de mi país natal y que nada tienen que ver con las comodidades ciudadanas de Bilbao o con el espectáculo de las muchedumbres cosmopolitas tomando baños de sol y de mar en las playas de San Sebastián. Por semanas y meses mi existencia se confundió, en los pueblos y en las aldeas, con la de esa raza remota.

En mis ratos de meditación y soledad, mi imaginación volaba a La Paz, a sus altas mesetas y a sus costas tropicales donde los indios descalzos, hablando un melodioso idioma incomprensible, cortaban con sus machetes los gigantescos racimos de plátanos o las piñas doradas, bajo la vigilancia de los capataces asalariados a los poderosos trusts americanos. Recordaba a las mujeres, de senos erguidos que con los pies desnudos, caminaban kilómetros por las veredas recién abiertas, para llevar a sus hombres una bebida hecha de agua con maíz cocido y remolido; y como luego, por la tarde, en los campamentos, con un calor húmedo y sofocante, encendían fogatas para librarse de nubes de mosquitos, mientras los enfermos de malaria tiritaban en los rincones entrechocando sus dientes. Cuando terminaban las cosechas aquellos trabajadores proseguían su existencia de nómadas o volvían a sus pueblos, a meterse en sus chozas, subyugados por un fatalismo ancestral. En las altiplanicies frías y áridas los hombres formaban sus cabañas con los fugaces desperdicios de la civilización burguesa: latas vacías de petróleo, cajones que sirvieron para llevar dinamita, cuñetes que fueron empaque de clavos y grapas. Y ya dueños de sus ejidos o a medias con hacendados casi en la ruina, tenían que ir año tras año a buscarme a mí o a individuos de mi ralea, para obtener unos pesos y un poco de maíz, comprometiendo sus cosechas a precios irrisorios. En ese medro, mis competidores más feroces e implacables han sido politicastros connotados, caciques y predicadores profesionales de las más avanzadas teorías agrarias hechas para redimir a ese proletariado miserable y doliente, y sobre todo para crear liderazgos, forjar elecciones y hacer fortunas.

No sé por qué me he entregado a estas tediosas ensoñaciones; tengo, forzosamente, que concretarme a mis recuerdos. El hecho es que llegamos a las costas del Cantábrico y comenzamos a recorrer la maravillosa carretera que va de Ondárroa a San Sebastián.

Íbamos por la orilla del mar, dominando las costas. Desde la altura podíamos ver cómo las olas se rompían en las peñas o venían a morir dulcemente en la playa, arrastrando su festón de espumas. Por impecables caminos cruzamos pueblecitos pintorescos y brumosos, o a veces nos internábamos en la montaña, donde las nubes bajas se desgarraban en jirones sobre sus faldas quebradas.

II
José Mendieta

Una tarde llegamos a Orio. Había decidido quedarme allí uno o dos días. Como de costumbre me eché a andar por las calles y entré finalmente en la taberna donde pedí una copa de aguardiente. Estaba solo, pues mi chofer andaba buscando alojamientos, y mi vista vagaba sin fijarse. En un rincón unos hombres jugaban a las cartas y yo oía de cuando en cuando sus envidos y quiero. Poco a poco mi atención se concentró en uno de los jugadores, cuya silueta oscura se recortaba sobre la claridad de una ventana. Era un vasco de boina, camisola suelta y alpargatas.

—Pero si ese es Mendieta —me dije—. José Mendieta, el de La Paz. El amigo de don Antonio Cutiño.

Entonces él, magnetizado por mi examen, volvió su rostro y clavó sus ojos en mí.

Nos levantamos a un tiempo.

—¡Mendieta, amigo Mendieta! —exclamé.

Nos estrechamos en un abrazo apretado y comenzamos una serie de deshilvanadas explicaciones.

—Este es un milagro —le dije—. Sabía que estaba usted en Europa, pero supuse que andaba, como yo, matando el hastío.

—No —me respondió—; vivo en la región; estoy establecido aquí y no tengo intenciones de moverme. Espéreme un momento; voy a dar una excusa y estoy con usted.

Nos sentamos después a mi mesa y comenzamos a apurar otra copa. Tuve que explicar el por qué de mi viaje. Tenía yo casi un año en España y varios meses en el norte. Cuando satisfice su curiosidad lo interpelé a mi vez:

—Usted es quien debe hablar. ¿Cómo es posible que José Mendieta, el inteligente, afable y culto Mendieta esté aquí, en esta taberna, bebiendo vino y jugando al mus? ¿Y esa indumentaria? ¿Qué hizo usted de sus corbatas y sombreros? ¿Y su colección aquella de máscaras?

—Todo esto requiere largas aclaraciones, más prolijas que las que usted pueda darme. Ahora tengo colección de alpargatas y de boinas. Y en cuanto a la de máscaras la doné al Museo de La Paz; de todas mis posesiones de allá apenas si me quedan algunos libros. Necesitamos sentarnos tranquilamente a charlar. Mire —prosiguió— deje que su chofer se aloje en el pueblo. Usted se viene conmigo; tengo un caserío a cuatro o cinco kilómetros de aquí, donde le proporcionaré una buena cama. Verá usted un típico caserío vasco, con su escudo esculpido en piedra, que se destaca sobre los sillares renegridos cubiertos de parras, y con su leyenda: «Esta es casa de Jáuregui y sus armas ganadas el año de 1656». Usted no puede irse sin visitarme y sin que hablemos de La Paz. Ahora vaya a recorrer el pueblo, es pintoresco; vea la iglesia. Déjeme hacer alguna pequeña cosa que para usted no tendría interés y a las cinco lo recojo aquí. Si le gusta caminar la emprenderemos a pie.

Me quedé solo y sin remedio vino a mi mente un lugar común: ¡Cuán pequeño es el mundo! —pensé—. Encontrar allí a José Mendieta sobrepasa los límites de los encuentros posibles que pueda uno tener en un viaje. Mi pensamiento voló a La Paz y recordé a Mendieta, en la inmensa casa de don Antonio Cutiño. Yo llevaba una carta de recomendación del Ministro de la Instrucción Pública, don Juan José Paullada. Me recibió Mendieta con gran aplomo; abrió y leyó la carta y me dijo que don Antonio Cutiño tendría mucho gusto en servir a Paullada. El mismo Mendieta, sin ninguna consulta engorrosa, resolvió mi asunto con rapidez dejándome una gratísima impresión.

Algún tiempo después nos vimos nuevamente en una comida de carácter un poco literario, que daba el Ministro de España. Allí charlamos algo más y nos encontramos afines en muchos puntos de vista. El tenía apego a las ciencias económicas; yo le hablaba de literatura, de manera que mezclamos los nombres de Irving Fisher y de Veblen con los de Wells y de Maurois. Ambos teníamos pasión por los animales y sobre eso conversamos un buen rato: nos sentimos hermanos en una misma cofradía.

Más tarde me llevó a presentar con don Antonio Cutiño, el hombre más influyente en La Paz, sin puesto público alguno; pero enormemente rico, según díceres, en virtud de concesiones petroleras. Su ascendiente sobre todos los dirigentes y magnates políticos era manifiesto y él lo ostentaba con cierta vanidad. Era un tipo de cincuenta y tantos años, corpulento y saludable; usaba un bigotillo blanco y peinaba para atrás sus largos cabellos grises. Tenía ojos claros, con una claridad casi dorada; límpidos y cándidos. Instintivamente inspiraban seguridad. Pero al mismo tiempo su mirada era inteligente y escrutadora. Se reía con estrépito y cuando refería algún cuento picante o francamente obsceno lo celebraba a carcajadas.

Mendieta era su secretario. Desde cierto punto de vista el reverso de la medalla. Ponderado, discreto, con un aire de confianza un poco exagerada en su propio valer. Cerca de Cutiño era una mezcla de diplomático y de hombre de negocios. Probablemente —pensaba yo entonces—, este don Antonio hace muchas transacciones inconfesables, pero Mendieta las dignifica con su trato sin tacha. En alguna ocasión quise tenerlo propicio haciéndole un regalo tentador en dinero, a cambio de su ayuda. Mendieta lo rechazó, mirándome con una mezcla de sorpresa y disgusto y diciéndome con claridad:

—Oiga usted, don Antonio Cutiño me paga espléndidamente. No me mida con el mismo rasero que a los empleados de los Ministerios y a los miembros del Parlamento. No quiero rectificar la opinión que tengo formada de usted.

Yo le pedí entonces la más amplia de las disculpas, sintiendo que un rubor caliente me quemaba la cara. Mendieta comprendió la avergonzada sinceridad de mi actitud, porque nos estrechamos la mano y pudimos, en ocasiones posteriores, seguir lucubrando sobre toda clase de ideas generales, sin que ese incidente menguara la mutua estimación que nos profesábamos.

Aunque nunca nos ligó una intimidad familiar, Mendieta y yo continuamos siendo amigos. Jamás dejaba de verlo durante mis estancias en La Paz. Más tarde ocurrió la muerte de Cutiño y él perdióse sin dejar huella. Tuve noticias de que había salido para Europa y me supuse que habría venido a hacer un paseo de turista acomodado. ¡Pero encontrarlo en Orio, de boina y alpargatas, bebiendo en una taberna! ¡Y jugando al mus!

A la hora convenida me recogió y fuimos caminando a las afueras del pueblo, por sus calles empinadas y tortuosas. El me explicaba las actividades de sus habitantes, pescadores en su mayoría. Saludaba afablemente a uno o a otro. Cuando salimos al camino me nombró los cultivos de las parcelas, su calidad, su rendimiento, dándome noticias de sus dueños y de sus familias con la minuciosidad de un labrador. Por fin, en un recodo se levantaba un edificio ancho y pesado. Era el caserío de Mendieta. Pardeaba la tarde cuando llegamos: una casona cuadrangular, con su tejado de dos aguas de débil pendiente cubierto de tejas; entrábase por un hospitalario portalón y de allí a la gran cocina, desde donde la escalera conducía al piso alto.

Esta cocina era la pieza principal. En un rincón veíase el horno para cocer el pan y, en el mismo muro, adosado a él, una gran chimenea. En la entrada había un escaño, un txixilu —en el lenguaje del país—, que venía a formar un estrado frente al fuego. Aunque existía un brasero auxiliar donde se preparaban los alimentos, el lugar aquel era llamado la cocina.

Nos sentamos. Mendieta mandó traer una lámpara y una botella de chacolí.

—Vamos a cenar —me dijo—, y perdone esta llaneza. Al fin y al cabo usted es de sangre vasca y estas costumbres le recordarán sus primeros años por acá. Ya le he dicho que se quede unos días conmigo; haga un paréntesis en su viaje y saboree esta tranquilidad infinita. El domingo iremos al pueblo a ver jugar pelota a los chicos y charlaremos un rato con el alcalde y con el cura. Mañana le enseñaré los viñedos y visitaremos otros caseríos. Y finalmente —agregó Mendieta—, hablaremos de la ciudad de La Paz, del cielo acogedor de aquel país, de mi país. Voy a poner ante usted una tentación suprema: cometemos un chilindrón de cordero. Ese platillo no está en las guías ni se lo servirán en los hoteles de Bilbao o San Sebastián.

—Mire, Mendieta —le respondí—, no echemos a perder el momento presente con planes para el porvenir, por cercano que esté. Créame que me siento perfectamente feliz y que este encuentro es, hasta ahora, el incidente más grato de mi viaje de vagabundo. Hablaremos, como usted quiere, de La Paz: de sus mesetas inmensas, de sus montañas nevadas, de su aire fino. Amigo Mendieta, aunque nací en estas tierras vascas, me pongo romántico al hablar de la suya.

Así se fue deslizando la cena, saboreando un bacalao. Supe entonces que Mendieta, solo y sin ilusiones, se había trasplantado, casi a los cuarenta años, a la costa del Cantábrico; compró unos viñedos y había adquirido un aspecto de labrador próspero. Me dijo que como en La Paz no tenía familia, ni afectos, liquidó sus intereses y vivía hacía tres años en su caserío, cada vez más tranquilo y cada vez más sano.

—Por supuesto estas tierras dan poco. Pero tengo hechas algunas inversiones y no carezco de nada. Una o dos veces al año voy a Andalucía, me mezclo con la gente, charlo con los mozos en las ferias de los pueblos. Como nunca me faltan unas pesetas me doy de cuando en cuando el gusto de parar en las posadas y de pasar allí la noche. En ocasiones voy a Madrid, a ver una buena corrida, a perderme en la Puerta del Sol o la calle de Alcalá; allí busco las casas de huéspedes donde se conversa, se disputa y se arguye, entro en los cafés, visito a uno que otro amigo y hablo con él de literatura y de política; de política española, por supuesto. Cada día soy más feliz, cada día admiro más esas cualidades de raza que en España lo suplen todo en los momentos de crisis.

Yo contemplaba a Mendieta mientras él hacía su tirada. A la luz de la lámpara sus rasgos, aún llenos de un vigor juvenil, se cortaban con sombras bruscas, como una primitiva talla en madera. Con su boina colocada a la vieja usanza, plana y simétrica sobre la cabeza y sus alpargatas que asomaban a un lado, parecía bien un hombre de la tierra. Diríase que el trasplante había sido perfecto, sin lastimar una sola radícula, habiendo encontrado todas el jugo apropiado para alimentar nuevos brotes y asegurar una vida vigorosa al árbol ya añoso.

Sin embargo, algo me hacía desconfiar. Estos hispanoamericanos no son cosmopolitas. En ese destierro voluntario de Mendieta había un pequeño misterio íntimo; en la efusión extrema de nuestro encuentro hubo, por parte de él, sin duda, un pasado que se removía: visiones de aquellos paisajes y de aquella vida; reminiscencias de aventuras, de ambiciones y de esperanzas.

A todo esto habíamos concluído de cenar pero proseguíamos nuestra charla, en la noche tranquila, sin más compañía que las botellas. Nos sentíamos propicios a la franqueza.

—Mire, Mendieta, yo no sé si lo que usted ha hecho es definitivo —le dije—. Yo nací en Deusto, allí aprendí a jugar pelota y a reñir en vasco. Todavía hoy mora ahí mi abuelo, inconmovible y recio como una vieja encina. En los poblados hablo con primos, con tíos, con sobrinos. Podría empezar una nueva vida; sin embargo, aquello no se deja. Volveré a La Paz, en donde vivo desde que tenía quince años. Me hace falta la finura criolla que aquí no existe; el fatalismo, la feracidad en los espíritus y en la naturaleza. Solo allá se encuentra ese desprecio a la vida, y también la profusión de piñas, aguacates, olozapos, nísperos, zaramullos, mameyes y mangos. Por lo tanto yo no me explico su actitud. Usted era bien visto por todos; nuestras relaciones fueron siempre en la esfera de las gentes que hacen una vida fácil. En los tiempos del gran poder de don Antonio Cutiño la influencia de usted con él se buscaba como factor decisivo, y cuando murió supusimos que usted seguiría haciendo su existencia habitual; por eso su salida de La Paz fue una sorpresa para quienes nos enteramos de ella. Debo decirle que nadie sabe de este agujero a donde ha venido a soterrarse. Yo mismo, solo tenía vagas noticias de que estaba usted en España.

Mendieta sacudió su pipa contra la mesa y replicó:

—Don Antonio Cutiño me obligó a desterrarme de mi patria y por su recuerdo no volveré a ella. Usted ha puesto el dedo en la llaga; él me convenció de mis limitaciones e incapacidades. Además, sé demasiadas cosas para que se me permita vivir tranquilo y los ejemplos de otros han sido demasiado elocuentes para que yo los olvide. Hablaban de que ejercía influencia sobre don Antonio; pero nunca pude dominarlo, guiarlo, convencerlo del destino excepcional que pudo realizar. Fue un hombre absolutamente abajo de su suerte, y durante sus años de apogeo ni un solo momento se interrogó a sí mismo en la soledad de su conciencia.

Por otro lado, era un hombre generoso. Eso me impidió traicionarlo como en otras circunstancias lo habría hecho invocando los sagrados fueros de la humanidad. Fue mi amigo hasta su último momento y tuve que reconocerlo así. Aún no sé si obré bien. Si yo hubiese revelado su secreto habría quedado la historia anecdótica de un amigo infiel más, lo cual era la fruta corriente en aquel medio en donde vivíamos; como sucedieron las cosas yo le fui leal; pero aquello se perdió para siempre.

Mi profunda decepción proviene de mi fiasco ante aquel hombre. Debí poseer el magnetismo necesario para convencerlo de que tenía un deber que cumplir ante el mundo. Sin embargo, él siempre recibía mis insinuaciones, o mis consejos o mis frases campanudas con una bonhomía despreocupada.

«—No se caliente la cabeza —era su expresión favorita—. Ya habrá tiempo de hacer feliz a la humanidad».

Estas palabras de Mendieta guardaban para mí un sentido nuevo. Ignoraba por qué se refería así a Cutiño, que a mis ojos y a los de todos, había sido solo un tipo de fortuna excepcional en el círculo de los políticos de su país: hombre de acceso a presidentes, ministros y generalitos; gran arreglador de negocios y compinche de personajes en la mesa de póquer. Pero esto de deberes ante el mundo, destinos por realizar y misiones por cumplir, resultaba una palabrería sin sentido aplicada a Cutiño.

—Oiga, Mendieta, si puede usted ser franco dígame: ¿no era don Antonio Cutiño un hombre absolutamente vulgar?

—La expresión es demasiado dura; pero sí es cierto que no era un hombre superior.

—Entonces explíquese usted, pues no lo entiendo.

Mendieta llenó su pipa y después de encenderla y chuparla profundamente, prosiguió:

III
Don Antonio Cutiño

Oiga usted, esta es la primera ocasión que hablo, desde mi llegada aquí, de sucesos de La Paz. Efectivamente don Antonio Cutiño no fue genial; con esto solo quiero decir que carecía de visión panorámica, le faltaba el espíritu de las generalizaciones y elevación de pensamiento. Sin embargo distaba mucho de ser analfabeto; escribía con pureza y hasta con buen estilo. Le gustaban los libros de aventuras, y como dominaba bastante el inglés, su literatura no era mala. Leía a Stevenson, a Conrad, a Kipling. Ahora, que como era un niño, solo les buscaba su sentido externo, el que halagaba, por comparación, su vanidad. El, para sí mismo, era un héroe de aventuras que había descubierto un tesoro; era el Alí Babá de un nuevo «sésamo-ábrete».

Conocí a Cutiño en una situación que era ya financieramente halagadora, aunque entonces no estaba sino al principio de su futura prosperidad. Debo decirle, por si usted no lo sabe, que yo había estudiado para abogado, si bien es cierto que esa profesión parasitaria pugnaba con mi íntimo modo de ser. Concluí la carrera por halagar a mi padre; pero desde que este murió hacía mi vida entrenando y regenteando boxeadores. Esta circunstancia me dio la oportunidad de relacionarme con don Antonio, a través de un incidente trivial. Una noche estaba yo en mi esquina, alentando a uno de mis muchachos; al bajar después de darle una palmada empujándolo al centro de la lona, y en el momento en que retiraba el banquillo del descanso, oí a mi espalda palabras procaces. Dejé el banco en el suelo y me volteé exactamente a tiempo para intervenir colocándome entre dos tipos que reñían. Uno de ellos era Cutiño, quien sin duda habría llevado la peor parte. Andaba entonces alrededor de la cincuentena, y aunque gozaba de vigor, no era precisamente atlético. Logré aplacar la reyerta, y todo lo consideré terminado ahí.

Después de la pelea estábamos en los vestidores; mi muchacho se bañaba en la ducha; yo, con el cigarrillo en la boca, le hacía comentarios y le daba consejos. Entonces vi entrar a don Antonio, sonriente y afable.

—Averigüé quién era usted y vengo a darle las gracias —me dijo—. La verdad, me evitó usted un disgusto, pues yo me sentía realmente excitado; y es que hay idiotas que vienen al box a molestar al vecino. Bueno, eso ya pasó. Aquí tiene mi tarjeta, vaya a verme y tendré mucho gusto en serle útil. A propósito, este muchachito que acaba de pelear es bueno; hay que ayudarle.

Al mismo tiempo me tendió una tarjeta con una dirección y un nombre que yo nunca había visto ni escuchado antes: Antonio Cutiño.

Mi situación no era para desperdiciar ninguna oportunidad. Algún amigo me informó sobre don Antonio: es rico, ha hecho fortuna, vive bien, en buena casa. Sus negocios no son conocidos, pero tiene conexiones con gente importante; es amigo de políticos eminentes e íntimo del general Farías.

Estas noticias eran cautivadoras y a los dos o tres días llamé a su puerta. Tenía a la sazón una casa no muy espaciosa, pero nueva. Entré a una especie de estancia o livingroom cuyo moblaje no revelaba un gusto refinado; pero tampoco era el de un rastacuero. Había algunas revistas y libros. Comenzaba a hojear alguno cuando entró Cutiño.

—¿Qué tal, amigo? Me alegro de su visita. Vamos a ver, señor Mendieta. ¿Ese es su nombre verdad? Siéntese a charlar un rato y vamos a tomar un trago.

Ya con las copas servidas hablamos de deportes y de box. Yo tenía la vaga esperanza de interesarlo en un negocio de gimnasio y baños y comencé a exponerle mis proyectos. Poco a poco la conversación se desvió hasta llegar a mis estudios.

—¿Con que usted es abogado? No es posible.

—Sí señor, me gradué aquí en La Paz.

—¿Y por qué dejó su carrera?

—La verdad, señor Cutiño, no tengo vocación para ella; hice estudios decorosos por complacer a mi padre; pero ya muerto él, mi compromiso ha terminado.

—¿Entonces el box debe dejarle dinero?

—Poco. Vivo y a veces bien; pero prefiero bregar con mis muchachos y estar en el regateo de los contratos y sufrir la amargura de las derrotas, a tratar con clientes y jueces.

Don Antonio me dijo de pronto:

—¿Y querría usted trabajar conmigo?

—¿En calidad de qué? —le pregunté a mi vez.

—Mire —me dijo—, tengo algunos negocios que están en vías de desarrollo; por otro lado estoy liquidando un giro comercial que no tiene ya atractivo para mí. Necesito alguien que me ayude, sin obligaciones precisas; pero que tenga cierta cultura. Bueno, usted me gusta. Conserve de momento a sus boxeadores y véngase aquí todas las mañanas, a las diez. Cuando necesite tiempo libre me lo avisa. Ya hablaremos de sueldo cuando nos conozcamos un poco más.

—Así —prosiguió Mendieta— entré a trabajar y a colaborar con aquel hombre. Dos o tres meses después de esa primera conversación era yo propiamente su secretario y estaba enterado de muchas cosas extrañas que hasta la fecha nadie conoce.

—Todo esto no es suficientemente claro, Mendieta —le interrumpí—. Tengo el recuerdo de que se hablaba de Cutiño como de un individuo de una penetración singular. Cuando se descubrió aquella vasta conjura para derrocar al presidente Camargo rumoróse que Cutiño le había prestado servicios enormes y desenmarañado, él solo, sin ayuda de nadie, todos los hilos de la trama, Hasta se llegó a decir que formaba parte de ella y se había vendido miserablemente; se lo oí contar a la viuda de aquel generalito Otero, que fue llevado al patíbulo entre dos bandas militares, como en un convite de circo.

—Lo que usted dice es cierto —repuso Mendieta—; pero debo aclararle que Cutiño nunca tuvo compromisos con aquellos conspiradores. No era capaz de cometer la bajeza de traicionarlos. Sí es exacto que su influencia en el medio era decisiva; Camargo, a pesar de que únicamente en excepcionales ocasiones iba a las casas de sus amigos, lo visitaba a menudo. Le caía a veces, en las noches, casi sin escolta o acompañado únicamente de su chofer Remigio Ruiz; dejaba a sus hombres a la puerta y entraba solo, bromista y jovial; se arrellanaba en un sillón y comenzaba su charla. A veces los ojos de aquel hombre sagaz y enérgico se clavaban implacables en su interlocutor; don Antonio permanecía sin inmutarse. Camargo sentíase vencido ante la inocente limpidez de esa mirada, y se entregaba cada momento más y más. Estuve presente en muchas de esas conversaciones; pero cuando el general quería hablar a solas con Cutiño me lo manifestaba con una franqueza cortés para que me retirara. A veces esas conferencias duraban una o dos horas y al cabo de ellas nos abandonaba sonriente y afectuoso.

Ya para entonces, yo sabía lo que había de seguir: se invitaba a comer al Ministro de la Guerra, o al Ministro del Trabajo o al Embajador de los Estados Unidos o a tantos otros. Nuestros aparatos se probaban, se arreglaban con cariño; se revisaban los contactos; se cambiaban bulbos; se descontaban los filtros, los transformadores, los micrófonos y las foto-celdillas. En esa tarea ayudaba yo, a veces, con la más ciega y absurda ignorancia técnica, y también un viejo perito en radio, minucioso, miope y escéptico, que se reía para sí de lo que él consideraba chifladuras de Cutiño y que se conformaba con recibir una buena paga, suponiendo que había encontrado un filón que explotar.

—Perdóneme que lo interrumpa, Mendieta, ¿qué aparatos?

—Todo se lo explicaré a su tiempo —me contestó—. Déjeme hilvanar las cosas a mi modo.

Y continuó así:

—En aquel medio servil y abyecto la privanza de que don Antonio gozaba con un presidente de fuerza excepcional, se reflejaba en sus relaciones con todos los personajes que figuraban en el escenario político. Los gobernadores de las provincias no le escatimaban ni las visitas, ni los regalos. Se le consideraba como el intermediario más decisivo para el arreglo de un conflicto; se buscaban sus invitaciones a las dispendiosas fiestas en que toda la camarilla dirigente saciaba sus apetitos no satisfechos de mujeres, de vinos y de lujo barato.

Cutiño recibía aquellos homenajes halagado profundamente en su vanidad infantil. Prodigaba las cartas de recomendación con la certeza de que serían atendidas, y una verdadera legión de sus amigos o simplemente conocidos, se acogía al amable favor del presupuesto del Estado.

La situación de don Antonio repercutía en mí mismo —prosiguió Mendieta—. Ya para entonces yo era oficialmente su secretario y vivía en su casa. Guardando las distancias me asediaban las mismas tentaciones. Supe serle leal: le referí siempre los intentos de soborno, le mostraba los obsequios y le contaba cómo el gobernador de la provincia de Tepexingo tenía espléndidamente asalariada a una de las muchachas más atractivas de los teatros de La Paz para obtener mis confidencias.

Don Antonio se reía y me decía afectuoso: —Aprovéchese, Mendieta; está usted joven. Hágase una buena provisión de recuerdos para cuando sea viejo—. A mí me irritaba —concluía Mendieta— esa frivolidad.

Lo que nunca me perdonaré —prosiguió— fue mi pereza mental para hacer un estudio de los aparatos de Cutiño. Mi falta de imaginación y de memoria casi son patológicas y mi torpeza para comprender mecanismos es increíble. Cuando, siendo un chiquillo, trataban en la escuela de darnos algunas nociones de física, nunca entendí siquiera las láminas donde aparecía el funcionamiento de cosas tan elementales como una bomba impelente. Más tarde, al cursar el bachillerato, la electricidad, el magnetismo y sus derivados fueron siempre para mí un misterio profundo. Créame —decía Mendieta—, no podría dar una explicación decorosa e inteligible de por qué marcha un automóvil.

No le extrañe, por lo mismo, que al ser destruída la residencia de Cutiño con casi todo lo que encerraba, quedara yo en la oscuridad más completa respecto a los fenómenos que ante mis ojos se habían desarrollado durante varios años.

Cuando me di cuenta del invento que en forma tan mezquina explotaba don Antonio, y cuando estuve en sus secretos, quise hacerle comprender su alcance, para él insospechado, y traté de sacarlo del pequeño círculo en el cual voluntariamente se encerró; pero al mismo tiempo sabía que me sería imposible traicionarlo. Ya le he dicho que era un hombre generoso y acogedor.

Mi culpa y mi torpeza las he comprendido más tarde cuando todo aquello terminó en forma tan inesperada. Es cierto que Cutiño nunca me mostró planos; pero pude haber concentrado mi atención para reconstituir más tarde lo que desgraciadamente se perdió. En vida de don Antonio los principios más elementales de lealtad me hubieran impedido divulgar lo que veía; pero muerto él nada me habría ligado para dar al mundo, y sobre todo a los investigadores, ese secreto. Ahora comprendo que debí estudiar y el fin imprevisible e inesperado de su poseedor no disculpa mi apatía, la cual corrió parejas con su estrechez de miras.

IV
Los mecanismos

En un principio —prosiguió Mendieta—, cuando comencé a trabajar con él, no me di cuenta del asunto. Tenía en su despacho, y en medio de unas estanterías, un gran armario; al abrirlo aparecían varios tableros con carátulas graduadas; había también una serie de diminutos focos y varios amperímetros y galvanómetros. En la parte superior existía algo así como un hacinamiento desordenado de accesorios eléctricos: bulbos, espirales de cobre, carretes y otras cosas cuyos nombres fui conociendo poco a poco. Eran moduladores, filtros, amplificadores, fotoceldillas. Y como partes a las que Cutiño algunas ocasiones se refería como muy esenciales, había unas bombillas, que a mí eso me parecían, y que después supe eran oscilógrafos de rayos catódicos.

Recuerdo también que en una especie de torno giraban varios cilindros de vidrio revestidos con un esmalte especial aparentemente opaco, que en la oscuridad mostraba miles de diminutos puntos fosforescentes, los cuales cambiaban de posición a cada fracción de segundo.

Varios motores muy pequeños accionaban unos discos de una sustancia traslúcida de color verdoso, que giraban con rapidez alrededor de su centro y simultáneamente y con gran lentitud alrededor de sus ejes verticales. Estaban montados en un mecanismo especial que coordinaba sus movimientos haciendo que los planos de unos y otros formaran determinados ángulos, variables, según decía Cutiño, de acuerdo con las emisiones electrónicas. La parte alta del armario estaba ocupado con aparatos ópticos, a juzgar por los espejos y lentes que entraban en su estructura.

Fuera, en la parte superior, existían unos círculos opalinos que se iluminaban con luces tenues y violadas, como si fuesen de mercurio o neón. Parece que hacían un papel un poco semejante al de los micrófonos en la trasmisión de la voz. Después, cuando Cutiño perfeccionó sus mecanismos, estos círculos se multiplicaron por toda la casa y su objeto se disimulaba dándoles, sobre las consolas, en las mesitas de fumar y en los libreros, un carácter ornamental.

El conjunto se veía bien que era algo improvisado; armado con elementos adquiridos en fábrica e importados de Estados Unidos, Alemania o Suiza; pero sujetos a tablas de madera blanca, o fijos a láminas galvanizadas, como si solo se hubiese querido atender a la precisión técnica sin fijarse en el aspecto que tanto seduce al profano.

Interrumpí a Mendieta para preguntarle:

—¿Pero nunca se le ocurrió tomar una fotografía de aquellos mecanismos?

—Aun haciendo a un lado mi increíble abandono —me contestó— tal maniobra hubiese pugnado abiertamente con mis resoluciones; su apariencia me habría condenado. Cutiño llegó a depositar en mí una confianza tal, que por nada me habría atrevido a despertar una sospecha.

En un principio aquello me parecían maquinarias de radio, pues pronto supe que don Antonio era un radiófilo. —Un aficionado, decía con cierto orgullo— como otros pueden cifrarlo en declararse miembros de hermandades secretas. Pero me di cuenta de que todas las instalaciones que servían para satisfacer este capricho de generoso desinterés estaban en un rincón de la casa, dentro de un cuarto cuyas paredes las tenía materialmente tapizadas con tarjetas postales que contenían informes de todas partes del mundo y con el techo perforado para dar paso a una antena. Allí se encerraba a veces don Antonio y se pasaba las horas muertas buscando comunicaciones con ignorados amigos de Australia, Argentina y hasta con un Rajá indio. Esto halagaba su pueril espíritu aventurero.

Algún día le hice, ingenuamente y con mi conciencia limpia, algunas preguntas sobre el misterioso contenido del armario de su biblioteca.

—Le voy a enseñar —me contestó— algo curioso; más tarde o más temprano tendrá que saberlo.

Abrió un cajón dentro del cual vi un pequeño cofre metálico cerrado con una pequeña combinación. En este último estaban arregladas en compartimientos varias docenas de cintas cinematográficas. Tomó una diciéndome:

—He aquí un ejemplo típico.

Fuimos a un cuarto oscuro en donde escasamente cabíamos los dos y había instalado un pequeño proyector y una pantalla. La cinta comenzó a correr; al principio tenía solo una fecha y una hora: de las nueve a nueve y media de la noche, se leía. Después una referencia que más tarde supe era una especie de cifra para designar a los distintos personajes. En seguida el film mostró cosas confusas; finalmente se precisó un paisaje y en un banco una pareja besándose apasionadamente; la imagen de la mujer se fue aclarando y amplificando hasta eliminar el resto. Aunque la fisonomía era un poco borrosa no pude menos de exclamar:

—¡Esta es la esposa del licenciado Carrano!

Aquel rostro se fundió en otras formas y más pequeña, apareció varias veces la imagen, desnuda, de la misma mujer. Sería imposible recordar ahora los detalles de aquella cinta cinematográfica de un género desconocido hasta entonces para mí; pero sí rememoro que más tarde se detalló, hasta ser reconocible, la figura del mismo Carrano con su aspecto bonachón y sus bigotes blancos. Y a los pocos minutos apareció el mismo hombre en diferentes trances de muerte: tomando un brebaje o cayendo herido de un balazo o con un estilete hundido en un costado. Estas escenas se mezclaban a veces confusamente con las de la misma mujer, unida a un hombre imposible de ser identificado, cuando menos por mí.

Al terminar, don Antonio enrolló su película, llevóla parsimoniosamente al mismo cofrecito, lo cerró y sentóse esperando mi interrogatorio.

Yo estaba atónito, sin saber qué decir. Aquello me parecía un pasatiempo sin sentido. Finalmente me decidí a hablar:

—Si no hubiera usted despertado mi curiosidad mis preguntas serían indiscretas; pero me creo autorizado para pedirle me diga qué significa eso.

—Eso —me contestó— es lo que dan o fabrican o reproducen los aparatos del armario sobre los cuales usted me ha interrogado. Acaba de asistir a la revelación de un pequeño secreto, vulgar en sí mismo, pero interesante por las personas envueltas en él. En ese film ha visto usted cómo piensa uno de nuestros políticos más encumbrados, amigo íntimo e inseparable de Carrano, lo cual no ha sido obstáculo para que lo engañe con su mujer, de la que está bestialmente enamorado, hasta el extremo de que su mente alimenta proyectos homicidas para hacer desaparecer al pobre marido.

Después supe que el asesino potencial que entregó sus intimidades ante las maquinarias de don Antonio, era nada menos que el Ministro don Juan José Paullada.

Cuando la confianza que a Cutiño y a mí nos ligó fue completa, pude pasar muchas otras películas interesantes. Vi con mis ojos el pensamiento descarnado de la mujer adúltera de Carrano, corroborando la primera con lujo de detalles. En fin —continuó—, a medida que los procedimientos se fueron afinando tuve ocasión de contemplar cosas tremendas. Comencé a acostumbrarme a ver al desnudo las almas de las gentes que formaban ese mundo revuelto.

Mendieta calló. Parecía sumido en sus recuerdos. Temí por un momento que dejara en suspenso su relato y procuré despertarlo de su abstracción haciendo algún comentario.

—Usted me ha dado a entender claramente que su amigo don Antonio no era ni un genio ni un sabio. ¿Cómo, entonces, había logrado construir aparatos tan portentosos? Era un aficionado al radio; pero eso no capacita a nadie para alcanzar lo que usted me ha contado.

—Voy a proseguir y a explicarlo todo —contestó—. Créame que esta confidencia es dulce para mí. Vamos a echar otro trago, pues tengo la boca seca.

Y se bebió de una sola vez un vaso de vino.

—Cutiño —continuó— obtuvo ese secreto en una forma inesperada. Puedo referirla porque él mismo la dejó escrita con profusión de detalles. Ya le he repetido que era de una vanidad enorme; es cierto que inofensiva e ingenua; pero la vanidad era una de sus características. Eso lo había hecho pensar, sin duda, que estaba llamado a ser un factótum en la política de su país y hasta deja entrever que se consideraba con tamaños para pasar a la historia. Por esa razón, quizás, escribió un buen número de páginas contando muchas circunstancias de su vida. Antes de salir de La Paz pude rescatar unas cuantas en la ruina de aquel caserón y las conservo. Mejor que atenerme a mi memoria déjeme subir y traerlas. Le leeré las que mejor aclaren todo lo que le he venido refiriendo.

Mendieta se levantó y dirigióse a la escalera que conducía al piso alto. Me quedé solo, entregado a mis pensamientos, sin saber si todo aquello era una fábula.

Regresó a los pocos minutos con un portafolios que abrió y del cual extrajo unas páginas que puso sobre la mesa. Tomé unas descuidadamente mientras él hojeaba otras con atención. Estaban llenas de una escritura clara y fluida de amanuense o tenedor de libros. No conocí la caligrafía de Cutiño, de quien solo había visto la rúbrica; pero sí la de Mendieta, y era evidente que esas cuartillas no habían sido escritas por él.

—Aquí están —dijo de pronto—. Le voy a leer. Verá usted cómo la personalidad de don Antonio se pone de manifiesto desde el primer párrafo.

Mendieta leyó entonces lo que sigue.

V
Don Antonio comienza su aventura

«Estas cosas las escribo para dejar consignadas las extrañas circunstancias que cambiaron el curso de mi vida. Así mi memoria no me traicionará más tarde cuando, con el poder que me dará el uso de este instrumento maravilloso, mi biografía adquiera interés para todos. No quiero divagar.

»Corría 1920. Mi existencia era dura. La revolución había destruído mi bienestar de empleado de banco. Salí a luchar a la calle: hice pequeñas especulaciones con acciones de minas, más tarde con papel moneda. El país estaba en efervescencia; las partidas merodeaban sin unidad y cada cabecilla era un señor feudal. En los campos tropas diseminadas entraban a saco en haciendas, rancherías y poblados; pero cuando todo ese botín se agotaba, compraban y pagaban la falluca de los judíos ambulantes al triple de su valor. El ambiente áspero de la ciudad llegó a serme irrespirable y con unos cuantos duros de papel, depreciados por la inflación de las imprentas militares, hice mi primera compra de ancheta.

»Cigarrillos, navajas de afeitar, tijeras, cadenas, collares de cuentas, perfumería barata, corbatas y calcetines, novelas pornográficas y tarjetas postales sicalípticas formaron mi primer bagaje. Me interné en el centro del país, por San Antonio el Grande, donde merodeaba el Chueco Farías.

»Mi primer viaje fue en un furgón de ferrocarril destartalado, sin puertas. Por los tablones rotos del piso se veían los ejes de los trucks y la cinta de un riel. Me acomodé en un rincón, sobre un baúl que contenía todo mi bien y toda mi esperanza. Viajábamos unos treinta o cuarenta tipos, resignados a las incomodidades por la falta de carros de pasajeros. Dos días eternos para recorrer cuatrocientos kilómetros; en la noche el viento frío cruzaba silbando los portalones del furgón.

»Buena pieza ese Chueco Farías. Dicharachero y borracho. Mas tarde, cuando intimamos, supe que había comenzado sus estudios de cura en el Seminario de Villa Aldama, reputado criadero de gente ensotanada. Mi timidez de burócrata capitalino no me impidió adivinar la mejor senda para llegar a él. Se decía que era rijoso y matón; desconfiado y sagaz. Mi condición de currutaco debería infundir sospechas. En la ciudad de La Paz, por ser la capital, se codeaban los partidarios de los grupos en pugna y de allí se desparramaban espías de unos y otros por todo el país.

»Bajé en la estación de la Sabana, 1,350 metros sobre el nivel del mar; 415 kilómetros de La Paz. Dos soldados de sombrero de palma, calzón y blusa de manta blanca, sarape de lana parda y fuerte cacle se me acercaron. Yo estaba de pie en el andén con mi baúl al lado.

»—Quihúbole, amigo, ¿qué busca?

»—Vengo a ver al Coronel Farías.

»—Pos allí está nomás.

»Llegué al cuartel. Un indio cargaba mi falluca. En un gran salón con piso de tierra, vigas de madera y muros de adobe desconchado estaba el Chueco en un camastro, liando un cigarrillo de hoja. Me interrogó sin mirarme:

»—¿De dónde viene?

»—De La Paz, mi Coronel.

»—¿Quién lo manda?

»—Nadie.

»—¿Qué anda haciendo, pues?

»—Mi Coronel, he venido a verlo, a solicitar de usted un permiso.

»El Chueco alzó por primera vez hacia mí sus ojillos pequeños; me miró y esperó a que yo continuase.

»—Mire, Coronel, quiero vender aquí mi falluca. Quiero que usted la vea, y si está conforme, saber que puedo trabajar con garantías.

»El Chueco seguía viéndome a los ojos.

»—A ver, ábrame su mundo.

»Puse este en medio del cuarto y lo abrí. Surgieron todos los tesoros: aretes, sortijas, cuentas, pulseras. El asistente del Chueco y dos capitanes que se habían mantenido a distancia se acercaron curiosos. El Chueco tomó una navaja de monte con cacha de pelo de cabra; la abrió y la volvió a cerrar.

»—¿Cuánto?

»—Mi Coronel, a usted no le vendo nada. Tómela usted.

»Me miró bien y pausadamente articuló:

»—No es tan pendejo el falluquero.

»Pero sin hacer comentario dejó la navaja donde la había tomado. Yo seguí abriendo paquetes, hasta que, de pronto, los ojos del Chueco cayeron sobre dos botellas de coñac cuidadosamente acomodadas en un rincón del baúl. Lo noté y me pareció que mi oportunidad había llegado.

»—¿Una copita, mi Coronel?

