El doctor don Remigio Pérez Serrato, presidente del Bureau de Eugenética de Villautopia, era uno de aquellos habladores incoercibles que, cuando no tienen auditorio, hablan solos o con los muebles de su despacho.
Como el raudal inagotable de su instructiva elocuencia tenía propiedades hipnóticas, el hallazgo de un oyente atento era para él el más sabroso regalo.
Aquel día reventaba de satisfacción, pues la suerte, propicia, habíale deparado selecto auditorio en las importantes personas de dos médicos hotentotes que, en misión científica que su gobierno les confiara, venían a estudiar la manera de implantar en su país las medidas conducentes a evitar el estancamiento evolutivo de su raza.
Cuando Ernesto, provisto de una tarjeta de presentación de Miguel, llegó a la oficina del doctor para manifestarle que aceptaba el nombramiento recibido y enterarse de sus obligaciones, ya estaban allí los africanos galenos. Encantado don Remigio, hizo las presentaciones de rúbrica:
—El señor Ernesto del Lazo, uno de nuestros más distinguidos reproductores; los sabios doctores Booker T. Kuzubé y Lincoln Mandínguez, dignos representantes de la ciencia médica en la Hotentocia…
Ernesto saludó inclinándose; los negros al sonreír descubrieron el teclado de sus formidables dentaduras de caníbales. Joven el uno y viejo el otro, los dos eran feos y bembones y tenían un aire muy cómico de asustada curiosidad; se expresaban correctamente en inglés y sus ademanes eran afectados. Llevaban largas levitas negras y unos sombreros muy largos en forma de cono truncado, que conservaban hundidos hasta las orejas en señal de respeto; el viejo, con su collar de barba blanca, parecía un chimpancé domesticado.
Como de sesenta años, alto y grueso, el doctor Pérez Serrato usaba la blanca y lacia cabellera larga y peinada hacia atrás. Su cara redonda y pálida, totalmente afeitada, sus cejas negras y muy espesas sobre unos ojos bovinos, le hacían parecerse bastante a otro médico ilustre de la antigüedad, al célebre Charcot.
La bata de seda morada, ceñida a la convexidad prócer del abdomen, y una gorrila de terciopelo del mismo color, le daban un aspecto episcopal y subrayaban la majestuosa prestancia de su fachada. Sobre el pecho ostentaba el tradicional botón rojo de la Legión de Honor; insignia que, por no ser menos seguramente, lucían también los africanos en la solapa de sus respectivos levitones.
Para documentar debidamente a sus visitantes antes de mostrarles las dependencias de la vasta institución que estaba a su cargo y, más que nada, para sacar de su auditorio todo el partido posible, don Remigio inició una plática preliminar, procurando tomar el hilo del asunto desde los más remotos orígenes de la Eugenética; a ser posible, hubiese arrancado desde los tiempos prehistóricos.
—Vosotros debéis recordar, distinguidos colegas —comenzó diciendo— que hasta mediados del siglo XX, aunque creían haber llegado al summum de la civilización, los hombres seguían reproduciéndose exactamente lo mismo que los demás mamíferos. Hace cerca de trescientos años, un ilustre coterráneo nuestro, cuya es la estatua que habréis visto a la entrada de este edificio y de quien no es necesario repetir el nombre, por ser conocido en el mundo entero, demostró experimentalmente que el óvulo de los mamíferos, una vez fecundado, puede desarrollarse en la cavidad peritoneal de otro individuo de la misma especie, aun de sexo masculino, Él partió de la observación de las gestaciones ectópicas y, naturalmente, hizo sus primeros ensayos en los animales de laboratorio. Toda la dificultad estaba en modificar, en feminizar por decirlo así, el organismo del animal macho, y cuando esto se logró, merced a las inyecciones intravenosas e intraperitoneales de extractos ováricos, el ingente problema estuvo prácticamente resuelto. El mundo científico entero se conmovió de admiración cuando, en el gran Instituto Rockefeller de Nueva York y en presencia de las notabilidades médicas de diversos países, nuestro sabio compatriota seccionó el vientre de un conejo de Indias, macho; y extrajo de él cinco conejillos perfectamente desarrollados y viables.
