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así pues, de profundo
sueño dulce los miembros ocupados,
quedaron los sentidos
del que ejercicio tienen ordinario
(trabajo en fin, pero trabajo amado,
si hay amable trabajo),
si privados no, al menos suspendidos,
y cediendo al retrato del contrario
de la vida, que, lentamente armado,
cobarde embiste y vence perezoso
con armas soñolientas,
desde el cayado humilde al cetro altivo
sin que haya distintivo
que el sayal de la púrpura discierna,
pues su nivel, en todo poderoso,
gradúa por exentas
a ningunas personas,
desde la de a quien tres forman coronas
soberana tiara
hasta la que pajiza vive choza;
desde la que el Danubio undoso dora,
a la que junco humilde, humilde mora;
y con siempre igual vara
(como, en efecto, imagen poderosa
de la muerte) Morfeo
el sayal mide igual con el brocado.
El alma, pues, suspensa
del exterior gobierno —en que, ocupada
en material empleo,
o bien o mal da el día por gastado—,
solamente dispensa
remota, si del todo separada
no, a los de muerte temporal opresos,
lánguidos miembros, sosegados huesos,
los gajes del calor vegetativo,
el cuerpo siendo, en sosegada calma,
un cadáver con alma,
muerto a la vida y a la muerte vivo,
de lo segundo dando tardas señas
el de reloj humano
vital volante que, sino con mano,
con arterial concierto, unas pequeñas
muestras, pulsando, manifiesta lento
de su bien regulado movimiento.
Este, pues, miembro rey y centro vivo
de espíritus vitales,
con su asociado respirante fuelle
—pulmón, que imán del viento es atractivo,
que en movimientos nunca desiguales,
o comprimiendo ya, o ya dilatando
el musculoso, claro, arcaduz blando,
hace que en él resuelle
el que le circunscribe fresco ambiente
que impele ya caliente,
y él venga su expulsión haciendo, activo,
pequeños robos al calor nativo,
algún tiempo llorados,
nunca recuperados,
si ahora no sentidos de su dueño,
(que, repetido, no hay robo pequeño)—;
estos, pues, de mayor, como ya digo,
excepción, uno y otro fiel testigo,
la vida aseguraban,
mientras con mudas voces impugnaban
la información, callados, los sentidos,
con no replicar solo defendidos;
y la lengua que, torpe, enmudecía,
con no poder hablar los desmentía.
Y aquella del calor más competente
científica oficina,
próvida de los miembros despensera,
que avara nunca y siempre diligente,
ni a la parte prefiere más vecina
ni olvida a la remota,
y en ajustado natural cuadrante,
las cuantidades nota
que a cada cual tocarle considera,
del que alambicó quilo el incesante
calor, en el manjar que, medianero
piadoso, entre él y el húmedo interpuso
su inocente sustancia,
pagando por entero
la que, ya piedad sea, o ya arrogancia,
al contrario voraz, necio, la expuso
(merecido castigo, aunque se excuse,
al que en pendencia ajena se introduce);
esta, pues, si no fragua de Vulcano,
templada hoguera del calor humano,
al cerebro enviaba
húmedos, mas tan claros, los vapores
de los atemperados cuatro humores,
que con ellos no solo empañaba
los simulacros que la estimativa
dio a la imaginativa
y aquesta, por custodia más segura,
en forma ya más pura
entregó a la memoria (que, oficiosa,
grabó tenaz y guarda cuidadosa),
sino que daban a la fantasía
lugar de que formase
imágenes diversas.
Y del modo
que en tersa superficie, que de Faro
cristalino portento, asilo raro
fue, en distancia longísima se vían,
sin que esta le estorbase,
del reino casi de Neptuno todo,
las que distantes le surcaban naves,
viéndose claramente,
en su azogada luna
el número, el tamaño y la fortuna
que en la instable campaña transparente
arresgadas tenían,
mientras aguas y vientos dividían
sus velas leves y sus quillas graves:
así ella, sosegada, iba copiando
las imágenes todas de las cosas,
y el pincel invisible iba formando
de mentales, sin luz, siempre vistosas
colores, las figuras
no solo ya de todas las criaturas
sublunares, mas aun también de aquellas
que intelectuales claras son estrellas,
y en el modo posible
que concebirse puede lo invisible,
en sí, mañosa, las representaba
y al alma las mostraba.