»Este volvió bruscamente hacia mí su rostro inquisidor. ¡Ah!, si entonces hubiese funcionado ya mi instrumento maravilloso se habrían revelado para mí imágenes de muerte inmediata. Pero el Chueco dominóse rápidamente. Tomó una botella, abrióla él mismo, pidió unos vasos y llenó uno hasta la mitad alargándomelo. En mi cerebro penetró un destello. Tomé el vaso y lo apuré sin vacilar volviendo hacia el Chueco una mirada que procuré fuese clara. Entonces él, bajando la vista, se sirvió dos dedos en otro vaso, pasó la botella a un capitán y comenzó a beber poco a poco.

»Así comenzó mi amistad con aquel hombre que murió tragado por el remolino de la revolución. Fue una amistad breve y guardo de ella un recuerdo placentero. Si la anoto es porque marcó mi primer contacto con la vida ruda y directa. El Chueco Farías fue el primer hombre cuyo espíritu pude explorar sin tapujos, como se exploran los senderos del monte abrupto, como se recorren los caminos del mar: con la sensación de una lucha con una fuerza natural, primitiva y bronca; pero dulce una vez domeñada.

»Toda mi ancheta voló en unos cuantos días. Los soldados de tropa, pelambrones y sucios, ansiosos por entrar a saco en una ciudad, pagaban religiosamente los anillos de plata para sus soldaderas. Los oficiales me compraban las hojas para sus máquinas de afeitar; los paliacates con dibujos indios, rojos y amarillos, que se anudaban al pescuezo. Comencé a aprender el oficio. Había demanda de botones, agujas, hilos. La querida del Mayor Garcés pedía colorete Roger Gallet y jabón de Heno de Pravia. Yo tenía el espíritu meticuloso de mi antiguo oficio; todo lo anotaba escrupulosamente. Llegó el momento en que mi haber se había duplicado en buenos billetes del Gobierno Provisional. Había que regresar a La Paz. Fuíme a ver al Chueco Farías.

»—Mi Coronel, ya liquidé mi ancheta. Necesito renovarla. Déme permiso de ir a La Paz. Creo que les he servido bien. Pero ya no tengo que vender y quiero aprovechar el primer tren que vaya al sur.

»El Chueco me contestó:

»—Amigo, usted es libre de moverse. De aquí a La Paz todo está en manos del Supremo Gobierno. Pero está bueno que me avise porque yo aquí soy el responsable de todo. Vaya, pero es mejor que lleve carácter militar; que le den un pase diciendo que lleva comisión mía. Ya usted sabe cómo es allá la capital; hay mucho chisme, tenemos muchos enemigos. No se me junte con ellos; amárrese la lengua y no me vaya a salir con alguna chingadera.

»El Chueco me unció así a la facción a la cual servía. Acepté mi destino y mi buena estrella me hizo no arrepentirme. Volví de La Paz y mi comercio tomó francamente un camino de prosperidad. Compré unas mulas y comencé a salir a las rancherías cercanas. Traía vestidos domingueros para las mozas, grandes peinetas y flores artificiales. Comencé a ser para todos, incluso para el Chueco, don Antonio. No hay que alargar mucho esta relación que no hace sino explicar mi encuentro con lo inesperado. Llegué a tener catorce animales y un buen caballo brioso y manso que yo montaba. Viajaba con dos mozos. Recorríamos la provincia. Hacíamos camino desde la Sabana a Guanaceví, la ciudad más importante, perchada en las montañas con sus minas de plata, abandonadas por la revolución. A veces un Ford de aquellos de pedales me sacaba ventaja; pero en cuanto caían dos o tres aguaceros solo mis mulas llegaban a los pueblos con su cargamento de maravillas».

Aquí Mendieta interrumpió la lectura de las hojas de memorias, abrió una botella más de chacolí y escanció el vino con un gesto amplio y profundo. Dejó las páginas en la mesa y me dijo:

—No era un gran relator don Antonio Cutiño. Yo pasé también por las vicisitudes de esa temporada y fue mucho más angustiosa que lo que la pintan sus frases. En La Paz tuvimos nuestro pequeño terror, con sus delaciones, aprisionamientos y muertes. Tuvimos unas semanas que se llamaron del hambre: no había azúcar, ni trigo, ni carne; las comunicaciones eran irregulares y los trenes corrían una que otra vez según el capricho de los generalitos y de sus compinches. Vagamente se hablaba de una revolución social. El hecho es que don Antonio a pesar de las noches al aire libre, de uno que otro tiro cambiado con pequeñas partidas, de una mula ahogada con un cargamento de seda en un arroyo crecido y de algunas otras peripecias que me contaba en sus ratos de expansión, tuvo cerca de dos años de existencia tranquila, protegido por el Chueco Farías, quien llegó a General y fue seguramente un gran tipo. A don Antonio todo aquello lo llenaba de asombro por contraste con su vida oscura en la contaduría de un banco, entrando y saliendo a sus horas, manoseando el dinero de otros y dando vales para pagar unos pesos perdidos a los dados. Su nuevo papel de comerciante revolucionario halagaba su cándida presunción y a pesar de que comenzó estos trotes ya bien entrada su madurez, lo embargaba la sensación del cachorro del puma que se escapa de la cueva materna y mata su primer cervatillo.

Mendieta pasó por alto algunas de esas cuartillas. Después prosiguió:

«Las cosas comenzaron a ponerse oscuras para el Supremo Gobierno. Los cabecillas pedían lo imposible y cada día se tornaba más difícil una organización civil; una asamblea de generales había acrecentado el descontento y en las zonas antes dominadas comenzaron a merodear pequeñas partidas. Las comunicaciones con la ciudad de La Paz se interrumpían a cada momento y mi tráfico era más y más azaroso. El Chueco Farías me protegía con escoltas cuando mis trayectos eran largos. Es cierto que con las vicisitudes aumentaban los precios y las ganancias; pero el Chueco menudeaba sus peticiones: hoy quinientos duros en efectivo, mañana era el pago de una vieja cuenta de cantina. Así hubo mes en que cinco o seis mil duros de utilidades se esfumaron en los bolsillos del Chueco o de sus acreedores.

»El Chueco batía la región con asombrosa actividad; estaba ansioso por obtener su ascenso. Sin embargo, una partida al mando del tuerto Ramos atacaba siempre los lugares inermes, robaba los ranchos, se llevaba caballos de las haciendas, despojaba de dinero a los administradores. Llegaba cuando Farías se encontraba a una jornada de distancia y sin gastar municiones ni exponer a sus hombres realizaba su hazaña e iba a esconderse en las estribaciones de la sierra.

»Una tarde llegué de Guanaceví a la Sabana. Fui a saludar al Chueco al que encontré tumbado en una silla, con las botas sobre la mesa, hosco y sombrío.

»—¿Qué le pasa, mi Coronel?

»—Pues ese chingado del tuerto mató tres hombres en una emboscada. Aquí hay mucho espionaje, don Antonio; pero al primer cabrón que agarre lo chingo. Le he escrito al señor Presidente y le he asegurado que yo respondo de mi zona y que aunque el país arda, aquí yo daré garantías. Y ya ve, mientras otras provincias están jodidas aquí se puede trabajar. Si no fuera por el chingado del tuerto la paz sería completa. Y es que aquí ya todos caminan sin salvoconducto y de seguro hay enemigos que enteran al tuerto de todos nuestros pasos.

»Quise tranquilizarlo y le hablé prolijamente de Guanaceví:

»—Allí las cosas están bien y tienen confianza en que el Presidente dominará la situación. Las transacciones son normales; no hay gran escasez. Usted sabe que la cosecha de maíz ha sido buena y lo mismo la de trigo, de manera que los almacenes están llenos y aunque la situación empeorara podría resistirse.

»Seguí una relación larga; pero el Chueco la escuchó sin contestarme, ensimismado en su pensamiento, fumando uno tras otro sus cigarrillos de hoja. Así comenzó a pardear la tarde y luego llegó la noche, sin que nadie trajera luz, hasta que los contornos se perdían y solo podía verse la lumbre del cigarrillo que trazaba periódicamente en la oscuridad su trayectoria luminosa y fulguraba con mayor intensidad a cada chupada».

VI
El ingeniero Vrevsky

«De pronto se oyó afuera ruido de pasos y espuelas, palabras procaces e insultos; además una voz quejumbrosa de acento extraño. A la luz de la linterna el grupo se perfiló vagamente en la puerta y un hombre fue empujado cayendo pesadamente sobre el piso de tierra, casi a los pies del Chueco.

»Tras de él quedaron de pie dos oficiales y tres o cuatro soldados de tropa; los primeros con las pistolas en la mano, los otros con el máuser en actitud de lucha, como si al caído lo hubieran llevado a culatazos.

»—Mi Coronel, aquí le traemos un espía —dijo un oficial.

»El Chueco habló desde la oscuridad:

»—A ver, unas linternas.

»Mientras tanto el hombre en el suelo se quejaba angustiosamente y la espera nos crispaba los nervios.

»—No esté chillando allí como un puto —vociferó el Chueco Farías.

»Las quejas se extinguieron, mientras que dos o tres luces fueron colocadas en la mesa; el Chueco se levantó con lentitud y acercó una de ellas a la faz del acusado. Era un individuo entre los cuarenta y cincuenta años, de una blancura espectral. Unos cuantos cabellos rubios le cruzaban un cráneo abultado y casi calvo, perlado por el sudor. Sus facciones se discernían mal a la luz vacilante; pero aún así tenían un carácter exótico. Con sus dos brazos se apoyaba en el suelo, levantando pesadamente su torso, mientras sus piernas extendidas se hundían en la negrura. El Chueco comenzó a interrogar con su acostumbrado laconismo, haciendo grandes silencios después de cada respuesta durante los cuales se notaba bien que el prisionero reprimía trabajosamente su dolor. Desde las primeras palabras comprendí que era un extranjero por su sintaxis disparatada y su marcado acento.

»—¿Cómo se llama?

»—Sergio Vrevsky.

»—¿Entonces es usted gringo?

»—No, soy ruso, de Omsk.

»—¿Y qué chingados anda usted haciendo en esta tierra?

»—Voy a La Paz; allí tengo un cuñado y quiero reunirme con él. Vengo de la frontera.

»—A ver su pasaporte.

»El ruso sacó penosamente de su bolsillo un papel doblado enorme y mugroso. El Chueco lo acercó a las linternas sobre la mesa y lo examinó. Seguramente nada puso en claro porque bruscamente continuó interrogando:

»—¿Y usted de qué vive?

»—Soy ingeniero.

»—A ver, levántese y déjeme verle bien la cara.

»—No puedo; tengo una herida en una rodilla.

»Un oficial terció en la conversación:

»—Mi Coronel, se andaba escondiendo y corrió cuando le gritamos. Entonces uno de los muchachos lo tumbó de un balazo.

»—A ver, siéntenlo en una silla. ¿Y es usted ingeniero de qué? ¿Hace casas o qué carajos?

»—Soy ingeniero civil.

»—¿Y sabe de fortificaciones?

»—Sí, señor.

»Contra su costumbre el Chueco Farías estaba desconcertado. Un ingeniero ruso caído en el cuartel de la Sabana era un caso insólito. El interrogatorio era incoherente y errático y no conducía a ninguna parte. Se veía bien que el Chueco quería conservar su aplomo ante la gente que lo observaba. Hubiera deseado clavar su vista en el extranjero y penetrar en su alma, como lo hacía con profunda intuición cuando hablaba con los indios o los mestizos; pero los ojos azules del ruso eran para él algo indescifrable. Sin embargo quiso ir al fondo del enigma y obtener un motivo para una decisión. Preguntó, pues, bruscamente:

»—¿Y cuándo vio al tuerto Ramos la última vez? Contésteme claro y no me eche mentiras.

»—No conozco a ese señor ni a nadie —fue la respuesta—. Llegué al país hace ocho días; yo venía en ferrocarril; pero encontramos un puente levantado. Entonces unos arrieros se ofrecieron para llevarme al sur, hasta Rinconada, donde podría tomar nuevamente el tren a La Paz. Casi al llegar aquí nos asaltaron y de pronto me encontré solo en el campo. Contemplé luces a lo lejos y así llegué hasta aquí. Me gritaron algo y luego me dieron un balazo.

»Efectivamente una mancha de sangre renegrida y seca se veía en el pantalón del ruso.

»El Chueco decidió ponerle fin a una entrevista cuyo objeto no veía bien.

»—Curen a este hombre —concluyó—; pónganle centinela de vista y ya daré mis órdenes.

»Después, cuando ya los soldados habían sacado al herido que arrastraban su pierna, quejándose, el Chueco llamó al Capitán de la escolta.

»—La verdad, Capitán, esto está muy sospechoso. Hay que asegurarse porque ese tuerto es muy ladino. Mire, registre a este ingeniero, tráigame sus papeles y truénelo en la madrugada.

»Yo estaba acostumbrado ya a ese desprecio por la existencia humana; pero había algo tan angustiosamente patético en la situación de un hombre que venía del otro extremo del mundo para dejar su vida frente a un paredón en una república de Sudamérica, que formé en mi mente el propósito de intervenir.

»—¿No quiere un trago, mi Coronel?

»—Está bien; mándelo traer.

»Comenzamos a saborear el coñac, en silencio.

»—Oiga, mi Coronel, yo creo que ese ingeniero no ha dicho todo lo que sabe.

»—Puede ser, don Antonio; pero por eso que se joda.

»Yo repliqué:

»—Quién sabe si traerá algo importante, mi Coronel; pregúntele otro rato.

»—No, amigo; con esa media lengua no se saca nada.

»—Mi Coronel, si es gringo, sería bueno saber cómo juzgan nuestra situación allá. En fin, la verdad yo le haría otro interrogatorio.

»El Chueco reflexionó unos instantes; luchaba en su interior no queriendo sentir el embarazo de una nueva entrevista. Indudablemente comprendía que la mentalidad de su prisionero escapaba a su penetración. Llegó entonces sin tropiezos a lo que yo deseaba.

»—Mire, don Antonio, vaya usted que habla inglés y platíquele un poco.

»En esos momentos llegó un oficial y depositó sobre la mesa el resultado de su escudriño; nada valía la pena: un reloj, pluma, lápices, una regla de cálculo. Había también varias cartas en ruso, otra de presentación para un ingeniero de La Paz y una en inglés, aparentemente fútiles. Finalmente varias calca; o dibujos en tela transparente que el Chueco desdobló con ansia creyendo encontrar planos que reforzaran la suposición de espionaje. El Chueco miró y remiró esos lienzos dándoles vueltas hasta que finalmente me los pasó diciéndome:

»—¿Usted entiende de esto?

»Los miré a mi vez. No eran mapas, ni siquiera diseños de edificios y el Coronel lo había comprendido así. En aquel entonces para mí resultaban también jeroglíficos; pero pude entender que se trataba de dibujos y esquemas de un mecanismo eléctrico con un uso desconocido. Estaban llenos de algunas notas en francés e inglés y otras muchas en ruso; cuando menos, eso me parecía. No logré, ni vagamente, resolver el enigma.

»—La verdad, mi Coronel, no sé lo que es esto. Parece algún aparato eléctrico.

»—Bueno, déjeme aquí estas cosas y a ver si usted le saca algo a ese jijo…

»Un soldado me acompañó con su linterna por la acera de la negra calle hasta la prisión municipal donde estaba el ruso. Allí lo encontré sobre un camastro cubierto con un sarape andrajoso y con una almohada sin funda, parda de mugre. Al entrar sollozaba débilmente.

»Mandé acercar una luz y una silla. Le habían quitado el pantalón para curarlo someramente embadurnándolo con yodo y vendándolo. Me senté con familiaridad para inspirarle confianza y su rostro se i¡luminó.

»—Ingeniero, tranquilícese. El Coronel Farías quiere que usted y yo hablemos. Me va usted a contar todo lo que le ha pasado.

»—Señor —dijo él—, es que me van a matar; ya lo oí desde que llegué. Dicen que es orden del Coronel.

»Sus palabras eran casi ininteligibles por su acento y su sintaxis, unidos al visible pavor que lo embargaba.

»—Lo matarán si es usted espía. Espero que pueda usted probar lo contrario.

»Y allí comencé con él una larga charla que duró casi una hora. El herido acopió al principio datos y pruebas abrumadoras en su favor. Había tenido que abandonar Omsk, en cuya universidad daba una cátedra de electricidad, por haber sido acusado de conspirar contra el régimen comunista. Me dio detalles, que he olvidado, sobre acontecimientos políticos; pero recuerdo vagamente que me relató cómo llegaban compactos grupos de refugiados que venían del Oeste huyendo del alud bolchevique. El tuvo también que huir dejando a su mujer agonizando con tifo y después de meses de fatigas, uniéndose a las caravanas de camellos que trafican hasta el centro del Asia, logró llegar a tierra neutral y finalmente a la civilización.

»Había trabajado meses aquí y allá: en Alemania, en Francia y finalmente en Estados Unidos; pero la vida había sido dura. Las empresas constructoras no reconocían ni su competencia ni sus méritos científicos. Se desprendía de su relato que indefectiblemente lo calificaban de loco y lo mandaban a paseo. El encontraba ridículamente tímidos a los ingenieros americanos para calcular concreto armado y me habló de coeficientes de trabajo, empujes y muchas otras cosas incomprensibles para mí.

»Y era efectivamente un iluminado, pues cuando entramos a esta fase de la charla olvidó por completo que debía probar su inocencia para salvarse y de los problemas prácticos de construcción saltó a teorías sobre la energía intra-atómica y sus milagrosas posibilidades.

»Fui yo quien tuve que traerlo a la realidad. Tenía un cuñado en La Paz con un comercio floreciente y lo había invitado a trabajar con él. Ni siquiera sabía si iba a comerciar en ropa, en granos o en quincalla. Para él la ciudad de La Paz era el retorno al hogar, la contemplación de rostros familiares; era la música de la lengua materna y el dulce canto del samovar.

»Cualquier sospecha de espionaje quedaba desvanecida en mi espíritu. Despedíme de él ofreciéndole toda la fuerza de mi amistad con el Chueco y resuelto a evitar un crimen estéril.

»Al salir de la cárcel sórdida y húmeda me dirigí al capitán que había recibido la orden de fusilamiento.

»—Capitán, ¿quiere acompañarme? Tal vez el Coronel tenga que decirle algo.

»Eran casi las once cuando entré al cuarto del Chueco. Estaba tranquilo echando un solitario; pero se conocía bien que me esperaba.

»—¿Averiguó algo, don Antonio?

»—La verdad, poco, mi Coronel. Trae una carta para un ingeniero de la capital y si hay alguna clave allí debe encontrarse; si lo fusila no sabremos nada. Ademas, en La Paz lo esperan y si averiguan que lo han tronado, el asunto puede llegar a las legaciones y traer alguna complicación.

»—¡Ah qué don Antonio! Todavía no se convence de que los gringos siempre nos han hecho los puros mandados.

»—Es cierto, Coronel; pero en este momento el Supremo Gobierno necesita la ayuda yanqui.

»El Chueco no respondió nada y tras breve silencio gritó a su asistente:

»—A ver, llámeme al capitán Ojeda.

»Este se presentó al momento.

»—Capitán, suspenda la ejecución. ¿Ya me curaron a ese amigo?

»—Sí, mi Coronel; lo curó el practicante porque no dimos con el doctor.

»—Bueno, pónganlo en una cama limpia y déjenlo dormir.

»Al salir el oficial se dirigió a mí:

»—De cualquier manera habrá que seguirle los pasos allá en la capital. Mire, don Antonio, aquí están los papeles de ese gringo. Revíselos bien mañana y si no les encuentra nada devuélvaselos junto con sus chácharas.

»Al día siguiente estuve con el ruso. Había dormido mal y estaba febril. Fue entonces cuando tuve la primera noticia vaga del mecanismo maravilloso, pues el ingeniero me preguntó con ansia por sus papeles. Se los devolví; revisó las calcas una por una y me dijo:

»—Gracias, gracias; esto era lo que más me importaba. Esto representa mucho estudio y trabajo. Mire usted, con este invento voy a revolucionar el mundo. He hecho ya algunas experiencias con gran resultado; pero necesito calma y un poco de dinero.

»—¿De qué se trata? —le dije.

»—Es una manera de reproducir el pensamiento.

»Dudé de la cordura del hombre y repliqué con sorna:

»—Entonces es un aparato telepático.

»—Oiga usted —respondió—; esto es algo muy serio. Creo haberme adelantado mucho a mi época; pero me han faltado tranquilidad y elementos para experimentar. Ya hablaremos de esto, pues es usted un hombre comprensivo y además usted me ha salvado la vida. Consiga que me dejen ir a La Paz.

»El médico vino, examinó la herida y no le vio buen aspecto. La pierna estaba tumefacta y amoratada.

»—La verdad —dijo—, esto no me gusta. Es preciso abrir bien y canalizar ampliamente. Es mejor que se lleven a este herido a Guanaceví donde hay hospital.

»Pregunté:

»—Doctor y ¿podrán llevárselo a La Paz?

»—Sí, pero que sea pronto.

»El Chueco estuvo de acuerdo con el viaje; pero quiso que yo lo acompañara y que fuese también un oficial para cualquier investigación. La emprendimos a caballo para llegar a Rinconada esa noche y tomar el tren. Al herido lo arreglamos lo mejor que se pudo, acojinándole la silla y echándolo sobre una bestia de paso suave y tranquilo; a pesar de eso sufría. Logramos asiento en un carro de pasajeros, acomodamos a nuestro herido y al día siguiente llegamos a La Paz.

Hubo que acceder a los ruegos del ruso y llevarlo a casa de sus gentes. Allí nos tocó presenciar una escena familiar de lágrimas, caricias y cuidados, en medio de conversaciones incomprensibles. Salí de allí dejando al oficial vigilante para cumplir las instrucciones del Chueco».

Aquí detuvo Mendieta la lectura echando una hojeada sobre varias páginas.

—Estas cuartillas —dijo— se refieren a multitud de detalles de esa estancia en La Paz. El hecho es que Vrevsky murió de una septicemia, y lo único digno de leerse es el relato de la última entrevista que tuvo con Cutiño. Dice así:

«Antes de entrar a la pequeña sala de distinguidos donde se encontraba el ruso, el practicante me advirtió que el caso no tenía remedio y que aprovechara yo lo que quedaba de vida al paciente, pues aunque lúcido, cada minuto estaba más débil y su dicción era menos clara. La verdad es que solo sus llamados persistentes me habían resuelto a esa entrevista penosa y desagradable con un moribundo con el cual nada me ligaba.

»En los días de calentura los ojos se le habían hundido, su rostro estaba pálido y una barba rala y rubia como la paja le manchaba el semblante; su respiración era entrecortada y su voz como una hebra que parecía iba a romperse para siempre.

»—Don Antonio, lo mandé llamar. Usted me evitó una muerte horrible y siquiera aquí acabo con mis hermanos y en una casa. Quiero pagarle lo que hizo. Mire, tome estas calcas; son el resultado de años de estudio. Yo quisiera explicarle todo extensamente; pero sé que se me va la vida. Le doy también este cuaderno de notas; a ver cómo hace para que se lo traduzcan sin robarle mis ideas.

»Esto me lo decía trabajosamente, en voz queda y velada. Yo me sentía impaciente, deseaba concluir desde luego; la conversación me molestaba. Por lo tanto quise llegar al fin preguntándole:

»—Bueno; ¿de qué se trata?

»—Estudie bien —me contestó— estas notas. Construya este aparato y colocado en ciertas condiciones verá usted cómo una película sensible se impresiona con el pensamiento del sujeto. En París llegué a resultados sorprendentes. Sin embargo, he mejorado mucho algunos circuitos y sé que ahora podrían obtenerse imágenes más claras y precisas. No habrá pensamiento humano oculto.

»De momento no me di cuenta del alcance de estas palabras; su sentido lo adiviné más bien que comprenderlo, pues el acento, más marcado aún por la acechante agonía y la absurda construcción de las frases, hacíanlo todo muy confuso.

»Por piedad hacia el pobre hombre quise mostrar un interés que estaba muy lejos de sentir. Hice entonces una pregunta tonta:

»—Oiga, ingeniero, ¿esto tiene alguna conexión con los fenómenos espíritas?

»Sonrió con una mezcla de compasión y benevolencia y replicó:

»—Don Antonio, esto es algo científico: el cerebro humano emite ondas que aunque son de una longitud mucho más pequeña se comportan exactamente como las hertzianas y representan fenómenos que tienen lugar probablemente en las celdillas cerebrales. Yo no soy un fisiólogo y esto no puedo explicarlo; pero el hecho existe. Amplifico estas ondas millones de veces y sin distorsiones. Este es uno de mis secretos. Y obtengo, por una reversión, las mismas imágenes que se originaron en el cerebro. Usted entérese don Antonio, entérese. No le pesará. Lea mis notas y construya mis aparatos. Quiero pagarle así una deuda de gratitud.

»Todo esto había constituído un esfuerzo enorme para el herido. Al terminar entrecerró los ojos y me hizo seña de que necesitaba descansar.

»Hago ahora una reconstitución de sus palabras a través de mi experiencia posterior; probablemente fueron muy distintas; pero este debió ser su sentido. Es menester decir que de momento no las comprendí; pareciéronme genialidades de sabio y delirios de inventor. Y desde luego no les di importancia. Yo había ido a cumplir con un penoso y desagradable deber, entre otras cosas para poder dar cuenta cabal de la misión que el Chueco Farías habíame encomendado.

»Todavía el moribundo apretó débilmente mi mano con una de las suyas fría y sudorosa. Hizo un supremo esfuerzo y me entregó sus planos y libreta. Me levanté, le dije que volvería y él todavía esbozó una vaga sonrisa sin abrir sus párpados.

Así salí de ese cuarto llevándome las seguridades más absolutas de que el ruso no llegaría a ver la luz de un día nuevo. Al salir del hospital me sentí libre de un peso molesto. Fui a mi hotel. Deseaba lavarme las manos que conservaban aún el contacto viscoso de un sudor frío. Al llegar a mi habitación saqué de mi bolsillo calcas y apuntes y los arrojé como cosa inservible al fondo de mi maleta. A los seis meses había olvidado totalmente estos incidentes».

VII
Los primeros ensayos

Mendieta prosiguió:

—Aquí hay una laguna enorme en las páginas escritas por Cutiño. Lo que voy a relatarle es la reconstitución que yo hago a través de sus deshilvanadas conversaciones.

Don Antonio continuó su tráfico comercial a la sombra del Chueco Farías, hasta que una era de tranquilidad pareció iniciarse en la República. Entonces el Chueco fue llamado a la metrópoli a una posición de importancia burocrática y Cutiño lo siguió. Inició negocios de mayar cuantía con los ministros y aprendió todos los matices del cohecho y la corrupción. Una de sus operaciones se hizo famosa: vendió una enorme partida de panes de sal para las caballerías del gobierno a precios fantásticos. Panes que en los Estados Unidos se vendían por dos o tres centavos de dólar le fueron pagados a un duro. Los chascarrillos populares marcaron entonces con su causticidad a varios connotados funcionarios y al mismo Cutiño; pero este último proseguía impertérrito su camino hacia el enriquecimiento.

Llegó así a amasar una pequeña fortuna, Tenía su casa en donde se comía bien y la hospitalidad era amplia, agradable y bonachona; un buen coche y una cuenta de banco que fluctuaba alrededor de los cien mil duros. No había abandonado aún las actividades que fueron la base de su bienestar y comerciaba con una tienda abigarrada y heterogénea, pletórica de pacotillas.

Probablemente, de continuar en esta vía, Cutiño habría logrado, en el transcurso de los años, consolidar una posición. De hecho su porvenir se delineaba francamente hacia una existencia tranquila de clase media acomodada. Sus amistades políticas se reclutaban entre la alta burocracia y eran circunstanciales y pasajeras: tenían la duración necesaria para cerrar el negocio que de momento lo ocupaba. Pero nunca había pensado traspasar los linderos de los altos círculos; su amigo más conspicuo continuaba siendo el Chueco, quien lo ayudaba incondicionalmente.

Don Antonio no era mujeriego, aunque después se ha murmurado que lo perdió una pasión senil. Tenía todos los gustos del soltero empedernido y sus relaciones femeniles eran frívolas y sin arraigo. De cuando en cuando convidaba a su mesa a una o dos amigas con varios amigos y satisfacía sus apetitos con prudencia.

Por lo tanto me imagino que sus veladas deben haber sido interminables cuando estaba solo. Cayó en la afición al radio por accidente de su oficio, pues para poder hacer una venta de aparatos a un ministerio, tuvo que buscar consejo técnico en un ingeniero electricista. Este lo inclinó a ese pasatiempo llevándolo a ver transmisores y receptores, poniéndolo en comunicación con países remotos, paseándolo por todos los ámbitos de la tierra. Nada más adecuado para su imaginación. Empezó a interesarse y a los cuantos meses era un furibundo radiófilo; entonces se encerraba en la soledad de sus noches y telegrafiaba para un lado o para otro, hasta las horas de la madrugada.

Me contó que cuando comenzó a construir por sí mismo sus circuitos y a poner cierto espíritu crítico en esa labor, evocó, por natural asociación de ideas, los planos del ruso. Habían pasado ya años desde aquellos acontecimientos y no recordaba, ni remotamente, dónde habría podido colocar ese legado. Los buscó primero sin gran interés; pero a medida que su pasión por la radiotelegrafía y telefonía se hacía más intensa, el deseo de encontrar esos papeles se volvía obsesionante. Revolvió todos los cajones de su casa sin el menor fruto y cuando ya desesperaba de satisfacer su ansiosa curiosidad, los encontró en su tienda, en una carpeta olvidada. Allí estaban, íntegras, ocho calcas y la libreta de notas.

Entonces rememoró su última entrevista con aquel extraño personaje y siguiendo su consejo usó de la mayor prudencia para hacer traducir su contenido. Las anotaciones de los planos estaban muchas en inglés, algunas en francés, el resto en ruso; estas últimas las fue traduciendo con lentitud, preguntando hoy una palabra y mañana otra; adquiriendo textos de física en ruso, comparando los términos en los diagramas y en las fórmulas.

Al cabo de varios meses tuvo en sus manos una documentación pasablemente inteligible. Siguió las indicaciones de los planos; pero sin resultados apreciables. Me refería que estuvo muchas ocasiones tentado de contarlo todo a su amigo el ingeniero; pero una prudencia instintiva lo detuvo. Prudencia que fue funesta —comentaba Mendieta—, pues las confidencias a ese amigo circunstancial habrían traído, tal vez, la divulgación del secreto.

Parece ser que uno de los graves escollos consistió al principio en la fabricación de dos o tres sustancias necesarias para algunos de los accesorios más esenciales del mecanismo. La materia verdosa que formaba esos discos movibles que ya he mencionado, constituyó, según me dijo Cutiño, uno de los obstáculos más difíciles de vencer.

Le repito —dijo Mendieta— que nunca entendí nada de todo aquello. Oía hablar de ondas ultracortas, de luz negra y de rectificadores; pero sin que eso despertara en mi mente ninguna noción clara del funcionamiento. Cutiño me decía a veces que el mecanismo que movía los discos verdes y los mismos discos (a los que él llamaba integradores), eran una maravilla de ingenio e inventiva.

Yo creo que don Antonio estuvo muchas veces a punto de abandonar el asunto. Las películas se mandaban revelar y daban sombras informes, brumosas y sin contornos.

En alguna ocasión decidió suprimir la película y simplificó el procedimiento adaptando una simple linterna ante una pantalla. Como él sabía cuál era el resultado al cual debía llegarse, se constituía a sí mismo en sujeto y concentraba su mente representándose imágenes sencillas de fácil reproducción. Esa noche pensó intensamente en una jarra de esmalte rojo que tenía sobre una consola de la estancia y con enorme sorpresa vio dibujarse en la pantalla, aunque fugazmente, la silueta inconfundible del objeto.

Notó Cutiño que las condiciones de aislamiento influían grandemente en la precisión de la imagen. Se colocó entonces sobre planchas de cristal y los resultados fueron mejores. Si usted hubiera estado en estos secretos habría sabido de algunos trozos de pisos forrados de vidrio y cubiertos con tapetes de caucho; eran subterfugios para disimular condiciones técnicas indispensables.

En fin, don Antonio trabajó así por meses enteros procurando interpretar con fidelidad los diagramas e instrucciones del ruso, hasta que pudo utilizar la película y rodarla después, con resultados sorprendentes. Además, cambió la película por otra de 16 mm. y mejoró los mecanismos ópticos. Pero no puedo ser más preciso; estas cosas escapan a mi penetración habitual. A partir de esa etapa comenzó a perfeccionar sus mecanismos dándoles un carácter menos transitorio; arregló el armario del cual ya le he hablado y estuvo en aptitud de recibir imágenes que se desarrollaban con la secuela propia del pensamiento.

Durante años y ya en la época de mi familiaridad con Cutiño, este puso siempre en esta tarea, su mente inquieta y curiosa; estudiaba, recibía revistas y libros con las novedades de los laboratorios. Es una lástima que esa actividad obstinada y perseverante se aplicara a un fin de tan mezquino medro.

Más tarde entró, podríamos decir, a la etapa de aplicación práctica y ese fue el principio de su fortuna; esto merece un relato aparte, sobre todo porque está apoyado en páginas escritas por él.

En alguna ocasión hizo uno de sus acostumbrados negocios con el Ministerio de la Guerra. El intermediario había sido uno de los altos empleados de esas oficinas, cuyo título oficial desconozco, pues nunca fui muy fuerte en términos de jerigonza burocrática.

Se contaban de él innumerables anécdotas; había hecho sus primeras armas desde el principio de la Revolución y ocupado numerosos puestos administrativos, comenzando por el muy jugoso de pagador del ejército. Su habilidad para obtener entradas más o menos ilícitas era ilimitada; pero al mismo tiempo sus jefes reconocían su competencia y hasta en algunas ocasiones toleraban los desmanes de su subordinado, por el orden, eficacia y brillantez de su trabajo y en otras porque ninguno como él conocía el secreto de encontrar para ellos negocios jugosos y sin responsabilidad.

En el Ministerio de la Guerra se encargaba de compras. No resultaba raro, por lo tanto, que llegase a intimar con Cutiño. Este terminó con él sus arreglos, discutió comisiones y una noche, de charla después de una cena, sentó a este generalito en uno de los lugares apropiados para su observación. He aquí lo que escribió don Antonio:

VIII
El tesoro escondido

«He logrado mi primer éxito rotundo con mis aparatos. La fortuna que he redondeado de un solo golpe no hace sino hacerme entrever las enormes posibilidades que se abren ante mí. No sé realmente hasta dónde podré llegar. Quiero escribir antes de que las circunstancias del suceso se borren de mi memoria.

»A pesar del escándalo abortado de los panes de sal, las puertas del Ministerio de la Guerra no se cerraron para mí. Al contrario, a partir de ese momento el General Agüeros buscó a todo trance mi amistad.

»Las maledicencias y veladas alusiones en los periódicos fueron el aliciente que lo indujo a trabar conocimiento conmigo: mi mala fama lo atraía. Por lo tanto nos entendimos sin dificultad; se discutió el procedimiento del primer negocio y pude comprender el por qué de su buen éxito. Las comisiones fueron fijadas con franqueza y todo caminó sobre ruedas.

»Tuvimos varias comidas y cenas en mi casa. Me hizo el honor de llevar a su mujer y pasamos juntos varias veladas agradables, pues Agüeros es ameno en su charla.

»La noche en que yo tenía que entregarle la primera parte de su dinero, pues el negocio había quedado firmado por el Ministro, recibido todas las bendiciones burocráticas y se habían impreso, sobre las hojas con el escudo oficial, los múltiples sellos de rigor, invité a Agüeros a cenar conmigo. Mi cocinera nos dio esa noche una brillante muestra de su inspiración confeccionando platillos criollos; saqué un Chianti aromático y ya de sobremesa nos sentíamos ambos comunicativos y dicharacheros.

»Entonces me vino la idea de colocar al general frente a mis aparatos. Lo llevé a mi biblioteca y lo senté en el gran sillón con sus patas aisladas, sobre el estrado de vidrio cubierto de caucho. Hice llevar el café y reanudé nuestra interrumpida charla.

»—General —le dije—, yo sé que está usted rico; pero lo haré a usted más rico aún si sigue teniendo confianza en mí. Ahora permítame que terminemos nuestro primer asunto como dos amigos y como dos caballeros que cumplen sus compromisos.

»Me levanté, abrí mi caja fuerte y saqué un fajo de billetes.

»—Aquí tiene, mi General, cinco mil duros. Créame que hago un sacrificio al darlos desde ahora; pero confío en que usted me ayudará a que los cobros sean fáciles. En cuanto se me vaya entregando el importe de este pedido podré acabar de cubrir mi deuda con usted.

»A Agüeros le brillaron los ojos. Yo procuraba excitarlo e inducirlo a que hablase. Por fin, después de guardar su tesoro con cuidado amoroso en una cartera que sacó del bolsillo y que volvió a meter en él, me dijo a su vez:

»—Muchas gracias, don Antonio. Me complace que sea usted tan cumplido y haremos juntos muchos negocios. Pero no crea esas fábulas de mi riqueza. Tengo mi sueldillo de general y una que otra busca pequeña; estas cosas como la de ahora son garbanzos de a libra. Ya usted ve cómo vivo. Ni siquiera he podido hacerme una casa decente y habito en una huerta antigua con pocas comodidades.

»—Bueno, General, la voz de la calle es que tiene usted un fortunón; pero de cualquier manera, si usted me ayuda, pronto tendrá una residencia moderna y confortable.

»Yo veía que Agüeros eludía mi mirada y me contestaba con el deseo manifiesto de que no se hablara acerca de su situación finanaciera. Pero mi plan de hacerlo pensar en el dinero que acababa de recibir y en el negocio ya redondeado, así como en otros que podrían redondearse me hizo continuar mis observaciones y preguntas en una forma casi impertinente. El vino me prestó una extraordinaria locuacidad y seguí ensartando una cosa tras otra.

»Mi huésped soportó aquel bombardeo unos diez minutos, sin decidirse a mostrar su disgusto a un hombre de quien acababa de recibir un obsequio tan apetecible; pero al mismo tiempo con el deseo de poner fin a aquella charla molesta.

»De pronto se levantó diciéndome:

»—Perdóneme, don Antonio; tengo que irme. Estoy muy agradecido por su invitación y ya sabe que cuenta usted con un amigo.

»—Cuente usted con otro —le respondí—, y también con mi discreción.

»Se puso su gabán y su sombrero y salí a acompañarlo hasta la portezuela del coche.

»Volvíme precipitadamente a mi despacho y abrí el armario. Temía que algo hubiese fallado; pero todo estaba aparentemente en orden. La película en su carrete y supuse que había sido impresionada sin contratiempos.

»Me era necesario esperar el revelado. Con ansia aguardé el nuevo día y después las cuarenta y ocho horas necesarias para que el fotógrafo me entregase mi copia lista para rodarse.»

Mendieta interrumpió su lectura para hacerme una explicación.

—Cuando don Antonio escribió estas páginas —me dijo— mandaba sus films a las casas especialistas de la ciudad. Lo conocían y atendían, aunque siempre se extrañaban de los pésimos resultados de su trabajo como amateur. Decíanle a veces que su fotografía tenía poca luz o que sus distancias eran malas o el movimiento de la cámara demasiado rápido. Don Antonio llegó a sentir alarma por esa inquisición sistemática y decidió aprender a hacer por sí mismo esas operaciones. Las dominó, pues era hábil de manos y pronto tuvo en su misma casa todos los adminículos necesarios para esta tarea. Pero déjeme seguir leyéndole:

«Cuando me entregaron mi film la impaciencia me devoraba. Camino de casa comencé a ver, en el coche y contra la luz del día, el primer medio metro de la película, sin encontrar nada interesante. Por fin encerréme en mi pequeño cuarto de proyecciones y las imágenes comenzaron a delinearse en la pantalla.

»Fueron bastante precisas desde el principio indicándome que la idea directriz del sujeto constituía en él un líbido predominante. Siempre billetes de banco y monedas. Se identificaba con claridad el interior de una casa y aun podían observarse con detalle algunos muebles dispendiosos de madera forrados de brocados costosos y de pésimo gusto. Pude también reconocer perfectamente a la mujer del General contando con avidez los billetes del mismo paquete que acababa yo de entregar, mientras una mirada de codicia y felicidad se veía en su rostro rechoncho. La película me llevaba por piezas espaciosas en donde el derroche corría parejas con un rastacuerismo vanidoso. Finalmente, saliendo de una biblioteca llena de colecciones caras y banales, se encontraba una terraza que daba a un jardín el cual, aún en su imprecisión se adivinaba lleno de poesía.

»Allí puede ver a Agüeros caminando cautelosamente a la sombra de grandes árboles, por una calzada en cuyo extremo había un pequeño portal. Era algo como un refugio en el fondo de la huerta añosa, con un piso de ladrillos y losas, casi cubierto de polvo y hojas secas. Agüeros llega y del costado de una banca de mampostería retira varias piedras dejando al descubierto una gran oquedad en cuyo fondo hay una pequeña caja de caudales; la saca ávido y en un candado de letras que la cierra alinea la palabra «Consuelo», el nombre de su mujer. Abre la caja en cuyo fondo pueden verse paquetes de billetes de banco y unas dos docenas de saquitos de lona. Agüeros toma uno y después otro y otro y otro y hunde sus dedos en el contenido. Se adivina claro el sonido metálico. Finalmente saca de su bolsillo un fajo de billetes y lo coloca cuidadosamente junto a los otros. Antes de cerrar la caja se recrea en la contemplación de su tesoro.

»Esta era la película o más bien su interpretación. La secuela raras veces es límpida y lógica. Es necesario siempre hacer un pequeño estudio y analizar, a veces, exposición tras exposición. Junto a detalles maravillosamente precisos de pequeños objetos, vienen escenas de una acción borrosa. Pero aquí no podía existir ninguna duda; el General Agüeros guardaba, en un lugar de su jardín, un cofre donde acumulaba el producto de sus negocios.