»Más tarde se realizaron análogas experiencias en la especie humana, con éxito brillante; pero pasó mucho tiempo sin que tales ensayos perdieran el carácter de curiosidades científicas. Prejuicios seculares se oponían a la generalización del procedimiento, y el genial innovador, clasificado hoy entre los más grandes benefactores de la humanidad, murió casi olvidado y sin haber visto la completa y radical transformación que su descubrimiento ha determinado en las costumbres de las sociedades civilizadas, variando los fundamentos de la moral, las condiciones económicas de los pueblos y las relaciones de los gobiernos para con ellos. Gracias a él, nos sentimos hoy completamente distintos del resto de los seres y muy por encima de la animalidad fisiológica de nuestros antepasados.
»Mas llegose al fin un día en que los gobiernos tuvieron que recurrir a estos medios de reproducción artificial y establecer instituciones especiales para practicarlos en gran escala, como el único medio de detener la despoblación de la tierra, que hubiese llegado a ser completa, a poco que se hubiese prolongado el estado social de los siglos que nos precedieron.
»Claro es que en el resultado obtenido, intervinieron numerosas circunstancias que, por su excesiva complejidad, no puedo ni siquiera señalar en estos momentos. Pero a la vista están las ventajas más salientes del feliz estado de cosas de las sociedades contemporáneas: reglamentada por los gobiernos la producción de hijos, de modo que no exceda nunca a los recursos naturales del suelo, sostiénese el equilibrio económico, realízase de una manera eficiente la selección científica de la especie humana y evítase toda posibilidad de degeneración».
Y viendo Serrato aparecer aquí un nuevo aspecto del asunto, no quiso desperdiciarlo, y claro es que procuró también tomarlo desde la más lejos posible. Satisfecho de la paciencia con que sus oyentes habían soportado su primer chaparrón oratorio, se dignó concederles la gracia de una breve pausa; se frotó las manos, tosió ligeramente y continuó:
—Por las condiciones intrínsecas de la deficiente e incompleta civilización de aquellos siglos que hoy estamos autorizados a considerar como semibárbaros, la especie humana se había sustraído voluntariamente a la selección natural que, en las otras especies animales, se realiza mediante la lucha por la vida y el triunfo del más fuerte o del mejor adaptado al medio. En las sociedades de antaño, triunfaban los individuos más inteligentes, los más astutos o los más ricos, que por lo general eran los peor dotados físicamente, por lo que la especie degeneraba a pasos agigantados.
»Es cierto que las naciones más adelantadas de aquel tiempo trataron de realizar en lo posible una selección artificial. De tales intentos nació la Eugenética, pero esta ciencia, que hoy, perfectamente reglamentada, ha alcanzado su total desenvolvimiento y constituye la principal preocupación de los gobiernos, tenía que limitarse entonces a medidas meramente paliativas, y sus resultados eran punto menos que irrisorios».
Ernesto, comprendiendo que tenía conferencia para rato, hacía esfuerzos sobrehumanos para no bostezar, pues todo aquello le interesaba muy poco; los negros parecían hipnotizados. El doctor siguió diciendo:
—Los progresos de la cirugía aséptica han permitido hacer la esterilización de los hombres y de las mujeres, sin alterar en lo más mínimo la complicada sinergia de las secreciones internas ni el dinamismo humoral. Empezose por practicar esta operación, salvadora de la especie, a los criminales natos o reincidentes, a los locos y desequilibrados mentales y a ciertos enfermos incurables, como los epilépticos y los tuberculosos.
»Más tarde, algunos individuos de uno y otro sexos, comenzaron a hacerse esterilizar voluntariamente para huir de las cargas económicas de la paternidad o de las fisiológicas de la maternidad. Hoy que la paternidad ha dejado de ser una carga para el hombre, pobre o rico, y que la maternidad no pasa en la mujer más allá de la concepción, el gobierno tiene bajo su inmediato cuidado y vigilancia la reproducción de la especie; hace esterilizar a todo individuo física o mentalmente inferior o deficiente, y solo deja en la plenitud de sus facultades genéticas a los ejemplares perfectos y aptos para dar productos ideales. Y no hay que olvidar que esta distinción implica para ellos el deber de dar a la comunidad cierto número de hijos, deber que ha venido a ser hoy tan ineludible como lo fueran en otros tiempos el servicio militar, el desempeño de los cargos de elección popular o el ejercicio del sufragio.
