El réferi cuenta nueve (fragmento)

Diego Cañedo

1943

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Los sucesos posteriores pertenecen a la Historia. Una flotilla enorme de submarinos —se calcula que de varios miles—, atacó las costas brasileñas. A pesar de la tenaz resistencia de sus habitantes, la sorpresa los aplastó. La invasión derramóse hasta Panamá y la destrucción del canal por un gigantesco torpedo que cargaba miles de toneladas de explosivos y que según se dijo era guiado por una tripulación suicida, fue un golpe que parecía mortal para las naciones unidas. El Tío Sam se replegó violentamente a su territorio y comenzó a prepararse febrilmente para la defensa.

Los alemanes invadieron Centro América hasta la frontera de Guatemala con Honduras y Salvador, donde tomaron unos días de tregua. Aquello recordaba la primavera de 1940, cuando ocuparon los Países Bajos y Francia.

El 9 de febrero de 1946 los habitantes de la metrópoli que vivían presas del sobresalto y la curiosidad, comenzaron a escuchar en la madrugada un ruido sordo de bombardeos. Muchos abandonaron el lecho y subieron a las azoteas; en el aire frío y claro el estrépito de las explosiones se hacía más retumbante y llenaba el espacio; como a las siete se escuchó el ronronear lejano de aviones. El conserje del edificio ocupado entonces por los ferrocarriles en la esquina del Paseo de la Reforma y la calle del Ejido, trepó hasta la terraza más alta y pudo contemplar centenares de máquinas que llegaban por el sur; procuró contarlas, pero su vista no podía agruparlas para hacer un cálculo rápido. Indudablemente pasaban de quinientas. Cuando se hicieron perfectamente visibles empezaron a soltar de sus barrigas bultitos oscuros que se precipitaban al vacío y que de pronto flotaban colgados de sombrillas que se abrían como gigantescas flores blancas. Poco a poco esos bultos iban adquiriendo forma humana y se discernían, en la claridad del ambiente, las cabezas, las piernas y los brazos. Mientras tanto de casas desparramadas en muchos rumbos de la población salían grupos muy numerosos con toda clase de armas y se dirigían hacia el Palacio Nacional y hacia los cuarteles. En las afueras, donde los paracaidistas aterrizaban, muchos vehículos estaban en su espera para transportarlos al centro. Las oficinas de los partidos de oposición se erizaron de ametralladoras y las bocacalles se llenaron de patrullas armadas.

Simultáneamente comenzaron a escucharse tiroteos por rumbos muy diversos. El vecindario temeroso y expectante al mismo tiempo no sabía a ciencia cierta lo que pasaba; pero como a las ocho una columna de populacho, de cuatro o cinco mil hombres, recorrió el Paseo de la Reforma gritando vivas al ingeniero Cabral y mueras al gobierno; otros grupos llevaban grandes cartelones con esta sola palabra: «Paz».

Los elementos leales organizaron la resistencia en diversos sitios: en el cuartel de Peralvillo, en el palacio nacional, en la ciudadela, en Chapultepec y comenzó la lucha por posesionarse de las avenidas más estratégicas.

En el aeródromo de Balbuena unos treinta o cuarenta aviones se elevaron para librar una batalla suicida y heroica; pero uno a uno fueron cayendo. Hicieron, sin embargo, bastantes bajas entre los enemigos y uno de los bombarderos invasores cayó panza arriba en la Alameda, mostrando las alas con las insignias nazis y provocando un gran incendio de árboles que crepitaban con el fuego.

Ese mismo día, en las primeras horas de la tarde, una radio gobiernista, que seguía transmitiendo, anunció que un transporte enemigo había logrado atracar en Veracruz rodeado por centenares de submarinos que lo escoltaban como delfines gigantescos. El pueblo y los muchachos conscriptos del puerto trataron de hacer resistencia, pero no existía una sola pieza ni un asomo de preparación y todo terminó en una carnicería de héroes. Entonces los invasores organizaron columnas de tanques y hombres motorizados que se dirigieron sobre México. Al día siguiente, que era domingo, estaban ya sobre el camino a sesenta kilómetros de las goteras.

Los grupos facciosos se apoderaron fácilmente de Tampico y Acapulco. En esta última bahía desembarcó también una fuerte columna alemana. Varios transportes cayeron sobre Puerto México y los invasores avanzaron a través del Istmo; traían plétora de cañones, tanques, locomotoras y carros. En esa ruta las tropas del gobierno se batieron con bravura ejemplar, pero nada podían contra hombres veteranos de la guerra en Europa, equipados con el armamento más moderno.

Mientras tanto las fuerzas nazis habían atravesado Guatemala, donde se les hizo una oposición desesperada, y se internaban por nuestro territorio.