»Fácil me fue que me invitaran a hacer una visita a ese matrimonio sin hijos, aparentemente unido por el afecto, pero en el fondo por la codicia y la sed de oro. Allí pude comprobar la vanidad dispendiosa e irritante de sus muebles, de sus libros, de su bric-a-brac, de sus vajillas y hasta de sus criados. Después del café una visita al jardín era de rigor y al salir a él por la terraza, que yo ya conocía, y al verme en la gran calzada de cedros, mi corazón comenzó a golpear mi pecho y la sangre mis sienes, con tal violencia que temí caer. Pude recuperarme y proseguir el paseo a la sombra de la arboleda. Agüeros me hablaba de cómo había adquirido la finca, de sus plantíos de flores; su mujer se inclinaba para enseñarme los rosales, etiquetados con las marcas de invernaderos franceses; pero yo solo tenía sentidos para el portal que, en el fondo, se perfilaba a cada paso con mayor claridad. Mi emoción pasó inadvertida hasta que, finalmente, llegamos. Era una pequeña construcción de mediados del siglo xix dignificada por la vejez, constituida por cuatro pilares y adosada a una barda. Unas bancas de piedra corrían a lo largo de tres de sus lados mientras el otro se abría a la calzada que acabábamos de recorrer. Reconocí el asiento que ocultaba el tesoro y los grandes montones de hojas secas que daban al paraje un aspecto de abandono inusitado.

»—Mi marido no quiere que este lugar se toque —comentó la señora—. Dice que es el único del jardín que ha resistido los ataques del progreso. Por lo tanto aquí nadie viene; solo él hace tender aquí la hamaca para sestear.

»—¡Qué quiere usted! —agregó el General—. Se tiene la fama de ser de acero y, sin embargo, este sitio me conmueve profundamente.

»Yo hice esfuerzos para no sonreír.

»Mientras tanto procuré guardar en mi memoria los menores detalles del paisaje; inquirí discretamente acerca de las costumbres de la casa. Agüeros me informó que cuando él salía de la ciudad su mujer iba siempre con él, que la casa era segura y que, como nada de valor poseía, dormía siempre tranquilo, con un mínimo de precauciones.

»¿Tendré que decir ahora que me convertí en un vulgar asaltante nocturno?

»Mi conciencia no me estorbó excesivamente para tomar una determinación. Agüeros había hecho esa fortuna con el robo y el soborno; el negocio cerrado conmigo era una prueba palpable de ello. Su reputación como funcionario ladrón estaba ya consolidada. Nadie salía perjudicado con que el contenido del pequeño cofre pasara de manos. Además, cosas mucho peores he visto hacer al Chueco Farías sin que nadie se atreva a poner en duda sus servicios a la patria.

»Esperé pacientemente el momento propicio: un viaje del General Agüeros. El resultado de mi expedición clandestina, protegido por la negrura de la noche, fue halagüeño en extremo. Salí solo de mi casa y dejé mi coche a dos manzanas de distancia; llevaba una pequeña escala de cuerda que podía colgarse del tapial, un gran saco de lona y me vestí con una unión y una gorra. En realidad representé a la perfección mi papel improvisado de apache de novela.

»Las callejas que rodeaban el huerto, en un poblado a diez kilómetros de La Paz, estaban desiertas. Pude así, con más aplomo y osadía que lo que yo esperaba de mí mismo en semejante trance, subir por la escala y bajar al interior sin otra incomodidad que unos cuantos rasguños de los rosales que cubrían el vetusto muro. Vine a quedar a unos pasos del portal, cuya silueta pesada se dibujaba vagamente contra el negro cielo.

»Esperé un rato hasta asegurarme de que nadie había notado mi irrupción. Entonces, a la luz de mi linterna de bolsillo llegué hasta la banca donde se escondían mis esperanzas. Reconocí el sitio y después de algunos ensayos pude remover las piedras que cubrían el agujero.

»Nada de lo que allí encontré fue nuevo para mí. El mismo cofre sorprendentemente igual al que como engendro de los amorosos recuerdos de Agüeros se había proyectado en la pantalla; en seguida el candado que se abrió al conjuro de C-O-N-S-U-E-L-O y en el interior los paquetes y los saquitos henchidos como opimas ubres. No pude resistir la tentación y a la luz blanca y clara de mi lámpara desaté uno de ellos para hundir mis dedos, como cualquier Shylock de folletín, en las monedas pesadas y acariciadoras de las que saqué algunas para contemplar sobre ellas la fina imagen del héroe epónimo. Fue este gesto mi única imprudencia, pues toda la maniobra la llevé a cabo con una serenidad y una maestría de las que no me habría creído capaz. Coloqué todos los billetes en mi bolsa de lona y los sacos llenos de monedas. Maldije la avaricia previsora del General que le había inspirado la idea de atesorar el oro, pero me alentó la esperanza de que los billetes me compensaran la fatiga y me resolví a cargar a cuestas con mi botín que pesaba bien sus dos arrobas.

»No olvidé ninguna de las precauciones que se aprenden en las novelas policíacas. Limpié mis huellas digitales, volví a ponerlo todo en su sitio y finalmente llegué a mi coche que seguía abandonado en la soledad de las callejuelas.

»Al llegar a mi casa me encerré en mi recámara y conté el producto de mi pillaje. Había catorce mil duros en buenas y sonantes onzas de a cuarenta y la friolera de doscientos trece mil en billetes de veinticinco, cincuenta y cien. La cuantía de la suma me asustó; estaba yo seguro de que Agüeros removería cielo y tierra para recobrarla. Me engañé sin embargo.

»La desaparición no fue sin duda notada inmediatamente; pero al aclararse, las investigaciones no fueron muy abiertas y apenas si los periódicos se refirieron al hecho en una forma vaga. En realidad era difícil para mi generalito Agüeros justificar la existencia de tan cuantiosa fortuna escondida según los procedimientos clásicos de los mendigos enriquecidos y así ha pasado el tiempo. Después de algunos meses la inquietud natural que se apoderó de mí a raíz de mi hazaña, ha desaparecido. Algunos billetes y algunas onzas están ya en la circulación sin que la sombra de una sospecha haya venido a turbar la tranquilidad de mi vida.»

Mendieta terminó su lectura y me vio, provocando mi comentario.

—Ya ve usted, Mendieta —le dije— que don Antonio no era tan digno de la lealtad que usted le otorgaba. Aquí se nos revela como un perfecto ladrón.

—Mire usted —me contestó Mendieta—; yo profeso, respecto a este hecho, ideas muy especiales. Y si he de serle franco, por lo que lo conozco, me atrevo a decir que usted las comparte. Puedo asegurarle que don Antonio era incapaz de despojar a nadie y también, para ser verídico, que era generoso en extremo. Por mis manos pasaron muchos miles de duros que fueron a dar a toda clase de indigentes: viudas, huérfanos, bohemios o dipsómanos. Pero sobre dineros como esos, don Antonio era creyente de doctrinas muy suyas. No sería nunca este despojo lo que podría empañar su recuerdo.

IX
Panoramas nuevos

En aquel momento aún no conocía yo a Cutiño —prosiguió Mendieta—; pero sí supe que, desde entonces, las cosas marcharon viento en popa. Naturalmente que esto lo reconstituía atando cabos, pues las notas que le he leído no las conocí sino cuando ya él había pasado a un mundo mejor.

Con la fortuna de que disponía y viéndose ante sí con un porvenir de fecundas posibilidades, comenzó a vivir a lo grande. Las amistades con los amos de la política se fortalecieron y menudearon las comidas, los paseos, las reuniones en su casa. Aún no abría las grandes partidas de bacará y póquer tan famosas después; pero se jugaba paco por algunos miles de duros y el anfitrión dejaba sonriente quinientos o mil sobre el tapete. El coñac, que era la bebida revolucionaria por excelencia, se libaba en abundancia. Los políticos de La Paz lo pedían a media mañana o antes de sentarse a la mesa o después; Cutiño no lo escatimaba, aunque también era pródigo obsequiando con cremas de todos los matices y aromas a las señoras que allí se reunían. Estas, esposas de diputaditos influyentes, provincianas cursis promovidas al generalato o mujeres casadas con politicastros corroídos por la ambición, torcían los ojos con gesto de éxtasis ante las copas de licor violeta o hacían aspavientos de señoritingas refinadas cuando chupaban cigarrillos egipcios de dos duros la cajetilla.

—Oiga, Mendieta —le dije— su ironía es un vitriolo. No deja usted muy bien parado a nuestro amigo Cutiño.

—Mire usted —replicó Mendieta— si mi ironía es mordente, esta no va contra Cutiño, pues aunque no era un dechado de delicadeza, sabía, sin embargo, evitar la vulgaridad excesiva. Cuando comíamos solos se abría una botella de manzanilla o un borgoña para rociar una tortilla de huevos y un trozo de carne asada. A quienes yo desearía realmente herir con mis palabras es a ese grupo de nuevos ricos de La Paz, amamantados en las ubres de la política, ociosos sin tradición, ávidos por dinero mal habido, sedientos de placer barato, que han conquistado la prosperidad con hambre atrasada de apetitos insatisfechos. Cuando el viejo dictador —alrededor del cual se apiñaba una pseudo-aristocracia bastante despreciable— fue derrocado, los nuevos generales y ministros comenzaron a sustituirla, tomando como maestros de buenas maneras a los criados cesantes o a los hijos golfos de las familias arruinadas, desterradas o simplemente caídas. ¡Cómo no quiere usted que estalle contra esa gente!

Don Antonio no hacía sino reunirlos. Eso formaba parte de su plan. Necesitaba hacerse una buena fama de anfitrión espléndido, sabiendo que sus convites serían siempre aceptados. No conozco un solo caso en que alguno de aquellos comunistas de opereta, que hacían discursos de un socialismo trasnochado tronando contra la burguesía, y también transacciones vergonzosas para enriquecerse, haya rechazado la oportunidad de catar nuestros vinos, de fumar nuestros habanos y disfrutar de los dispendios de Cutiño, muy en pugna con las doctrinas radicales y austeras que sustentaban en sus mítines, ante multitudes desarrapadas.

No faltaban mujeres que cifraban sus más caras ilusiones en atrapar a Cutiño. ¿Recuerda usted a la mujer de Murúa, el profesor universitario? Arrastraba al marido a nuestras fiestas. Aún con sus treinta y tantos años era una de las mujeres más hermosas de La Paz; tenía un cuerpo estupendo como hecho de carne incorruptible, con un cabello veneciano y un rostro de blancura mate en el cual se abrían dos ojos de un gris profundo. Nadie sabía si era inteligente o imbécil. La verdad es que era tan bella que resultaba un placer contemplarla sin ulteriores interrogaciones como a un ejemplar zoológico espléndido. Pues allí pasé y repasé, en una película, ante mi vista incrédula, una soñada intriga para divorciarse y seducir a Cutiño.

Creo que estas revelaciones más de una vez lo salvaron, pues indudablemente ya no estaba en la edad de inspirar pasiones; estoy cierto que no hubo una sola cinta que diera imágenes de un afecto sin interés.

—¿Y sobre estas pequeñas aventuras no dejó don Antonio memorias escritas? —pregunté, interrumpiendo a Mendieta.

—Muchas páginas se perdieron —contestóme—, pero creo que no se ocupaba en ellas de ningún suceso de carácter sentimental. Su voluntad toda estaba al servicio de una finalidad vaga de poder, que nunca se precisó.

—Y dígame, Mendieta, ¿no hubo algún otro golpe de fortuna como el que leíamos hace un momento? ¿Algún otro tesoro descubierto? Porque Cutiño gastaba como un rajá y eso no se hace con una pequeña fortuna de medio millón de duros. ¡Qué caramba! Solo en autos tenía lo que muchos no ahorran en su vida. Y una casa como la de él (la última que conocí) cuesta un dineral sostenerla.

—Eso es cierto —replicó Mendieta—; pero por una parte no vivíamos de sus rentas. Supongo que siempre gastaba pródigamente sobre sus entradas, y nunca, que yo sepa, hizo negocios de inversión. Además, cuando lo conocí seguramente tenía una situación de desahogo. Había dado el zarpazo de Agüeros y eso, unido a lo fortunita ya labrada, le permitía llevar una vida dispendiosa.

Mendieta se quedó mirando a las vigas ennegrecidas, como evocando un recuerdo.

—¡Chacha! —gritó de pronto—, atiza la chimenea.

Mientras vino la mujer con los leños y parsimoniosamente se puso a avivar la fogata, Mendieta la contempló en silencio, en tanto que echaba bocanadas de humo. Era evidente que rememoraba las circunstancias que lo habían ligado a Cutiño.

Cuando nos quedamos solos nuevamente y la estancia se pobló con las sombras que danzaban al compás de las llamas, Mendieta prosiguió diciendo:

—Realmente, cuando comencé mis labores con don Antonio, estoy seguro de que ya el segundo gran negocio había sido realizado y liquidado. Algo que le dejó alrededor de cuatrocientos mil duros. En este caso la maniobra la supe por él mismo, aunque no con grandes detalles, pues nunca busqué la película reveladora. En las páginas que logré rescatar no hay nada que mencione, ni siquiera indirectamente, el suceso; estoy seguro de que las dedicadas a ese relato se perdieron, pues no era concebible que un hombre como él dejara de consignar algo que indudablemente le hizo aumentar la estimación que de sí mismo tenía.

Parece ser que se trató de una manipulación con las acciones de dos o tres empresas. Se provocó una baja artificial y más tarde se consiguió el alza con la ayuda de algún influyente en el Ministerio del Tesoro. Los detalles no los conozco, pues Cutiño se refería a este negocio en forma vaga, siempre queriéndome dar la impresión de que me ocultaba lo que había sido el resultado de su sutil talento financiero.

Sin embargo, conociendo a aquellas gentes no era difícil darse cuenta de lo sucedido. Fue lo más simple inundar el mercado de acciones y restituirles su valor con la ayuda del Banco de la República. Ya usted sabe que en La Paz los políticos y los ministros miraban ese banco como un bien de familia. Don Antonio se echó a comprar ese papel en el momento de la baja y realizó así una ganancia muy sustanciosa.

Mendieta se sonrió imperceptible y maliciosamente y agregó:

—Aunque este segundo golpe de mano debe haber halagado enormemente la vanidad de don Antonio, no me diga usted que fue más honorable que el primero. El segundo despojo se hizo a la luz del día, al margen de los códigos, sin el menor peligro para la seguridad o el buen nombre de nuestro amigo y siendo sus víctimas muchas gentes que habían puesto probablemente en esas acciones el ahorro de años de trabajo. Cuando don Antonio hizo tan airosamente su papel de apache ladrón de tesoros ajenos, pudo haber recibido un balazo, realizó una hazaña de carácter predatorio hasta cierto punto honrosa y dirigió su actividad contra un ratero consuetudinario de dineros públicos, como era el generalito Agüeros. La verdad —terminó Mendieta— mis simpatías están por la primera proeza.

X
El ministro de la instrucción

Fue siendo ya colaborador de don Antonio —si es que mi trabajo pudo llamarse colaboración—, cuando comenzaron sus relaciones íntimas con los personajes más encopetados. Pero desde antes tenía estrecha amistad con uno de los canallas más asquerosos que ha nacido de vientre de mujer; el Ministro de la Instrucción Pública, don Juan José Paullada.

Más tarde, a pesar de su oropelesco relieve político, este se esfumó en el panorama confuso de las nuevas relaciones de don Antonio, como ya antes el Chueco Farías se había confundido con las comparsas de aquel mundo abigarrado.

Me sonreí en forma tan significativa que Mendieta se detuvo, cortado.

—Por mí no se detenga —me apresuré a decirle—. Si me recomendó con don Antonio era porque tenía conmigo deudas que no podía eludir. Pero para su tranquilidad, Mendieta, debo decirle que por una vez más estamos de acuerdo. Así pues, prosiga usted.

—Perdóneme —replicó Mendieta— me dejo arrebatar por la pasión, pues hay impresiones que el tiempo no mitiga. Mi pobre país está tan extraviado debido a todos los Paulladas que allí tienen las riendas de la cosa pública. Individuos sin ética, sin ideales, sin lealtad, sin nada de lo que básicamente hace a los hombres que mi patria necesita y que necesitan todas las patrias.

Paullada formaba parte, en su origen, de esa clase media que iba a la universidad cuando todavía las mentes de nuestros padres estaban saturadas de siglo xix. Estudió para ingeniero, pero hay otros Paulladas que son abogadillos o medicuchos.

La verdad es que ese desgraciado Ministerio de la Instrucción, donde debían incubarse todas las generosidades, ha constituído siempre la presa de rábulas, merolicos y en general de intelectualoides de la peor calaña. Paullada, fracasado en la parte creadora y noble de su carrera, fue después boticario en algún poblacho oscuro de provincia, antes de la revolución, y más tarde periodista. De allí saltó a la vida política traicionando al director del diario que lo había protegido y cobijado y, desde entonces, su vida ha sido una cadena ininterrumpida de felonías. Ya le he contado lo que hizo con Carrano: su grande, su viejo, su fraternal amigo. Carrano que, con esa generosidad criolla peculiar de las tierras pródigas, le había brindado el pan de cada día en sus épocas de mayor miseria, cuando el ex boticario tuvo que sacar del baúl, para sustituir a la americana ya indecorosamente raída, el chaqué de las grandes solemnidades. Pagó esta deuda sagrada, como era justo y debido, salpicando de lodo la vejez de su protector.

Bueno, voy a volver a mi relato. Paullada era ya, desde que conocí a Cutiño, su comensal asiduo. Se le sentaba a la mesa en el lugar de honor. Esponjábase como un pavo sintiéndose el personaje más importante de la tertulia. Una noche de tantas se habló de muchas cosas y naturalmente de política, lo que dio oportunidad al Ministro para hacer un elogio del Presidente.

Su estilo oratorio —continuó Mendieta— tenía esa facilidad vulgar que atrae a las gentes que no analizan. Para él, Camargo era «el hombre de más recia mentalidad en la historia de la República»; era «el caudillo civil, de carácter lleno de vigor». «Pero cuando se le ve en la intimidad —agregaba— es un niño sensitivo, pletórico de romanticismos apostólicos».

Cosas por ese estilo nos espetó Paullada, quien nunca perdía la oportunidad de hacer saber que se sentaba a la mesa del Presidente y que, en ocasiones, recibía sus confidencias sobre temas políticos o humanitarios.

«—Una conversación con él —decía Paullada— refresca y reconforta».

—Don Antonio lo veía con sus ojos llenos de inocencia; en realidad ni yo mismo —prosiguió Mendieta— hubiera podido estar seguro de los sentimientos de mi jefe. Lo mismo parecían de atención respetuosa que de desprecio irónico. El Ministro se sentía a su sabor en aquella casa en la cual su pseudo-cultura de periodista ramplón encontraba un auditorio devoto y al terminar la cena se levantó para proseguir la sobremesa.

Cutiño tuvo buen cuidado de hacer funcionar sus maquinarias mientras los temas políticos se entretejían en la charla. Se insinuaba que Camargo tenía para Paullada distinciones extraordinarias y afecto casi paternal. Por otra parte ese Ministerio era una maravilla por la labor tan talentosamente emprendida. Don Juan José Paullada se sonreía, halagado, mientras la película se deslizaba en silencio.

La plática —siguió diciendo Mendieta— saltó felizmente a otros temas. De uno a otro llegamos al espiritismo. Allí Paullada volvió a reclamar nuestra atención para decirnos que él era un creyente de los fenómenos espíritas y se hizo el testigo o protagonista de tres o cuatro. Acabó por ofrecernos traer a una muchacha, hija de una buena familia, quien gozaba de facultades mediumnímicas extraordinarias.

Cuando se deshizo aquella reunión estúpida me sentía yo tan fatigado con tanta insulsez y tan descontento de mí mismo, que evitando todo comentario, me fui a dormir.

A los cuatro o cinco días de esos sucesos nos encontrábamos solos Cutiño y yo. Habíamos trabajado una buena hora y nada, o casi nada, nos quedaba por hacer.

Me dijo entonces de pronto:

—Oiga, Mendieta, a ese Paullada hay que seguir cultivándolo. Es el sujeto de imaginación más clara para mis experiencias; ya usted conoce algunas de sus películas, pero si ahora quiere usted divertirse un rato vea la que le tomamos la otra noche; es estupenda como imagen, En cuanto a su contenido creo que nos será muy útil. Telefonéele a ver cuándo quiere traer a su médium.

Una semana después organizamos la farsa. Paullada se presentó con un matrimonio ya maduro cuya hija, de unos veinte años, se prestaba a estas experiencias. Eran sus protegidos y yo creo que les pagaba su condescendencia con algún empleo que el marido disfrutaba en el Ministerio.

Don Antonio condujo al Ministro a uno de sus rincones más estratégicos y reanudó sus ensayos. Estuve presente en parte de la entrevista, manejada para lanzar a Paullada a sus fantasías políticas más locas. Por mi desgracia tuve que escucharle sus tiradas de un radicalismo de brocha gorda; pero al fin encontré la oportunidad de levantarme dejándolos solos. Cuando volví, fue únicamente para escuchar a don Antonio, quien decía:

—Cómo quiere usted que niegue yo los fenómenos espíritas. Es difícil o imposible explicarlos; pero existen. Quizá son fenómenos de la subconsciencia. En fin, señor Paullada, no soy un escéptico demoledor y negativo. Con tanta mayor razón cuanto que yo mismo soy el teatro de manifestaciones psíquicas inexplicables y frecuentes. Claro que sin gran importancia; pero cuando menos curiosas y que seguramente tendrán interés para un hombre tan culto como usted.

Paullada le interrogó:

—¿De qué se trata?

—Oigame usted, ingeniero —dijo Cutiño—, ¿me permite que fijemos un día para almorzar aquí en mi casa la entrante semana? Para esta pequeña sesión necesito prepararme mentalmente y que estemos solos. ¿Quiere venir el jueves?

—Convenido —contestó Paullada.

Cuando se fue el ex boticario y Cutiño y yo nos quedamos comentando los incidentes de la velada, me esbozó su plan.

—Vamos primeramente a ver si la película de hoy resulta tan clara y reveladora como la anterior —me dijo—. Si es así, voy a darle a nuestro amigo el Ministro la mayor sorpresa de su vida. Ya con lo que sé bastaría para inquietar a cualquiera; pero tengo la certeza de que pronto conoceré aún más a fondo sus intimidades. La verdad, Mendieta, es que el espectáculo promete ser tan repulsivo que casi envidio su indiferencia y su falta de curiosidad; mi papel es aquí el del bacteriólogo que hace análisis coprológicos.

Dos o tres días después Cutiño me decía mientras tomábamos el café:

—Mendieta, si alguna vez necesita usted un vomitivo y no quiere tomarse la molestia de encargar ipecacuana, le recomiendo que vea las películas de Paullada. La última es un momento de desvergüenza. Ahora sí estoy listo para mi pequeño experimento del jueves.

Fui testigo de la sorpresa de Paullada cuando estuvo frente a Cutiño, ese memorable jueves.

Comimos únicamente los tres: este último, el Ministro y yo. El almuerzo se deslizó sin incidentes. Paullada habló de sus viajes a Europa, de las comodidades de su suite en el «Ile de France» y de la camarera que le arreglaba su cuarto en un hotel cercano al Arco de Triunfo. Esto lo salpicaba con comentarios sobre la filosofía política en boga: la redención de los campesinos explotados, los derechos sagrados del obrero, el ejemplo vivificante de Rusia y otros lugares comunes por el estilo.

Sus pujos demagógicos me sonaban a moneda falsa ante su manifiesto deleite cuando recordaba todos los placeres que su posición le habían permitido comprar con el dinero de la República o cuando discutía con Cutiño los detalles de la casa que se hacía construir en uno de los mejores barrios de La Paz.

Al terminar, Cutiño me llamó aparte para decirme:

—Mendieta, deseo encomendarle un papel de comedia policíaca. Me voy a quedar con Paullada en el fumador; usted colóquese detrás de la cortina que da a la biblioteca. Allí podrá usted ver y observar. Quiero que vea y observe la fisonomía de nuestro Ministro durante la conversación que con él voy a sostener.

Pedí una excusa y, sin gran repugnancia, fui a colocarme en mi puesto. Don Antonio y su interlocutor se sentaron ante sendos pozuelos de café. Ahora —continuó Mendieta— procuraré recordar fielmente la esencia de la charla.

Fue Paullada quien primeramente rompió el silencio, con la taza en la mano:

—¿Están hoy bien sus dotes mediumnímicas? La verdad ha picado usted mi curiosidad.

—No hay nada de espiritismo en esto —contestó don Antonio—. Es sencillamente algo que lentamente va concretándose en mi cerebro. No sé si será una telepatía imperfecta; pero ha habido ya muchos casos en que logro dar una expresión muy exacta del pensamiento de otros. Quisiera decirle algunas cosas; le ruego que no me interrumpa y también deseo que sepa que no está usted obligado a confirmar o negar mis palabras. No le pido comentarios.

—Soy todo oídos, señor Cutiño —replicó el Ministro sonriendo con burla, sin disimulo.

—Todavía otra advertencia, señor Paullada —dijo don Antonio—. Lo que voy a decirle es lo que fundadamente supongo que usted piensa. Pero no le respondo de su realidad; usted puede pensar cosas irrealizables o que, sencillamente, no han sucedido. Ahora escúcheme: no soy un charlatán, ni haré de mis facultades un modus vivendi. Soy un hombre entregado a mis negocios y ni siquiera tengo tiempo que dedicar al afinamiento de lo que para otros constituiría una mina explotable. Cuando un hombre me interesa por su personalidad, por su inteligencia, como me acontece con usted, o por alguna otra razón, casi sin desearlo me posesiono de su pensamiento o de parte de su pensamiento.

Usted, señor Paullada, cultiva una gran intimidad con el General Camargo; con eso no le digo nada nuevo; pero quizás esa circunstancia lo lleva a usted a preocuparse hondamente por su salud. El otro día pensaba usted que comían juntos, no sé precisarle dónde, frente a una mesa alegre y bien servida. De pronto el General se levantó y al regresar, después de beber un vaso de vino, se sintió súbitamente enfermo. Llevóse las manos al estómago con gesto de angustia mientras su torso se aflojaba sobre el mantel. Usted, señor Ministro, se levanta y procura incorporarlo; llama. Se ven venir criados y finalmente se telefonea al médico. Se presenta el doctor Lomelí, con su gran cráneo socrático, inclínase sobre el General, a quien se ha recostado ya en un diván y parece decir: el señor Presidente sufre una intoxicación, está grave. Después, señor Paullada, su pensamiento es demasiado confuso para que yo pueda seguirlo.

La primera parte del discurso de Cutiño la escuchó el ex boticario con su misma sonrisa incrédula; pero cuando se habló de esa comida la sonrisa se transformó en sorpresa, cada momento más marcada; su respiración se entrecortó y al terminar don Antonio se le veía francamente estupefacto.

Cuando pudo reponerse un poco, articuló:

—Deme algunos detalles, es interesante.

—Mire, señor Ministro, la mesa estaba en una rotonda de un jardín y sobre ella había una gran fuente con mangos y uvas; los servía su criado. ¡Ah! En el curso de la comida el General se quita del dedo una gran sortija y usted la examina. Quizá hay más; pero me fatiga el esfuerzo; sin embargo, por complacerlo ensayaré.

Hubo un silencio. El ex boticario procuraba, a todas luces, recobrar su control; Cutiño lo observaba.

Fue finalmente aquel quien habló primero:

—Hay algo de lo que usted me dice —comenzó—; se ve que confunde usted unos episodios con otros y hace una composición que no es exacta. Pero reconozco que algunos detalles son muy precisos.

Después, como deseando desengañarse y saber a qué atenerse prosiguió:

—Si puede usted, desearía que me dijese alguna cosa más. Algo de índole diferente. ¿Podría usted hacerlo?

—Voy a procurar complacerlo; pero antes deseo hacerle una pregunta: ¿Puedo, señor Paullada, traer a colación algo de su vida íntima? Estamos solos y lo que yo le diga no saldrá de aquí; pero así podrá usted aquilatar el verdadero valor de esta experiencia.

El Ministro asintió, con el marcado aspecto del paciente que desea termine una intervención quirúrgica absolutamente necesaria.

Cutiño continuó:

—Voy a hablarle de la esposa del licenciado Carrano. Es claro que podrá decirme que ella y usted son víctimas de la maledicencia y que invento una historia calumniosa bordada alrededor de ciertos rumores que circulan en público; pero aunque usted me lo jurara sé que no me engaño; para mí es una certidumbre que la señora Carrano es su amante. Se ven ustedes en un viejo convento franciscano, hoy abandonado casi. Allí pasea usted con ella y se sientan en el brocal de una fuente en medio de un patio de naranjos; y allí en una vieja celda…

—Es bastante, señor Cutiño. No me diga más. —Interrumpió Paullada—. Me inclino a creer que usted no me espía; pues sería indigno. Pero le confieso que esto es extraordinario.

Yo —continuó Mendieta— veía el azoro pintarse en el rostro de Paullada. Sacó su pañuelo y lo pasó por su frente. No sabía qué actitud tomar.

Cutiño cortó aquella escena embarazosa.

—Vamos a tomar un pousse-café.

El mismo se levantó y sirvió dos copas. Después, como si hablara algo impersonal dijo nuevamente:

—No siempre me es posible hacer interpretaciones claras; pero a veces, si me lo propongo, las obtengo. Por supuesto esto no tiene ninguna importancia práctica; es solo un pasatiempo curioso y no vale la pena pensar en él.

Paullada, ya un poco más sobre sí, dijo:

—De cualquier manera, señor Cutiño, deseo contar con su discreción.

Entonces —siguió Mendieta— salí de mi escondrijo comprendiendo que mi presencia resultaba útil. La visita del Ministro tocó a su fin.

Cutiño y yo comentamos después el caso, sobre todo porque yo no comprendía el por qué de esa revelación parcial de su secreto. Por muy divertido y satisfactorio que para mí hubiese sido observar a Paullada, quien se sentía desnudo ante las palabras de su interlocutor, hice notar a este que su conversación había sido peligrosa o cuando menos imprudente.

El me replicó:

—He echado un anzuelo. Claro que arriesgo algo; pero en todo se arriesga.

Tres o cuatro días más tarde sonó el teléfono. Acudí y era el mismo Ministro, quien llamaba empeñado en hablar personalmente con Cutiño; este me aclaró enseguida lo que era para mí oscuro de esa conversación oída a medias por mí.

—El pez mordió. Paullada ha hablado con el General Camargo diciéndole que soy un hombre extraordinario; me ha colmado de elogios y el General quiere conocerme. Nos espera a Paullada y a mí esta noche en su casa. Abriguemos la confianza —continuó Cutiño— de que después sea el Presidente quien me visite.

Así fue como —concluyó Mendieta— comenzó nuestra intimidad con el General Camargo. Digo «nuestra» porque yo me sentía también actor en el drama que comenzaba a esbozarse.

XI
Interludio breve

Dejé entonces por varios meses de ver a don Antonio — debido a una circunstancia desagradable e imprevista: me enfermé. Malestar, digestiones pesadas y dolor del lado derecho. Don Antonio comenzó a aconsejarme con una solicitud de padre; creí, junto con él, que aquello se resolvería en un caso de apendicitis y abrióse ante mi la perspectiva de dos semanas de hospital, entregado a los cuidados afanosos de las hermanas que recorren las galerías con sus pasitos menudos e iluminan la quietud de la convalecencia con el resplandor níveo de sus tocas.

Pero —continuó Mendieta— las cosas no se desarrollaron con tanta sencillez. Según la opinión de los médicos mi apéndice debía seguir formando parte integrante de mi persona. En cambio los dolores, tolerables al principio, se convirtieron en accesos agudísimos.

No quiero seguirlo aburriendo con la relación de estas minucias. Pero este era mi primer encuentro serio con el dolor físico y por mucho tiempo dejó en mí una huella profunda.

En estas circunstancias don Antonio Cutiño, fue para mí un amigo afectuoso y diligente. Provocó juntas de los médicos más conspicuos de La Paz y me obligó a sujetarme a los análisis, exámenes, sondeos y demás prácticas inquisitoriales de rigor.

Al principio yo echaba estas cosas a chirigota; pero cuando el trabajo, por cierto bien llevadero que desempeñaba cerca de Cutiño, se me hizo insoportable; cuando este me eximió de toda obligación y mis males se prolongaban en noches de tormento, mitigado a fuerza de alcaloides, comprendí que aquello era serio.

Fue entonces cuando el General Agüeros sugirió que se me mandase a los Estados Unidos. Don Antonio hizo gala una vez más de su generosidad y obligándome a viajar como un nabab, con médico de cabecera y enfermera de pie, llegué al famoso Hospital de Rochester.

Allí fui operado de no sé qué deficiencias o lacras de mi pobre vesícula.

La convalecencia fue larga. Pasé semanas en mi gran sillón de ruedas, tomando el sol en las extensas terrazas; bebiendo hasta saciarme jugos de frutas y leyendo sin tregua todo lo que caía en mis manos.

Allí, como usted comprende, olvidé la ebullición política de La Paz, con sus líderes de pega, sus apóstoles enriquecidos y sus generalitos de burdel. Todo se diluía en una amnesia suave y reparadora; los rostros de la abigarrada sociedad de Cutiño se esfumaban y huían de mi recuerdo que en vano procuraba atraparlos, como las imágenes fugitivas de los sueños. Nunca como entonces, ni ahora en que aquel capítulo de mi existencia se ha cerrado para siempre, me he sentido más lejos de ese tablado de marionetas en el cual don Antonio era el animador que las hacía danzar con los hilos invisibles del extraordinario invento.

De él recibía yo una que otra carta que parecía llegarme de otro mundo y a instancias suyas, cuando los médicos yanquis me aseguraron que cuidándome un poco más podía yo disfrutar nuevamente de la deliciosa cocina criolla, fui a recuperar mi vigor a las asoleadas playas de California, donde permanecí más de dos meses perdido entre las multitudes semidesnudas que pululan en los balnearios de Santa Mónica y Venecia. Las cosas de mi tierra se perdían cada día más tras una opaca pantalla de nuevos rostros y nuevas mentalidades. ¿Existe realmente Cutiño? —me decía yo—. ¿Existen seres tan perfectamente execrables como el ingeniero Paullada? ¿Tiene realidad ese estercolero formado por el grupo dirigente de La Paz?

El sueño bienhechor de mi convalecencia se hizo aún más reconfortante con la amistad física, fugaz e intrascendente de una rubia yodada, fundida en el crisol de esas tierras californianas, con ascendencia polirracial de noruegos, italianos y eslavos. El olvido fue absoluto hasta que comenzaron a llegar lacónicas, pero frecuentes cartas de don Antonio. Me informó primeramente que había comprado un caserón estupendo, de unos alemanes arruinados por la furia redentora de los caudillos agraristas de La Paz. Después, sin detalles, me hizo saber que había recibido la visita del General Camargo y agregaba que mi presencia comenzaba a ser necesaria.

A mí me costaba trabajo pensar en el regreso. Era la primera ocasión que disfrutaba de las delicias inefables del ocio absoluto y caro, en un hotel desde cuyas terrazas se gozaba la vista incomparable del Pacífico que mandaba a mis pulmones sus bocanadas de salitre y olor a marisco. Sentía ya el dolor próximo de abandonar aquello: los buenos vinos bebidos en las tabernas clandestinas, los trozos de roastbeef en los figones de las playas y la carne inmarcesible y blanca de mi amiga, amasada con los azahares de los naranjales inmensos.

Poco a poco el sentimiento del deber fue posesionándose de mi espíritu. Comprendí que era necesario arrancarme de una buena vez a mi breve felicidad y finalmente, después de haber agasajado con esplendidez a mi compañera de unas semanas hasta donde mi modesto bolsillo lo permitía, tomé una tarde el barco que debía conducirme a La Paz, a don Antonio, a mi oscuro destino. Hacía cuatro meses que había yo salido de mi patria.

Como Mendieta se quedase callado unos instantes, los aproveché para decirle:

—La verdad, todo esto es muy interesante. Con ello se puede hacer un libro. Si se resuelve usted a llamar al pan pan y al vino vino sería leído con avidez.

—Ya lo entiendo —contestó Mendieta—. Sobre todo si Camargo es Camargo y Paullada Paullada y el General Cerrillo es el General Cerrillo. Naturalmente no me arredra ser franco después de haberme impuesto este exilio voluntario. Pienso acabar aquí mis días trabajando, leyendo y viviendo compenetrado con estas provincias; y no está entre mis planes hacerme escritor. Fui estudiante de abogado y secretario de Cutiño, dos actividades parasitarias. Entre ambas la dragoneé como mánager de boxeadores, ocupación útil cuyo recuerdo me reconforta. Ahora hago producir a mis vides y a mis manzanos y me siento orgulloso cada vez que me elogian como cosechero. Sería triste meterme a escritor. Si lo fuese malo me sentiría tan nocivo como los politicastros de La Paz y para serlo bueno me falta el «élan», la inspiración, el genio, en una palabra y, además, la honrada perseverancia necesaria para documentarme.

Bueno —continuó Mendieta— si mis desahogos no lo han cansado, le seguiré contando.

—Por supuesto que no, amigo Mendieta. Por nada del perdóneme la interrupción. mundo le permitiría que me dejase en suspenso. Prosiga y1

XII
El tablado

Al llegar a mi vieja ciudad el panorama había cambiado. La finca adquirida por Cutiño era en realidad algo extraordinario. Situada en los aledaños de la capital, tenía unas tres hectáreas de huerta, jardines y parque y en medio una casa de los tiempos de la Colonia. Ahora recapacito que usted la conoció, de manera que una prolija descripción sale sobrando. Sus propietarios anteriores la habían cuidado bien, sin agregarle detalles de mal gusto y su moblaje recordaba la vida austera de algún caballero español del siglo xvi. Paredes desnudas, viguerías aparentes; amplitud y nobleza.

Don Antonio tuvo el buen sentido de conservarla tal y como la recibió. Agrególe unos cuantos tapetes, algunos armarios y solo se preocupó por hacer una nueva instalación eléctrica para el funcionamiento de sus aparatos.

Más tarde se construyeron esos aditamentos que la convirtieron en un lugar de recreo. La intención visible de su dueño era provocar la visita de los personajes más poderosos e influyentes. Se edificaron la piscina, las canchas de tenis, el boliche, los invernaderos y pequeños pabellones donde el propietario, con una amoralidad envidiable, permitía que los ministros hicieran citas con sus queridas. Por supuesto en cada pabellón había todos los accesorios necesarios para conectarlo con los receptores y de allí salió más de una película llena de sorpresas.

La mañana de mi llegada, don Antonio, jovial y dicharachero, me esperaba en la estación. Abrazóme efusivamente y yo también lo apreté entre mis brazos con una sinceridad no disimulada, pues nunca podré olvidar su generosidad afectuosa, entre fraternal y paternal. Se bromeó conmigo diciéndome que no esperaba verme bajar solo del carro dormitorio; lo largo de mi ausencia lo había llenado de recelos. Cuando subimos al auto me dijo:

—A ver qué le parece nuestra nueva casa. Ha sido una ganga, por la que he pagado noventa mil duros. Ya verá usted qué árboles, qué rincones, qué glorietas escondidas. A usted, que es idealista, que gusta de leer en la soledad, le va a parecer estupenda. Tengo planes: construir un gimnasio, baños, tenis. Quiero hacer de mi casa un centro para que vengan nuestros amigos. Por lo pronto no he tocado nada; espero su consejo.

Mi recámara —continuó Mendieta— me compensaba ampliamente la que acababa de abandonar en el hotel playero. Mientras yo abría mis maletas, Cutiño se recostó en un gran sillón, estiró las piernas y me dijo lentamente, con la cabeza echada hacia atrás:

—¿No me pregunta usted por nuestro querido amigo el General Camargo? La verdad, Mendieta, estoy por decir que mis empresas no le interesan.

—Perdóneme, don Antonio. Si nada le he preguntado es porque esperaba hacerlo con calma. Pero si quiere usted decirme algo, soy todo oídos.

—Pues verá usted, Mendieta. Cuando usted se fue solo había estado una ocasión con él, en su casa. Desde entonces encaminé todos mis esfuerzos a conseguir que me visitara. La compra de esta finca me dio un espléndido pretexto para insistir, por la mediación de Paullada. Vino un sábado en la tarde y estuvo conmigo casi dos horas. La verdad es un hombre extraordinario, enérgico y sagaz; el hielo entre nosotros se rompió pronto y a la media hora ya estábamos en el terreno de las ideas generales. Me habló de cosas de su gobierno, de sus proyectos agrícolas y petroleros y me causó una honda impresión.

—Dígame, don Antonio. ¿No obtuvo usted alguna película?

—Mis receptores no estaban instalados aún, así es que perdí esa oportunidad; pero aguardo otras. Creo que pronto estaremos con el Presidente en un plan de confianza absoluta. Paullada sigue siendo mi propagandista y para no alargar mucho las cosas debo decirle que dentro de dos días daremos una gran fiesta a la que vendrán el General Camargo, Paullada, el Coronel Gutiérrez, y los Ministros del Trabajo y del Tesoro. Además vendrán otros personajes de segundo plano y también amigotes personales del Presidente, oriundos de la Provincia de Victoria, que lo vio nacer. Con ellos él se siente más en la intimidad. Quiero, Mendieta, que usted me ayude a preparar este agasajo: de su éxito depende mucho nuestro porvenir.

Cutiño no se percataba —observó mi interlocutor— de la verdad profética que encerraban sus palabras.

Un poco a mi pesar me vi obligado a ayudar en los preparativos. Había cosas nuevas en la casa de Cutiño que indicaban su intuición en el manejo de todas las corrupciones. En mi ausencia una gran bodega se había atestado de vinos y yo, que le conocía bien, supuse desde luego que algún erudito lo había instruído en su aprovisionamiento.