»La selección la empezamos desde la escuela primaria. Antes de la pubertad y después de un detenido estudio, tanto médico como psicológico, se decide qué niños deben ser esterilizados y cuáles no. Preferimos a los de tipo muscular puro y desechamos sistemáticamente a los cerebrales de ambos sexos, pues la experiencia ha demostrado que son pésimos reproductores; en caso de escasez, puede utilizarse a los varones de tipo respiratorio, a condición de cruzarlos luego con mujeres de tipo digestivo.
»Si a ustedes les parece, empezaremos nuestra visita por la sección de estadística. Allí podrán convencerse de que año con año disminuye el número de los niños esterilizados; día ha de llegar en que solo se practique la operación cuando el exceso de habitantes obligue a restringir el número de nacimientos.
»Como estas medidas han puesto un dique a la degeneración de la humanidad, la población de las cárceles, los manicomios y los hospitales de incurables se ha reducido casi a cero. Y si tomamos en cuenta además que las condiciones económicas de las clases proletarias han mejorado notablemente y que hoy no se vacila en aplicar la eutanasia a los seres condenados a pasar toda su vida o una gran parte de ella en la inconsciencia o entre sufrimientos irremediables, fácil será comprender que tales instituciones, que antaño constituían una carga pesadísima para el Estado, han dejado de serlo hoy y que los cuantiosos fondos que consumían se aplican ahora ventajosamente a más urgentes necesidades».
Harto Ernesto de las prolijas disertaciones del doctor, no esperó a que este repitiera la invitación y se puso de pie como disponiéndose a comenzar la visita. Los negros lo imitaron; dada la facilidad que los de su raza tienen para dormirse en cualquier parte y a cualquier hora, demasiado habían hecho los pobrecillos con permanecer despiertos. Pérez Serrato no tuvo más remedio que resignarse y pasó delante de ellos para guiarlos; ya tendría oportunidad para desquitarse en cada departamento que visitaran.
Al cruzar la secretaría, contigua al despacho del presidente, el secretario general —un pulcro y amojamado viejecillo— y más de treinta empleados subalternos se pusieron en pie al ver a su jefe. Mientras las jóvenes mecanógrafas cambiaban entre sí sonrisas y alegres comentarios sobre la exótica indumentaria de los morenos, el ilustre cicerone explicaba el complicado funcionamiento de aquella oficina, pormenorizando cómo eran clasificados los asuntos, distribuido el trabajo, estudiadas las solicitudes, archivadas y contestadas las comunicaciones recibidas de las distintas instituciones con que aquella se relacionaba.
La sección de Estadística, a que llegaron enseguida, ocupaba tres vastos salones de techo alto y excelente iluminación; trabajaban allí más de cien empleados, mujeres en su mayoría. Los visitantes fueron presentados a una dama de mediana edad, alta, seca y pelada como un hombre, que ejercía las funciones de jefe de aquel importante departamento. Correctísima, dio informes prolijos sobre la marcha de los asuntos que estaban a su cargo.
En los libros, muy bien ordenados y llevados minuciosamente al día, era fácil comprobar la verdad y exactitud de las anteriores aseveraciones del director: en lo que iba transcurrido de aquel año, solo se había esterilizado a tres mil quinientos niños y cerca de dos mil niñas, apenas la décima parte de los que alcanzaban la edad requerida para la operación, y menos de la vigésima de la población escolar de Villautopia. Datos eran estos que auguraban, para dentro de pocos años, una espléndida cosecha de reproductores. Salieron de aquel departamento muy complacidos y provistos de algunos números del Boletín de Estadística, órgano de la sección.
Después de hacerlos cruzar un hermoso jardín, el doctor Pérez Serrato detuvo a sus visitantes frente a una sala de cirugía, a la sazón desierta por no ser día de operaciones.