Los japoneses que juraron lealtad al país se convirtieron de pronto en una fuerte columna que se avalanzó contra Guadalajara. Otros saltaron desde las costas de Sonora, a través del Golfo de Cortés, sobre la Baja California, mientras varios centenares de submarinos nipones hacían un desembarco por la costa del Pacífico.

Estos hechos no forman propiamente parte de mi relato, que debería ceñirse a unas cuantas gentes unidas por una trama casi familiar. Pero no puedo desprender a mis protagonistas del cuadro de la invasión y de la guerra que dominaba y regía los intereses, las pasiones y hasta las circunstancias más nimias en las vidas de cada quien.

El recuerdo que guardo de esas semanas es que los vecinos se sentían poseídos por el pánico y la sorpresa. Mis padres se encerraron en nuestra pequeña vivienda y a mí me encerraron con ellos mientras en las calles ocurrían escaramuzas y sobre nuestras cabezas se escuchaba el zumbido de los aviones. Los periódicos dejaron de publicarse y durante muchos días conocíamos lo ocurrido por los rumores que se propalaban de una calle a otra. Nos dábamos cuenta de los progresos nazis por las radiodifusoras que al principio transmitían mensajes llenos de esperanza para después irse callando una a una. Entonces comenzaron a difundir discursos hablando de la caída del gobierno y de la formación de una asamblea que debería elegir a un presidente provisional.

El Presidente legítimo, con su ministro de la guerra y unos tres o cuatro mil hombres se defendían obstinadamente en el viejo convento del Carmen en San Angel. Finalmente, ante el empuje enemigo, tuvieron que echarse a pie de noche por los pedregales buscando una salida hacia la serranía del Ajusco; fueron alcanzados y conminados para rendirse, pero ellos contestaron con el fuego de sus ametralladoras. Las tropas de invasores los cercaron al fin y los exterminaron uno a uno, sin hacer un solo prisionero. Así murió un presidente que aunque escaló el poder por el fraude electoral en contra de la opinión casi unánime del país, se hizo respetable después por sus virtudes de hombre de bien, tan escasas entonces entre los políticos. Todavía ahora los textos de historia hablan de él llamándolo El Bueno, y con este adjetivo, en el cual no hay ni una sombra de ironía, rinden un tributo a su memoria. Fue un hombre bueno y murió como un valiente y un patriota. ¡Cuántos habrían querido hacer otro tanto!

Lo anterior ocurrió con la rapidez de un relámpago; era en realidad la misma blitzkrieg de Bélgica, de Francia, de Grecia. Para el 19 de febrero las tropas que se llamaban a sí mismas del Nuevo Gobierno, pero que en realidad estaban formadas por nazis invasores, desfilaron por la capital. Cantidades fantásticas de armamentos, que parecían haber bajado del cielo por milagro, llegaban en flotillas interminables de camiones que como líneas puntuadas rayaban los caminos por distancias inmensas. Para mediados de marzo los nazis habían consolidado sus posiciones hasta el norte de la república. Los japoneses dominaban todo el Occidente. Algunos jefes militares, aplastados por la rudeza del ataque, se rindieron; unos cuantos, nazistas de corazón, hicieron proclamas y alegando que el bien del país lo representaba el gobierno recién constituído, entraron a colaborar con el Nuevo Orden.

El resto de nuestro ejército, entre ellos un gran número de muchachos que se batieron con denuedo, se salvó replegándose hasta los jirones del territorio que el enemigo no pudo invadir. Entre esos hombres se conservó siempre intacta la esperanza de recuperar un día la patria perdida.

Los alemanes obraron con gran sagacidad y cuando se presentaron en la metrópoli con lujo de aeroplanos, paracaidistas, tanques y ametralladoras, hacían la comedia de que venían a prestar su ayuda a un movimiento popular que restauraba la dignidad del país sojuzgado por el poderío americano. Así, la lucha en México se enmascaró con la careta de la guerra civil.

Al principio muchos hombres de buena fe, que ante el conflicto habían perdido el sentido de la proporción, cayeron en esa trampa hábilmente tendida. Más tarde, cuando el lobo disfrazado con la piel del cordero empezó a gruñir y a mostrar los colmillos, casi todos esos hombres dieron un paso atrás, arrostrando el peligro y aún la muerte, y se unieron a los que luchaban por arrojar al nazi. La invasión fue una prueba dura que a la postre tuvimos que bendecir. Bajo la bota nazi México inició su primera hora de pueblo libre y unido. Desde ese momento las gentes comenzaron a luchar y a morir por algo más alto que las engañifas de los líderes.

Se reunió una gran asamblea y fue electo presidente provisional Onésimo Cabañas. Existía el plan de convocar a una elección definitiva; pero estos sueños nunca llegaron a realizarse. Cabañas fue el primero y el último de la Dinastía de los Quislings Mexicanos.