Las cajas de coñac, que casi era por antonomasia la bebida revolucionaria, como ya se lo he dicho, se apilaban unas sobre otras. Los burdeos, los borgoñas y las espigadas botellas del Rhin se alineaban en las estanterías. Allí no faltaba ningún vino de Francia: el Anjou, el Frontignan, el Barsac, el Chablis, el Montrachet, el Pomard. Y junto a ellos los vinos generosos que parecen la savia de esta España: el Jerez, el Málaga, la Manzanilla, el Oporto. Desde entonces esta bodega fue uno de los puntos débiles de la pueril vanidad de don Antonio, quien la mostraba a sus invitados con un orgullo satisfecho, haciéndoles notar que también podía ofrecerles los vinos exóticos de Chipre o de Chio.

Había allí alcohol para provocar el júbilo unánime de de los miembros del Parlamento, si se les hubiese permitido celebrar allí una sesión, y naturalmente —concluyó Mendieta— no podían faltar el Ayala o el Viuda Clicquot, néctares proletarios preferidos por los líderes obreros más connotados y por los propagandistas de la Rusia bolchevique.

Toda esta mise-en-scène era, obviamente, parte de un programa. ¡Qué bien conocía mi amigo Cutiño a los prohombres de La Paz, ávidos por todos los placeres, que habían llegado a situaciones de poder con apetitos ancestrales, nunca satisfechos, de bebida y comida, de fornicar y poseer!

El panorama en la cocina era el de un gran hotel de lujo. Monsieur Dumas, el cocinero, sabía llevar con honra el ilustre apellido del viejo Alejandro, gran cocinero también. Este Dumas formaba, por decirlo así, parte del inventario de la casa cuando fue vendida a Cutiño quien se apresuró a conservarlo: un personaje tan decorativo entraba en sus planes.

La noche de la comilitona pude admirar sus grandes facultades de organizador para hacer servir, en su orden estratégico, aquella interminable procesión de platillos.

Pero antes voy a contarle lo que recuerdo de aquella concurrencia. Realmente se veía que Cutiño tenía la audacia de los aventureros y hasta yo mismo me sentía arrastrado en aquel vértigo de despilfarro.

El Coronel Gutiérrez iba con su querida, una cómica de marchitos laureles, reverdecidos con el pródigo riego de los dineros fiscales, que eran para ella una eficaz agua de Juvencio; y a su lado, alternando con parejas más o menos legítimas, se sentaban la esposa ante Dios y ante los hombres de uno de los líderes obreros más conspicuos; la esposa, también irreprochable, de un capitán de Estado Mayor; la querida de Paullada, la del Ministro del Trabajo y la mujer del doctor Santinés, quien acudía allí envenenada de ambiciones, con el objeto de obtener las amistades e influencias que ella juzgaba necesarias para encumbrar a su marido. Quisiera tener la memoria femenina de un redactor de notas del gran mundo —siguió Mendieta— para hacerle una reseña exacta. Solo sé decirle que iban una media docena de busconas renombradas; algunas eran amigas temporeras de funcionarios accesibles al soborno y otras acudían a buscar al cliente accidental.

Cuando vi la mesa puesta, cuajada de flores y preparada con un gusto barroco y dispendioso a la Hollywood, me llamó la atención ver dentro de cada copa champañera destinada a las mujeres, una reluciente pelucona de cuarenta duros. No pude menos que interrogar a Cutiño quien me contestó sonriente:

—Este es un pequeño agasajo a cada una de nuestras invitadas.

Yo lo miré estupefacto.

—No me vea usted, Mendieta, con esa cara de doncella ultrajada. Le aseguro que aquí nadie se ofende. Para algunas la onza representa una docena de pares de medias, para otras algún pomo de Coty; para las más desahogadas son cuarenta duros en la alcancía y en ciertos casos, querido Mendieta, es el gasto de una semana en casuchas donde la abuela o los chiquillos viven de un comercio que la madre ejerce muchas veces contra su voluntad, poseída de un espíritu de admirable abnegación. Sobre todo, yo le aseguro que esto no hiere los escrúpulos de nadie; cuando menos de quienes nos visitan. Se dirá que es una humorada mía que indirectamente beneficia al sexo masculino. Todas se van deseosas de volver trayendo a sus esposo, a sus amantes o a sus clientes ocasionales, que es lo que nos interesa. Pronto estas fiestas serán famosas en La Paz y codiciadas mis invitaciones.

Más tarde llegó el General Camargo, acompañado del Ministro del Trabajo. Era la primera vez que tenía yo ocasión de verlo de cerca; de raza blanca, pero de cutis atezado; cara maciza, mandíbula rectangular; ojos pequeños escondidos bajo una frente amplia. Daba una impresión de seguridad, de confianza ilimitada en sí mismo. Parecía nacido para el poder, de tal manera subyugaba con el magnetismo de su mirada, con su palabra tranquila, con la justeza de su expresión. No piense usted que fui su incondicional admirador. Por el contrario, fui su crítico implacable; pero esas cualidades brotaban entre el peñascal de sus defectos con el ímpetu y la diafanidad del agua artesiana.

Como es lógico me dediqué a observarlo y aunque nada podía yo colegir con certeza, me dejé arrastrar por mi curiosidad investigadora. Se le veía sin pulimento, sin la educación que solo se adquiere en las casas donde hay una tradición; pero se movía con desenvoltura, sin el menor embarazo, haciendo gala de un innato don de gentes.

—Dispénseme que lo interrumpa, Mendieta, pero, ¿nunca hicieron películas del General Camargo?

—No solo una, sino diez o doce por lo menos. Es cierto que el Presidente era un hombre hermético, implacable pesador de palabras, pero en varios casos supimos con precisión absoluta lo que pasaba en aquel cerebro impenetrable: uno fue el del Embajador Americano Hadley; otros tienen estrecha conexión con el General Cerrillo, su sucesor en la silla presidencial.

Como Mendieta seguía su relato sin darme más detalles, le pregunté:

—¿No me los va usted a referir?

—Sí —respondió—. Estoy en un tren de confidencias en que no puedo ocultarle nada. Pero déjeme hilvanar estas historias a mi modo. Quiero terminar todo lo de aquel banquete y contarle algo de las mesas de juego en que Camargo sentábase junto con tahures profesionales, empleados ladrones y magnates americanos.

Nunca olvidaré aquella cena de la cual Gargantúa habría podido ser un digno comensal. Monsieur Dumas había sacado a la luz toda su ciencia culinaria, incitando nuestro apetito con una fantástica variedad de manjares: después de las sopas, desde la de tortuga hasta la de trigo verde, llegó en una bandeja inmensa y por un extremo de la mesa, un corzo entero, mientras por el otro se pasaba un jabalí oloroso a laurel y a vino blanco. Para casi todos nosotros con aquello había lo necesario para levantarnos satisfechos y aún hartos; pero de la cocina seguían llegando fuentes de pollos adobados, gansos al asador y pichones nadando en jerez. Venían también, por si esto no fuera bastante, avalanchas de meros gigantescos, olorosos a aceite y alcaparras, pescaditos blancos de río y salmones de coral. La mesa aquella se veía pletórica de entremeses, jaleas, ensaladas, frituras, legumbres y tartas.

Nuestros comensales protestaban con asombro al principio, pero excitados por los vinos picoteaban de todo con un propósito manifiesto de no desperdiciar la espléndida ocasión. Cuando aquello terminó y se sirvió el café yo observaba los rostros. Allí estaba la flor y nata de nuestros políticos, tribunos que en las plazuelas de los pueblos, durante la propaganda del General Camargo, hablaban con asco de las desigualdades odiosas establecidas en la tiranía (cuando el benigno dictador se sentaba a la mesa ante un cocido casero, mientras los indios famélicos y casi esclavizados eran carne inicua de explotación). Ellos, los camarguistas, habían ofrecido compartir con esos trabajadores el amargo pan de maíz empapado en sudor sin dejarse soliviantar nunca por las corrompidas molicies de los ricos. Y allí estaban los mismos camarguistas cumpliendo sus solemnes juramentos, ahítos de viandas caras, de vinos dispendiosos y refocilándose en el seno de un rastacuerismo irritante.

Allí estaba el Ministro del Trabajo, exhibiendo diez kilates de diamantes, repartidos entre la corbata, los dedos y los dijes. Obeso, con un inconfundible sello de nuevo rico, se había sentado entre dos cocotas bien conocidas, quienes lo agasajaban sin disimular su codicia. Habló largamente sobre conquistas obreras y sobre la fuerza incontrastable de las huelgas generales, mientras libaba coñac incansablemente.

Entre tanto, Cutiño se había retirado a un rincón con el Ministro del Tesoro. Sostenían animada charla. Más tarde observé cómo Cutiño había logrado colocarlo en su lugar más estratégico y las películas que de él se obtuvieron ese día y en posteriores oportunidades fueron el origen de las concesiones petroleras con las que el capital de don Antonio se acrecentó colocándolo en las filas escasísimas de los multimillonarios de La Paz. Yo no sé —prosiguió Mendieta— si usted conoció a nuestro Ministro del Tesoro. Era un digno colega y émulo de su buen amigo el ingeniero Paullada. Había sido Ministro varias ocasiones; cuando lo conocimos, pensando que esa sería su última oportunidad, se dedicaba desenfrenadamente a los negocios. Y es que había pasado tragos amargos: antes de ir al Ministerio del Tesoro, en una época en que su estrella declinaba, estuvo a punto de suicidarse por la falta de veinte mil duros que angustiosamente había solicitado de los banqueros de La Paz. Por eso en esa su última etapa como miembro del Gabinete Revolucionario de Camargo, hizo una fortuna que sin duda montaba a varios millones y que lo llevó de golpe al mundo de los magnates financieros, entre los que siempre había deseado contarse.

Sería interminable mi relación si la prosigo en este tono de amarga crítica —prosiguió Mendieta—. Para no cansarlo le diré que aquello continuó hasta la mañana siguiente. El Presidente Camargo, decidor y bromista, se acercaba a las muchachas más accesibles, a aquellas que aparecían sin dueño y las besaba furtivamente, aunque conservando una innata compostura. Después supe que era la Santinés quien la atraía; pero dejó el cuidado de procurársela a aquel su gran amigo de apellido alemán, quien se dedicaba empeñosamente y con buen éxito a ejercer, para Camargo, papeles de alcahuete.

El Presidente recordó su juventud de provincia; se acercó al piano, hizo que le tocaran las canciones en boga y comenzó a entonarlas. Más tarde organizó coros que todos cantaron a voz en cuello y a las cuatro de la mañana, con el estímulo de los vinos, el desenfreno era general. Las parejas se iban retirando a los rincones y finalmente desaparecían en el jardín, de donde regresaban para seguir tomando parte en el desorden. Aquello era un cabaré de Montmartre con menos alegría sencilla, con menos candidez, porque esas gentes no se sentían unidas por las ligas accidentales que crea una noche de licencia, sino que acudían a la casa de Cutiño poseídas de antagonismos, propósitos egoístas y abrasadas en la lumbre de las pasiones.

Hacía ya bastante rato que observaba yo a Mendieta, a la luz amarillenta de la chimenea, que ponía de relieve sus rasgos vigorosos. Su compostura habitual se había esfumado y hablaba, sin poderlo ocultar, presa del rencor y del desprecio hacia aquel mundo del que voluntariamente se había desterrado. Yo, por mi parte, lo escuchaba con una curiosidad morbosa; quería conocer los secretos de ese mundo, que también era el mío, pensando en mi regreso a La Paz en donde los rostros tendrían para mí, en lo sucesivo, expresiones inusitadas de desnudez.

Mendieta se había callado y, con ademanes pensativos, rellenaba su pipa; mientras yo servía el vino en nuestros vasos se envolvió en nubes de humo y la escena parecía irreal. Era como si La Paz no existiese, ni sus hombres, con los que aún me codeaba y con los cuales me ligaban intereses positivos. En esos momentos envidiaba a mi amigo, definitivamente alejado de aquella lucha y cuyo sosiego espiritual se había roto durante nuestra charla, atosigado sin duda por los recuerdos que nuestro encuentro despertó en su espíritu.

Mendieta continuó diciéndome:

—Perdóneme usted si me excito; es un poco este vino y un mucho las remembranzas de todo aquello. Déjeme que acabe de contarle algo más de lo que allí se veía: así mi desahogo será completo.

Esos hombres —continuó— en cuyas manos han estado los destinos de mi patria, no cesaban de hacer teorías sobre el bienestar de las masas, mientras en su vida privada se entregaban a todas las prácticas de codicia y lucro. Después de aquella noche vinieron otras y finalmente se establecieron las mesas de bacará y póquer. Allí se sentaban, con Camargo, en despreocupada mescolanza, los políticos más conspicuos y los representativos de las actividades más afrentosas. Iba el Ministro de la Industria, hombre enormemente rico, como usted lo recuerda, y cuya fortuna había sido hecha con concesiones de juego, las que a veces encubrían la explotación en gigantesca escala de lugares de lenocinio. Iban uno o dos tahures profesionales y algunos de los amigos íntimos de Camargo. En ciertas ocasiones se admitían magnates del cine que venían a La Paz en viajes de turismo y judíos enriquecidos en los negocios públicos. Todos ellos dejaban su cuantiosa gabela en manos de los compinches de Camargo y de este mismo.

Los concurrentes a esas partidas eran muchas veces empleaditos de mil o dos mil duros al mes, o generales oficialmente pobretones, pero que, por el hecho de perder unas talegas gozaban de increíbles impunidades. Usted ha de recordar a Gutiérrez, no el coronel, sino el otro Gutiérrez, cajero del Monopolio Carbonífero del Estado; y también a Simpson, proveedor de ese organismo, y al general Cortés que había perdido una pierna en una riña tabernaria cuando combatía por la Revolución. Todos iban a perder en las mesas de Cutiño el producto de las combinas, los sobornos o los haberes de soldados imaginarios, junto con el precio real de pasturas que no existían o que regalaban más o menos voluntariamente los terratenientes enemigos del gobierno.

—Pero dígame, Mendieta ¿acaso el General Camargo era un tipo devorado por ambiciones fáciles al estilo Cutiño?

—Muy lejos de eso —me contestó—. Camargo fue, en verdad, un hombre excepcional… En fin —concluyó—, sobre esto podríamos hablar mucho.

—Pues es el momento de hablar mucho —le dije a Mendieta.

—Es cierto —replicó—. Es cierto. Camargo fue un hombre único, espléndidamente dotado, de una inteligencia brillante, de una comprensión instantánea. Carente de cultura abordaba los problemas más difíciles con un criterio original, sin las vacilaciones y críticas excesivas de los hombres de libros; sobre todo, había nacido para dominar, para conducir muchedumbres, para ejercer un magnetismo arrollador sobre las gentes que lo rodeaban. Este juicio no es solo relativo e hijo de la pobreza espiritual del ambiente. No; la personalidad de Camargo se hacía sentir también sobre hombres de otros países que tenían la oportunidad de tratarlo: periodistas, pensadores o dirigentes. Tenía la consistencia de las cosas inmutables, la potencia de las fuerzas naturales, la solidez irreflexiva e innata de un ser superior.

Yo escuchaba a Mendieta sin dar crédito a sus palabras. El debió comprenderlo, pues continuó así:

—No, no exagero. Le hablo sin pasión y solo procurando sintetizar mis recuerdos. Además debe usted creerme, pues no formé parte del grupo de sus paniaguados. Lo que le digo es exacto. Camargo, en cualquier gran país europeo, habría sido una figura mundial, pues el ambiente atávico de cultura hubiese paliado sus defectos; en un pequeño estado latinoamericano esos defectos labraron su ruina.

Después prosiguió:

—Fue un hombre por abajo de su destino; traicionó la misión que la providencia o el azar, como usted quiera llamarlo, puso en sus manos. Pudo ser un hombre-guía…

Pero… Hay muchos peros muy tristes —dijo Mendieta—. Le faltó consistencia moral; le faltó el sentido de su suprema responsabilidad. La pestilencia del ambiente lo asfixió y él, a su vez, fue materia podrida en aquella corrupción. Venía de una familia miserable, que arrastraba su pesado fardo de necesidades y humillaciones y cuando llegó al poder se dejó arrastrar a la revancha vulgar de la pasada pobreza. Usted que ha leído a Wells recordará tal vez un cuento: The man who could work miracles. Allí se ve cómo usa la omnipotencia un hombre de espíritu pobre, cuya imaginación solo le alcanza para ejercer la taumaturgia teatral de un prestidigitador. El espíritu de Camargo no era pobre, pero traía las lacras y las heridas de una adolescencia y de una juventud envenenadas entre la burocracia servil. Una de las películas nos puso al tanto de un episodio de sus veinte años, cuando era cajero de una casa de comercio en su provincia de Victoria. Tuvo discrepancias en sus cuentas y eso lo hizo pasar por las horcas caudinas de una investigación llena de interrogatorios y amenazas. Salió de esta prueba preñado de odios hacia esa clase de burgueses acomodados, a quienes había servido y con los cuales habría deseado confundirse. Por eso, cuando, fue omnipotente —y lo fue todo lo que un hombre de carne y hueso puede serlo— se dedicó también a realizar brujerías vulgares, convirtiendo en ministros a tipos como Paullada.

Estaba enrolado en las filas de los enemigos del capital, pero poco a poco la molicie lo ganó; en cuanto pudo gastaba juegos interiores de seda que pagaba a cincuenta duros, pijamas ostentosas y batas bordadas.

Lentamente se infiltró en su sangre el veneno de la propiedad y saboreó el placer de ser dueño de las cosas que se compran con dinero: primeramente muebles, alhajas, objetos; más tarde casas, minas y haciendas. Su situación en la vida comenzó a ser paradójica e insincera, pues atacaba a la plutocracia; pero se incorporaba a ella. Entonces su mente perdió su recia primitiva fisonomía de radicalismo constructivo, para volverse vacilante y así a veces parecía defender los intereses de los señores feudales de la tierra y otras se inclinaba hacia izquierdismos devastadores. En ocasiones parecía que quería destruirlo todo, otras que quería preservarlo todo.

Los hombres que él había llevado de la nada a situaciones de influencia y poder se acostumbraron a adularlo buscando su acomodo en ese mundo contradictorio. Seguían su camino, que era siempre el del medro personal, sin pensar más que en defender las posiciones adquiridas. Y así, de error en error, Camargo llegó al desprestigio. Sin embargo, el impulso primitivo había sido formidable y, como a usted le consta, sostuvo por años su situación de suprema preponderancia en un ambiente de odio.

En un principio atacó su tarea con la fe indomable del maestro de obras constructor de catedrales. Fue la época de colocar una piedra sobre otra, un día tras otro día; y, lentamente, el edificio comenzó a tomar forma. Es cierto que había errores y se advertía la falta de fineza; pero en cambio, desde la lejanía, las proporciones y la majestad eran imponentes. A veces los términos cambiaban de plano y se acusaban burdos errores de perspectiva; pero todo lo suplía la voluntad indomable, la visión clara del objetivo, el genio para ordenar y hacerse obedecer. Y así, del caos de una era confusa en que todo había estado en manos de generalitos ladrones, comenzó a surgir un organismo en el cual se esbozaban miembros potentes y poderosas musculaturas, movimientos reposados y ademanes amplios; y, sobre todo, principió a delinearse una intención clara, una maquinaria pensante, una meta, un futuro optimista.

Todo esto lo realizaba Camargo arrastrando su cauda de máculas, con el lastre de los políticos llenos de vicios e incapacidades, buscando a veces angustiosamente su camino a través de la maleza de su incultura, pero guiado por su instinto maravilloso. Su personalidad le permitía caminar airosamente encadenado a los pesados grilletes de sus flaquezas.

Pero cambió. Su línea de conducta se hizo zigzagueante; su rectitud acometiva se convirtió en un mito. Se engolosinó con la política como un pasatiempo. Creó el puesto de Jefe de Gabinete y quiso, con el pretexto de preparar el porvenir, cargar sobre este las responsabilidades y los fardos que él tenía el deber de echar sobre sus propias espaldas. Entregóse al ocio queriendo gobernar dando consejos con espíritu de diletante, en lugar de entrar a la pelea. Se hizo sensible a las adulaciones y a las dádivas y al mismo tiempo que anidaba en su pecho un profundo desprecio por todos los hombres, aquellos que lo rodeaban aprendieron el arte de mentirle, de burlarlo y de aislarlo del corazón de las muchedumbres, en donde había muchos que, aunque eran sus enemigos y lo odiaban, tenían puestas en él esperanzas secretas de una patria mejor.

Los políticos se adaptaron fácilmente a ese ambiente de mentira, de cohecho y de vicio. Yo he oído a los pequeños funcionarios de provincia, cuando Camargo era aún el factótum, expresarse diciendo que ellos tenían también derecho al robo, puesto que sus jefes supremos lo practicaban. Así fue como aquel hombre, nacido para los más altos destinos, acabó por arrastrarse tan bajo. Lentamente sus verdaderos amigos comenzaron a desconfiar de él, a criticar a sotto-voce sus debilidades. Se hizo de corazón reseco y en el ajedrez que pretendía jugar quiso pesar implacablemente todos los valores, eliminando cualquier impulso de generosa emoción. Entonces, hasta sus más allegados y también los hombres de corazón limpio que pudieron haberlo salvado, se apartaban de él con recelo temiendo ser sacrificados sin piedad.

Fue así minando lentamente el terreno donde asentaba los pies. El país entero, la verdadera opinión formada por aquellos que piensan y trabajan, comenzaron a criticarlo sin tapujos. Se hablaba de sus negocios, de sus dispendios, de sus partidas, de sus fincas. Solo él, ciego y sordo, seguía representando el papel de Consejero Supremo mientras la tempestad se formaba a su alrededor. Por eso —terminó Mendieta— cuando murió, a pesar de que la versión del accidente se prestó a muchas conjeturas, todo el mundo la aceptó como un hecho consumado y una sensación de alivio recorrió la República.

XIII
Divagaciones apasionadas

Mendieta acabó su tirada que he procurado reproducir con fidelidad. Tengo fe en mi memoria y creo que, palabra más o palabra menos, se expresó así. Se veía que en verdad estaba dando salida tumultuosa a sentimientos que se mantenían a presión en su espíritu, como en una caldera. Eran las amarguras, los despechos, las lamentaciones que habían fermentado durante los años de destierro. Quedóse pensativo, echado para atrás, medio recostado en el respaldo; pero con la cabeza baja, la barba en el pecho, fija la mirada en su vaso a medio llenar, al cual daba vueltas nerviosamente. De cuando en cuando chupaba su pipa y lanzaba al aire bocanadas que casi lo envolvían.

Quise entrar a un terreno de mayor cordura, de reflexión más fría y en parte por afecto, en parte por llevar hasta su fin esas confidencias, le hablé así:

—Es cierto que soy extranjero; pero he vivido mi vida entera en La Paz y creo que puedo hablar. Encuentro que tiene usted razón en muchos de sus puntos de vista, pero tengo más confianza que usted, Mendieta, en las reservas vitales de su patria. Quizás a nosotros mismos nos toque aún ver la aurora de un día nuevo; piense que los últimos treinta años, aunque aparentemente dilapidados, han dejado su caudal de experiencia; y treinta años no son nada en la vida de un país. Hay todavía vetas escondidas de vieja cultura; tenemos aún un grupo de gente pensante: la clase media…

—No me hable usted de la clase media —dijo Mendieta interrumpiéndome—. (Se veía bien que su tranquilidad era solo aparente y que la efervescencia de su pensamiento continuaba). ¿Qué es, en La Paz, la clase media? Si la quiere usted llamar clase tendrá que convenir en que es una clase parasitaria, dedicada a toda especie de actividades que dañan, más bien que benefician, a la colectividad. Desde luego es la burocracia gubernamental, inútil en un cincuenta por ciento, por vicio mismo de organización; es el grupo de comisionistas, de pequeños intermediarios, de agentes de cambio, tratantes de propiedad, ingenieros fracasados, abogados fomentadores de discordias, médicos charlatanes; de la clase media son todos nuestros politicastros, nuestros diputados, nuestros ministros.

—Pero óigame, Mendieta, la gente que piensa, la única gente que piensa está dentro de esa clase media. Allí está la esperanza.

—Por eso soy más escéptico. Una buena parte de los que piensan está con esa clase; entienden el problema e individualmente serían colaboradores espléndidos en un vasto plan de reconstrucción; pero son cobardes y se han dejado amordazar y uncir por una minoría de audaces empistolados. Y además, que esos hombres que piensan constituyen una mínima parte de la llamada clase media; el resto viven como sanguijuelas.

Por otro lado ese término de clase media es absolutamente inexacto. Dentro de él se agrupan hombres útiles y hombres nocivos, aunque estos estén en abrumadora mayoría. También dentro de la clase proletaria hay una buena proporción de quienes viven como hongos adheridos al tronco jugoso y el mismo fenómeno se observa entre los capitalistas. Y es —continuó Mendieta—, que la noción marxista peca de simplista y por ende resulta falsa. Los comunistas puros luchan por una sociedad sin clases; pero si ha de haber clases serán la de los hombres que ejercen funciones fructíferas y la de los parásitos. Esto es más objetivo y más exacto que el pensamiento atormentado de Marx, y tiene la ventaja de que no descansa en el despecho, ni es engendrador de odios.

Los hombres que trabajan, que sirven, que producen, deberían unirse contra aquellos que viven a sus expensas. Piense usted que plan de acción tan fecundo y justo podría derivarse de este concepto. En el primer grupo cabrían todos los hombres buenos unidos en un espíritu cristiano: los artesanos amantes de su oficio, los médicos aliviando dolores, los ingenieros llevando la energía a los lugares más desiertos y redimiendo a los hombres de las tareas más duras. También estarían allí los poetas, los cómicos, los músicos, los juglares, los filósofos, los pintores: todos los que alegran la vida, los que consuelan, los que interpretan, los que infunden esperanzas, los que meditan. Allí también trabajarían los que planean, organizan y montan la maquinaria social, los que manejan las industrias; ese sería el sitio de los verdaderos estadistas cuya misión es guiar, señalando la ruta hacia una humanidad mejor.

—Para eso sería preciso —insinué yo—, que en ese grupo todos fuesen inteligentes.

—No me interrumpa, por favor —dijo Mendieta—, pues pierdo el hilo de mis ideas. Pero antes quiero decirle que en una sociedad medianamente organizada todos los hombres inteligentes y aún rudimentariamente inteligente formarían en este conjunto de actividad fecunda. Solo los idiotas o los patológicamente perversos pretenderían vivir del otro lado.

Ahora permítame continuar. De ese otro lado estarían todos aquellos que actualmente viven o medran. como moscas sobre las pústulas de nuestra existencia colectiva. Estarían los agentes de negocios, los comisionistas, los usureros, los dueños de hipotecas, los falsos líderes, los promotores de todas las categorías, los intermediarios, los propagandistas, los acaparadores, los diputados, los influyentes, los revendedores, las proxenetas y los tahures. Claro que, por ahora, habría muchas ocupaciones de dudosa clasificación; pero de momento se podría ser tolerante y soportarlas como males necesarios y transitorios. Por ejemplo los comerciantes, los abogados. Más tarde y lentamente irían todos ellos desapareciendo del cuadro social.

—Bueno, Mendieta —le dije— estamos divagando. Usted está de viaje por una utopía muy suya, con la que estoy básicamente de acuerdo; pero que nos aleja de nuestro tema. Hay que descender para codearnos con nuestros conocidos de La Paz.

—Ese realismo extremo es un error —me contestó—. Las utopías no son sino generalizaciones adelantadas en el tiempo y las generalizaciones son indispensables para llegar con inteligencia a una acción concreta. Y si no, allí tiene usted a nuestro actual Presidente y General Cerrillo. Creo darme cuenta de que todo su dinamismo está engendrando la ruina futura de La Paz debido a la absoluta carencia de una primordial filosofía creadora.

Confieso, sin embargo, que tiene usted razón —prosiguió Mendieta— hay que concretar un poco. Voy a decirle cuál es una de nuestras úlceras más graves, aunque no la más pestilente; allí todo se improvisa. Nadie tiene el sentido de la responsabilidad en su tarea, el orgullo del trabajo bien ejecutado, la honestidad concienzuda de quien quiere dominar los detalles y la técnica de su oficio. Allí no se cree en la técnica.

Le citaré un ejemplo: usted sabe que el Ministro de la Salud Pública no tenía otro antecedente científico que haber aplicado las enemas al General Camargo. Esto era en aquel tiempo. Ahora ese puesto lo ocupa un médico que, en campaña, curaba las dolencias más o menos secretas de nuestro Presidente.

Estos son, por supuesto, casos llamativos; pero puedo asegurarle que la regla es siempre esa: improvisar. Los pocos historiales de competencia técnica son invariablemente desconocidos, y como los hombres que dedican sus vidas al cultivo de una facultad o un conocimiento son tímidos, al ver que se les ignora, se retraen aún más, se esconden, se alejan de las actividades públicas y se condenan a sí mismos a una oscuridad culpable. Yo tengo el culto —prosiguió Mendieta— por la tarea honrada y concienzudamente ejecutada. Recuerdo, allá en La Paz, a un barrendero que regaba y barría la calle frente a mi modesta habitación de entrenador y manager. ¡Qué armonía de movimientos! ¡Qué ademán amplio y profundo para llevar la escoba de un lado a otro del arroyo! Aquello destilaba una elegancia innata. Y al mismo tiempo ¡cuánta pericia para dejar el asfalto reluciente y limpio! Aquel hombre cantaba levemente mientras trabajaba y yo me sumía, ante él, en una honda contemplación. ¡He aquí —me decía— un símbolo! ¡He aquí los hombres que mi patria necesita! Barrenderos que sepan su oficio y lo ejerzan con alegría espiritual; choferes cuyos corazones se sincronicen con el palpitar de sus máquinas; jardineros creadores de nuevas rosas; médicos que curen con alma de apóstoles; hombres que organicen el movimiento de las industrias; economistas que sepan interpretar las inquietudes colectivas. Hagamos una nueva hermandad ligada por el voto inquebrantable de realizar con amor y exactitud una parte de la obra común, por humilde que sea.

Hay otra úlcera más asquerosa, más propicia al contagio. Es la codicia. Claro que ya le he hablado mucho de ella; pero es poco todo lo que se diga. De los diecinueve gobernadores de nuestras provincias solo una conocí invulnerable al cohecho, y esa excepción fue implacablemente expulsada del grupo de los dirigentes. Es cierto que en los últimos diez años quizás hayamos tenido tres o cuatro ministros acorazados contra las seducciones del dinero, pero es una pobre proporción entre treinta o cuarenta que han ocupado las carteras. Desde allí hasta el último escribiente se encuentra toda la gama de la desvergüenza. Los jefes de oficinas, los inspectores fiscales, los revisores de impuestos y contabilidades, los vigilantes de tabernas y burdeles. Todos tienen su precio y no por hacer una frase, sino por decir algo estrictamente apegado a la realidad, debo decirle que, en La Paz, es el soborno una institución. Sí, amigo mío, una institución tan arraigada como el Hospital de la Gracia que fundó Felipe II, o como la Iglesia Católica.

Agregue usted a esto el afán de lucro que se apodera de todos los que gozan de parentescos, amistades o influencias en el seno de un Gobierno. Son los hermanos, los cuñados, los suegros, los hijos, los yernos y hasta las queridas de los presidentes y ministros quienes monopolizan los negocios públicos.

Le he contado ya el caso del General Agüeros, comprado por don Antonio. Usted, a su vez tenía, según supe, sus arreglos con Paullada. La lista de quienes recibían dinero de Cutiño sería larga, y aunque no me amarra la lengua ningún sentimiento de decorosa discreción, a la que no estoy obligado, sí temo en cambio ser injusto dejando algunos nombres en el olvido.

Además, nuestros dirigentes han desprestigiado definitivamente la legitimidad indiscutible de las reivindicaciones populares que los llevaron a situaciones de poder. El ansia por la posesión de la tierra que se trabaja y que fue el meollo de la revolución, ha sido desvirtuada para convertirla en arma política.

Mendieta calló un momento y me interrogó de improviso:

—¿Y ahora, está eso un poco cambiado? Ojalá así fuese pues aunque no pienso que el fin justifica los medios, sería reconfortante saber que se ha operado un cambio. Algo se habría obtenido con el asesinato del General Camargo.

Tuve que contestar con franqueza:

—No hay que ser muy optimista, Mendieta. Ahora estamos un poco más a la izquierda; pero el mismo afán de propiedad y posesión anida en todos los espíritus. El camarguismo perdura en La Paz, sin el espíritu fuerte de Camargo.

Veo las cosas con menos pasión que usted; sin embargo tengo que rendirme ante los hechos. Los indios siguen en su condición de esclavos, trabajando para una minoría de blancos. Esa es la verdadera estructura social de nuestra República —permítame que la llame nuestra— y como usted lo ha dicho, treinta años de palabrería no la han modificado. Alrededor de la sempiterna garrulería revolucionaria, siguen medrando diputados, ministros, escribientes y ujieres. Muchos camarguistas, expertos en la adulación, se han acomodado y viven con posiciones espléndidas. Por otro lado la influencia, el nepotismo y la fiebre de negocios más o menos vituperables, impera como nunca.

Al principio se creyó que el General Cerrillo modificaría esta herencia del camarguismo; pero él mismo tiene un espíritu esencialmente burgués. Ataca los intereses creados de los demás, pero lo esclaviza un vulgar afán de ser dueño de cosas. Practica el culto a los principios socialistas con la fe del granjero que exclama «Hágase la voluntad de Dios en la sementera de mi vecino».

Mendieta, entonces, me quitó la palabra para proseguir lentamente, con mayor tranquilidad en el tono y mayor mesura en la expresión:

—Realmente, es una ingenuidad de mi parte pensar que aquello puede modificarse por ahora. Se necesita extirpar de raíz el mal y eso solo podrán hacerlo hombres inteligentes y honradamente radicales. Y no era este el tipo de los colaboradores de Camargo. Sus características básicas debieron ser la sencillez, el desprecio por el dinero y por las cosas que se compran con dinero, el amor a los principios, el talento para abarcar las situaciones, la inteligencia para planear y penetrar en el futuro; la tolerancia para las flaquezas y la severidad para las lacras vergonzosas. Pero es que en La Paz se ha perdido el sentido de las cosas esenciales. Nos hemos olvidado de que, antes que las calidades de reaccionario o revolucionario, comunista o fascista, blanco o rojo, avanzado o retrógrado, importa conocer la contextura misma de las almas y saber si los hombres son leales o traidores, verídicos o falsos, egoístas o abnegados, enteros o débiles, vacilantes o definidos, cobardes o animosos. Cualquiera que sea nuestro credo tendremos que seguir ciertas normas de ética para ser hombres cabales y solo con estos hombres se puede construir un país.

Mendieta calló unos momentos y concluyó así:

—He hablado demasiado. Todo lo que vengo diciendo se sale de mi relato, que, cuando menos, tiene un pequeño interés anecdótico. Pero pienso, con franqueza, que con estas disquisiciones hemos ennoblecido lo que, de otro modo, habría sido solo una charla ociosa con un objetivo mezquino de desahogos fisiológicos. Cuando menos hemos expresado nuestra amargura, nuestras esperanzas y hemos construído esquemáticamente nuestra utopía de una nueva patria.

Todo esto casi merece un brindis.

Y alzando su vaso terminó con una sonrisa límpida:

—Brindemos por La Paz, por la sangre de sus gentes buenas, por los indios que trabajan, por los hombres que siembran tiempos nuevos. Hagamos votos por el exterminio de todos los nocivos y despreciables.

Levanté también mi vaso. Me embargaba la emoción. La actitud teatral de Mendieta me apretaba la garganta y brindé lealmente desde el fondo de mi alma por una Paz mejor, por una América Española inmortal.

Después nos callamos. Miré furtivamente la hora: era la una de la mañana. Comprendí que la locuacidad de Mendieta se había extinguido y que la charla terminaba. De momento temí que aquello no se reanudaría. Mas él me tranquilizó.

—Ahora nos iremos a dormir —dijo— pero le ofrezco acabar de contarle el resto de mis recuerdos como espectador del drama. Cuando menos así lo podré retener aquí un poco más.

Me acompañó hasta mi cuarto, me deseó las buenas noches y se retiró. Casi no me di cuenta de lo que me rodeaba. Estaba cansado. Me desvestí de prisa y me quedé dormido profundamente.

XIV
Paz en la costa vasca

Desperté tarde al día siguiente. Fue el despertar típico del viajero ocioso, que camina sin plan, que no consulta los relojes, que no atiende los itinerarios ni se documenta en las agencias de wagons-lits. Desperté como si ese lugar de la costa vasca representase para mí el objetivo último de mi vida, el puerto de arribo, el reposo final.

Serían las nueve o diez de la mañana; el sol entraba por los balcones. Se veía el camino al pueblo; en los campos figuras inclinadas; un gran carromato jalado por caballos. Era un día inusitado, lleno de luz.

Me senté en un sillón y me sumí en una ensoñación matinal. Todo aquello era extraño; Mendieta, Cutiño, y aquella novela de poder ilegítimo, de energías mal gastadas, de ambiciones miserables. De ella vino a sacarme mi huésped, quien metió con discreción su cabeza y amplios hombros a través de la puerta.

—Son casi las diez —me dijo— pero he querido dejarlo dormir. Hace usted bien; siéntese a sus anchas. No voy a permitirle almorzar fuerte, pues a medio día tendremos una comilitona en el campo. Le voy a mandar un gran vaso de leche cremosa y si quiere usted chocolate le advierto que se lo harán al estilo de La Paz: delgado, espumeante, tibio y oloroso a canela.

—Acepto, querido Mendieta. A ver ese chocolate criollo.

Llegó la Chacha, con la clásica olla de barro y el batidor de madera; la nívea servilleta y las tostadas embarradas con mantequilla. Ni más ni menos que en La Paz.

Yo desayunaba sumido en filosofías sencillas: He aquí la vida, la verdadera vida; el sol, una recámara decorosa y pulcra, una criada familiar, un chocolate aromoso. Gozar de la luz, del agua clara, del sabor de las frutas y el perfume y el color de las flores; y esto con un sentido místico de renunciamiento, con humildad, con salud de cuerpo y alma. En aquella mañana luminosa un ansia panteísta me invadía y con ella un deseo de reivindicar mi existencia, de ennoblecerla con una tarea útil, de purificar mi espíritu en el agua del sacrificio. Al mismo tiempo me interrogaba: ¿Pero qué sacrificio? El cotidiano y pequeño de vivir con sinceridad, de ser leal a mis convicciones; es este sendero recto y estrecho el que pudiera llevarme a rutas anchurosas, a expediciones atrevidas, a cimas escarpadas.

Azuzado por el recuerdo del relato de Mendieta, se agolpaban en mi memoria imágenes fieles de mis actividades; de mis negocios, como se les llama pomposamente. Maíz comprado a los campesinos misérrimos y acaparado con afán en las bodegas de los pueblos y de allí revendido en los meses de escasez con un beneficio de doscientos por ciento. Y así con los garbanzos, y las lentejas y las alubias y las guindillas. Cutiño me parecía execrable, pero cuando menos tenía su ingenuidad, su pureza esencial. Yo, con mi sentido crítico, con mi malicia de hombre leído, me sentía mil veces más culpable. Y juzgaba odiosamente ridículas mis sábanas de lino y mis pantuflas de piel de nutria y mis batas japonesas y mis alfombras de cien duros el metro cuadrado, cuando allí había dormido un sueño de colegial sobre una cama de heno y había encontrado la felicidad en una jícara de chocolate.

Esta felicidad pequeña extendida como una gran bendición de un ámbito a otro de La Paz, es lo que haría grande al pueblo de aquella república —me decía—. Venían a mi memoria las palabras del poeta: «van en busca del buen trabajo, del buen comer, del buen dormir, del techo para descansar y ver a los niños reír». En vez de la garrulería falsa de los politicastros yo imaginaba una buena cartilla que enseñara a las gentes de las planicies a comer el pescado blanco e inagotable de los lagos y a los costeños a nutrirse con la carne sonrosada del mero o el huachinango. Pensaba que un buen diputado al congreso debería subirse al kiosco dominguero, donde toca la banda y entre un son y otro, hacer un discurso así: «Camaradas, hay que comer pescado. Tomen ustedes sus varas flexibles de membrillo y vamos a pescar. El anzuelo podemos sustituirlo con un alfiler o un alambre aguzado, pero yo he traído aquí algunos para los primeros que quieran seguirme. Ahora se trata del cebo; podemos improvisarlo con cualquier piltrafa de carne, pero si no, buscaremos las lombrices en las tierras húmedas o también lo fabricaremos nosotros mismos con las plumas de los gorriones o los petirrojos. Vayamos a los arroyos escabrosos donde saltan las truchas y al regreso encendamos una fogata con las ramas de los mezquites. Untemos nuestra pesca con aceite, sal y limón y pongámosla a asar mientras, de cuando en cuando, echamos en las llamas hojas de laurel que acaricien nuestro guiso con un humo espeso y aromático».

Así pensaba yo que podían hablar los pseudolíderes que tanto envenenan las conciencias de los indios miserables, famélicos y resignados. Una sana doctrina de principios culinarios habría hecho más por ellos que el veneno marxista que se les ha dispensado tan pródigamente. Y meditaba en lo absurdo que resulta inyectar odios, despechos e impotencias, cuando ante todo hay que enseñarlos a gozar de la tierra pródiga, del buen sol que es como un lujoso ropaje siempre cálido, de los frutos que ofrecen los árboles, de la miel de las abejas y de la leche de las cabras.

Mendieta llegó a arrancarme a aquellas meditaciones. Me vestí rápidamente y estuve listo para salir.

—Su chofer vino —me dijo— pero le mandé al pueblo a esperarnos; así reandaremos nuestro camino de ayer.