—Este pabellón —explicó— se destina únicamente a la esterilización de los muchachos; las otras operaciones se practican en pabellones especiales que visitaremos después. Los miércoles y sábados por la mañana tenemos operación: si os dignáis asistir a ellas, queridos colegas, tendréis oportunidad de admirar la destreza de nuestros cirujanos.
Y a continuación se enfrascó el digno presidente en minuciosos detalles de carácter técnico (en chino para Ernesto era todo aquello), relativos a los procedimientos operatorios y a las precauciones antisépticas, gracias a las cuales la operación era tan inocua y segura, que en muchos años no se había registrado un solo accidente.
Dejando a los pacientes y sufridos hotentotes por carnada la locuacidad inagotable del doctor, Ernesto se desentendía de ella y recogía íntegra la profunda sensación casi medrosa que emanaba de aquella enorme sala circular, toda blanca, con las paredes y el piso de lustrosa porcelana, y en la que podían trabajar simultáneamente diez cirujanos; el inmenso anfiteatro, en forma de herradura, tenía capacidad para más de tres mil estudiantes. Por la cúpula de cristal que hacía de techo, entraba la luz a raudales, haciendo relucir las barras niqueladas de las mesas de operaciones, que a Ernesto, como a todo extraño a la profesión médica, se le antojaban máquinas infernales de tortura.
Antes de abandonar aquel pabellón, visitaron sus dependencias: la sala de anestesias, el espléndido y bien provisto arsenal, el servicio de agua esterilizada y los grandes autoclaves para la desinfección de los instrumentos y del material de curaciones.
Hubo que cruzar otro trozo de jardín para llegar a las salas donde los niños recién operados permanecían en reposo durante cinco días a lo sumo. Mucha luz, mucha asepsia y mucha ventilación; el aspecto de las blancas camitas alineadas era alegre y tranquilizador. Era la hora de la primera colación y las enfermeras, vestidas de blanco, circulaban presurosas, sirviéndola entre la impaciente algazara de los chicuelos. Había cerca de quinientos, entre varones y hembras, distribuidos en seis grandes pabellones; en el hermoso parque contiguo, los convalecientes paseaban por grupos o jugaban a la sombra de árboles frondosos y floridas enredaderas. Supieron con sorpresa los visitantes que en menos de quince días, aquellos niños quedaban en aptitud de volver a sus clases.
Tras la inevitable presentación, unióse al grupo el interno de guardia en aquel departamento; era el doctor Suárez, un joven muy simpático, de barba negra y mirada inteligente. Permaneció con ellos durante el resto de la visita, la cual continuaba su curso sin que amainase por un momento la terrible verbosidad del sabio presidente de la institución, que todo lo explicaba con lujo de detalles superfluos y citas de una erudición pesadísima e inoportuna. Por ratos se hacía agresivo: tomaba a uno cualquiera de sus interlocutores —el que más a mano le cayese—, lo sujetaba un rato por las solapas o lo arrimaba a una pared y lo monopolizaba y abrumaba bajo un chaparrón de comentarios. Ahora daba a conocer el destino de otro pabellón a que habían llegado, también desierto a aquella hora. Constaba de tres piezas: un saloncillo como de espera, coquetamente amueblado y con entrada independiente por la calle, y dos pequeñas salas de operaciones, con sus mesas respectivas y separadas por una mampara de cristales opacos. Todo él respiraba cierto aire de discreto misterio, de galantería y tapujo, que intrigó bastante a Ernesto.
—Aquí —se apresuró a decir Pérez Serrato— practicamos la toma de los óvulos, la prise, como decimos nosotros, y el injerto de los mismos. Las damas vienen por sí solas en el momento oportuno, que ya ellas saben conocer perfectamente, y se vuelven enseguida. La operación, aunque delicada, es sencillísima; se reduce a tomar delicadamente el óvulo fecundado cuando empieza a hacer su nido en la mucosa del útero; para ello empleamos esta ingeniosa cucharilla. —Y mostró una que extrajo de una vitrina.