La emprendimos por los estrechos senderos que dividían las heredades y mi amigo me instruía sobre la calidad de las tierras con una erudición que yo estaba lejos de sospechar. Después me hablaba de sus esfuerzos para aclimatar los manzanos franceses, como la Reinette de Bretagne o la Belle Norman que produce una excelente sidra seca.

—Y esto no quiere decir que aquí la sidra no sea buena —añadía—. Hoy vamos a beber sidra y al decirle esto le estoy anunciando una fiesta dionisíaca. Va usted a conocer a la flor y nata de los hombres de Orio.

Llegamos a la plaza y, junto a la iglesia, en los portales, los chicos jugaban al frontón. Desde rapaces de ocho y nueve años hasta mocetones de diecisiete todos hacían sus partidos. Se jugaba a mano, con pelota maciza y se veía bien que se entregaban a un deporte ancestral. Mendieta y yo nos agregamos a los curiosos y animamos con nuestros gritos a los jugadores, mientras dos sujetos, a nuestro lado, cazaban una apuesta de cuatro a cinco pesetas.

No es esta una narración de viaje, el cual es solo incidental; pero me siento tentado a rememorar aquella gloriosa jornada, la charla en la taberna con el cura y con don Joaquín Astizarraga, el cosechero más importante de Orio. Y después, la comida en el encinar, sobre las hojas secas que se habían acumulado al correr de las estaciones; la merluza fresca, recién pescada y frita en las enormes sartenes sobre las fogatas de zarzales, o los trozos de carne que se asan en las broquetas improvisadas. Y cada vez que un vaso se vaciaba, nos dirigíamos a la cuba y lo llenábamos nuevamente con la bebida espumosa y cobriza. Allí conocí a Joshé, a Estanislao, a Manu, a Ignacio, a Joaquín: todos ellos grandes trabajadores, bebedores pantagruélicos, pelotaris incansables. Sentía correr en mis venas la sangre de mi tierra y me hundía y me confundía con aquella naturaleza que era como una parte de mí mismo. Se removieron todas las fibras de mi ser cuando, al calor de la sidra, escuché los zortzikos de mi niñez, y también cuando, más tarde los versolaris comenzaron su pugna de decires. ¿Cuánto duró aquello? Tal vez una eternidad. Yo había olvidado ya lo que era esa identificación con el momento presente, esa felicidad integral que gozábamos allí y que compartíamos con los labriegos, con los granjeros, con los pescadores, con las mozas de los caseríos y los pequeños burgueses del lugar. Sin querer mi pensamiento volaba a los campesinos, a los ejidatarios y a las criadas de La Paz, que en aquel clima glorioso, no conocían sino amarguras y no podían imaginar la dicha de una tarde como esa.

Comenzaba a pardear cuando Mendieta me dijo:

—Debemos marcharnos. Ni usted ni yo podremos resistir mucho tiempo. Aquí volverán a comer y se beberá hasta la media noche.

Asentí y sin hacernos notar tomamos el camino del pueblo.

—Vamos a detenernos en una venta de marineros que está junto a las últimas casas. Allí podremos charlar un poco sin que nadie nos interrumpa.

Al rato llegamos a una especie de caserío; era casi de noche y las ventanas se veían iluminadas. Antes de entrar escuchamos una melodía lejana de flauta acompañada de un tamborileo que hacían una música grave. Me detuve instintivamente.

—Son los tamboriles de Orio —comentó Mendieta.

Entramos y escogimos un rincón aislado. Nos sentamos frente a la mesa a saborear una taza de café negro con un poco de ron antillano. Mendieta me dijo de pronto:

—Lo he observado toda esta tarde y lo vi conturbado. No podía usted ocultarlo. Cuando las muchachas cantaban, a usted se le saltaron las lágrimas. Esto no es una crítica y me siento contento de haberle proporcionado esa emoción.

—Es exacto —le contesté— pero me analizo y mi estado de ánimo es muy confuso. Le aseguro que no fue un sentimiento patriotero. Es algo mucho más hondo; sentí removerse mis entrañas y ese nudo en mi garganta lo echaron también los recuerdos de mi otra tierra: La Paz. Nuestra conversación de anoche agitó en mí muchos sentimientos escondidos.

—Le creo, porque es usted sincero y porque entre nosotros no puede caber ni el rastro de una mentira, ni pequeña ni grande. Y sobre todo hablando de las cosas de allá. Pero tengo una deuda con usted y la quiero pagar: voy a terminar mi relato interrumpido anoche. Déjeme solo hacer provisión de tabaco.

Cuando Mendieta lo hubo pedido, puesto sobre la mesa su petaca repleta y encendido la pipa, comenzó así:

XV
La intriga diplomática

En realidad, y perdóneme si pluralizo, llegamos a tener una influencia decisiva sobre el Presidente Camargo. El comenzó a pedirnos informes acerca de las intimidades de un sinnúmero de gentes, y estos fueron siempre exactos. A veces don Antonio solicitaba un respiro, pues no siempre había tenido oportunidad de hacer la exploración adecuada, pero a la postre concluíamos bien. Sin embargo, el servicio que pudo prestar al gobierno en relación con el embajador americano nos puso en una situación de confianza absoluta. Esto merece una historia circunstanciada.

Usted sabe cuán tirantes fueron las relaciones diplomáticas entre el Gobierno Americano y los gobiernos de La Paz, durante un largo período. Aquellas dificultades se habían prolongado por años y cuando el General Camargo tomó en sus manos las riendas del país, no hicieron sino agravarse. El embajador americano, usted lo recordará, era el tal William Hadley. Tipo vulgar, representativo del imperialismo sajón más torpe, pensaba convertir a Camargo en un pelele sujeto a sus deseos. Era alcohólico, pero gustaba de la borrachera dorada, en las casas de sus amigos petroleros y con la compañía de los viciosos y postergados pseudoaristócratas de la ciudad. Le atraía la francachela de cocteles llena de situaciones equívocas y con la compañía de mujeres también equívocas —vírgenes a medias de la colonia americana, que fraternizaban con las vírgenes a medias criollas. Tenía que chocar con Camargo, quien gustaba de una juerga menos artificiosa y más primitiva, en la que podía quitarse la americana y quedarse en mangas de camisa, en tanto que Hadley conservaba el frac puesto hasta en las orgías más desenfrenadas.

La antipatía de esos dos hombres no podía ser un secreto. En la Embajada se reunían los descontentos del régimen a hablar mal de Camargo y sus ministros. Se hacía la crítica de sus radicalismos, de sus intemperancias, de sus modales. El Embajador los escuchaba y cuando había bebido un poco se unía a las murmuraciones. Por otra parte rendía a su Departamento de Estado en Washington frecuentes informes llenos de dolo.

Como es natural, lentamente la situación se hizo asfixiante. Hadley parecía tener buen éxito pues recibía instrucciones de ser inflexible y mantener, ante Camargo, una actitud de adusta severidad. Esa apariencia lo perdió; el camino iniciado lo llevó a la ruina y pocos saben el cómo y el por qué.

Una tarde después del almuerzo, Camargo se presentó a ver a Cutiño. Iba a charlar expresamente sobre sus incidentes con el Embajador. Le informó que esa misma mañana había tenido con él una entrevista casi tempestuosa; que había necesitado de todo su dominio sobre sí mismo para terminarla en forma cortés y expresó sus temores de que trajera entre manos alguna intriga. De pronto preguntó a quemarropa:

—Dígame, don Antonio, ¿usted conoce personalmente a Hadley?

—Muy poco —le contestó—. Una noche estuvo aquí de paso; venía en plan de francachela, tomó unas copas y se fue con una cauda de amigos y amigas.

Camargo pareció reflexionar y en seguida dijo, palabra más o menos, lo siguiente:

—Óigame, Cutiño, si quiere usted hacerme un gran servicio, desearía que hablara usted con él. Quisiera que lo estudiara y si usa una poca de su habitual penetración quizás pueda usted decirme algo importante. No le oculto que considero grave el presente estado de cosas, de modo que le suplico obre con prontitud. Si usted logra averiguar lo que Hadley planea habrá merecido bien de su patria.

Camargo dejó caer estas frases con solemnidad y énfasis, haciéndonos sentir que se creía autorizado para dar esa orden. Se traslucía que estaba un poco escéptico respecto al resultado, pero también que había considerado un deber intentar ese medio por fantástico que pudiese parecer.

Don Antonio adoptó la actitud que demandaban las circunstancias y contestó, lenta y gravemente, que toda su vida estaba al servicio del General, quien representaba, en esos momentos, los sagrados intereses nacionales. Yo, que conocía a mi hombre a fondo, comprendí que su vanidad y su ambición habían quedado inmensamente halagadas, pues sus ojos despedían fulgores.

Camargo nos dejó sin más ceremonias y dando a Cutiño su teléfono privado:

—Hábleme usted a este número y yo mismo me pondré al aparato; use usted este privilegio con discreción y espero que sea para comunicarme cosas de trascendencia.

Al quedarnos solos, don Antonio se desplomó en un gran sofá, sin decir una palabra, con la mirada clavada en la tarjeta en donde, junto al nombre del Presidente, estaba el mágico número escrito de su puño y letra. Pasados algunos minutos me dijo:

—Esto es lo que tanto esperábamos; he aquí la prueba suprema. Si salimos bien de ella podemos llegar a donde nadie ha llegado.

Después continuó:

—Nuestra primera información es el mismo General Camargo quien debe dárnosla. Ya usted comprenderá que le he tomado una película; hay que revelarla y pasarla.

Yo observé:

—Espero poco en este sentido; usted sabe que este hombre es un sepulcro.

—No sea pesimista —replicó Cutiño—; algo hemos visto otras ocasiones y hoy presiento que nuestra paciencia será recompensada.

Entramos al cuarto oscuro y comenzamos el revelado. Fue cuestión de unos minutos el darnos cuenta de que la fotografía se presentaba con caracteres de extraordinaria claridad. Más tarde, al pasarla en la pantalla, toda la entrevista del Presidente y el Embajador apareció ante nuestros ojos. Habían discutido en un rincón del despacho presidencial; los ademanes eran descompuestos y violentos. En un momento dado se veía a Camargo levantarse, tomar a Hadley por una solapa y arrojarlo por la puerta dándole un tremendo puntapié en el trasero.

—Esto es el fin de todo —dije a Cutiño—. ¿Qué arreglo puede tener el asunto? Al contrario, las complicaciones van a ser gravísimas.

—No se alarme —contestó—. La estupenda patada ha sido solo imaginaria. Es lo que el Presidente desearía haber realizado, de seguir su impulso. No olvide usted que esta entrevista la contemplamos a través de su recuerdo e imaginación.

Hubo después que maniobrar con habilidad para atraer a Hadley a nuestra casa. Afortunadamente existía un cebo infalible; la juerga. Las relaciones de don Antonio con las compañías petroleras americanas a las que había prestado servicios de importancia, hicieron posible una invitación y finalmente, dos o tres días después de la visita del General Camargo, el Embajador se sentaba a nuestra mesa y menudeaba las libaciones de un scotch de avant-garde, madurado en un viejo tonel de jerez. No se necesitaba más para retener a este yanqui horas y horas en nuestra compañía y hasta para hacerlo hablar con cierta indiscreción burlona del Gobierno y sus hombres. Pero esto no era lo esencial; el secreto consistía únicamente en hacerlo pensar y lo conseguimos con nuestra charla y nuestros high-balls. Se habló del Presidente y Cutiño llegó a insinuar reproches velados; se criticó la política agrícola, se predijo la ruina inmediata del país, se comentó la posibilidad de una nueva revuelta. Todo esto arrellanados en sillones enormes, con los vasos y las tabaqueras de excelentes cigarros de La Paz, al fácil alcance de la mano. Don Antonio tenía buen éxito con su inglés literario pronunciado infamemente y su alegría fácil, sus comentarios superficiales, su ingenuidad sajona. Después de media noche ya él y Hadley se sentían camaradas y se contaban cuentos picarescos. Las risas de ambos resonaban en el amplio hall, mientras de cuando en cuando Cutiño zahería a Camargo lanzando una pulla que el yanqui subrayaba con regocijo.

¿Para qué cansarlo con la descripción de esa borrachera? Fue la escena de siempre, que dio fin cerca de la madrugada. Ambos terminaron echándose los brazos al cuello y prometiendo verse en la embajada al siguiente día.

Efectivamente acudimos allí y nos dimos cuenta de la disposición interior de las oficinas de Hadley. Frente a su escritorio este se dirigió a Cutiño y le dijo en tono socarrón:

—Su Presidente daría una millonada por ver el contenido de estos cajones.

No quiero —dijo Mendieta— entrar en detalles inútiles. El éxito sobrepasó lo que la más optimista fantasía hubiese podido forjar. El pensamiento del diplomático yanqui reveló, hasta sus menores detalles, toda una trama para arruinar a Camargo. Don Antonio supo sacar a la situación el mayor partido, rodeando su información de una teatralidad pomposa. Me voy a concretar a referirle el final del caso.

Tomó el teléfono y se comunicó al número privado que recibió del mismo Presidente:

—Señor General, tengo algo importantísimo que comunicarle.

—……

—Señor General, preferiría verlo nuevamente en esta su casa; ya usted sabe que puede tener confianza plena en mí; perdóneme la libertad.

—……

—Muy bien, estaré esperándolo a las siete.

—Todo va a pedir de boca —me dijo—. Claro que el Presidente quería que fuese inmediatamente a su oficina; pero por una parte necesito un rato de trabajo con usted para preparar mi entrevista. Tengo que hacer escoleta, como decía mi buen amigo Farías; y además deseo que usted esté presente y de aceptar la entrevista ahora, no tendría pretexto plausible para llevarlo.

Nos ocupamos entonces en formular un memorándum con todos los puntos de interés, para que Cutiño no olvidase nada. Lo leímos y releímos y él se quedó repasándolo como un colegial asiduo.

A las siete y media, con el aspecto calmado y jovial de quien no está impaciente, el General Camargo llegó a nuestra puerta. Don Antonio lo recibió también tranquilo, disimulando su alborozo y su deseo de entrar cuanto antes en materia. Mandó pues, pedir, sin apresuramientos, bebidas y café, charlando mientras tanto de cosas baladíes. Cuando las copas estuvieron servidas y el café humeante en las tazas, dijo al criado con solemnidad:

—Que nadie nos interrumpa. He salido para todo el mundo; si telefonean, toma nota; pero no me llames. ¿Entendiste?

Al quedarnos solos se dirigió pomposamente al General diciéndole:

—Señor Presidente, lo que voy a decirle es grave; deseo que me permita, durante esta plática, retener aquí a Mendieta, quien está al tanto de todo y ha colaborado conmigo en esta investigación.

—No tengo el menor inconveniente —repuso Camargo—, puede usted comenzar.

—Antes de ir al fondo de este asunto, quiero decirle, señor Presidente, que no podría justificar cómo he sabido ciertas cosas. No es discreción; es la imposibilidad absoluta en que me encuentro de explicarle el mecanismo, incomprensible para mí, de ciertos procesos mentales; pero puedo asegurarle que, a pesar de esto, lo que voy a referirle es rigurosamente exacto. Usted va a convencerse de ello porque se verá obligado a tomar medidas que, entre otras cosas, ratificarán o desmentirán lo que voy a relatarle.

El Embajador Hadley ha confeccionado todo un mecanismo para crearle dificultades. Ha obrado en íntimo acuerdo con ese grupo de aventureros que pomposamente se llaman «La Paz Investors Association» y que están capitaneados por uno de los más audaces bandoleros de la política americana: el senador Fields. Contando con el apoyo financiero de los petroleros que maman las riquezas de la república, han movido grupos de senadores y diputados quienes ya se han acercado privadamente al presidente americano pidiéndole que se haga sentir aquí. Han despertado el sentimiento católico de millares de creyentes en aquel país que no pueden ni podrán entender cómo y por qué se coartan libertades espirituales, y que nunca comprenderán tampoco lo que aquí significa la Iglesia. Han hecho colectas secretas y las cifras son respetables: son del orden de millones de dólares. Han enviado agentes a los jefes de esos pequeños grupos que están en abierta rebelión contra usted y los mantienen inquietos y esperanzados en próximas y definitivas remesas de armamento. La correspondencia de los rebeldes, señor General, llega a Hadley, vía Estados Unidos, en las valijas diplomáticas.

Toda la trama se ha urdido con tal habilidad que el Presidente americano escribe a su embajador trascribiéndole correspondencia fraguada aquí (cuyos borradores en muchos casos han sido forjados por el mismo Hadley), y recomendándole tratar los asuntos con dignidad y dureza. Usted habrá notado que este diplomático, en toda su grosería agresiva, se siente apoyado por su gobierno.

Así continuó don Antonio relatando la burda intriga —siguió contándome Mendieta—. Al yanqui lo perdió su torpeza: guardaba los papeles, antecedentes y borradores de su trama, para justificar más tarde su actuación personal y documentar quizá un libro de memorias. Todo este material explosivo yacía en un cajón de su escritorio, dentro de un cofrecillo con combinación eficaz contra las indiscreciones de una esposa celosa o una secretaria infiel, pero absolutamente inútil ante la habilidad de los presidiarios expertos.

A todo esto, Camargo nos miraba alternativamente con sus pequeños ojos penetrantes. A veces se pintaba en ellos la incredulidad; otras arrugaba el entrecejo. Se veía que tomaba en serio la relación de Cutiño y era sin duda que este iba confirmando con sus palabras lo que vagamente adivinaba ya su sorprendente intuición. Parecía musitar: ahora me explico muchas cosas.

Camargo articuló pausadamente:

—Don Antonio, todo lo que usted me cuenta tiene un enorme interés y es absolutamente verosímil. Si no lo comprobamos será por insuperables obstáculos y porque Hadley es un hombre astuto; pero si usted quiere prestarme un servicio completo —que yo no olvidaré y que el país procurará pagarle— debe continuar sus trabajos sin perder un minuto hasta obtener siquiera una prueba irrebatible de alguno o algunos de los hechos que usted asienta. Tiene usted carta blanca: haga todos los gastos necesarios y mande su cuenta a mi secretaria particular.

La expresión de triunfo de mi amigo vidente —prosiguió Mendieta— fue entonces rotunda. ¡Su momento había llegado! Concentró sus facultades teatrales y esperando el instante en que Camargo parecía iba a levantarse, lo detuvo diciéndole:

—Señor Presidente, temo que en el tiempo en que he tenido el honor de tratarlo, aún no me ha conocido bien. Nunca me habría tomado la libertad de llamarlo a mi casa si no fuese para decirle que, si bien es cierto que no tengo las pruebas, sé con bastante precisión cuáles son y dónde se encuentran. Pero se necesitan la decisión y el poder de usted, mi General, para procurárselas.

La expresión de Camargo volvió a revelar un interés imposible de ocultar.

—En tal caso no perdamos tiempo y dígame cuanto sepa. Quizá podamos aún evitar una crisis peligrosa.

—Señor Presidente, Hadley tiene nutrida correspondencia con Fields. En esta hay cartas en las cuales le ordena se dirija al cabecilla Riestra, en la provincia fronteriza de Nueva Extremadura y le dicta los términos en que ha de hacerlo. Hay tres borradores de puño y letra del Embajador con las comunicaciones al rebelde.

Hay, señor Presidente, una carta al diputado Brown ofreciéndole que los compromisos hechos por Fields a nombre de la Petrolera de La Paz, serán religiosamente respetados. Señor Presidente, uno de los empleados en Washington que recibe y despacha las valijas del Embajador, es su cómplice. Su nombre es Hungerford.

También puedo decirle que Hadley tiene formulada, de su puño y letra, una lista en que están asentadas todas las contribuciones ya ofrecidas. Ascienden a mas de tres millones de dólares y entre ellas hay una de cuatrocientos mil de la San Vicente Power Co. Estas contribuciones están solo numeradas; pero la clave se encuentra en un sobre cerrado.

Camargo no pudo contenerse; por primera vez lo veía yo visiblemente nervioso.

—¿Pero dónde está todo eso? ¿Cómo hacerse de ello?

—Mi General, está en el escritorio del Embajador. Su oficina se encuentra en el ala oriente del edificio. En la ringlera de cajones del lado derecho hay que ir al segundo, contando de arriba para abajo. Este cajón tiene adaptada dentro una pequeña caja fuerte, anclada al mueble. Siento mucho no poderle dar la combinación; la ignoro y me fue imposible investigarla. En cuanto al sobre está en uno de los pequeños cajones sobre la cubierta, cerrado con una llavecita plana que el Embajador guarda en su cartera.

El Presidente recobró su compostura y dijo a Cutiño:

—Es inútil decirle, pues lo comprende bien, que la dignidad de nuestra patria está en peligro. Creo, pues, contar incondicionalmente con usted y por lo mismo le pido con mi carácter de Jefe del Estado, que sea usted guía en las maniobras que, muy a mi pesar, me veré obligado a llevar a cabo. Hoy es miércoles. Le suplico esté usted listo el viernes en la tarde para recibir instrucciones. Le doy mi palabra de que se tomarán todas las medidas necesarias para evitarle molestias y para su seguridad personal.

Después de esto, el General Camargo se retiró. Lo acompañamos hasta su coche y nos quedamos solos.

Yo estaba sorprendido ante el relato de Mendieta. Aquello me parecía fantástico. No pude menos que preguntarle en el tono de la más perfecta incredulidad:

—¿Pero todo esto lo averiguaron ustedes con los aparatos de Cutiño?

Mendieta contestó:

—Las películas obtenidas eran de una gran claridad. Con decirle a usted que algunas de las cartas pudimos reconstituirlas con sus puntos y sus comas.

—Creo que, poco más o menos —prosiguió José Mendieta— habrá usted adivinado el desarrollo de la aventura. El Presidente organizó rápidamente una incursión al edificio diplomático; fueron Cutiño, dos militares y un experto en cerraduras y cajas fuertes que purgaba unos años en la Cárcel Central. Por cierto que, algunas semanas más tarde, moría ahogado. Don Antonio se sentía nuevamente en plena novela. El sábado, al cerrar la noche, entraron a la Embajada. Abrir puertas, cajones y cofre fue un juego, según me lo refirió después. Se extrajo la documentación y esa misma noche se hicieron fotograbados y copias fotostáticas de todos los papeles; era, en realidad, un legajo voluminoso. El domingo en la noche el hurto se restituyó a su sitio. El lunes Hadley llegó tarde a su oficina; había pasado la noche con magnates de su colonia y cuando abrió su escritorio todo estaba en perfecto orden: papeles, cerraduras, combinación. Hasta la fecha, el cómo se descubrió su plan sigue siendo para él un enigma perfecto; ha abandonado el servicio diplomático y bebe para consolarse.

Poco tengo ya que referirle, pues voy a llegar al cenit de nuestra pequeña historia. Quiero darle pormenores respecto al complot que Camargo sofocó implacablemente con mano de hierro. Estas cosas se desarrollaron así…

Yo detuve a Mendieta:

—Perdone mi interrupción; pero mi curiosidad aún no está satisfecha. Me gustaría conocer cómo desenlazó el Presidente sus dificultades diplomáticas. Conozco un poco a esa colonia americana representada por Hadley: me refiero al tipo del aventurero que, cuando se enriquece, se transforma en un activo agente del imperialismo sajón. Tienen todos los vicios de mis ancestros los españoles, sin ninguna de sus virtudes. Como ellos, son codiciosos, carentes de escrúpulos, crueles, ávidos de riquezas; pero no tienen la visión, el sentimiento de que están forjando la historia, el misticismo necesario para construir un país. De allí no han llegado Corteses, ni Pizarros, ni Díaz del Castillo, ni Cabezas de Vaca, ni Belalcázares. Mire, Mendieta, cuando nosotros, los españolitos imberbes llegamos a América, comenzamos por olvidar nuestras aldeas para pensar solo en la nueva patria. Especulamos a nuestro modo, pero siempre hundidos en la gran corriente de la vida: trabajando, arriesgando, exponiendo lo mismo que los nativos. Y allí dejamos nuestra sangre y nuestros huesos. Pero para el sajón somos siempre país de conquista; peor que eso: país de comercio, de tráfico; país de negros que cambian maderas preciosas por sartas de cuentas o sombreros de copa; que entrega su petróleo, su plata y oro y sus bananos para que se finquen palacios en Los Ángeles, en la Florida o en la campiña escocesa. Créame que lo que usted me está contando me reconcilia con el General Camargo. Refocíleme relatándome todos los detalles.

—Como siempre, coincidimos en muchos puntos de vista; voy, por lo tanto, a complacerlo. El Presidente dejó que los acontecimientos siguieran su curso; sabía que podía esperarlos tranquilo y mientras el Embajador continuaba su ofensiva, él formaba legajos iguales a los que había recabado de la Embajada y los mandaba lacrados a todos los diplomáticos que representaban a La Paz en las cinco partes del globo. Cada legajo llevaba estas instrucciones: «Abrase cuando se reciba un telegrama cifrado e identificado ordenándolo así. En ese caso entréguense los documentos inclusos a la publicidad en la forma más llamativa, sin escatimar gasto. Mientras tanto guárdese este paquete en la caja fuerte de esa oficina».

Y, por otra parte, enviaba modestamente a Washington un emisario personal, acorazado en su carácter de comerciante humilde, que hablaba el inglés a la perfección. Fue una tarea dura para nuestra embajada en Washington obtener, del Presidente americano, una entrevista para un desconocido, sin carácter oficial y amigo personal de Camargo. Algunos dólares hicieron el milagro, previo registro minucioso, pues de Camargo se temía hasta el asesinato. Su Embajador extraordinario entró a la audiencia casi desnudo; pero llevaba el legajo y eso era lo importante. La escena es fácil reconstruirla; aquel Presidente era hombre básicamente honorable; Hadley había violado las reglas del juego: su proceder no era fair play. Además —agregó Mendieta— lo que sí supe bien es que el mensaje verbal de Camargo estaba concebido más o menos así: «Excelencia, el Presidente de La Paz le ruega reciba y examine este paquete. Todo su contenido es auténtico y traigo su súplica de que ordene usted sea destruído en bien de las futuras relaciones de los dos pueblos. También de su parte le traigo las seguridades más completas de que no existe ningún otro ejemplar. Al quemarlo habrá desaparecido toda la huella de una maniobra que pudo comprometer el porvenir y el limpio nombre de dos grandes naciones».

Su Excelencia yanqui no quería dar crédito a sus ojos. La reputación de Camargo forjada por Hadley era tan negra, que antes que entregarse pensó en todas las posibilidades de falsificación. Ese mismo día mandó cerrar los archivos del Departamento de Estado, los cercó de policías y ordenó que se hiciese una pesquisa, cuyo resultado fue fulminante: el noventa y cinco por ciento de los documentos eran auténticos. El asunto se manejó con eficacia y energía: ocho días más tarde Hadley era destituido; un mes después presentaba su admisión el Ministro de Estado americano y a las cuantas semanas llegó a La Paz el nuevo Embajador con quien se inició una era de relaciones, no solo cordiales, sino casi tiernas. Desde entonces Camargo gozó de mano libre y de la confianza completa de aquel Presidente. Era una confianza sin comprensión y me han contado que cuando en ocasiones discutía la personalidad de Camargo con su nuevo Embajador, el sucesor del nefasto Hadley, solía exclamar:

I really don't understand him; but he is quite a man.

XVI
El complot

Mendieta hizo una pausa mientras fumaba. Yo recapacitaba encontrando en sus historias la razón escondida de sucesos hasta ese momento inexplicables. Ese cambio de frente del gobierno americano se ponía entonces en claro. Mi mente saltó en seguida a consideraciones abstractas y dije:

—Realmente, amigo Mendieta, comprendo su irritación; la inconsciencia de Cutiño sobrepasa todos los límites. Ese invento pudo haber transformado el curso de los destinos humanos y no existía razón para confinarlo a la solución de pequeños enigmas en un país pequeño perdido en un rincón del globo. Cualquiera otro habría abierto los ojos a posibilidades maravillosas, a nuevos horizontes; y Cutiño, según veo, era comprensivo. Por lo tanto su culpa es mayor.

—Sí —replicó Mendieta— era comprensivo y era inteligente. Pero su torpe ambición trazó inexorablemente su trágico destino. Déjeme ahora contarle el capítulo que podríamos llamar la conspiración; digo capítulo, porque al fin y al cabo esto es casi una novela.

—Es cierto —contesté—. Lo interrumpí cuando iba usted a relatarme ese episodio.

—Ya usted comprende —continuó— la enorme preponderancia de mi amigo. El triunfo diplomático que le he relatado se festejó de una manera fantástica en la ya famosa casa solariega: mujeres, vinos, dinero, manjares. De todos los cabarés y teatros de la ciudad fueron guitarristas, cancioneros, bailarinas y payasos y, durante casi tres días aquello fue un festejo no interrumpido. Veintitantos mil duros que Camargo se empeñó en pagar, se evaporaron agasajando a nuestros invitados, quienes ignoraban las razones secretas de aquel festín.

Por otro lado las recompensas de orden material dejaron a Cutiño ampliamente satisfecho: concesiones petroleras, tolerancias, contratos jugosos, todo vino en unos cuantos meses a sus manos y así vio su fortuna acrecentada en varios millones de duros. El Presidente llegó a términos de ilimitada intimidad con él; comía con frecuencia a nuestra mesa; le tenía siempre abiertas sus puertas y el viejo don Antonio escaló la cúspide de la privanza.

En estas condiciones surgió el complot. Aquí tuvieron intervención dos personajes nuevos; triviales en sí: mediocres en su estructura mental y moral, pero que eran representativos de géneros bien definidos en el parque zoológico de nuestra política. De paso debo decirle que esa intervención exonera a Cutiño del cargo de delator que gratuitamente se le ha imputado en ocasiones, pues precisamente los utilizó para no maniatarse con los lazos de la mutua hospitalidad. A carne humana me huele aquí —solía decirme como el ogro del cuento—. Y agregaba: —Debemos ser cautos para no mancharnos con sangre.

El primer tipo era una mujer: veintidós o veintitrés años, menuda de cuerpo, estupendamente bien formada; con una blancura mate que ella hacía resaltar no usando ningún colorete. Cutis inmarcesible de camelia. Cabello y ojos negros, boca muy grande y una dentadura perfecta que le rasgaba la cara al reír. No bonita, pero era una flor agradable a los ojos, una fruta incitante. Constituía, en cualquier reunión, una presea decorativa.

Hay que decir también que tenía la mentalidad y la estructura moral de una flor o una fruta. Vivía pasajeramente con el General Armenta; pero compartía su lecho con cualquiera. Ponía en estos encuentros una impetuosidad moderada y seguramente obtenía de ellos un placer moderado también, satisfecha si se le dejaba en el bolso un billete de cien duros y aun de menos. Engañaba a su amante sin escándalo, pero sin exceso de precauciones.

Su cultura era la de una yegua inglesa o de una galga. Escribía con innúmeras faltas ortográficas y por lo mismo eludía toda correspondencia limitándose a firmar: María Rosa. Cuando alguien la bromeaba por su ignorancia, ella reía límpidamente, sin malicia.

El otro personaje era un alemán: Federico Kestner. No es judío; pero tiene todos los defectos de esta raza, sin una sola de sus cualidades. En La Paz representaba la insolencia ofensiva e imbécil del prusianismo de avant-garde, cuando el solo nombre del Kaiser podía esgrimirse para dejar impune cualquier infamia. Era obsequioso y servil con los poderosos, déspota y grosero con sus asalariados o con quienes consideraba sus inferiores. Como el soborno era su suprema habilidad, quiso cohecharme y este intento frustrado dejó entre nosotros una huella de mutua antipatía que nunca pudo cicatrizar. En los buenos tiempos de Camargo buscaba sus favores con avidez rastrera; pero después de su muerte se expresaba de él despectivamente, como si su caída hubiese sido ocasionada por no haberlo tenido a su lado como mentor. Su valor en la vida consistía en haber atesorado un millón de duros comprando funcionarios, corrompiendo politicastros y empujando de paso al suicidio a un pobre diablo que negoció con él sin tomar las necesarias precauciones.

Traficaba en medicinas de patente; pero emprendía cualquier negocio de especulación: café, aceites o locomotoras. En una palabra, si había una oportunidad de una intermediación inútil, nociva o parasitaria, allí estaba él hablando sandeces con aire de superioridad siempre que un duro bien o mal habido pudiera acrecentar su cuenta de banco.

Naturalmente no podía faltar en el séquito de Cutiño; lo buscaba sin tregua, y creyendo ver en él inagotables posibilidades, pretendía aconsejarlo y lo adulaba pronosticándole su encumbramiento político. Como su calidad de extranjero lo excluía de la maquinaria administrativa, se imaginaba que podía ser una mano en la sombra. Por lo demás, aunque amoral, no podía ser perverso; le faltaba inteligencia para ello. Diluía su imbecilidad en su grosera agresividad teutona.

Cutiño me decía:

—Esta locuela de María Rosa y el mentecato de Kestner son los pivotes de nuestra investigación. Ella es ligera, ignorante e irresponsable; el otro es codicioso, desleal y carente de escrúpulos. Una por falta absoluta de malicia y el alemán por bajeza innata, venderán a sus amigos.

Esta exploración llevóse a cabo por indicaciones de Camargo, aunque no la solicitó en la forma clara y precisa que cuando el caso diplomático. Hablábanos con algunos rodeos del General Armenta, del General Buenabad, del General Quesada. —Se les nota —nos dijo— descontentos y sería conveniente saber qué desean; desgraciadamente no son francos; si lo fuesen, estas dificultades se solucionarían por sí solas. Hace tiempo que los noto inquietos —comentaba el Presidente—, me eluden y nuestras relaciones no tienen la franqueza habitual.

Quiero ilustrarle el cuento con algunas páginas escritas por Cutiño; pero voy a explicarle antes el mecanismo de nuestras pesquisas. Fue fácil llevar a María Rosa a casa; por otra parte Kestner era hombre siempre dispuesto a aceptar una invitación a comer; se hinchaba cada vez que se sentaba a nuestra mesa. De los generales conocíamos ya a Quesada y más tarde Cutiño se hizo presentar con Buenabad. De ambos se tomaron películas y en ellas se revelaba claramente que tenían a su anfitrión en un concepto despreciable y que le profesaban sordo antagonismo; también que no los empujaba a cultivarnos otra cosa que las más zafias esperanzas de lucro. Supimos también que Kestner los venía aprovisionando de municiones desde hacía meses y finalmente se obtuvo de este una confesión amplia y detallada. La amable querida de Armenta completó la revelación un poco en los mecanismos de don Antonio, otro poco en pláticas al calor de las copas de champán y blandamente agasajada con algunas áureas peluconas.

Pero repito —continuó Mendieta— que deseo cederle la palabra a Cutiño y todos sus escritos están en casa. Vamos allá y al amor de una buena lumbre proseguiremos.

Salimos del ventorro con la noche ya entrada. Veía yo que Mendieta había abandonado sus hábitos de molicie, pues me dijo:

—Caminaremos ¿verdad?

Entramos al pueblo y después de atravesarlo salimos nuevamente a la frescura de los campos. Marchábamos silenciosos, sin hablarnos, respirando hondamente.

Así llegamos al caserío; la Chacha salió a recibirnos y sin decir una palabra tendió el mantel sobre la mesa.

—A mí dame solo un vaso de leche —dijo Mendieta—. Y ¿usted?

—Seguiré su ejemplo —le dije—.

—Ahora —continuó— permítame ir por mis papeles.

Y volvió con su cartapacio. Revolvió hojas y hojas hasta exclamar:

—¡Aquí está! Va usted a oír cómo dejó consignado Cutiño este episodio; el relato es un poco teatral, pero exacto.

Comenzó así:

XVII
Don Antonio relata

«Necesito, antes que se borren de mi memoria los últimos sucedidos, analizarlos en sus detalles. Quiero establecer ante mí mismo, sin la sombra de una duda, que la sangre derramada no puede caer sobre mi cabeza. ¿Que hubo una docena de vidas segadas? Es cierto; pero ninguno de esos hombres era mi amigo en la sagrada acepción del vocablo; y es más: me temían o me despreciaban. Aceptaron el pan y la sal de mi hospitalidad dispuestos a venderme o a entregarme por poco que eso hubiese representado para ellos algún flaco provecho. Por otra parte, si sus maniobras hubiesen tenido buen éxito habrían muerto cientos, quizás millares de seres humanos y aun suponiendo que hubiesen sustituído a Camargo, no por eso habríamos entrado a la utopía, pues no los guiaba sino la codicia. Finalmente el Presidente ha sido amigo mío, es mi amigo, y al servirle como lo hice solo puse en la balanza del destino su vida contra la de aquellos generalitos desalmados.

»No he hecho, pues, otra cosa, sino seguir mi ruta. Consolidaré mi situación financiera en valores líquidos y en buen oro contante y después podré volar. Actualmente ya no sé a cuánto ascienden mis depósitos en Nueva York, en Londres y en París; todos en áurea pasta, a salvo de inflaciones, de maniobras internacionales, de leyes monetarias. Si llego a quince, a veinte millones de duros, con la situación adquirida y mi conocimiento de los hombres en mi tierra, iniciaré mi carrera política.

»Al principio no concedí importancia a las inquietudes del General Camargo; él mismo parecía disiparlas. ¿Cómo dudar del General Quesada? Quince años de subordinación, de favores recibidos, de ascensos. Y todavía casi unas horas antes de su fin, cuando obraban en nuestras manos todas las pruebas de su felonía, decíale a su protector:

»—Mi General, duerma usted tranquilo. ¿Puede imaginarse a sus hijos haciendo armas contra usted? ¿Podría pensar que uno de ellos lo traicionase? Pues yo soy como su hijo.

»Veíase que Camargo deseaba conocer la verdad; pero sin revelar sus desconfianzas. Si los militares resultaban inocentes, ese sentimiento de duda podía ser un arma en mis manos. Pues Camargo es amigo; pero nunca se entrega por completo.

»Tuve sin embargo que admitir plenamente su deseo preciso de que hiciese una investigación. Me decía, por ejemplo:

»—Desearía saber lo que quieren. Así cortaremos de raíz cualquiera mala inteligencia.

»O también:

»—Ojalá con usted sean más francos; usted tiene don de gentes y quizás se le explayen.

»No me quedaba otro camino sino comenzar.

»Una voz íntima me decía que aquí se jugaba algo distinto a una sencilla situación diplomática, como con Hadley, y por lo mismo evité los métodos demasiado directos. Mi posición hubiera sido por demás embarazosa si todos estos conspiradores se hubiesen acercado a mí con generosos sentimientos de amistad.

»Me gané primeramente a la querida de Julián Armenta. La busqué y ella interpretó mi solicitud en la forma más clara, viniendo a verme sonriente y limpia, ligera de ropa y dispuesta a desnudarse a la menor insinuación. Inicié nuestra plática entregándole un billete de quinientos duros; intenté así hacerle comprender que nuestra entrevista era algo serio, absolutamente business-like; pero ella, ajena a toda sutileza, no podía interpretar mi regalo sino como una proposición que aceptaba contenta. Recibió, pues, mi dádiva como una declaración amorosa, hiriendo de paso mi vanidad masculina y recordándome, por si lo hubiese olvidado, que mi correspondencia sentimental no tiene ya ningún valor si no se escribe en papel de chequera o sobre billetes de banco. Algo obtuve de esta entrevista; principalmente saber que María Rosa mentía y que existían algunas cosas que deseaba ocultar. La llevé al pabellón de los jazmines y allí, después de que se mostró efusiva y amable en consonancia con la magnitud del obsequio, me concedió su cuarto de hora de confidencias.

»No, el General Quesada no los visitaba, ni el General Buenabad. También agregó que Armenta debía ser el Ministro de la Guerra; que Camargo había sido injusto.

»—¿No sabe usted todo lo que hizo por él durante su propaganda? Le entregó más de cien mil duros; además, aplacó el descontento de muchos militares que abiertamente estaban contra esa candidatura.

»—¿Y tú que eres un chorlito, cómo sabes tan interesantes cosas?

»—Julián las cuenta —respondió.

»Y en seguida, como arrepintiéndose:

»—Bueno, me las cuenta a mí y yo a usted porque le tengo confianza. Pero no vaya a traicionarme porque entonces no volveré a verlo.

»Después agregó:

»—Yo creo que el General Camargo debería apoyar a Julián para ser el próximo Presidente.

»Naturalmente, hice una película de María Rosa y pude ver que Buenabad, Quesada y Armenta se reunían. Cenaban amigablemente, atendidos por la muchacha que alegraba el ágape con su frescura, y se quedaban solos en largas sobremesas. Allí aparecía también Armenta advirtiendo:

»—Nadie tiene que saber que Quesada y Buenabad me frecuentan ¿entiendes?

»Las visitas de María Rosa no escasearon, pues mi amistad reforzaba sus entradas en forma muy sustancial. Fueron cinco o seis antes del desenlace. Parecía que la conspiración se llevaba adelante con intensidad creciente; las reuniones eran cada día más numerosas; iban otros generales: Márquez y Santiesteban. También dos o tres coroneles y comenzaban a unirse algunos civiles conectados con la política.

»La policía estuvo a punto de echar a perder mi labor, pues comenzó a vigilar con torpeza y a despertar desconfianzas. Lo supe por María Rosa, aunque ella no se daba cuenta de que algo se urdía en su casa contra el Gobierno. Esa interferencia era peligrosa para mi buen éxito y vime obligado a telefonear al presidente.

»—Mi general —le dije— haga uso de su teléfono privado para hacerle una súplica. ¿Puedo hablar sin temor a indiscreciones?

»—Puede usted hacerlo —me contestó—. Le suplico sea breve y no mencione nombres inútilmente.

»—Está bien, General. La policía ha comenzado a vigilar a nuestros hombres; tenga la bondad de ordenar suspender esa vigilancia cuanto antes, pues nos perjudica.

»—¿Bajo su responsabilidad? —me replicó.

»—Naturalmente.

»—Así se hará y deme pronto noticias; estoy muy interesado.

»La intervención policíaca cesó, renació la confianza y las juntas continuaron ya sin ningún freno. Yo había conocido a Quesada jugando póquer con el presidente y lo invité a almorzar. Esta invitación tuvo su pequeña repercusión en el nido de conspiradores; se habló de ella y de la conveniencia de aceptarla o no.

»—Es un viejo zorro —comentaba Armenta—. Vaya usted, pero obre y hable con cautela. Por lo demás, si lográsemos traerlo, su concurso sería valiosísimo.

»Todo esto lo supe por María Rosa; en los films y a través de su fácil indiscreción.

»Así llegó Quesada ante mí. Naturalmente fui hermético con él; no deseaba sus confidencias, no quería nada que me atase las manos. Quería saber solo lo que de mí pensaba; de mi casa, de mi posible amistad. Afortunadamente ninguno de sus pensamientos me ligó a él ni con la sombra de un escrúpulo. Estoy ya hecho a esas películas llenas de malas pasiones, así pues nada fue una sorpresa. Resulté para él un viejo imbécil, enriquecido por el favor incomprensible de Camargo, a quien se imaginaba interesado conmigo en negocios enormes; Quesada buscada mi dinero, pero habría deseado suprimirme y así en una película aparecíamos el presidente y otros, entre ellos yo, amontonados en un calabozo.

»Yo le hablaba bien del gobierno, de su supremo mandatario, del Ministro de la Guerra y logré provocar muchas reacciones mentales sumamente instructivas. Se trataba de comenzar una sublevación en varias partes del país y entonces, por primera vez, supe, aunque vagamente, que Kestner los surtía de armamento.

»Esto fue el resultado de dos entrevistas con este generalito inepto. Era necesario obtener más detalles y acercarse a Buenabad; para ello tuve que organizar una cena en grande, con el Ministro de la Guerra y algunos otros militares. Alegraron el convite algunas de nuestras amigas. Antes de ir a la mesa, Buenabad y yo nos quedamos solos. Era un hombre que representaba su papel de soldado como un actor el de protagonista. Sus bigotillos arriscados, sus labios sensuales e insultantes, sus pobladas cejas, su uniforme intachable en todos sus detalles le restaban espontaneidad a los soles bordados en oro que denotaban su generalato. Hablamos largamente, mientras él me veía barriéndome con su mirada protectora. Me insinuaba que cuando llegase a una situación de poder, su confianza me valdría mayores ventajas y más jugosas prebendas que las que nunca soñé obtener de Camargo. Procuré halagarlo y le hablé de su carrera.

»—Mi General, ¿por qué no toma usted a su cargo la Academia Militar? —le dije—. Los muchachos que quieren ser soldados necesitan un ejemplo como el suyo; el de un hombre que fue un intuitivo cuando estalló la revolución; pero que más tarde profundizó en los libros la ciencia de la guerra. Mi General, usted debiera ser la enseña de una nueva generación.

»—No tengo tiempo —me respondió—. Efectivamente estudio más de lo que las gentes se imaginan y procuro llevar la dura vida del soldado. Tengo treinta y ocho años; pero hago lo que cualquier mozalbete de veinte; me levanto a las cinco, monto a caballo, tiro sable y lo mismo me bebo una docena de botellas que permanezco abstemio durante meses.

»De esa guisa siguió haciendo su panegírico y demostrándome, a las claras, que tenía de sí mismo una altísima opinión. Dejélo hablar, fingiendo embobarme con su charla, hasta que juzgué llegado el momento de herir sus fibras sensibles.

»—La amistad que cultivo con el señor Presidente —le dije— me autoriza a criticarlo. Nunca podré explicarme por qué no lo ha colocado, mi General, en una posición de alta responsabilidad. Siempre he pensado que usted sería un magnífico Jefe Supremo de Estado Mayor y también —¿por qué no decirlo?— un gran Ministro de la Guerra.

»Me miró entonces con marcada complacencia y me replicó:

»—El Presidente es mi jefe; es decir, el Presidente es el Jefe del ejército y cuando es uno soldado se vive sobre ese y otros principios que es preciso respetar. Por lo tanto al conservarme en la oscuridad, ejerce un derecho indiscutible; tal vez no me conoce, tal vez cree conocerme demasiado. Por lo demás, señor Cutiño, aún no soy viejo; aún no alcanzo la cúspide de la vida pública, y apegándome al estricto cumplimiento del deber tengo derecho a esperar.

»Hasta aquí nuestra charla, cuyo resultado fue sorprendente. Sus frases rimbombantes de militar esclavo de la disciplina y el honor, corrían parejas con pensamientos en los cuales se revelaban los principales detalles de un complot. Mientras me protestaba campanudamente su respeto por las instituciones de la República, su mente repasaba las minucias del plan: se haría el levantamiento un sábado en la noche; un grupo de hombres decididos se dirigiría al palacete oficial donde vivía Camargo, para aprehenderlo y terminar de una buena vez con él. Se haría una ofensiva sobre los cuarteles donde había gentes fieles, y mientras tanto maniobras semejantes se ejecutarían en otros lugares. Algo muy importante supe también; en la casa de Armenta se había firmado un documento por todos los conspiradores; pero la película no podía mostrarme el lugar en donde estaba oculto. Parecía a veces que en un secreter. A veces en un librero; en ocasiones se veía a Armenta sacándolo de un gran portafolio. El dato, como se comprende, era de gran importancia.

»Los films me mostraron también con mayor precisión que los de Quesada la intervención de un cómplice del cual esperé obtener, desde luego, datos muy valiosos y directos: el alemán Federico Kestner.

»¿Qué es lo que este no será capaz de hacer por afán de de notoriedad, por obtener el favor de los influyentes, por ganar unos miles de duros? Además, es cobarde, teme perder su capital y la más ligera amenaza de un daño físico lo llena de pavor. Comprendí que, por lo tanto; sería para mí una presa fácil.

»Lo llevé a mi casa una noche a fumar unos buenos habanos, menos buenos, sin embargo, que los cigarros de mi tierra y a beber cerveza alemana, de esa que lo hace a uno añorar la Alemania de Goethe y deplorar que allí vean la luz tipos como Kestner. Hablamos de negocios y yo le dije:

»—Oigame, don Federico; no pierda usted su tiempo, déjese de vender pildorillas de azúcar a las farmacias y póngase a traficar con las otras, las que realmente dejan utilidad sabrosa.

»—No le comprendo —me dijo con fingida sorpresa.

»—Por supuesto que sí me comprende usted; es muy claro que me refiero a las píldoras que por millares de millones fabrica su paisano Krupp. Usted conoce mis influencias y en cuanto a mis recursos solo sé decirle que se consideraría feliz si acabase su vida con la décima parte de lo que yo poseo. Este negocio de armas es una mina; pero alguien necesita manejarlo desde afuera, con los fabricantes americanos y alemanes. Le garantizo que el General Camargo nos comprará cualquier cantidad de armamento que yo le proponga y que esté dentro de sus previsiones presupuestales.

»En el rostro de Kestner ardía la codicia; sus ojillos azules, hundidos en la masa de carne rosada, saltaban de alegría, de fiebre, de vanidad y de esperanza. Continué antes de que él se repusiese y hablase:

»—Este negocio, don Federico, es preciso hacerlo en grande, con hombres que tengan visión de los negocios. Solo el Gobierno puede ser cliente digno de la firma Cutiño y Kestner.

»Quise llegar a un terreno más resbaladizo; pero en el cual esperaba obtener imágenes interesantes. Jugué mi carta y terminé así:

»—Claro que a las pequeñas partidas de alzados o a los conspiradores se les puede vender armas con la utilidad que se quiera: cuatro o quinientos por ciento; pero este es un tráfico tan precario que no satisface mis ansias. En cambio el Gobierno puede comprarnos, al año, por veinte o veinticinco millones de duros. La utilidad que esto nos pueda dejar, usted la sabe mejor que yo.

»El teutón Kestner quedóse atónito y sin habla por algunos momentos. Su fiebre de dinero lo cegó y le impidió ver el anzuelo que tan ostensiblemente se exhibía dentro de aquel cebo. Al fin acertó a decirme:

»—¿Habla usted en serio, realmente en serio, señor Cutiño? —Nunca he hablado más seriamente en mi vida; por lo tanto dígame con franqueza lo que piensa.

»Comenzó entonces por adularme:

»—Don Antonio, ahora comprendo por qué es usted considerado uno de los hombres más notables de este país; ahora comprendo la estima en que lo tiene el señor Presidente. Lo que usted propone debemos ponerlo en práctica sobre la marcha. Haremos una sociedad y comenzaremos a operar inmediatamente; nos es menester una lista de lo que puede necesitarse para cablegrafiar mañana mismo y tener precios. Estoy a sus órdenes y solo deseo conservar su amistad intacta; así pues, dígame lo que debo hacer. Todos mis elementos de trabajo están a su disposición…

»Interrumpí esa garrulería semimercantil y semirufianesca que no me interesaba y le dije:

»—Bueno, don Federico. Me alegra que usted acepte y antes de una semana tendrá todos los datos. Por ahora dejemos los negocios y trabemos relaciones con nuestra última botella de cerveza.

»Prácticamente así terminó nuestra charla.

»La película que obtuve fue por demás interesante y coronó soberbiamente mi investigación. Claro que en ella se perfilaban los negocios enormes que Kestner soñó despierto, ante mi vista; pero sin lugar a duda estaban también allí consignados sus actuales compromisos con Armenta y socios.

»Al día siguiente el teléfono llamó dos o tres veces de parte de Kestner. Tenía ansia por saber si la noche anterior había soñado o si mi charla podía convertirse en realidad. Para entonces conocía yo todo lo que me interesaba saber: la forma como las armas se hacían entrar al país, su procedencia yanqui; el nombre de los cómplices y muchos detalles de sus transacciones. No tenía por qué usar de más miramientos y tomé el audífono diciéndole:

»—Oigame bien, don Federico, antes de formalizar estas cosas desearía conversar nuevamente con usted y si es posible esta noche. Lo invito a repetir nuestra agradable velada con la misma cerveza y los mismos tabacos.

»Mi hombre se presentó radiante. Acababa de llegar cuando alguien le llamó por teléfono: era indudable que se hacía propaganda a través de mi amistad. Le oí responder:

»—Sí, estoy en la casa de don Antonio Cutiño; me convidó a beber y a fumar.

»Oí también que decía:

»—Bueno, mitad de negocios, mitad amistosa.

»Se refería sin duda a nuestra entrevista. Yo reía interiormente.

»Abordé el problema sin vacilaciones, con la primera botella de cerveza:

»—Don Federico, cuando uno escoge un socio para asuntos importantes, tiene uno derecho a conocer algunas de sus intimidades. Quiero, por lo mismo, saber si me permite inmiscuirme en ellas y hacerle algunas preguntas indiscretas.

»Me miró sorprendido. Creía, como pude comprobarlo más tarde, que lo iba yo a interpelar acerca de las reyertas con su mujer, en las cuales, cuando se llegaba a las vías de hecho, no siempre era él quien salía mejor librado. Me contestó después de alguna reflexión:

»—Puede usted interrogarme, aunque espero que mis pequeñas dificultades domésticas no las tome excesivamente en serio.

»—No me interesan en lo más mínimo. Voy a preguntarle algo más grave y le pido, por su bien, que sea usted absolutamente sincero. ¿Conoce usted al General Armenta?

»El proyectil dio en el blanco; Kestner se puso rojo primero, después intensamente pálido. Sus manos rechonchas se crisparon sobre los brazos del sillón donde estaba sentado; sus ojillos vieron sucesivamente el suelo, a mí furtivamente y el vacío al final. Yo esperaba en silencio su respuesta, con la severidad de un juez. Al fin me contestó:

»—Don Antonio, no sé a qué viene su pregunta; le contestaré, sin embargo, que conozco a Armenta superficialmente. ¿Está usted satisfecho?

»—No lo estoy, señor Kestner y le diré por qué. La clase de negocios que yo he pretendido iniciar requiere que esté yo absolutamente seguro de su conducta en materia política. Mi interrogatorio es, pues, procedente. Pero si va usted a mentirme prefiero interrumpirlo y atenerme a mis datos privados. Sé que tiene usted cierta clase de ligas con el General Armenta y también con los generales Quesada y Buenabad. Opte por ser verídico o dejaremos a un lado esta plática para ocuparnos de cosas menos trascendentales.

»El alemán perdía visiblemente los estribos:

»—Bueno, no todo lo que sé puedo decirlo; no estoy autorizado. Yo, naturalmente, como extranjero, no me inmiscuyo en política; mi posición me lo veda. Procuraré decirle a usted lo que…

»—No perdamos tiempo —le interrumpí—. Es usted extranjero, pero eso no le ha impedido vender fusiles a Armenta y a sus cómplices. Ha pensado en estos negocios antes que yo; pero no me gustan sus clientes. Tengo algunos datos que durante el día de hoy han llegado a mi poder y sus responsabilidades son muy graves. Ahora voy a decirle algo por última vez: o me habla usted claro o en este mismo momento le telefoneo al General Camargo para que se investigue la verdad con otros procedimientos. El sabrá cómo obrar.

»El rostro de mi interlocutor había perdido todo su aplomo prusiano; se inclinaba hacia mí, presa de angustia y parecíame que de un momento a otro iba a incorporarse, levantando los brazos y diciéndome: ¡Kamerad!

»Hablóme acongojado:

»—Don Antonio, no me pierda usted. Le diría algunas cosas que he sabido sin querer; mas ellas mismas me condenarían. Pero no hable usted de esto con el señor Presidente.

»—Mire usted, señor Kestner, veo que comenzamos a entendernos. Sé muchas cosas; una sola de ellas podría llevarlo a usted al paredón o al destierro. Sé que ha proporcionado armas a militares que conspiran contra el Gobierno y sé mucho más de lo que usted se imagina. Usted es un hombre comprensivo y por lo tanto le planteo así la situación: si calla o me engaña, lo cual estoy en aptitud de saber, me veré obligado a delatarlo, pues ninguna promesa ni escrúpulo me liga a usted y en cambio sería yo un felón si mi silencio pusiera en peligro la vida de amigos míos, como el General Camargo. Pero óigame Kestner, si me habla con franqueza, todo quedará entre nosotros y solo usaré sus informes para hacer fracasar maniobras criminales. Ahora a usted le toca elegir.

»El hombre me miró desde el fondo de su vileza y anonadamiento y al fin me dijo:

—¿De modo que cuento con su palabra?

»Le contesté con aspereza:

»—Se la he dado y no acostumbro hacer ofrecimientos que no cumplo.

»—Está bien —me dijo— interrógueme.

»—Más bien reláteme todo lo que sepa. Ahora que estamos en un buen terreno abriremos otras botellas y vamos a charlar con calma. Soy todo oídos y recuerde únicamente que quiero la verdad y solo la verdad; si incurre usted en una sola inexactitud —no deseo usar la desagradable palabra embuste— (recalqué), daré nuestra entrevista por concluída.

»Levantéme entonces de mi asiento y abrí obsequiosamente un par de botellas. Serví a Kestner y regresé a mi sillón. Me arrellané con deliberada lentitud y envolvíme en una nube de humo, cerrando casi los ojos. A los pocos instantes, el alemán comenzó a hablar:

»—Hace tiempo hago algunas operaciones con la Secretaría de la Guerra. En una de las oficinas donde debo tramitar mis documentos conocí al Coronel Arruti. Hace ya dos o tres meses que me preguntó si mis relaciones comerciales me permitirían conseguir armas, pues el Gobierno de la República las necesitaba con urgencia. Viendo un buen negocio en lontananza cablegrafié a Estados Unidos y pude localizar algunas partidas de desechos de la gran guerra. Desechos, naturalmente, para aquel país; pero en perfecto estado y de primerísima calidad. Estuve en contacto con Arruti y él me advirtió:

»—Este asunto no vaya usted a tratarlo con nadie, pues podría fracasar. Cuando sea oportuno le indicaré a quien hay que ver.

Había que ver al General Quesada, con quien fui presentado y él a su vez me condujo con el General Armenta. Hasta este momento yo creía que se trataba de una venta al Gobierno y que se pedía mi discreción para arreglar sin estorbos los asuntos de comisiones. Pero al cerrar trato por una primera remesa de cincuenta mil duros, pude convencerme de que había de por medio un complot.»

Aquí Mendieta se detuvo:

—La verdad es que prefiero resumirle las páginas que siguen. Kestner hizo a Cutiño una denuncia circunstanciada y precisa de cuanto sabía. Indicó dónde entregaba las armas en Galveston y la matrícula del pequeño barco contrabandista que estaba dedicado a este tráfico. Dio los nombres de todos los que se reunían en la casa de Armenta y hasta la fecha ya fijada para dar el golpe. ¿Para qué repetirle, entonces, la detallada confesión de este aventurero? Pero sí quiero continuar con todo lo que escribió en seguida:

«Mi reo —pues así podría llamarlo— terminó su relación con voz temblona y alterada. Al terminar me dijo:

»—Quiero nuevamente la seguridad de que cuento con su palabra.

»Yo no me tomé el trabajo de contestar y solo repliqué:

»—Usted es quien debe tener quieta la lengua, estimado don Federico. Si algo se trasluce y, por ejemplo, las juntas se interrumpen, o se adelantan las fechas, o si usted detiene sus envíos de armamentos… en fin, cualquier maniobra de esta índole tendré que interpretarla como una indiscreción suya, y en ese caso no respondo por su vida. Tenga usted esto muy en cuenta.

»Quizás extremé la entonación severa, pues el gran corpachón de carne sanguínea fue presa de un tremendo temblor nervioso; su rostro se tornó purpúreo y temí que sufriera un ataque apoplético. Mientras tanto balbuceaba tartamudeando:

»—Estoy perdido, perdido; he sido franco; pero veo bien que usted va a arruinarme. No haga una infamia conmigo, don Antonio; tengo mujer, tengo familia; mi capital ha sido amasado con mi trabajo asiduo…

»—Mire, Kestner —repliqué— no me haga perder la paciencia y afronte la situación como un hombre. La infamia es de usted quien acaba de cometerla delatando a todos los complicados; y solo con la presión de mis amenazas. Créame que, hasta cierto punto, deploro que no corra usted la suerte que espera a Armenta y con esto le hago comprender claramente que cumpliré mi ofrecimiento y que no pronunciaré su nombre. Ahora hemos terminado, ya es tarde y deseo irme a dormir.

»El alemán se incorporó pesadamente; con la mirada perdida buscaba su sombrero. Apresuréme a dárselo y él se dirigió a la puerta, como un sonámbulo. Al abrirla y empujarlo suavemente hacia el portal le advertí de nuevo:

»—Don Federico, cuidado con una indiscreción.

»Me quedé solo y me encerré en la biblioteca. Quería y necesitaba imperiosamente olvidar a Kestner. Pospuse, para la mañana siguiente, el revelado de la película que se acababa de impresionar y me puse a leer a Kipling:

»The Song of MowgliI, Mowgli, am singing, Let the Jungle listen to the things I have done.

-―-―-―-―-―-―-―-―-―-―-―-―-―—

»Ahae! My heart is heavy with the things that I do not understand.

»Cuando acabé mi lectura me sentí como el que ha tomado un baño de agua lustral.

»Aquí terminó mi pesquisa. Pesé las consecuencias de mi revelación; pero comprendí también que mi silencio sería un crimen: asonada, muertes, trastornos graves y un nuevo grupo de generales famélicos detentando el poder y entrando a saco en el tesoro público. Además la abyecta confesión de Kestner habíame llevado demasiado lejos; era preciso obrar.

»Completé mi documentación con la última película del prusiano; poco nuevo había en ella, pues mostraba únicamente imágenes de miedo: miedo a morir, a perder su fortuna, al exilio. Había que hacer una síntesis y coordinar todos los informes que obraban en mi poder: los de los generales, de María Rosa, de Kestner y confié esta labor al talento metódico y disciplinado de mi secretario Mendieta. El me formuló una complicada tabla a columnas, con los hechos más salientes y comparando con claridad los datos importantes. La estudié bien, como si, reviviendo mis lejanos años de escuela, estuviese preparando mi comparecencia ante los temibles sinodales; y entonces me decidí a abordar a Camargo.

»La entrevista fue en mi casa, a donde él acudió solícito. No me era preciso exagerar su teatralidad; el caso predecía la tragedia y estaba lejos de la inocente intriga de Hadley. Comprendí que el Presidente reaccionaría en forma rápida y terrible y por primera vez tuve el temor cierto de pisar un terreno resbaladizo. ¿Qué iba a pensar de mi omnisciencia? Pero nada de esto podía evitarse y solo me quedaba revelar la verdad, toda la verdad. Vi llegar con temor el momento de nuestra plática.

»Los preliminares fueron, como siempre, los mismos; Camargo me miraba severamente. Se le veía sombrío. Tomamos el café y él interrumpió el silencio:

»—Don Antonio, lo escucho.

»Creí que iba a ser presa de un ataque de amnesia de los oradores. No encontraba mis palabras; no sabía qué pensar. Al fin pude reponerme y comencé.

»—Señor General, lo que voy a decirle lo tengo de confesiones fidedignas. Deseo aclararle que no he hecho el papel de espía y también que no estoy complicado —ni siquiera simuladamente en esta trama. La situación puede compendiarse así: los Generales Armenta, Buenabad y Quesada son las cabezas de una conspiración; preparan un golpe de mano para el sábado 12 del mes entrante, siendo su primer objetivo apoderarse de usted y matarlo.

»En seguida relaté los detalles: maquinaciones, fechas, planes, instrucciones. Di cuenta de las juntas, de lo que allí se hablaba; los nombres de todos los que asistían, aunque desgraciadamente, vime obligado a callar el de Federico Kestner. No solo eso, sino que tuve que añadir:

»—General, en el curso de mis averiguaciones me he visto obligado a contraer un compromiso en el cual mi palabra de honor está empeñada. Se relaciona con un civil de quien he obtenido una rotunda y completa confirmación de muchos datos a cambio de su absoluta impunidad; quiero que, si llega el caso, me ayude usted a cumplir esta promesa.

»Camargo me replicó al punto:

»—Deme su nombre para que dé instrucciones y no se le moleste.

»Aunque un poco desconcertado, tuve que contestar:

»—Señor Presidente, desearía proceder en otra forma: si en el curso de los acontecimientos que se desarrollan veo que la vida o la fortuna de este hombre están amenazadas de algún modo, quiero su expresa autorización para intervenir. Mientras tanto juzgo que estoy obligado a guardar silencio.

»Camargo me vio con una mirada profunda que yo no podía discernir si era de respeto o de amenaza o de ira reprimida y me dijo al fin:

»—Que sea como usted lo pide, amigo don Antonio.

»Cuando hube terminado callé. El Presidente me había escuchado con atención sostenida, pues era un oyente incansable, si así le convenía. Nos quedamos en silencio por momentos que me parecieron años y al fin me dijo:

»—¿Eso es todo?

»—Sí, señor Presidente.

»—Está bien. Tengo la certeza de que lo que usted me dice es exacto y voy a obrar en consonancia y con energía, pues está de por medio la paz del país, que debo conservar. Sin embargo, voy a hacer un esfuerzo por encontrar ese compromiso escrito de que usted me habla; eso aliviará nuestras conciencias. Cutiño, por segunda vez está usted salvando el decoro de mi gobierno y eso me obliga de manera muy precisa. Cuando hayamos terminado este asunto hablaremos largamente.

»Después su rostro adquirió de pronto su aspecto jovial y afable. Charlamos un rato, bromeó conmigo, y finalmente me dijo:

»—¿Que opinaría de una mesita de póquer? Podemos llamar a dos o tres de nuestros amigos.

Así se hizo y jugamos hasta la madrugada siguiente. Camargo, ante la sorpresa de todos, jugó mal. Yo me levanté con cerca de cincuenta mil duros.»

XVIII
El zarpazo

Mendieta se detuvo.

—Creo que el desenlace, aunque usted ya lo conoce, se lo voy a relatar yo.

—Será mejor —le contesté.

—Pues bien, una semana después de los acontecimientos que don Antonio refiere, todos los conspiradores fueron aprehendidos en una pequeña finca que Quesada tenía cerca de la ciudad. Los tres generalitos cabecillas estaban tranquilos y confiados: los tres habían hablado con Camargo, quien según ellos no tenía la sospecha más ligera de lo que se tramaba. Un piquete de cincuenta soldados rodeó la casa y entró inopinadamente al comedor cuando se iban a servir los postres. Ninguno tuvo tiempo de sacar un arma. Quesada habló en nombre de todos:

—Coronel —dijo dirigiéndose al militar que efectuaba la aprehensión— ¿puedo saber qué significa esto? Estoy en mi casa con varios amigos y se me molesta injustificadamente.

El Coronel contestó:

—Tengo órdenes del señor Ministro de la Guerra y me limito a obedecer.

Quesada continuó:

—El señor Presidente, con quien acabo de estar hace dos días y quien me reiteró su amistad, ignora sin duda este atropello. Deseo me permita hablar con él por teléfono.

—No puedo hacerlo, mi General. Lo siento, pero esas son mis órdenes. Además, también por mandato superior, he destruído un tramo largo de los alambres telefónicos antes de entrar aquí.

A todos los concurrentes a la comida se les desarmó. Quesada insistía en hablar con Camargo, en tanto que el jefe de la tropa hacía silenciosamente sus preparativos para sacar a los prisioneros. Eran diecisiete y fue necesario arreglar dos camionetas militares.

Quesada clamaba:

—Coronel, soy su superior e insisto en que se me permita comunicarme con el señor Presidente; él ignora estas cosas.

El Coronel seguía inmutable y se escudaba tras las instrucciones recibidas.

Armenta y Buenabad hacían comentarios. Buenabad decía:

—No nos escapamos de un Consejo de Guerra, pero nada podrán probarnos. Hay que pasar la voz de que debemos negar siempre. No creo que hayamos sido vencidos; lo que pasa es que Camargo es un viejo astuto y se nos adelantó.

Armenta replicaba:

—Este golpe no es de Camargo; viene de la Secretaría de la Guerra. Camargo me recibió en su misma casa no hace ni tres noches y estuvo charlando conmigo como siempre; pero no lograremos nada sino hasta llegar a La Paz. Allí, si nos permiten verlo, creo que podremos arreglarlo todo.

El grupo entero se volvía murmullos, cuchicheos, conversaciones en secreto. Por fin el Coronel dijo en voz alta:

—Señores, tengo allí dos vehículos para transportarlos. Les ruego se dividan en dos grupos y se acomoden. Todos salieron silenciosamente de la casa y en el jardín, donde las dos camionetas aguardaban, los prisioneros fueron montando. Hubo que traer una silla para que subieran el licenciado Amor y el señor Gurrola, este último amigo personal de Buenabad. Ambos pasaban de los cien kilos y apenas podían con el peso de sus vientres enormes.

Cuando partieron eran las cinco de una tarde gloriosa, llena de sol. Tomaron el camino de La Paz y fueron serpenteando las sierras fértiles que suben a la meseta. Se comenzó a fumar y a charlar; se hablaba de la próxima vida en la prisión inminente; de las comidas que vendrían de las casas, de los libros policíacos que habrían de leer, durante los ocios interminables.

De pronto los vehículos dejaron la ruta asfaltada para entrar en un camino estrecho y polvoso. Quesada fue el primero en preguntar:

—¿Qué, no vamos a La Paz?

Repitió su pregunta dos o tres veces hasta que, al fin, el Coronel contestó:

—Mi General, no puedo darle ningunos informes; obedezco los mandatos que recibí.

Caminaron así como veinte minutos; unos diez kilómetros. La comitiva se detuvo; los soldados bajaron de las camionetas y el Coronel se hizo oír:

—Señores, deben ustedes descender.

Hubo un momento de estupor; pero al fin, uno por uno, fueron saltando a tierra.

Entonces tomó la palabra alguno de los otros complotistas; creo que fue Santiesteban y dijo:

—Coronel, somos hombres y estamos entre hombres. Su modo de conducirse con nosotros es por demás extraño; por lo tanto, como hombre y como compañero le pedimos nos diga qué se quiere de nosotros y qué suerte nos espera.

El interpelado respondió entonces bajando la vista, como si él fuese el acusado ante sus jueces:

—Señores, tengo órdenes precisas de ejecutarlos en este lugar.

—Pero no será a todos —replicó Santiesteban.

—Sí, a todos —fue su respuesta.

El paisaje claro de la montaña se impregnó repentinamente de tragedia. Alguno cayó de rodillas y se puso a orar abrazado al tronco de un árbol. Fue Quesada el primero que rompió el silencio con gritos estentóreos:

—¡Quiero hablar con el General Camargo! Coronel, esto es una infamia; si hoy me mata usted a mí, lo fusilan mañana. El General Camargo me quiere como si fuese mi padre; si me asesinan pagarán en la misma moneda.

Después cambió el tono:

—Coronel, tenga compasión de mí; piense en sus hijos, si los tiene. Yo los tengo y me necesitan. Óiganos Coronel; simule las ejecuciones y entre todos nosotros lo haremos rico y haremos ricos a sus muchachos. Hábleles, convénzalos.

Después —prosiguió Mendieta— vino algo horrible: Quesada se echó a los pies del Coronel (he olvidado totalmente su nombre) y se abrazó a sus rodillas como una mujer histérica, gritando y sollozando.

Armenta le decía:

—General, guarde compostura; no nos avergüence usted.

Pero Quesada seguía implorando. Gurrola cayó desvanecido, en tanto que el Coronel se mesaba el cabello y clamaba:

—Déjeme usted, general, que me hace perder la cabeza.

Pero Quesada continuaba a sus pies, sacudiéndole las piernas con desesperación.

De pronto y antes de que nadie se diera cuenta de ello, el Coronel sacó su revólver y casi cerrando los ojos lo disparó sobre el cráneo de Quesada, que seguía de rodillas. Este abrió los brazos y se fue de bruces, sobre su matador, salpicándole el uniforme de sesos y sangre.

Este desgraciado Coronel pasóse entonces las manos por los ojos, restregándoselos con el dorso de aquella con la cual empuñaba la pistola aún caliente y dijo:

—Señores, es preciso acabar.

Entonces formó un pelotón de veinte soldados y, en dos grupos de ocho prisioneros consumó las ejecuciones.

A Gurrola tuvieron que fusilarlo sentado, improvisándole un respaldo de ramas, pues estaba casi inconsciente.

Así abortó —concluyó Mendieta— el complot mejor urdido y más ramificado para derrocar a Camargo. Todo el país se conmovió con la tragedia y hubo dos o tres pequeños brotes de rebelión, que el gobierno reprimió.

Mendieta se detuvo, envuelto por las sombras de aquella gran estancia que comenzaba a serme familiar.

No me atrevía a interrumpir un silencio que apenas alteraba el chisporrotear de los leños en el ancho hogar. Deben haber pasado largos minutos antes de oír nuevamente la voz pastosa y cálida que me interrogaba desde la sombra:

—Y ahora, ¿nada tiene usted qué decir?

—Nada —contesté—. Me tiene usted conturbado; diríase que fue usted testigo de este drama pavoroso.

—No, no estuve presente; he reconstituido el sucedido horrible y a fuerza de meditar y pensar lo imagino todo con macabra exactitud. Recuerde usted que teníamos nuestros films y pudimos interrogar a un chofer y a un sargento, testigos de las ejecuciones. Nada habría que agregar si no fuese porque deseo leerle las últimas líneas que sobre esto salieron de la pluma de Cutiño. Helas aquí:

«Así terminó el complot de Armenta: con un saldo sangriento: Armenta, Quesada, Santiesteban y qué se yo cuántos más. Hasta pobres diablos como Palomo y Moreno.

»Me quedó de esta aventura un sabor tan amargo que me encerré en mi casa, me fingí enfermo y tuve una semana de aguda misantropía. Camargo me llamó por teléfono; deseaba verme y como se le mandara decir que estaba en cama, extremó sus atenciones preguntando por mí mañana y tarde. Por fin tomé el aparato y él habló personalmente diciéndome:

»—Amigo don Antonio, ¿cuándo almuerza conmigo?

»Tuve que contestar:

»—Cuando guste, señor Presidente.

»—Véngase a mi casa mañana —replicó—. Lo espero a las dos; estaremos solos.

»Comimos en confianza y después de los postres nos hundimos en dos sillones enormes. Yo estaba cohibido y callaba. El fue quien rompió el silencio:

»—Ha concluído esta farsa y ya usted se habrá enterado de las medidas que me vi precisado a tomar. No considere usted que fueron excesivamente severas; se encontró la pieza de convicción más irrecusable: el documento firmado por los conspiradores. Como usted mismo me lo dijo se pretendía asesinarme desde luego. ¿Qué otra cosa podía yo hacer? El complot era como un reguero de pólvora; habría abrasado en llamas e inundado de sangre el país. Además, don Antonio, quiero hacerle una pregunta: ¿Juzga usted que cuatro días antes de las aprehensiones la resolución de levantarse y matarme era algo ya definido para Armenta, Buenabad y Quesada?

»—Señor Presidente —le contesté— me sorprende su interpelación. Hacía semanas que todo estaba resuelto y hasta diría que si se apresuran un poco no nos habrían dado tiempo para nada. Con mayor razón cuatro días antes.

»—Pues bien, expresamente deseo que sepa que durante esos últimos cuatro días, los tres generales estuvieron a verme. Los tres en diferente forma me protestaron amistad inquebrantable: para uno era yo un padre, para otro el mejor amigo de su vida, para el tercero un protector. Los tres condenaron la traición y a los traidores; los tres estrecharon largamente mi mano y me sonrieron viéndome a los ojos; los tres me alabaron como el mejor Presidente de mi país. Me adularon, me incensaron y dieron muestras de una subordinación servil. ¿Qué otra salida me dejaban? Ellos solos dictaron su sentencia. Tuve que obrar como lo haría con tres perros a quienes creí fieles y que un día me gruñen, posesos de rabia. Había que acabar con ellos antes que se me echaran encima.

»Así terminó sus explicaciones el General Camargo. Yo las recibí con alivio. Sin embargo pasó más de un mes antes de que pudiera recobrarme y sentirme yo mismo».

Mendieta cerró la lectura y me dijo:

—Solo tengo una cosa que agregar. El Presidente mentía al decirle a Cutiño que el documento había sido encontrado. La verdad es que nunca supe a ciencia cierta si existió efectivamente.

—¿Y qué pasó con Kestner? —pregunté a Mendieta.

—Tuvo la suerte de los pícaros. Supongo que continúa en La Paz dedicado a la ratería y al cohecho.

XIX
Inquietudes

Yo había escuchado con profunda atención y por fantástico que pareciese el relato de Mendieta, nada me sorprendía ya.

—Me tiene usted absorto —le dije— y ahora más que nunca le suplico llegue hasta el fin.

—Pierda cuidado —contestó—, así lo haré.

Y prosiguió:

Ya se habrá dado cuenta de la situación que guardaban el General Camargo y Antonio Cutiño uno frente a otro. Este, en el fondo, no era sino un rapaz de alma cándida que jugaba a la piratería en una nueva isla del tesoro. A veces lo he juzgado quizás con excesiva severidad, aunque el afecto que le profesé planea sobre todos mis recuerdos y serena mis críticas. Cuando «epataba» a Camargo con algún nuevo descubrimiento o una revelación sensacional, quedábase después sumido en una muda ensoñación, satisfecho de haber demostrado su superioridad a un espíritu de temple tan extraordinario. Pero en Camargo el proceso mental era distinto; hombre perspicaz y naturalmente desconfiado, en lugar de entregarse a sentimientos de gratitud para el hombre que le servía con lealtad y en forma tan maravillosa, dio cabida a los recelos y a la suspicacia. ¿De qué medios se valía en sus investigaciones? ¿Se trataba realmente de fenómenos psicológicos inexplicables? ¿Era que penetraba a las conciencias y a los propósitos de sus interlocutores? ¿Poseía, acaso, el secreto de alguna droga desconocida?

Mi amigo Cutiño tuvo un destello de la situación en la cual lentamente se iba colocando y recuerde usted una frase de las memorias que acabo de leerle. Vale la pena citarla.

Mendieta repasó las páginas y me dijo:

—Aquí está: «por primera vez tuve el temor cierto de pisar un terreno resbaladizo. ¿Qué iba a pensar de mi omnisciencia?»

Después de la aventura del complot, Camargo llegó una noche de visita. Yo no estaba en la casa; pero parece ser que hablóse únicamente de cosas banales. Cuando llegué a cenar, don Antonio me dijo, sin la sombra de una preocupación en su voz:

—El General Camargo estuvo conmigo.

—¿Otra conspiración? —le pregunté.

—Hombre, no me prediga cosas desagradables. Afortunadamente vino solo a tomar café y nuestra conversación no tuvo importancia; estuvo excepcionalmente afectuoso.

Cutiño pareció entonces pensar en otra cosa, pero después, como incidentalmente, me dijo:

—Se me ocurrió sacarle una película.

—Pues ahora sí va usted a perder su tiempo —repliqué—. Nada hay grave y vamos a volver a las imágenes borrosas de otras veces.

—Es casi seguro y creo que tiene usted razón. En fin, cuando haya un poco de tiempo la revelaremos.

Pasaron varios días y había olvidado por completo esta charla, cuando una mañana, como a las siete, don Antonio entró inopinadamente en mi cuarto. Yo estaba dormido y tardé unos minutos en desperezarme. Salté de la cama comprendiendo que algo muy serio lo obligaba a madrugar y, para disipar los restos de mi pesado sueño me fui a la ducha diciéndole:

—Permítame un instante.

Volví a mi cuarto, con la bata puesta y secándome, mientras Cutiño daba vueltas visiblemente nervioso.

—¿Pasa algo, don Antonio?

—Sí pasa —contestó— y por eso he venido a verlo. Perdóneme, pero no he podido dormir y usted es la única persona en quien tengo confianza ilimitada. Si ya se siente despejado venga conmigo; quiero mostrarle algo.

Lo seguí y entramos al cuarto de proyecciones. Sacó una película diciéndome:

—He aquí lo último que obtuve del General Camargo. La revelé, hice la copia y hasta anoche, después de leer en la biblioteca se me ocurrió pasarla. Va usted a quedar estupefacto.

—Efectivamente —continuó Mendieta— Cutiño tenía razón. Las desconfianzas más locas, los temores más absurdos, los propósitos más inquietantes se ponían de manifiesto en el film.

Camargo temía que Cutiño pudiese conocer detalles de su vida pasada, sus intenciones para lo futuro y, por reacción natural de su mente, había puesto al desnudo algunos sucesos vergonzosos. Supimos entonces su tropiezo juvenil, cuando dispuso de algunos dineros confiados a su cuidado; también fechorías más graves de sus andanzas revolucionarias y algunas más recientes ya siendo Presidente del país.

Quedamos así en posesión de secretos que nunca hubiésemos deseado conocer y cuyo peligro sentíamos. Pero lo grave eran los planes más o menos precisos que comenzaban a incubarse en la mente del General Camargo; indudablemente tenía ya un miedo bien definido a las incomprensibles facultades de don Antonio y, de un modo u otro, ponderaba las ventajas y desventajas de deshacerse de él.

Habría sido curioso conservar esa cinta y créame que su descripción detallada sería imposible. Por más de media hora don Antonio y yo contemplamos la pantalla, silenciosos. Sentíamos que la amenaza no era inmediata, pero existía; Camargo no había formulado una decisión; pero podía tomarla en cualquier momento y entonces nada garantizaba ni nuestra tranquilidad, ni siquiera nuestras vidas.

Cuando terminamos, don Antonio estalló dando rienda suelta a su indignación:

—Este es un canalla, mal nacido. No tiene idea de lo que es amistad, ni lealtad, ni gratitud. Créame, Mendieta —decía— el error más grave de mi vida ha consistido en detener las maniobras de Armenta. Camargo debió correr su suerte y, a esta hora, el país estaría libre de esta alimaña.

Después se dejó arrebatar por la cólera más irreflexiva y su lenguaje alcanzó tales extremos de obscenidad y procacidad que parecía atacado de una coprolalia patológica.

—Don Antonio —le dije cuando pude interrumpirlo para hablar— es usted un hombre inteligente y me sorprende que haya podido hacerse ilusiones acerca de los escrúpulos morales del General Camargo. Debía usted estar absolutamente desengañado respecto a la estructura ética de los actores de esta tragicomedia en la que nosotros también tomamos parte. Pero creo que nuestras lamentaciones son inútiles y lo que debemos hacer es discutir serenamente nuestro problema buscando la manera de resolverlo.

Mis palabras calmaron a Cutiño y en un tono ya tranquilo replicó:

—Tiene usted razón, Mendieta. Su cerebro está espabilado y es a usted a quien toca pensar ahora. ¿Qué se le ocurre?

—En primer lugar no veo la situación tan grave —contesté—. Tiene usted muchas maneras de salir de ella. En segundo lugar el peligro que pudiera existir está lejos de ser inminente.

Y después continué ya en un tono de broma:

—Cuando menos nos dará tiempo de desayunar; el agua fría me ha abierto el apetito.

—Está usted en lo justo, querido Mendieta. Vamos a arreglarnos, a comer y después charlaremos; esto es sin duda lo más sensato.

Mientras me afeité y me vestí —siguió refiriéndome Mendieta— ya había formulado un plan. Cuando busqué a Cutiño me estaba esperando en el jardín en donde, a la sombra de dos palmas enormes, las papayas con vino de jerez nos ofrecían su pulpa suculenta. Almorzamos sólidamente, ajenos a toda inquietud.

—Bueno —me dijo Cutiño— a barriga llena corazón contento. Espero que podremos analizar ahora nuestro conflicto con mayor optimismo; usted tiene la palabra.