—En la sala contigua —siguió explicando— espera ya el gestador, previamente feminizado, y al cual otro cirujano le ha hecho ya una pequeña incisión en el abdomen. El óvulo es depositado en la cavidad peritoneal, como un grano de trigo en el surco y, si la operación es fructuosa —lo cual en la actualidad rara vez deja de suceder—, a los doscientos ochenta y un días exactos, hacemos una laparotomía y extraemos un niño perfectamente desarrollado y viable. Con los progresos de la cirugía aséptica, los peligros de estas secciones cesáreas han venido a ser casi nulos; gestador tenemos que ha sido operado con éxito diez o doce veces. Debo advertiros que, durante la toma del óvulo y su injerto o siembra, es indispensable conservar en la sala una temperatura constante y aproximadamente igual a la del cuerpo humano, para que los elementos no sufran el menor cambio o alteración; esto hace que la labor de los operadores sea bastante penosa y ruda, y nos obliga a tener un número suficiente de cirujanos y a turnarlos de modo que ninguno trabaje dos días seguidos.
»Ahora —continuó diciendo— voy a enseñaros el departamento más curioso de nuestra institución: las salas que ocupan los gestadores y el pabellón donde se practican las laparotomías o alumbramientos quirúrgicos. Si aún no están ustedes cansados, visitaremos después las salas de lactancia y el departamento de infancia».
Rodeado de un bello y extenso parque, que hubo también que atravesar para llegar a él, componíase el edificio destinado a los gestadores de varios dormitorios con grandes ventanas y las camas en filas como en un hospital. Había además un gran salón de reuniones, un magnífico balneario, comedor, biblioteca y billares; en un extremo del parque, se alzaba un pequeño y elegante teatro. No era llegada aún la hora del almuerzo y los abnegados incubadores de la humanidad futura, en número de seiscientos aproximadamente, discurrían por las distintas dependencias. Algunos leían en la biblioteca, novelas y periódicos, pues las lecturas serias les estaban prohibidas; alguien tocaba el piano y otros jugaban al tresillo, al ajedrez o al billar. No pocos paseaban por las avenidas del parque, leían o conversaban a la sombra de los árboles o se dedicaban a deportes poco violentos, compatibles con su estado y muy favorables a una buena gestación; no les estaba permitido fumar. Los más viejos —¡quién lo creyera!— bordaban, tejían croché o cosían diminutas camisitas y primorosos gorros. Las edades de estos sujetos oscilaban entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años y todos eran gordos, lucios, colorados y con un aire de beatífica satisfacción en la mirada.
Acogido por ellos con muestras de cariñosa adhesión, el doctor sonreía a todos y bromeaba con algunos.
Al ver el cómico ademán con que los más avanzados cruzaban las manos sobre la esfera abdominal, el más joven de los negros no pudo contener un inoportuno acceso de hilaridad que le hizo derramar lágrimas como garbanzos y a poco más lo ahoga entre borbotones de risa. Corriose un tanto el doctor Serrato, y Ernesto necesitó toda su fuerza de voluntad para no hacer dúo al moreno. Al fin logró este calmarse, gracias a las severas miradas y enérgicos ademanes de su compañero.
—¿Y no cree usted, doctor —preguntó Ernesto al interno— que la condición de estos infelices no es menos triste y dura de lo que antaño fuera la de la mujer, y que el estado interesante artificial no viene a ser algo así como una afrenta a su condición de varones y aun a la dignidad humana?
—Cada siglo tiene su ética, amigo mío —repuso el joven galeno—; por lo demás, el Estado recompensa espléndidamente los servicios de estos dignos sujetos; la vida que aquí llevan no puede ser más cómoda ni más regalada y, como antes dijo mi digno jefe, la operación final carece de peligros.
—Pueden ustedes estar convencidos —terció el presidente, que no cedía a nadie la palabra por mucho tiempo— de que el puesto de gestador es en la actualidad uno de los que mejor se remuneran y, por consiguiente, uno de los más codiciados. Tenemos siempre más solicitudes de las que necesitamos, y conste que no podemos aceptar a cualquiera. El gestador ha de ser un sujeto perfectamente sano y equilibrado, en lo físico y en lo mental; ha de ser de tipo digestivo puro, de excelente carácter y de buenas costumbres, pues no ha de fumar ni beber alcohol; es preciso también conocer y analizar sus antecedentes hereditarios.