—Voy a ser breve, don Antonio, y espero que mis proposiciones le parezcan razonables. Los pensamientos amenazantes del Presidente son una conclusión lógica de la eficacia sobrenatural con la cual usted lo ha servido. ¿Por qué —debe decirse a sí mismo— las armas sorprendentes que don Antonio Cutiño ha esgrimido en diversas ocasiones y muy especialmente en el caso de Hadley primero y en el de Armenta más tarde, no las ha de levantar contra mí? Su conciencia lo acusa y de allí sus temores. Demostrémosle por lo tanto que esas armas se han mellado con el uso y están ahora poco menos que inservibles. ¿Cómo? He aquí mi idea: usted ha hablado con Paullada de procesos mentales subconscientes y en forma más o menos vaga ha esbozado la misma teoría ante Camargo. Debe usted caer enfermo: surmenage, neurastenia, desequilibrios nerviosos. Irá usted a un sanatorio una, dos o tres semanas y a su regreso sus maravillosas facultades psíquicas se habrán esfumado. Esto devolverá al Presidente algo de su perdida tranquilidad, y si no me equivoco lo someterá pronto a usted a una prueba en la cual debe usted fracasar lamentablemente.

Le desarrollé a Cutiño con algún detalle mi sencilla maniobra y previos algunos arreglos la pusimos en práctica.

Hubo juntas de médicos, reportajes, noticias de primera plana, visitas de políticos, de diplomáticos, de generales. Camargo inquiría diariamente y estuvo con frecuencia a informarse por sí mismo. La salud de don Antonio era un tema nacional.

Los especialistas se pusieron fácilmente de acuerdo. Ante esa dolencia sin fiebre, sin trastornos; ante ese paciente rebosante de apetito que dormía bien, bebía bien y digería mejor; pero que, sin embargo, se quejaba persistentemente, hubo que prescribir descanso absoluto, baños medicinales, masajes ligeros.

Yo fui quien sugerí su traslado a una clínica y también que se consultase a un doctor ya viejo, quien practicaba con éxito el hipnotismo. Cutiño se sometió a varias sesiones, entró a un amplio departamento con muros blancos y pasó días enteros tumbado al sol.

Comenzó a sentirse francamente bien y al cabo de veinte días se despidió de los médicos, de los internos y de las enfermeras derramando algunos cientos de duros y declarándose perfecta y definitivamente curado.

Lo previsto por mí no tardó en realizarse. Camargo solicitó en forma imperativa, concreta y urgente una investigación. Recordó los pasados servicios, reiteró su gratitud y se despidió formulando sus esperanzas de que Cutiño pudiese complacerlo de nuevo.

Este comenzó a preparar su salida:

—Señor General, no quiero desagradarlo, pero temo que no podré servirlo con eficacia. Mi enfermedad última me ha transformado psíquicamente y todos mis esfuerzos para repetir los fenómenos que antes eran para mí una rutina, han sido vanos después de mi salida del hospital. Creo que las curas hipnóticas a que fui sometido tuvieron sobre mí efectos singulares.

Recuerdo —prosiguió Mendieta— que Camargo nos sometió a la prueba de investigar los detalles de un contrabando de drogas, realizado por uno de sus protegidos, ante las mismas narices de la policía aduanal. Se trataba de una partida de opio que venía de California, en la República de México. Pudimos reconstituir toda la verdad, pero, de acuerdo con nuestros planes, preparamos un informe confuso, plagado de inexactitudes y falsas interpretaciones. Don Antonio estaba tan engreído con sus triunfos que me costó trabajo convencerlo de que debía seguir inflexiblemente esa línea de conducta, por mucho que su vanidad se sintiese menoscabada. El resultado fue inmediato y como por encanto se desvanecieron los pensamientos amenazantes del Presidente, aunque nuevas imágenes aparecieron hirientes para Cutiño a quien comenzaba a considerar como un ente inútil. La intimidad entre ambos se resintió bastante y en el ánimo de mi amigo comenzó a incubarse un odio sordo para Camargo, un deseo cada vez más ardiente de tomar un desquite.

Mendieta calló después de estas palabras. Era tarde, pero yo deseaba escuchar las particularidades de un desenlace, el cual, por lo demás, me era ya conocido. Y le pedí a Mendieta que continuase.

—Lo haré así, sobre todo porque poco queda por contar. Así mañana podremos hablar de otras cosas. Me referirá usted sus impresiones de viaje y charlaremos de esta España republicana que cada día se hunde más y más en un porvenir atormentado. Y yo, por mi parte, cerraré para siempre mis labios con el propósito de no volver a manchar mi lengua con los nombres de los políticos que labran la ruina de mi tierra.

Repliqué:

—Usted no sabe, Mendieta, lo que le agradezco estas confidencias. Créame que habría hecho expresamente este viaje desde América, solo por las horas que hemos pasado juntos; pero no me resigno a pensar que me ligue a usted con la inviolabilidad del secreto. Desearía escribir cuanto me ha dicho y darlo a conocer. Quisiera publicar las memorias de Cutiño.

—No podrá usted hacerlo —me contestó— mientras viva en La Paz y tenga allá intereses que cuidar. Todavía muchos, entre la canalla de que nos hemos ocupado, tienen poder bastante para conseguir que lo expulsen como extranjero poco grato. No olvide que es usted español; además, que no habrá editor que se atreva a compartir los riesgos.

—Bueno, Mendieta, todo lo que usted dice is my own business. Deme las páginas escritas por don Antonio y lo demás corre de mi cuenta.

—No puedo acceder —me contestó—. Me obligan a mi negativa motivos de mezquino egoísmo: no quiero notoriedad, ni siquiera que mi nombre se mencione, ni el de Cutiño. Y solo así tendría valor positivo lo que usted publicase. Si falsea usted los nombres, si cambia o suprime el mío o el de Antonio Cutiño, todo el relato perderá su valor humano y será, cuando más, una novela mediocre. Y si sustituye las dramatis personae de quienes hemos hablado, nadie comprará su libro y si lo regala, nadie lo leerá.

Reflexionó después un momento y acabó así:

—Pero no quiero dejarlo marchar decepcionado y si con algo puedo pagar su compañía grata, que tanto ha conmovido mi corazón, voy a darle mi venia para que publique cuanto le venga en gana, inclusive lo que hemos leído de Cutiño, después de mi muerte.

—Hombre, no haga usted anticipaciones lúgubres —dije a mi vez—. Acepto llevarme los escritos de Cutiño, escribiré mi relato apegado a la verdad y, si alguna vez cambia usted de parecer me lo avisa. El resto es asunto mío. ¿Le parece bien?

—Lo acepto —contestó Mendieta—. Quiero, con ello, mostrarle mi confianza. Ahora voy a reanudar a grandes rasgos mi relación interrumpida.

XX
Camargo se preparaba un sucesor

Necesito recordarle brevemente cuál era la situación política de la república de La Paz cuando estos acontecimientos se desarrollaban. El poder de Camargo era ilimitado; dentro de la pequeñez del ambiente era un Mussolini o un Kemal. Pero había puesto fin a su labor constructiva y paradójicamente, como una muestra inequívoca de decadencia, despreciaba a cuantos le rodeaban, pero hacía girar alrededor de ellos los destinos del país.

Fue entonces cuando decidió hacer un acto dramático anunciando su retiro de la vida pública y darse un sucesor. Era cierto que deseaba quedar a un lado de la actividad febril de la administración, pero también que no se resignaba a perder su papel preponderante. Todo su ser vacilaba en virtud de su falta esencial de cultura y fue en ese momento cuando más demostró sus deficiencias ante el destino que pudo haber realizado.

Todavía logramos que fuese a casa algunas ocasiones. Las películas que obtuvimos herían más que nunca el amor propio de Cutiño. Camargo se dejaba llevar por pensamientos de profundo desdén para su amigo y este, que tenía una estructura sencilla hecha de conceptos tradicionales, no podía perdonarle su ingratitud.

—¿Qué habría sido de él —me decía Cutiño— si no cuenta con nosotros cuando el caso de la Embajada? Los barcos americanos habrían llegado a nuestros puertos y su gobierno habríase derrumbado. ¿Es posible, Mendieta, olvidar estas cosas?

Pero algo más importante decían los films últimos de Camargo y eran sus planes. Ya había anunciado que la nación debía elegir nuevo Jefe de Estado y también, en frases campanudas, que el caso del viejo déspota desterrado al sur de Italia para hacerse allí una tumba, no se repetiría. Era el suyo en esos tiempos un complejo muy intrincado: una mezcla de vanidades, flojedad mental, lasitud física, daltonismo para apreciar valores, ambiciones mezquinas de posesión y finalmente, aunque ya en porcentaje mínimo, visión de estadista.

Don Antonio pudo haber esperado su momento. No necesitaba maniobrar, sino solo observar. Insistí repetidas veces en que debería venir a Europa, a pasar un mes o un año; tenía fe en que el roce con este medio y la influencia de España y de Francia operarían en él un milagro y abriría los ojos al crimen de omisión que, con mi complicidad, estaba cometiendo.

Pero sentíase demasiado engreído con su papel de héroe. El había apuntalado a Camargo; él quería ser el instrumento de su caída.

—He sido peldaño para subir —me decía—. Con ese mismo peldaño tropezará.

—Temo aburrirlo —dijo de pronto Mendieta—; todo esto es del dominio público. Pero hay detalles que usted ignora y por eso me atrevo a seguir mi narración.

—No se preocupe; me interesa enormemente su relato. Está usted completando un problema de palabras cruzadas que yo nunca descifré sino a medias.

—Pues bien, la verdad es que Camargo buscaba un sucesor. El proceso de su cerebro era por demás curioso. Lo deseaba inteligente; pero sumiso. Quería tener en él un discípulo comprensivo, pero discípulo al fin; lo deseaba personalmente honrado, pero tolerante. Quería que pudiese entender situaciones y atacar problemas; pero que lo consultase como supremo guía. La elección así era difícil.

Tres candidatos se barajaban en su mente: el licenciado Santamarina, quien, como usted sabe, nunca fue licenciado. Don Santiago Bracamontes y el General Cerrillo. Sabíamos lo que pensaba de cada uno de ellos y también que se inclinaba por Bracamontes.

Don Antonio vivía esos días notoriamente inquieto; hablaba poco, pero se veía bien que algo tramaba. Yo reiteraba mis ruegos:

—Vámonos, don Antonio. Una ausencia le hará bien. Presidentes irán y vendrán; pero usted será siempre don Antonio Cutiño.

No me respondía y yo creía comprender que no se resignaba a esta actitud prudente.

Una noche llegaba yo a nuestra casa cerca de las ocho y me sorprendí enormemente al encontrarme a Cutiño en plática animadísima con el General Cerrillo. Este era apenas nuestro conocido y su personalidad nunca nos había interesado; de ascendencia criolla, taimado y silencioso, lo considerábamos como una comparsa anodina. Cuando lo encontramos con posibilidades bien definidas en los pensamientos de Camargo no pude ocultar mi sorpresa; pero don Antonio se mostró reservado. Era que maduraba un plan.

Interrogué a Mendieta:

—¿No tenían películas de Cerrillo?

—Una sola, tomada al acaso; diría yo que involuntariamente. ¡De tal manera considerábamos insignificante su personalidad! Sucedió que fue a sentarse en uno de nuestros sillones de prueba cuando los aparatos funcionaban y al hacer el revelado nos encontramos con las imágenes de Cerrillo. Ahora, que lo que enseñaban era lamentable.

Extremé mi atención. Mendieta no dejó de notarlo y me dijo:

—Claro que le diré lo que vimos. No tengo porqué ocultarlo. En primer lugar un tramo largo de la cinta giraba alrededor de un caballo y unas espuelas. El animal se veía negro en la película; a veces libre, con la crin al aire; en otras ensillado. Y en close-up se observaban unas espuelas de metal, con incrustaciones obscuras. Pensé que esto podría tener un sentido simbólico; pero llegué a convencerme de lo contrario. La cinta mostraba también un rebaño de borregas y cabras, trepando vallados de piedra, poniendo las patas de adelante sobre los troncos de unos árboles para ramonear las hojas más accesibles. Entonces veíase a Cerrillo aparecer con sus botas de una pieza y su sombrero de anchas alas, dando aparentemente grandes voces para espantarlas. Otra parte de la película revisaba a nuestras invitadas más apetitosas. Su imaginación las había desnudado a todas y a todas las violaba. Las imágenes lo representaban en pelota, cabalgando implacable sobre esas carnes rubias o morenas. Su líbido no se satisfacía con contemplarlas en su fantasía, sino que necesitaba actuar él mismo, y al repasar en la pantalla esa bárbara serie de fornificaciones yo recordaba, aun sin quererlo, el chivo dorado, bigardo y follón de los versos de Xunqueiro.

Los últimos metros del film representaban indudablemente ambiciones de poder. Su interpretación es complicada, pues por una parte se veía un chaval (quizás el mismo Cerrillo en edad temprana) con el culito al aire y azotado por un hombre maduro. Después se le contemplaba sentado bajo un árbol, rodeado de hombres humildes. Dos disputan aparentemente por la posesión de un cerdo y finalmente Cerrillo pronuncia su laudo. En las últimas escenas aparece el mismo hombre que lo castigaba; viene con las muñecas atadas y Cerrillo, como administrador de esa justicia primitiva, hace que lo flagelen.

—Pero todo eso era absolutamente incoherente —dije a Mendieta—. No veo lo que de allí pudiera sacarse en limpio.

—Es cierto; pero piense usted —me respondió— que esas imágenes eran como las frases en un extremo de un hilo telefónico; se hacía preciso conocer las palabras del interlocutor para reconstituir su sentido completo. Hablando en otros términos, cada film obtenido era una reacción; pero en el caso de Cerrillo nos faltaba conocer el reactivo. Es claro que las escenas lujuriosas vinieron a su mente cuando esas mujeres penetraron al lugar donde él se encontraba; pero su actuación de juez y las representaciones del caballo prieto, eran sin duda su respuesta subconsciente a palabras que no nos había tocado escuchar.

—Por lo demás —agregó Mendieta— nunca terminaríamos en este terreno de conjeturas. Es preciso continuar la relación de los hechos.

Nada bueno presagié de la visita de Cerrillo. Este se veía tranquilo; Cutiño estaba agitado, como quien ha perorado largo rato con pasión. Mi presencia, al llegar, hízose embarazosa; pero el último se encargó de aclararla:

—Lo necesito, Mendieta —me dijo—; en cuanto termine con el General lo mandaré llamar.

Era una manera de indicarme que mi estancia allí se consideraba superflua. Por lo tanto me retiré y me encerré en mi cuarto para evitar el peligro de oír algo contra mi voluntad.

Más tarde Cutiño hablóme de su conversación; mas en forma vaga. Era claro únicamente que cada día crecía más y más en su ánimo el odio a Camargo y que buscaba a Cerrillo como instrumento de venganza.

—He tenido una plática con el General Cerrillo —me decía— por demás interesante. No parece tan romo como lo aseguran; por el contrario, creo que me entenderé con él.

Don Antonio no me dio más detalles. Yo sentía con vaguedad que comenzaba a plantear una situación temeraria, y sabía que no podía colaborar con él sin hacerle críticas justas. Por esa razón emprendía solo su camino y hablaba en singular.

Las pláticas con Cerrillo se reanudaron y en ninguna estuve presente. Hasta cierto punto, me sentía contento por no compartir responsabilidades dejando que don Antonio recorriera solo el laberinto de su aventura. Después me he arrepentido mil veces de no haber intentado intervenir, cuando era tiempo. Este remordimiento es justificado porque al abandonarlo no lo hacía por amor propio, ni por discreción de secretario, sino lisa y llanamente por molicie. Tenía yo más tiempo para leer, un poco para estudiar y sobre todo para estar de ocioso. Me sentaba en los cafés de La Paz a ver pasar a las gentes; iba a los centros deportivos a visitar a viejos conocidos; asistía a los entrenamientos y como era yo persona importante y además presidente honorario de media docena de clubs, me pedían mi opinión y me adulaban con ingenuidad.

Don Antonio, mientras tanto, preparaba su tragedia y corría al encuentro de su sangriento fin. Una noche me dijo:

—Es preciso traer al General Camargo a cenar con nosotros; necesitamos buscar un pretexto y organizar una francachela. Pero como estamos un poco distanciados desearía que usted fuese el portador de mi convite.

Tuve, por lo tanto que maniobrar lo mejor que pude. Hice salir a Cutiño de la ciudad por dos o tres días y en su ausencia pasé recado telefónico al Presidente suplicándole me permitiera verlo desde luego. A mí me parecía notar que me consideraba con la misma vieja simpatía y allí pude confirmarlo. Hasta creo que, al concederme esa entrevista, pensó que deseaba solicitar de él algún favor que estaba dispuesto a otorgar para ganarme, así a Cutiño. Pero esto es solo una hipótesis.

El hecho es que le hice la invitación. Le dije que don Antonio me había telefoneado para darme esas instrucciones. Pareció reflexionar y al fin me dijo:

—Dígale a su jefe que iré.

Después de esto fijamos la fecha y salí contento. Sabía que podíamos contar con él.

Aquella cena fue como otras muchas y no voy a cansarlo con nuevas descripciones. Pero entonces se invitó a cierto grupo de políticos que intrigaban alrededor de la situación electoral y también a los tres candidatos de Camargo: Cerrillo, Bracamontes y Santamarina. Digo candidatos de Camargo porque él desempeñaba las funciones de gran elector; usted sabe que la opinión pública de La Paz nunca ha pesado en las elecciones.

El resultado importante de nuestra convivialidad fue la película que se obtuvo del Presidente. Esa noche se habló mucho de política, así es que sus pensamientos giraron alrededor del futuro que creía preparar. En su mente se barajaron de todas las maneras posibles las tres personalidades que pensaba mover en su guignol. Debo decirle que no vi el film sino bastante tiempo después, cuando ya Cutiño había cometido una serie de irreparables torpezas.

Allí podía leerse con diafanidad el pensamiento de Camargo. Las escenas eran tan largas, que en verdad solo una gente interesada podía soportar su exhibición. Y después había que interpretar su sentido en vista de las circunstancias. Hice ambas cosas tratando de explicarme las causas de la situación en que don Antonio se colocó.

Voy a referirle, pues, únicamente mis conclusiones omitiendo la parte anecdótica.

Bracamontes representaba, para Camargo, el elemento mejor preparado. Lo consideraba frío en el análisis de los problemas, fecundo en soluciones, sereno para enfrentarse con las dificultades. No lo juzgaba excepcionalmente inteligente; pero le concedía sólido buen sentido y sensatez a toda prueba. Le faltaba sin embargo, con él, una liga espiritual: Bracamontes venía de clase media letrada; su padre había sido médico de provincia; su madre una señora católica y hogareña, núcleo a cuyo alrededor se amacollaba una familia numerosa. Mujer que sabía cocinar, escrupulosa en la administración de su casa, cuidadosa de la ropa blanca que salía siempre de los armarios impecablemente recosida y olorosa a membrillo. Bracamontes había heredado el gusto por la vida tranquila, por las chimeneas encendidas, por los hijos sanos, por los cabritos que llegaban enteros y humeantes a la mesa y el vino puro y abundoso. Estaba un poco maleado por el ambiente político de La Paz: tenía aficiones por el dinero fácil, por los negocios que podían aportarle jugosas ganancias; pero existía una valla de pudor ancestral entre él y las combinas rufianescas. Aspiraba, pues, al poder, con antecedentes de vida fácil y lo hubiese escalado sin rencores en el alma ni agravios de clase que vengar. Era esto, esencialmente, lo que lo separaba de Camargo, quien, durante su adolescencia y su juventud había aspirado vanamente a incorporarse a esa pequeña burguesía. Su olfato indicábale que debía inclinarse hacia él; pero no así su instinto.

En cuanto a Santamarina lo consideraba con desprecio, aunque lo ligaba a él una cadena ya larga de negocios y alcahueterías.

Este Santamarina era el pseudointelectual de provincia, uncido a la política en un ansia de evitar su fracaso. Había hecho una fortuna con contrabandos de opio y nada lo detenía, ni siquiera el asesinato. Su intimidad personal con Camargo, cimentada fuertemente en las mesas de juego y a través de una serie de aventuras con mujeres, le dio preponderancia en el círculo de gobernadores, diputados y políticos, quienes buscaban su intervención —y la pagaban bien— para acercarse a Camargo y asegurarse su apoyo. Con ellos Santamarina había formado un núcleo en apariencia de peso, pero en realidad deleznable. Camargo conocía bien estas circunstancias y aunque creía en la lealtad de su compinche, juzgaba que su elección podría levantar una ola de protestas y lo tenía eliminado en su espíritu.

Su opinión sobre Cerrillo estaba compendiada así: no ha alcanzado ni alcanzará nunca un estado mental adulto. Para él nunca pasaría de un buen muchacho que, a fuerza de constancia y honrada obstinación, había logrado aprender, pese al handicap de su torpeza, a leer, a escribir y las tradicionales cuatro reglas de aritmética. Lo conocía desde su adolescencia y lo había sacado de la oscuridad miserable de su vida pueblerina para incorporarlo a su grupo de incondicionales. Desde entonces Cerrillo giraba alrededor de Camargo con categoría de asteroide,

Como era perspicaz, sabía las ambiciones políticas de su subordinado, y su gusto por el dinero. Lo reconocía avaro y apasionado por la propiedad. Pero había sido siempre tan dócil, tan humilde, tan sumiso, que teníale una confianza sin límites. Existía, sin embargo, un punto débil en ella, y desgraciadamente lo externó demasiado en esa película que, de conservarse, sería histórica; pensaba que Cerrillo era fuerte en influencia militar y el centro a cuyo alrededor habíanse agrupado media docena de generales poderosos. Camargo sabía también que esos generales no le eran particularmente afectos y que eran enemigos de Bracamontes.

Para ser bien claro debo decirle que Cerrillo inspiraba al Presidente por estos motivos un temor que se había guardado bien de externar nunca. Guardábalo como uno de sus secretos; pero el film lo traicionó revelándolo involuntariamente.

Hablaba siempre de Cerrillo en tono paternal: era un hijo no engendrado, sino donado por el destino. Era una de sus obras ese hombrachón robusto, garañón e infatigable, que, extraído de una cabaña, sabía ahora hacerse el nudo de la corbata y lavarse la dentadura. En el fondo experimentaba por él esa sensación instintiva que se tiene cuando se está junto a un mapache o un coyote a quienes se juzga definitivamente domesticados; pero que en cualquier momento pueden tirar el mordisco traicionero.

Después de nuestra fiesta vi a don Antonio nervioso; pero en lugar de venir, como otras veces, a contarme sus cuitas y a discutir conmigo los remedios, se encerraba en su despacho o en el cuarto oscuro, seguramente a estudiar las películas.

Yo me sentía más libre, y sin imaginarme hacia donde lo conducían sus cavilaciones, empleaba mi tiempo en visitar y estudiar a fondo el museo de La Paz, y en escudriñar todos los sitios que pudieran proporcionarme una máscara nueva para mi colección.

Cerrillo se hizo un asiduo. Lo encontré en casa repetidas veces, siempre impenetrable bajo su fisonomía inexpresiva. Después de cada entrevista de estas daba pena ver a don Antonio. Yo lo rodeaba de solicitud, pero sin interrogarlo. A veces su excitación era tremenda; le traía a los médicos, hacíale tomar calmantes, me sentaba a su lado a leer un poco; pero nuestra intimidad parecía haberse esfumado y no me hablaba ni de sus planes, ni de sus inquietudes. Alguna ocasión, que tuvo un fuerte ataque de gripa, lo oí hablar, febril, en su sueño.

Quería insistir en que saliera del país; realmente era una solución. Pero esperaba un momento propicio para proponérselo con acopio de razones, y la oportunidad no se presentaba.

XXI
Cutiño se entrega

Cutiño seguía colmándome de atenciones, de manera que no podía atribuir su reserva a falta de afecto. Me abrumaba con sus mercedes y dábame toda clase de oportunidades para consolidar un patrimonio. Fue un amigo pródigo y noble, pues su obligación hacia mí la cumplía al pagarme religiosamente un sueldo muy sustancioso. No se conformó con esto, sin embargo, y a él le debo mi bienestar de ahora.

Una tarde, después del almuerzo, me dijo con la franqueza que había sido siempre el cimiento angular de nuestra amistad:

—Oiga, Mendieta; espero al General Cerrillo. Deseo quedarme a solas con él por varias horas. Dígales a los criados que no se presenten, a menos que los llame. Y usted queda libre, querido Mendieta; váyase a «flanear», o a ver a sus amigos arqueólogos.

—Está bien, don Antonio —le respondí—. Le deseo buena suerte y no le envidio la entrevista.

—No tenga cuidado. Ya haré ver a Camargo que no soy tan idiota como se lo imagina.

Salí de la casa, realmente despreocupado, sin suponer, ni vagamente, lo que Cutiño hacía en mi ausencia. Había sol; ese sol de la meseta claro y fino. Caminé casi sin rumbo; me senté en un parque cercano y después fui a la Biblioteca de Santo Tomás; deseaba redactar algunas notas. Al salir tuve frío y sentéme ante un ponche hirviendo; finalmente un taxímetro me regresó a casa. Eran las nueve de la noche.

Ahora voy a contarle a usted lo increíble —me dijo Mendieta—; Cutiño estaba en la biblioteca, ya solo; pero en estado de gran excitación. Frente a él había una mesilla con una cafetera y era seguro que había llenado su taza innumerables ocasiones. Los ceniceros, el platillo, la cubierta misma estaban sembrados de colillas; algunos cigarrillos apenas habían sido encendidos.

El escenario me alarmó. Algo serio acaecía. Decidí terminar con nuestra equívoca situación y pregunté:

—¿Pasa algo, don Antonio? No lo veo tranquilo. Sea franco conmigo, don Antonio. Usted sabe que soy su amigo y que puede tenerme confianza; se lo he demostrado múltiples veces. En otras me ha contado sus dificultades y las he visto como mías; las hemos sorteado y resuelto juntos.

Cutiño estaba silencioso. Me arrellané a su lado en el sofá y familiarmente le eché mi brazo al hombro, con un ademán fraternal. Continué, tratando de provocar una confidencia:

—Usted me conoce y está convencido de que le soy fiel. Lo seguiré sin vacilar, y su destino será mi destino; pero necesito conocer sus planes. No me tenga en la ignorancia.

Cutiño volvió hacia mí su rostro. Al cabo de unos momentos me habló así:

—Le debo mil disculpas, Mendieta. Usted ha sido para mí mucho más que un secretario: un amigo; y con eso queda dicho todo. Pero en este caso creí que debería callar. Elegí un camino y lo seguí rectamente. Ahora he jugado ya mi carta; la he jugado con valentía y espero confiado mi suerte. Nos equivocamos, Mendieta, respecto al General Camargo; espero no equivocarme ahora. Algo me dice que Cerrillo es otra clase de hombre.

—Don Antonio —repliqué— déjeme expresarle mi opinión: no nos equivocamos con Camargo. El debió ser un instrumento ciego de las grandes cosas que usted pudo realizar; y si le ha pagado malamente, esto está dentro del orden natural. Ahora, con Cerrillo, seamos un poco más cautos.

Cutiño se ensombreció al escucharme y replicó:

—Creo que su juicio es ligero; confío en él. Nos hemos tratado a últimas fechas con creciente intimidad y es todo un hombre: discreto, enérgico y lacónico. Todo me hace creer que obro bien.

Al oír a don Antonio me sentía desazonado; una angustia en la boca del estómago me hacía presentir las cosas atroces que aún callaba. Quedéme silencioso mientras prosiguió, apagando nerviosamente un cigarrillo:

—He revelado la situación entera al General; le he dicho los pensamientos de Camargo, y sus posibilidades ante Bracamontes y Santamarina. Me he resuelto a ayudarlo y me ha parecido necesario hacerle saber los temores que respecto a él abriga el Presidente.

No pude contenerme y le interrumpí:

—Pero no le habrá usted contado cómo ha obtenido esos datos.

Me quedé viendo a don Antonio con una ansiedad que no podía ocultar y me sentí anonadado al escuchar su respuesta:

—Tenía yo que justificar mis asertos para no aparecer un charlatán. Cerrillo no es como Camargo; me pidió pruebas. Me dijo que nada de lo que yo decía era creíble, que estaba yo loco. Finalmente hízome entender que iba a hablar con Camargo. Me puso, así, a la defensiva y finalmente le revelé mi secreto, le mostré mis aparatos y, durante esta tarde, varias películas. Claro —siguió Cutiño— que esto no ha sido el proceso de una sola plática; hemos sostenido muchas, pero es así como se desenvolvieron y le doy a usted una síntesis. Ahora le repito que se me ha quitado un peso de encima; estoy en plan de lucha contra Camargo en coalición con Cerrillo.

Sentí —continuó Mendieta, cuyos rasgos se animaron por una ira retrospectiva— impulsos de saltar al cuello de Cutiño y de estrangularlo allí mismo gritándole: imbécil, imbécil, imbécil; pero mi anonadamiento paralizó cualquier acción. Al darme cuenta de que había acabado sus confidencias, logré serenarme y le dije pausadamente:

—A lo hecho, pecho. Temo que haya usted cometido un error gravísimo. Si cree usted en alguno o algunos dioses, es el momento de que los invoque y les pida su ayuda. Pero lo que le dije antes se lo reitero: mi amistad es inquebrantable y deseo que cuente conmigo.

Cutiño me tomó la mano y me la apretó, diciéndome:

—Lo sé, Mendieta; lo sé y se lo agradezco. Yo no juzgo las cosas como usted. Mi conversación de hoy me ha tranquilizado porque ha aclarado una situación; ahora sé lo que debo hacer.

—¿Y qué le ha dicho Cerrillo?

—Se convenció; me instó para que no divulgase mis secretos y tengo su promesa de comunicarse conmigo en fecha próxima.

Huelgan todos los comentarios —continuó diciéndome Mendieta—. Pude darme cuenta de que el General Cerrillo, si no inteligente, era astuto. Había dejado a Cutiño correr desenfrenado por el camino de su pasión, hasta obtener de él confesiones completas. Ahora era mi amigo quien estaba en sus manos.

No había nada que hacer sino esperar y así se lo dije a Cutiño. Pero pasó una semana, y dos y después un mes. El no podía ocultar ya una ansiedad rayana en la angustia; estaba perplejo, no hallaba qué hacer y pasaba tardes enteras midiendo los aposentos de la gran casona con pasos nerviosos de animal enjaulado; yo me sentía definitivamente pesimista.

Quise a todo trance alejarlo de La Paz y le decía:

—Nos hemos entregado al enemigo con armas y bagajes. Vámonos de aquí. Está usted rico, don Antonio, y con lo que tiene, puede vivir espléndidamente en cualquier parte del mundo. Vámonos a Estados Unidos o a Europa. En un país civilizado le harán a sus aparatos una recepción entusiasta. Si lo desea obtendremos patentes y será usted un personaje más importante que todos los presidentes juntos de las repúblicas hispanas. Será la figura de más relieve en el mundo científico; se codeará usted con Marconi, en lugar de frecuentar la sociedad de generalitos y tahures. De paso hará usted a la humanidad un servicio inestimable.

Así creía yo estimular su vanidad, que era una de sus fibras sensibles. En otras ocasiones me ponía grave y le argumentaba así:

—Usted es bueno y sabe que el deber de todo hombre es justificar su tránsito por el mundo. No podemos morirnos como perros o menos que perros, pues estos cuidan al amo o la casa del amo y viven una vida de fidelidad que es ya una razón de existir. El azar le ha entregado un secreto capaz de cambiar el destino de los hombres; puede usted, don Antonio, darles la mayor certeza de dicha que ser alguno ha tenido en sus manos. No desperdicie esta coyuntura. Mas todo fue inútil. Cutiño estaba encerrado en el círculo pestilente de La Paz: fulleros, generales, diputaditos, pseudolíderes y prostitutas. La riqueza, la influencia, sus éxitos mediocres lo habían corrompido y no se decidía a abandonar el teatro de sus triunfos.

Mientras tanto los acontecimientos políticos se desarrollaban velozmente a nuestro alrededor, aunque aparentemente sin nuestra más ligera intervención. Durante varios meses diose como un hecho la elección de Bracamontes. Camargo parecía decidirse definitivamente por él: lo llevaba a sus fincas campestres, lo sentaba a su mesa casi a diario, y la marea iba creciendo a su favor formando una gran ola de politicastros oportunistas.

Mientras tanto Cerrillo trabajaba. No había vuelto a vernos; pero aprovechaba a maravilla los datos que había sabido arrancar a la debilidad de don Antonio.

Este me causaba piedad; vivía como en el potro del tormento. Toda acción la encontraba azarosa y preñada de peligros, y prefería vivir como un recluso, con los nervios sobreexcitados y pasando alternativamente de la elación a la depresión, que se fomentaba bebiendo café sin medida e ingiriendo narcóticos en dosis fantásticas.

Fui yo quien tuve que proponer algo:

—Don Antonio, comuníquese con Cerrillo —le dije— invítele a venir. Así sabremos a qué atenernos.

Aprobó mi propuesta y encargóme que buscase la visita; pero los resultados fueron rotundamente negativos. Cerrillo se ocultaba por sistema; a veces se fingía enfermo, otras se decía ocupado o me respondían que no estaba en casa. Me dediqué a atraparlo de cualquier manera, y por fin pude tropezar con él cuando salía de unas caballerizas. Venía con varios amigotes y acababa de comprar unas jacas.

Me vio, y al principio fingió no reconocerme. Después de obligarme a que le diese mi nombre y le dijese que lo buscaba de parte de Cutiño, me respondió, en forma poco acogedora, que fuese más tarde a su casa. Comprendí mi fracaso y solo por disciplina intenté verlo vanamente media docena de veces.

—Es evidente que nos evita —le dije a Cutiño— y eso entra dentro de su psicología desconfiada de hombre de campo. No lo hará usted entrar en este lugar, en donde sabe que su pensamiento puede ponerse al desnudo.

Don Antonio comentó tristemente:

—Tenía usted razón, Mendieta; he cometido la idiotez mayor de mi vida.

—No es el momento de lamentarse —le contesté—. Antes que sea demasiado tarde vamos a seguir otro camino.

—¿Cuál?

—Voy a indicárselo. ¿Recuerda usted que en la película de Camargo se ve a Cerrillo con el coronel Sahagún, su gran amigo? Hay que traerlo aquí antes de que Cerrillo lo ponga en guardia.

Sahagún era un tipo simpático y cínico. Gran hacedor de negocios, que no ocultaba. Burlábase sin reparo de la gran farsa redentora de nuestros apóstoles y se cuidaba solo de tener plata, de beber bien y de conocer a las mujeres más accesibles de La Paz. Estoy seguro de que estas relaciones eran las que le habían permitido intimar con Cerrillo, garañón incansable.

Nosotros lo conocíamos; fue siempre un buen invitado a nuestras juergas en donde tocaba la guitarra y cantaba tangos de la tierra o sones de Cuba.

Logramos llevarlo a casa con tres a cuatro compinches y así pudimos enterarnos de las maniobras de Cerrillo. Debo decirle que mientras tanto era claro a todas luces que un cambio venía operándose en la situación política. El partido de Bracamontes, en un principio todo confianza, comenzaba a abrigar sus dudas. Los cerrillistas, en cambio, se mostraban retadores y jaraneros; se reunían en las tabernas y hablaban sin empacho haciendo recuento de sus generales partidarios.

El film que Sahagún nos dejó, dilucidó el enigma. Efectivamente, Cerrillo no había perdido el tiempo. Discutió la situación con sus más adictos, entre ellos los militarcitos desafectos a Camargo, informándoles acerca de las preferencias de este último por Bracamontes. Los deslumbró dejándoles entrever que sus informes los debía a su penetración y a su habilidad y les hizo saber los temores que el Presidente abrigaba, formulando el plan de explotarlos por la amenaza.

Quedó, pues, resuelto que dos entre ellos se acercarían a Camargo. La elección fue difícil; pero al fin se fijaron en dos civiles, ambos sus buenos amigos. Colijo que la entrevista fue tormentosa; pero quedó bien establecido que el ejército no podría nunca tolerar la elección de Bracamontes y que, si se persistía en ella, graves disturbios amenazaban al país. Camargo, inexplicablemente, cedió casi sin resistencia, y declinando toda responsabilidad ofreció hablar aquí y allá, pulsar opiniones y ganar voluntades.

Cutiño y yo nos desvelamos esa noche con el objeto de revelar esta película. A la noche siguiente la pasamos por la pantalla, silenciosos. Sin comentarla ni decirnos palabra, nos fuimos a acostar.

Al otro día almorzamos juntos. Fue una comida sombría. Cuando terminamos me interpeló pausadamente, mientras fumábamos:

—¿Qué opina usted, Mendieta, de todo esto?

Recapacité, deseando expresar mucho en pocas palabras y respondí:

—Creo que estamos en una situación embarazosa. Cerrillo será el próximo mandatario y con mucho optimismo podemos decir que contamos cuando menos con su definitiva desconfianza para el porvenir. Mucho será que nos deje vivir tranquilos.

Cutiño me respondió con la voz impregnada de tristeza:

—Estoy de acuerdo con usted; que Dios nos ayude. Ya veremos cómo se sale de esta.

—En sus manos lo tiene, don Antonio. Autoríceme para hacer preparativos desde mañana mismo y saldremos del país.

El me respondió:

—Esto me da la idea de una huída. Con franqueza no me gusta. En fin, ya habrá tiempo de hablar de ello.

—Yo —dijo Mendieta— no insistí.

Lo demás ya no es novela, es historia; usted sabe que las pasiones políticas se enconaron; Bracamontes no podía creer en su fracaso. Sus partidarios, uno a uno, fueron dándole la espalda. Hubo un simulacro de lucha, pero en realidad la suerte estaba ya echada para todos. Y usted sabe también que a la postre Cerrillo apareció electo por esas abrumadoras mayorías que dan a las elecciones de La Paz su aspecto de falsa unanimidad. Más de quinientos mil votos a favor del General Cerrillo, probando su aplastante fuerza popular, contra cuatro o cinco mil por Bracamontes, hundido en el desprestigio. Eso proclamaban los periódicos amigos del gobierno.

Y así fue como nuestro actual Presidente escaló el poder. Mientras tanto las masas de la República, tan miserables como siempre, veían la farsa con indiferencia. Ellos no creían en elecciones, ni habían elegido a nadie, ni conocían a Cerrillo ni tenían fe en la democracia ni en los votos forjados en las imprentas. Y por nuestra parte, don Antonio Cutiño y yo nos sumimos por unos meses en una vida oscura de burgueses adinerados, sordamente hostiles al régimen.

XXII
El accidente

Pasado algún tiempo hizo todavía don Antonio —prosiguió Mendieta— un intento para reconquistar el prestigio perdido. Incurrimos en el nuevo error de organizar algunos banquetes. Si hubiésemos invitado hoy a uno, mañana a otro de los paniaguados de la nueva administración, habríamos podido construir un andamiaje de secretos y pisado, es cierto, un terreno francamente peligroso; mas con sus recursos, Cutiño habría presentado una batalla con no pocas probabilidades de triunfo. Pero nuestras fiestas fueron ostentosas; hicimos circular las invitaciones y las anunciamos en los diarios. Claro que no faltó concurrencia, pero recibimos no pocos desaires; Cerrillo, entre otros, se excusó. Sus ministros lo mismo.

Después de tres convites en el lapso de dos meses, tuvimos que convencernos de que se hacía el vacío a nuestro alrededor. No era un misterio para nadie que Cerrillo no nos honraba con su amistad.

—Cerrillo estaba obligado con Cutiño —interrumpí—. Después de sus revelaciones, a las cuales debió su nombramiento, o su elección, si usted quiere, debió guardar hacia ustedes otra actitud.

—No estoy de acuerdo con usted —me contestó Mendieta—. En realidad el nuevo Presidente nada debía a don Antonio que este hubiese querido darle. Habíale arrancado su secreto por la astucia y el terror. En realidad lo había vencido en una batalla leal y después trataba de reducirlo a la impotencia.

Créame que no guardo rencor a Cerrillo por sus maniobras de esos meses; quería aislarnos, pues nos sabía peligrosos y estaba en su derecho. Mis reproches son por haber seguido la tradición paceña de traicionar al bienhechor. No a don Antonio, quien era solo su conocido accidental, sino a Camargo. Mis reproches son por haber continuado la política de la impudicia y de la incompetencia, por estar agitando las malas pasiones; por destruir, pues es incapaz de construir; por no haberse sabido arrancar del alma sus apetitos de posesión y seguir el ejemplo del viejo Camargo comprando o aceptando la jaca, el coche, la casa o el rancho. Mis reproches son por fornicar a costa del tesoro público, dando empleos o negocios a sus queridas o a los padres o hermanos de sus queridas. Mis reproches son por estar rodeado de bandidos y de imbéciles. Pero en cuanto a nosotros —prosiguió Mendieta— merecíamos lo que nos pasaba; nuestro conflicto podría comprobar, a lo más, una oculta ley de compensación. Cosechábamos lo que habíamos sembrado.

Fracasó también Cutiño en un intento de acercamiento con Camargo. Este se había retirado a su casa y se decía alejado de la cosa pública; pero recibía a diputados, a ministros, a líderes. El mismo Cerrillo lo visitaba con frecuencia.

Nosotros estuvimos en su casa; allí se sentó don Antonio a perder unos miles de duros; pero nunca logramos hacerlo volver a la nuestra. Llegó a decirnos claramente que había resuelto no visitar a nadie y que una preferencia, aun tan justificada como sería hacia don Antonio, quebrantaría definitivamente sus propósitos.

Cuando este se sintió solo ante aquel mundo que transitoriamente había dominado, pasó por un período de aguda misantropía. Sus recomendados eran cesados en los ministerios y no se presentaban ni a darle las gracias.

Yo aprovechaba cada pequeño incidente para volver a mi viejo tema:

—Vámonos, don Antonio. Usted está rico; tiene depósitos en Europa y en Estados Unidos. En cualquier parte la pasará usted bien. Desarme sus aparatos, empáquelos y emprendamos el vuelo. Unos meses o años de descanso le vendrán de perlas. Vaya a los buenos hoteles, gaste y ya verá qué pronto se le acercan y lo buscan. Entrará usted a los círculos que desee: como turista tendrá diversiones, buena cocina, buenos panoramas y mujeres. Como político podrá también hacer sensación, y si se resuelve a instalar sus aparatos podremos repetir en grande escala nuestras maniobras que aquí en La Paz se me antojan casi pueblerinas.

Procuraba —prosiguió Mendieta— halagar sus instintos para arrancarle de ahí y lo empujaba ostensiblemente al delirio de grandeza.

—Mire, don Antonio, lo que usted ha hecho aquí es un ridículo ensayo de lo que puede hacer con los magnates de las industrias yanquis. Lo que aquí son duros allí serían miles de dólares. ¡Imagínese usted poseedor de los secretos de un ministro del tesoro americano! Y tome su revancha en grande. Cuando se codee usted con los Morgan, con los Mellon, con los Carnegies, con los Rockefellers, con los Duponts, desencadene una tempestad sobre La Paz: utilice sus millones en acabar con la gentuza de su patria, en barrer con los ladrones y respalde usted a una generación de hombres sanos, de ambiciones nobles, razonablemente apegados a los bienes del mundo, pero idealistas en el fondo. Y vamos, con ellos, a construir un país nuevo.

Otras veces —siguió diciendo Mendieta— trataba yo de llevarlo por caminos más elevados.

—Escúcheme, don Antonio —le decía—. Lo que tenemos en nuestras manos es más trascedental que el vapor, que la electricidad, que el radio, que la aviación, y hasta me atrevería a decir que más grande que la obra entera de un Pasteur. Vámonos a la capital clásica de la cultura humana: a París. Llame usted a los sabios, hágales una demostración; al día siguiente su hotel será la Meca de la intelectualidad del mundo. De Nueva York, de San Francisco, de Tokio, de Moscú, de Berlín vendrán en caravanas los ases de la ciencia para pedirle una entrevista, para escuchar sus explicaciones. Daremos un salto de milenios, pues cuando hable de igual a igual con un Edison, las mentes de los Camargos o de los Cerrillos le parecerán de hombres cavernarios. Sus patentes, don Antonio, lo harán fantásticamente rico, y nadie le escatimará el dinero cuando se trate de explotarlas.

Pero don Antonio se resistía. Su cerebro no pudo, ni mentalmente, trasplantarse a otros medios. Quizás cometí el error de no hablarle de países en donde las gentes se nos parecen y en donde se respiran también aires pestilentes: tal vez Perú, o Cuba; tal vez México o Venezuela habrían sido refugios adecuados para repetir sus hazañas. El hecho es que, de momento, nos quedamos en La Paz saboreando el pan de la derrota.

Mendieta hizo una larga pausa que dedicó al ritual de dos amigos que conversan íntimamente. Limpió su pipa, la llenó y encendió. Me ofreció unos habanos diciéndome:

—Quisiera agasajarlo con tabacos de la tierra; pero el secreto de mi reclusión me impide procurármelos.

En seguida se levantó a atizar los leños del hogar encendido. Al volver a su sitio se le veía fatigado. La luz de las llamas ponía en su rostro surcos hondos y sus ojos parecían cargados de gravedad.

Yo le dije:

—Si quiere, Mendieta, dejaremos nuestra charla para mañana. Lo que falta lo puedo oír paseando por su huerto. Lo veo cansado.

—Es cierto; pero falta ya poco para llegar al desenlace. Y mañana quiero levantarme temprano, con el espíritu limpio. Vale más que terminemos. Ahora soy yo quien le pide que me escuche.

—Hombre, Mendieta —repliqué—. No me debe usted decir esto. Lo oigo con enorme interés.

—Bueno -dijo Mendieta—, continúo: había otro que comenzaba a paladear nuestro mismo pan. Era nada menos que el General Camargo. El nuevo Presidente estaba lejos de la sumisión que se había esperado de él. Claro que sobre esto no puedo darle los detalles inéditos que conozco de otros acontecimientos; nuestros aparatos estaban ociosos, los gobernadores no nos visitaban, los políticos nos rehuían, los nuevos ministros no nos saludaban, los generales no nos honraban ya con su amistad. En consecuencia una que otra exploración de la mente de algún visitante, resultaba trivial y sin interés.

Pero los rumores de la calle confirmaban desavenencias profundas entre Camargo y el nuevo grupo encaramado en el poder. Los protegidos del General Cerrillo hacían mofa pública de la impotencia del ex dictador. Con este relato no quiero cansarlo, pues los hechos son conocidos de usted. Parece cierto que el General Camargo comenzó a celebrar pláticas con sus amigos militares que le habían quedado fieles; nuestras torpezas, o mejor dicho, las de Cutiño que le he referido, nos hicieron desconocer la verdad y objeto de estas maniobras, pues nuestro alejamiento de Camargo era también definitivo. Una película de este y otra de Cerrillo habrían, bien manejadas, cambiado la faz de la vida política del país. Pero eso estaba ya fuera de nuestras posibilidades.

La cuestión es —siguió diciendo Mendieta— que una mañana, inesperadamente, y con los caracteres súbitos de los hechos accidentales, se leía en los periódicos con grandes letras: «El General Camargo muerto en un accidente. El General Camargo murió al volcar su automóvil. La República de luto. El General Cerrillo inconsolable». Leí las cabezas y echándome apenas mi bata encima y poniéndome las babuchas me precipité a la recámara de don Antonio, quien estaba medio tumbado en un diván y sumido ya en la lectura de todos los detalles.

El relato era en extremo sencillo y eso mismo le prestaba una gran verosimilitud. El General Camargo regresaba, con la noche ya encima, de hacer una visita a una familia que tenía una finca a unos cincuenta kilómetros de La Paz. El automóvil derrapó en una curva pronunciada cayendo a un barranco. El vehículo quedó hecho pedazos, el General muerto, con la base del cráneo fracturada y el chofer con una clavícula rota. Este último se dio cuenta de la muerte de su amo y pudo salir del coche para ir a dar parte de la catástrofe. En realidad, y esto fue del dominio público, el General Camargo mantenía relaciones con una viuda a la que llevó efectivamente a su casa, desde La Paz, y al regreso sobrevino el vuelco; pero esta circunstancia no alteraba en el fondo la verdad de lo acaecido.

Cutiño y yo agotamos aquella literatura de reporteros y nos miramos en silencio. Fue él quien me interrogó:

—¿Qué opina usted, Mendieta?

—Opino, don Antonio —contesté— que de acuerdo con nuestra experiencia todo es posible en este país; hasta es posible que la muerte del General Camargo sea realmente fortuita.

—Tiene usted razón —me contestó don Antonio— pero averiguaré la verdad aunque sea la última investigación que haga yo con mis aparatos.

Arrojó los periódicos lejos de sí y comenzó a vestirse lentamente.

Ahora voy a referirle el epílogo de esta aventura. No sé cómo salí vivo, pues ya usted verá el terreno que pisamos. Debo reconocer que Cutiño demostró ciertas dotes para manejar la intriga. Pero fue descuidado y eso acarreó su perdición.

Esa mañana, antes de salir de casa, me llamó para decirme:

—Mendieta, le ruego que me espere aquí. Quizá tendré necesidad de usted. Voy a trabajar, en verdad a trabajar.

No pude menos que decirle:

—Don Antonio, piense bien lo que va a hacer. Sobre todo no confíe en ninguno de nuestros hombres eminentes; ya usted ve lo que le ha pasado. No me tome a mal que le hable así.

—De usted no puedo tomar nada a mal —me respondió—. Usted es mi amigo único. Tenga confianza en mí.

Salió Cutiño en su auto y yo me quedé hondamente preocupado. Quise leer, pero no podía concentrarme y después de dos o tres páginas de lectura me daba cuenta de que mis ojos habían recorrido las frases sin encontrarles sentido. A media mañana leí una extra de los diarios. Traían más detalles del accidente, fotografías y reportajes complementarios sobre la vida de Camargo. Su cadáver estaba siendo embalsamado y se había decidido llevarlo a la Casa de Gobierno, en donde se le harían guardias por varios días. El General Cerrillo —quien se presentó con los ojos hinchados por el llanto— y su gabinete tomaban la primera media hora. El pabellón nacional, con sus cuatro colores radiando del centro, en donde se destaca el escudo aborigen, se tendría a media asta durante una semana. Todas las labores de la ciudad habían sido suspendidas.

A las doce más o menos sonó el teléfono y me precipité a él. Era Cutiño, quien me dijo:

—Mendieta, hágame un cheque por mil duros y téngalo listo. Mando al chofer a recogerlo.

—¿A nombre de quién? —pregunté.

—Al portador.

—Dígame, don Antonio, ¿puedo saber dónde está, por si acaso hace falta algo?

—No es necesario —contestó—. Nos veremos antes de las dos; comeremos juntos. Good bye.

Colgó el audífono. Noté su voz segura y casi jovial. Era como si la muerte del General Camargo le hubiese devuelto su aplomo. Hice el cheque y se lo remití. Poco después de las dos llegó a casa.

—A comer, Mendieta, a comer. Traigo apetito. A ver, que nos sirvan un vaso de jerez seco o manzanilla; que nos corten un poco de queso manchego para abrir boca.

Decididamente Cutiño estaba alegre.

Nos sentamos en el jardín. Yo me sentía ansioso; casi no me atrevía a interrogarlo. El fue quien habló:

—Es importantísimo saber cómo murió Camargo, y solo una persona lo sabe de cierto: su chofer. Así pues estoy removiendo cielo y tierra para dar con él. Creo que bien vale la pena gastar unos duros; por eso le pedí el cheque.

—Está bien pensado, don Antonio; pero debemos ser muy cautos. Un paso en falso podría costarnos caro.

—Pierda cuidado, Mendieta. Estamos en buenas manos. Estuve en la agencia Sherlock Holmes. El nombre es ridículo; pero la maneja un hombre hábil: Filomeno Quiroz. Usted sabe que después de cumplir una condena se ha rehabilitado y su negocio marcha bien. Conoce su oficio y es eficaz. Me hizo algunas objeciones; pero como no voy a dañar al chofer, se ha prestado a plagiarlo por unas horas. Va usted a ver, Mendieta; cinco mil duros hacen milagros.

—¡Cinco mil duros ha ofrecido usted! —le dije sorprendido.

—Sí, y me parece barato. Estoy dispuesto a doblarlos si todo sale como lo deseo. Este Filomeno me dijo que telefoneará en cuanto tenga algo que decirnos. Vamos a pasar una tarde casera.

Comimos y comentamos todos los detalles del suceso; pero ninguno de los dos podíamos ocultar nuestra ansiedad. Rememoramos un poco nuestras relaciones con Camargo: sus visitas, las francachelas, sus rasgos de carácter genial.

Don Antonio decía:

—Yo llegué a tenerle verdadero afecto; por eso me hirió tan hondamente su ingratitud. Primeramente desconfió de mí y cuando dejé de complacerlo me juzgó un médium imbécil. Pero hay que hacerle justicia: tenía talento y era un gran manejador de hombres. Desde luego juzgo que va a hacer falta en el panorama político de La Paz. Los hombres que lo sucedieron están igualmente corrompidos y les falta su experiencia y su comprensión. Usted sabe, Mendieta, cuán resentido estuve con Camargo; pero su muerte lo ha borrado todo; la corona fúnebre que habrá que mandarle será la de un amigo, no la de un político.

—Me alegra —repliqué— verlo a usted tan ecuánime. Sus palabras, don Antonio, me hacen concebir esperanzas. Creo que, a la postre, saldremos con bien.

En seguida nos pusimos a revisar y preparar los aparatos; nos aseguramos de que había película fresca y de que todo estaba en orden.

Proseguimos después nuestra charla, tranquila en su fondo, pero con una creciente inquietud a medida que la tarde avanzaba; ambos deseábamos una noticia concreta de las pesquisas.

—Tomé el teléfono tres ocasiones hablando a la agencia de Filomeno Quiroz; las tres informaron que este se encontraba fuera y que no se había comunicado con su oficina. Don Antonio y yo hablábamos; pero al mismo tiempo fumábamos y bebíamos café sin tregua. Teníamos los nervios deshechos cuando, a las cinco y media, oí el teléfono y me abalancé al audífono. Era Filomeno Quiroz. Pasé el aparato a nuestro amigo y vi como se iluminaba su rostro.

—Está bien, aquí lo espero.

Y colgó. En seguida me dijo:

—Vienen para acá con el chofer. Parece que el asunto ha sido un poco complicado; pero lo traen al fin.

Ya no nos sentamos; comenzamos a medir la estancia con pasos nerviosos. Aquello era para enfermarse. Finalmente oímos un auto. Nos asomamos y abrimos la puerta. Frente al portal de la casona bajaban de él Filomeno Quiroz y un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, con los ojos vendados, trigueño y vestido de militar, aunque sin insignias; era el chofer de Camargo. Detrás venían cuatro individuos con el sello inconfundible de policías o detectives de películas.

Entraron todos donde nosotros esperábamos. Quiroz se dirigió a Cutiño diciéndole:

—Desearía hablar con usted a solas

—Estoy a sus órdenes —contestó—, pero creo que puede venir el señor —y me señaló a mí—. Es mi secretario y de confianza absoluta.

—Lo veo muy natural —contestó Quiroz.

Entonces nos dirigimos a la biblioteca y nos encerramos en ella. Debo confesarle con sencillez —agregó Mendieta— que esa deferencia de don Antonio me halagó y conmovió; sentí que había recobrado al amigo.

—Don Antonio —comenzó Quiroz— hemos tenido una dura brega y me encuentro seriamente comprometido; por lo tanto he querido advertirlo. Este hombre se siente fuerte; nos ha amenazado y al principio pretendió hacer resistencia. Después nuestras automáticas parece que lo convencieron. He tenido que halagarlo y hacerle promesas: espera una recompensa jugosa en plata; como usted demostró tan enorme interés me he comprometido con este tipo y espero que me respalde. Creo que con unos dos mil duros se sentirá más que feliz.

—No tenga cuidado por eso —contestó Cutiño—. Haré honor a su compromiso. ¿Qué explicación le dio usted por el atropello que estamos cometiendo?

—Hasta el momento de entregarse creyó que éramos de la policía. Tuvimos que desarmarlo y gracias a su clavícula fracturada nos fue fácil tenerlo tranquilo. Después le dije que se le necesitaba para que diese unos datos complementarios acerca del accidente. Lo vendé y aquí lo tiene usted.

—Esta última precaución es inútil, aunque se la agradezco. Este muchacho me conoce y conoce este lugar. Pero quizás eso nos favorezca. Debe tener de mí y de mi casa gratas impresiones.

—Yo —dijo Quiroz—, creí obrar prudentemente. Tampoco debo ocultarle que tengo ciertas sospechas de que nos han seguido.

El rostro de Cutiño se ensombreció; probablemente el mío también. Pero reaccionó rápidamente y replicó tranquilo:

—Eso sería un machetazo a caballo de espadas. De cualquier modo, si nos vigilan, será solo por hoy. No necesitaré más a nuestro hombre. A propósito, ¿cómo se llama?

—Remigio Ruiz —dijo Quiroz.

—Bueno, hágalos pasar, y a Remigio lo sienta aquí —dijo don Antonio señalando el mejor lugar para una transmisión.

—¿Quiere que lo dejemos solo?

—De ninguna manera; estaremos todos juntos.

Pasó el chofer y los cuatro hombres. Nos sentamos, don Antonio directamente ante él, y comenzó la escena. Fue don Antonio quien tomó la palabra:

—¿Tú eres Remigio Ruiz, no es verdad?

—Sí, señor.

—Bueno, Remigio, debes estar tranquilo ¿Tú sabes quién soy?

—Sí, señor; usted es don Antonio Cutiño.

—¿Conocías ya mi casa? ¿Te han tratado bien en ella?

—Muy bien, don Antonio. Vine aquí varias veces con el General. Siempre me dieron de comer y beber lo que quise. También recibí sus regalos. Nos los entregaba Gabino, su chofer. Ya sabe que se los agradecí siempre, pues con el General no teníamos sino nuestro sueldo.

—Tienes buena memoria. Si me conoces sabrás que no quiero hacerte daño. En realidad no habría por qué.

—Es cierto, don Antonio. Pero la verdad es que estos señores me han atropellado. Si usted me hubiese mandado llamar yo habría venido. Pero me atacaron con las pistolas en la mano y me desarmaron. Que si no, no me traen tan fácilmente y me llevo a alguno por delante, a pesar de mi hueso roto.

—Remigio, eso no tiene importancia y debes dispensarlos. Quiero decirte para qué te mandé llamar. Contéstame con sencillez, diciéndome la verdad y te llevarás de aquí un par de buenas talegas. Mira, Remigio, estoy escribiendo la historia de lo que pasa aquí. Necesito apegarme a los hechos y hablar con las gentes que los han presenciado. Tú comprendes la importancia de la muerte del General Camargo y quiero que me des todos los detalles antes de que se te olviden; tú fuiste el único testigo y tus palabras tienen gran importancia para mí.

Yo observaba al muchacho. Cuando Cutiño mencionó a Camargo, lo vi inquieto; volvió el rostro al suelo y ya no lo levantó para vernos de frente. Dijo al fin:

—Don Antonio, a mí no me pregunte nada. Yo ya dije lo que pasó. Los periódicos lo han publicado. Ya ve, me rompí el hombro. Mi General se mató en la caída. No sé qué más quiere que le diga.

—Quiero que relates todas las circunstancias —insistió Cutiño—. ¿Ibas a gran velocidad?

—No, señor; yo siempre he sido muy prudente. Pero el coche me derrapó en la curva y no pude dominarlo. Creo que estalló un neumático. Nos fuimos al barranco y no supe más. Después salí como pude de la parte delantera del coche y quise atender a mi General. Estaba ya muerto. Eso es todo, y ahora déjenme ir.

—Un momento nada más. ¿No tuviste ningún presentimiento? ¿Ninguna corazonada te advirtió lo que podía suceder? A veces pasan esas cosas.

—Oiga, don Antonio; yo he sido soldado y no creo en esas patrañas. Yo salí como todos los días y no podía imaginarme lo que iba a suceder.

—¿Conoces bien el camino? Porque te despeñaste en la barranca más honda.

—Esa fue la fatalidad —replicó Remigio Ruiz vivamente—. ¡Cómo no he de conocer el camino, si lo recorro casi a diario! Unas veces con el General, otras con la señora. Pero la desgracia fue que derrapamos en la curva del kilómetro treinta y cinco. Allí una caída tenía que ser mortal.

—Pues tuviste suerte —dijo Cutiño—; los diarios dicen que el coche quedó hecho pedazos.

—Es cierto. No sé lo que me protegió; pero ya me ve usted aquí. Con un vendaje y tres semanas dicen que estaré al otro lado. Bueno, don Antonio, déjeme ir. Nada más puedo decirle. Le he contestado porque lo respeto y era usted amigo de mi jefe; pero no tienen derecho para tenerme aquí. O si tienen sospechas de mí mátenme sin más averiguaciones.

Cutiño replicó:

—¿Estas loco? ¿Quién habla de matarte; ni siquiera de hacerte daño? Quise saber de tus labios cómo habían pasado las cosas. Ya me las referiste y eso me basta. Te van a dar dos mil duros; te los regalo en memoria del General Camargo, que fue mi gran amigo. Que te ayuden a llevar tu pesadumbre. Puedes irte.

—¿Eso es todo? —preguntó Quiroz sorprendido.

—Eso es todo —respondió don Antonio. Les estoy muy agradecido. Les suplico que dejen a Remigio donde lo desee.

Luego dirigiéndose a Quiroz:

—Muchas gracias. Nunca olvidaré su eficacia. Vamos a hacerle un cheque por su saldo.

Yo me quedé en el despacho escribiéndolo; a Remigio le entregamos un paquete de billetes que saqué del cofre. Después acompañamos a todo el mundo a la puerta.

Cuando nos quedamos solos, don Antonio se frotó las manos, satisfecho:

—Todo ha salido a pedir de boca. Ahora cenaremos y en seguida a trabajar.

En la mesa, me preguntó de pronto:

—¿Qué cree usted que nos diga esta película? ¿Juzga usted inocente a Remigio Ruiz?

—Es muy difícil dar una opinión —respondí—. En ocasiones me parecía conturbado, como si fuese culpable; otras su actitud era la de un hombre sin nada en la conciencia. Pero en fin, estamos próximos a conocer la verdad y no vale la pena adelantarnos.

Y nos pusimos a la tarea de revelar. Fue larga, pero sus resultados muy halagadores. Se precisaban las imágenes durante muchos metros. Yo me sentía angustiado de emoción; Cutiño parecía tranquilo; en la oscuridad, apenas aclarada con la luz roja, lo veía maniobrar con el pulso firme. Cuando terminamos me dijo:

—Dejemos con calma secar este film. Vamos a dormir. Ha sido un día intenso y necesitamos descanso. De cualquier manera no podemos pasarlo ahora.

—Tiene razón —le dije— pero no voy a poder dormir. Tengo los nervios hechos pedazos. En fin, habrá que intentarlo.

Nos despedimos y yo me fui a mi cuarto. Acababa de arroparme, cuando don Antonio tocó a mi puerta discretamente. Entró y me alargó una dosis doble de trional.

—Tómese esto, Mendieta, yo también lo he tomado. Nos hará bien por una noche.

Gracias al narcótico me dormí como un poste. Don Antonio entró a despertarme a las nueve de la mañana.

A mí me devoraba la impaciencia; pero Cutiño parecía impertérrito. Nos desayunamos y como a las diez proseguimos nuestro trabajo. Ya fue solo cuestión de enrollar la película y comenzamos a pasarla.

He aquí la verdad de los sucesos —prosiguió Mendieta: Remigio Ruiz había sido abordado de noche a las puertas de una casa vieja y maltratada; se veían los revoques desconchados y dejando al desnudo los adobes. Probablemente era su casa. Le habla un individuo; pero dos se mantienen a distancia, detrás de él, con las pistolas empuñadas. No se definen bien las fisonomías. Aquel hombre saca un fajo enorme de billetes y comienza a contar. Después, en la pantalla, aparece clara la cifra 5000. Probablemente se trataba de cinco mil duros.

Voy a suprimir detalles inútiles, pues hubo muchas asociaciones de ideas que dieron metros y metros de película sin relación con el hecho medular. Veíase bien que la imaginación del chofer hervía mientras Cutiño lo interrogaba.

El hecho esencial escueto es este:

El limousine rueda por la carretera. Ruiz lo maneja. Atrás viene recostado Camargo; sus facciones se disciernen en la película. Fuma un cigarrillo. Después se ve a Ruiz volver repetidas ocasiones la cabeza hacia atrás: Camargo dormita. Finalmente se llega a una curva pronunciada: a la izquierda del auto se alza la montaña, a la derecha el precipicio; caminan despacio. Ruiz abre lentamente la puerta con la mano izquierda, salta al camino, mientras la enorme masa se despeña. Se ven los tumbos vagamente en el fondo negro.

En seguida Ruiz baja, agarrándose de los árboles, alumbrado por una linterna eléctrica que saca del bolsillo. Con enorme esfuerzo llega al vehículo que está hecho pedazos; los vidrios rotos. Se asoma y ve el bulto oscuro del cuerpo del General. Introduce un brazo y lo sacude. Logra abrir la portezuela y lo aprieta con sus manos; la cabeza del cadáver cae hacia atrás. Ruiz le acerca al rostro la luz; se convence bien de que Camargo está muerto y lo suelta sobre el asiento.

Entonces vuelve a trepar. Resbala y rueda; está a punto de irse al fondo. Pero se atora con unas malezas. Al tratar de incorporarse lo hace con gran esfuerzo. Tiene, para su fortuna, una clavícula fracturada; eso alejará las sospechas. Con grandes penas llega al camino, para a un auto que pasa, monta en él…

—Esto es monstruoso —exclamé sin poderme contener.

—Es monstruoso; pero es cierto —me contestó Mendieta—. Así murió Camargo.

—¿Y quién lo mandó matar?

—Esto no se sabrá ya nunca con precisión. Haga usted sus propias conjeturas. Nosotros nos propusimos averiguarlo, mas nos faltó tiempo. Déjeme proseguir.

XXIII
La última tragedia

Acabamos de ver ese film increíble; don Antonio lo enrolló y guardó. En seguida nos sentamos, sin que ninguno de los dos se atreviera a romper el silencio. Yo fui el primero que hablé:

—Ya ve usted en qué mundo hemos vivido; ¡pobre de este país!

El pensamiento de Cutiño andaba por otros rumbos. Su malicia innata y su experiencia de los tiempos del Chueco Farías se habían despertado.

—Eso ya lo sabemos, Mendieta; pero no es eso lo que me preocupa. ¿Se da usted cuenta de nuestra situación? Voy a decirle cuál es: la entrevista con Remigio Ruiz va a conocerse; si no los detalles, sí el hecho fundamental. Probablemente en estos momentos se sabe ya a qué hora entró y a qué hora salió de esta casa. ¿Recuerda usted que Quiroz nos habló de que lo habían seguido? Eso es claro. Después del asesinato —hay que llamarlo así— Remigio Ruiz es una amenaza. Es natural que se le vigile; en realidad no doy un duro por su vida. Hagamos otra conjetura: ¿no encuentra usted lógico que Ruiz haya contado el atraco de que fue víctima? Ignoramos quiénes son sus instigadores y protectores; pero seguramente son poderosos y Ruiz desea sentirse cobijado. No será difícil que les refiera todo nuestro interrogatorio. Ya solo esto nos pone en una posición peligrosa. Pero supongamos que esto llega hasta… Bueno, Mendieta, usted sabe que hay quien conoce mis aparatos. Va a colegirse que exploramos la mente de Ruiz, lo cual es cierto. Y también que conocemos quién es el autor intelectual de este delito, lo cual no es cierto. No hemos llegado a tanto… desgraciadamente. De cualquier manera, se nos va a considerar poseedores de un secreto tremendo. Ahora, usted juzgue por sí mismo.

Yo mascullaba —decía Mendieta— los silogismos de Cutiño. En realidad habíamos satisfecho una curiosidad muy legítima; pero eso mismo nos colocaba en un riesgo enorme. Cutiño tenía razón.

—Don Antonio —le dije—, no veo manera de explotar en ningún sentido lo que hemos sabido. Nos falta un dato importante: quién sobornó a Remigio Ruiz para cometer el crimen. Pero aún sabiéndolo o coligiéndolo, ¿qué podemos hacer? ¿Denunciarlo? Nos tomarían por locos. Finalmente, aunque usted me diga que entono una sola cantinela, debo insistir en que no tenemos más que una solución: la huída. Y ahora la llamo así: huída, sin eufemismos, porque en realidad, aunque no somos reos de la justicia, vamos a ser perseguidos. Y usted mismo se da cuenta de ello por lo que acaba de decirme.

—Bueno —dijo Cutiño—, el silencio es un buen consejero. Ya reanudaremos esta charla.

Y se levantó.

Yo le dije:

—Don Antonio, los momentos cuentan. Tome una decisión rápida: ya sabe que lo acompaño.

—No transcurrirán veinticuatro horas sin que lo hayamos hecho.

Pasamos el día en casa —prosiguió Mendieta— pero sin hablar del grave asunto. Comimos, como de costumbre. Yo sin poder disimular mi inquietud; él calmado y hasta sonriente. Como a las cinco fui a su cuarto: fumaba y leía.

—Don Antonio —le dije—, si no me necesita voy a salir un rato; quiero estirar las piernas.

Cutiño asintió y yo me eché a la calle.

Estuve telefoneando casi cada media hora; preguntaba si mi presencia era necesaria. Y es que me sentía desazonado; presintiendo una desgracia. Pero don Antonio me tranquilizaba:

—No se moleste tanto —me decía—. Váyase a ver a alguna amiga; es lo que le conviene. Tómese con ella unas copas a mi salud.

Regresé a las diez. Cutiño dormía como un lirón.

A la mañana siguiente me mandó decir que quería desayunar conmigo. Me bañé, me vestí y bajé al jardín, donde ya me esperaba.

Me habló gravemente; pero tranquilo:

—Mendieta, he pesado todas las cosas. Realmente nuestra situación es en extremo delicada; además no tengo derecho a comprometerlo a usted, He decidido hacer un viaje; pero comencemos por donde otros acaban. Iremos en primer lugar a los mares del Sur y a la India; de allí pasaremos a Europa. Ya discutiremos los detalles más tarde. Por lo pronto lo autorizo a que comience los preparativos desde ahora mismo.

—Don Antonio —le respondí—, mi plan es otro y le ruego me escuche. También he mascullado toda la noche y he aquí mi proposición: salga mañana mismo en aeroplano usted solo; si es necesario tomaremos un avión especial aduciendo que va usted enfermo u ocultando su identidad. En veinticuatro horas estará usted en México, en unas cuantas horas más en territorio americano. Llévese una pequeña maleta y los planos de sus aparatos. Yo lo alcanzo dentro de unos días. Me ocuparé de sus baúles, de sus negocios, de sus cartas de crédito. En fin, trabajaré día y noche para reunírmele en seguida; pero estaré tranquilo.

Cutiño contestó:

—Ya le he dicho que no quiero salir como un fugitivo. Hay que obtener nuestros pasaportes y viajar a la luz del día. Iremos en carro especial a Puerto Pizarro y de allí en un compartimiento de lujo de la White Star. Yo le aseguro que nadie nos molestará.

Insistí en mis puntos de vista; primero con energía y más débilmente después, al encontrarme con la firme obstinación de don Antonio. Tuve que darme por vencido y ofrecí ocuparme de los preparativos desde luego.

Durante dos días todo marchó bien. El tercero fui a obtener los pasaportes; ofrecieron entregárnoslos en cuarenta y ocho horas. Averigüé lo relativo al barco y escogí y pagué un suite muy confortable con dos camarotes, sala y baños; algo de acuerdo con la categoría del viajero. Nos embarcaríamos a los ocho días.

Antes de partir había que hacer un viaje a San Cristóbal, el emporio petrolero de La Paz. Resultaba indispensable arreglar muchos detalles con las compañías ligadas a las concesiones de Cutiño. Dejé, pues, a este, haciendo compras, entregado a la tarea de aprovisionarse de fruslerías para un viaje largo. Mientras tanto tomé un aeroplano especial y me marché a San Cristóbal. Había ya pasado el momento de la efervescencia y nuestros espíritus parecían en paz.

Quiero recordarle ahora —siguió diciendo Mendieta— aunque sea levemente, ese período de desconcierto que siguió a la elección, si así la quiere usted llamar, del General Cerrillo. Y lo hago porque tiene contacto con mi historia. Los pseudolíderes habían provocado toda clase de disturbios atribuyendo a los capitalistas las atávicas miserias de la República. Esto se complicó con una baja inesperada del duro, cuyo tipo descendió de dos setenta a algo más de tres, con relación al dólar; y aunque esto no afectaba de momento las condiciones de vida de la gente media o humilde, fue el pretexto para excitar a las multitudes y amotinarlas en las calles con destrucción de vidrieras y zaguanes. Esto se llamó, como usted recordará, «el día de los Bancos», porque a los banqueros se les hacía responsables de la alteración de los cambios. Causaron desperfectos más o menos serios en las fachadas del Banco Industrial, del Banco del Credit Foncier, del Banco de Comunicaciones. Pero no penetraron a ninguno de ellos. Piquetes de soldados los resguardaron y la policía protegió la salida de los funcionarios que querían dirigirse a sus casas.

Pequeños grupos en desorden recorrían las calles. Cargaban, como símbolo, una plataforma, a guisa de angarillas, y sobre ella un banco; este llevaba, hondamente incrustados, un machete o un hacha, y en frente, con grandes letras, una insignia: Abajo los Bancos. Cuando se cansaban del acarreo se detenían en una esquina, estorbaban el tránsito y hacían una hoguera.

El «día de los Bancos» lo pasé en San Cristóbal. Habían llegado, por radio, noticias entrecortadas. Los periódicos no traerían la información completa sino hasta el nuevo día. Cual no sería mi sorpresa al ver, en el encabezado del diario local lo siguiente: Los Bancos lapidados. ¡Fue asesinado el banquero Antonio Cutiño!

Ya usted comprenderá —prosiguió Mendieta con una voz en la cual se traslucía la emoción— lo que sentí. Mis esenciales diferencias con Cutiño, no me impidieron quererlo con un afecto hondo. A pesar de su miopía mental y moral me había conquistado. En ocasiones creo advertir que le guardo rencor, pero es por lo que pudimos hacer y dejamos de hacer. Quizás sin haberlo conocido me habría tocado realizar una existencia de mayor integridad moral y por eso a veces me considero un fracasado; pero mi profundo conocimiento de los hombres —aunque amargo— lo debo a los años que pasé con él.

Tuve que rendirme a la evidencia al leer los detalles. Se acusaba a Cutiño de cómplice en chanchullos bursátiles; se le atribuía influencia con los banqueros, y en realidad la tenía. Este había sido el pretexto para asaltar su casa. Una chusma de irresponsables, encabezados por unos cuantos matones entraron a ella, destruyeron los muebles y cuanto encontraron a mano. Los periódicos dijeron que don Antonio había querido defenderse y que habiendo herido a uno o varios de los asaltantes fue acribillado a balazos.

Con honda tristeza apresté mis cosas para regresar inmediatamente en el avión. Poco después de medio día aterrizamos en el campo del Sur, tomé un taxi y con el corazón lleno de angustia me dirigí a la casa. Esta presentaba todo el aspecto, desde afuera, de un edificio incendiado. Soldados guardaban el jardín para que nadie se acercase y me costó trabajo lograr trasponer la reja para llegar hasta el portal. Allí un teniente me hizo un interrogatorio; me di a conocer, pregunté por los criados y al fin salió Manuel, el mozo más antiguo.

Se veía que había llorado y al verme se echó en mis brazos.

—¿Dónde está don Antonio? —le pregunté.

—Lo llevaron a la funeraria —me contestó—. Aquí han acabado con todo y no había un lugar decente donde velarlo. Además esto ha estado lleno de policías, agentes, militares.

—¿Qué han decidido hacer? —le dije.

—Lo están esperando a usted —me contestó.

Quise penetrar a la casa. Me indicaron que no podía hacerlo sin orden superior; pero no me decían de quién. Me dirigí, pues, a arreglar lo necesario para el entierro. Algunos habían tomado ya providencias; se había evitado la autopsia y lo dispuse todo para la mañana siguiente.

En seguida fui a gestionar la absurda orden superior. Todos me la negaban. Hasta el mismo Ministro de la Guerra me dijo que no era asunto de él. Finalmente pude pasar recado al General Cerrillo, explicándole a su secretario que yo quería sacar mi ropa y mis libros, si acaso todavía existían. Afortunadamente di con un hombre comprensivo y humano y obtuve una autorización amplia.

Pasé la noche en la funeraria; no quise ver el cuerpo de mi amigo. Por la mañana lo acompañé al cementerio. Íbamos un centenar; algunas mujeres, ocultas en sus velos, caras desconocidas y entre esas gentes solo unos quince o veinte de nuestros habituales. Los demás eran individuos que recibieron pequeños favores de Cutiño; los únicos fieles que venían a despedir a quien muchas veces les había dado dinero hasta para satisfacer sus flaquezas. Vi allí muchos pantalones grasientos, cuerpos encorvados sobre los bastones, zapatos rotos y camisas raídas. Bueno —continuó Mendieta— la ceremonia se llevó a cabo con su banalidad acostumbrada y afortunadamente sin oraciones fúnebres.

Acabé con aquel penoso deber y fui a la que había sido nuestra residencia. Pude al fin entrar y allí confirmé lo que ya suponía: se había tomado un empeño especial en acabar con los aparatos; su destrucción fue sistemática y no quedó ni un contacto, ni un bulbo, ni un alambre servible. La cajita metálica donde se guardaban las películas, yacía en el suelo rota y abierta con violencia. Se habían forzado todos los cajones de los escritorios, decerrajado las chapas, destruído las puertas, y aunque dediqué varios días a la búsqueda de los planos, me fue imposible dar con ellos. Encontré únicamente los papeles que le leí, y otros sin importancia, y eso porque estaban en este mismo portafolios, entre los tomos de una enciclopedia.

Mi cuarto era lo que menos había sufrido. Pude rescatar algunos libros y casi toda mi ropa; pero lo demás estaba achicharrado. Mis máscaras se escaparon porque, falto de espacio, las guardaba en otro sitio.

La casona fue deliberadamente incendiada. Se veían, tiradas en la gran estancia, las latas vacías de esencia con la cual se habían regado muebles, libros y alfombras. En fin, nada restaba por hacer. Cuando consideré mis pesquisas inútiles dije adiós a aquello y me alejé para no volverlo a ver más.

Después ya se lo he referido todo. Arreglé y liquidé como pude mis cosas. De lo que acaecía lo que más me sorprendió fue el no haber sido víctima de un atentado, pues no tomé la menor precaución. Me entregué a mi destino dispuesto a no luchar. ¡De tal manera me sentía yo aplanado y deshecho! Mi insignificancia me salvó.

Al cabo de unas semanas embarquéme para Nueva York, y de allí un trasatlántico me llevó al Havre. Durante ocho o diez meses satisfice mis deseos de viajar. Fui a Italia y recorrí Francia, y finalmente vine a España; caí en Orio y lo demás lo sabe ya usted.

Epílogo

Mendieta hablaba con no disimulada tristeza. Sus heridas sangraban aún, reabiertas con nuestra charla. A la luz contrastada del hogar contemplaba su rostro envejecido, sus párpados pesados. Se levantó y sacó de la alacena una botella de vino; abrióla y llenó dos vasos.

—Tengo la boca seca —me dijo— esto nos sentará bien.

Nuestra velada se terminaba tristemente y bebimos sin brindar y lejos de nuestra excitación de la noche anterior.

—Bueno —le dije a Mendieta— hay que ir a dormir.

—¿Cuáles son sus planes? —me preguntó.

—Pienso seguir por toda la costa, hasta Irún. Después voy a París. Quiero conocer Francia antes de volver a América.

—Quédese aquí unos días conmigo —me dijo—. Tendrá buena cama, buenos libros, buen vino. Saldremos a recorrer los sembradíos, llegaremos a pie hasta las cordilleras, iremos de pesca por alta mar. Decídase.

El programa de Mendieta era tentador; pero mi resolución estaba tomada. ¿De qué habríamos podido hablar después de su dramático relato? Además, él había descargado su conciencia y había sacudido, ante mí, el saco de sus culpas, leves por cierto. Llegaba mi momento de confesar que yo, sin un Cutiño que me constriñera, había tomado por propia inclinación el fácil sendero del enriquecimiento. De plano rechazaba yo esa postura embarazosa.

—Permítame partir, Mendieta. He pesado todas las cosas y es lo mejor. Le dejo mi amistad inquebrantable.

—Está bien; quizás tenga usted razón. Vámonos a dormir.

Y al día siguiente, después del desayuno, emprendí mi camino. Abracé efusivamente a mi amigo José Mendieta y para no hacer tan dura la despedida, ambos prometimos escribirnos. El se quedó largo rato junto al portal del caserío; se destacaba sobre el vano, con su pantalón de pana, sus alpargatas y su boina. Mi vista fija a través del vidrio trasero del auto, vi esfumarse su figura maciza en el polvo y la distancia. Después hundí mi rostro en mis manos y sentí un deseo enorme de llorar, pero mi corazón estaba reseco.

Continué mi viaje. De allí, unos cuantos kilómetros a San Sebastián y otros cuantos hasta Irún, para dejar España. Salí de ella con el espíritu angustiado, como si presintiera lo que había de venir. Por mi mente pasaban los recuerdos de Andalucía, de Castilla, de Vasconia. Las gentes finas de Sevilla, sensuales y agudas; los levantinos del Romance, los castellanos graves, los vascongados de simiente remota. Todos ellos eran para mí España, la que acababa de contemplar, a veces alegre, a veces melancólica; pero siempre viviendo integralmente su vida. Comprendía bien por qué allí las infecciones se resuelven en tumores que maduran con rapidez y revientan. Viene el choque terrible y la convalecencia podrá ser larga; pero el organismo resurge renovado y sano, ávido de vida.

Yo volvía a mi destino, a la tristeza de mis indios explotados, a mi pobre tierra crónicamente enferma donde medran los Paulladas, donde los ladrones se disfrazan de apóstoles, donde los espíritus claros y honestos arrastran los grilletes de la cobardía. Regresaba a sumar nuevamente mi actividad avara y codiciosa a la de los falsos redentores, quienes, al igual que yo, amasan sus fortunas con el sudor y la sangre de esa tierra. Envidiaba a Mendieta que se quedaba cultivando manzanos y bebiendo vino en las tabernas, y que había podido arrancarse a la podredumbre de los diputados, los generales, los líderes, los ministros y los influyentes; todos ellos chupando, como piojos, la savia de una patria cada día más extenuada y castigada por la ya atávica avidez e imbecilidad de sus hijos.

Y sin embargo…

Estas líneas las escribo en La Paz. Hasta mi mesa entra el sol del invierno; el cielo está azul, sin una nube; el aire tibio. En mi jardín hay flores; los chiquillos juegan desnudos. Y me siento optimista, y pienso que, algún día, vivirán en La Paz generaciones felices de hombres que juntarán la fortaleza inmortal de España con la inmutabilidad eterna y grave de la América. Esperemos que los Mendieta sean quienes la pueblen y gobiernen.

Quiero solo declarar que he cumplido mi palabra. Las páginas anteriores quedaron guardadas meses y meses, hasta que tuve la noticia de la muerte de José Mendieta.

España arde; pero resurgirá con un cuerpo y un espíritu nuevos, y será, como siempre, nuestro supremo ejemplo. Mendieta murió en el sitio de Bilbao. ¿Luchaba con los rojos o con los blancos? No lo sé ni me importa. Estoy cierto de que su espíritu vive en la Eterna Paz.

1935-1938.


1 Fragmento incompleto desde el original.