»Por supuesto que desde pequeños han sido nulificados como reproductores activos y, antes de cada injerto, hay que aplicarles una serie de inyecciones intravenosas e intraperitoneales de extractos ováricos para modificar el dinamismo de sus secreciones internas y sus condiciones humorales. Así se hacen aptos para el desarrollo de los óvulos, se feminizan, en una palabra; todo impulso erótico desaparece en ellos durante la gestación y, con el tiempo, su efectividad y sus inclinaciones llegan a cambiar definitivamente; acaban por aficionarse a los pasatiempos y ocupaciones femeniles.
»Raro es el que no llega a tomarle gusto al oficio, y tenemos nuestros veteranos. Hace pocos días, precisamente, perdimos al decano de todos, después de doce laparotomías felices. Antes de su decimatercera gestación, quisimos jubilarlo, cosa a que tenía derecho, pues había cumplido ya cuarenta y ocho años de edad y veinte de servicios; además, estaba obeso y tenía un principio de adiposis cardiaca. Pero él, obstinado y mimoso, nos pedía en tono suplicante servir, “siquiera por última vez”… Tuvimos la imperdonable debilidad de ceder a sus súplicas y, a la hora del alumbramiento, se nos quedó en la anestesia… ¡Pobre Manuelón! ¡Pobre y abnegado amigo! La humanidad debe estarte agradecida y conservar con cariño tu nombre de héroe oscuro e ignorado. Por cierto, señores, que no se desperdició su producto póstumo, que es un hermoso varón».
La nursery o departamento de infancia, que visitaron al salir del de los gestadores, presentaba un aspecto verdaderamente encantador y capaz de infundir ideas de optimismo en el ánimo más recalcitrante. Más de dos mil pequeñuelos repartíanse por edades en tres salas que, en condiciones de limpieza, luz y ventilación, no dejaban nada que desear. La primera, destinada a los recién nacidos, lucía en un ángulo la gran báscula pesabebés y en el otro el moderno autoclave con los biberones listos para servir, numerados y dispuestos en hileras. En las cunas, primorosas y blancas, los rorros aprestaban los puños, y sus caras, sumidas en la inconsciencia del primer sueño, tenían la redondez y el encendido tinte de las manzanas maduras. Junto a cada cuna, veíase la hoja clínica con el nombre del niño, un número de orden y las curvas que señalan gráficamente el aumento de peso y estatura. Las amas vigilaban, atentas a satisfacer las necesidades de los críos, solícitas y cariñosas como verdaderas madres.
En la segunda sala, niños de tres a seis meses eran paseados en brazos o reposaban en las cunas, agitando sonajas y mostrando al reír las encías sonrosadas en las que a veces se engreían solitarios los primeros incisivos. Los de la tercera sala gateaban o daban los primeros pasos entre risas y caídas; en el primoroso jardín que rodeaba al pabellón, corrían y jugaban ruidosamente los mayorcitos, al cuidado de las niñeras, casi todas jóvenes y de agradable aspecto.
¡Qué alegría tan sana en las adorables caras infantiles! ¡Cuánta solicitud maternal en las niñeras! Aquel espléndido florecimiento de vida y salud bastaba por sí solo para justificar cuanto de violento o inmoral pudiese haber en las medidas a que la humanidad se había visto obligada a recurrir para detener su degeneración y acabamiento y seguir con paso firme su marcha evolutiva hacia un ideal de perfección. Ni uno solo de los pequeños ofrecía el triste espectáculo de la atrepsia o el encanijamiento, tan frecuente en los pasados siglos.
—Hoy que el nacimiento de un niño —dijo el doctor Suárez— es el resultado de una deliberación científica y viene precedido de una rigurosa selección, hoy que no es como antaño, el fruto, rara vez deseado, de un instinto irreflexivo, todo lo que nace llega a su completo y total desenvolvimiento. Puede decirse que la mortalidad infantil, aquella horrible cosa absurda que fue la desesperación de nuestros antepasados, ha desaparecido por completo.
Faltaba poco para las dos de la tarde cuando salieron del departamento de infancia; el doctor Pérez Serrato no se resignaba a soltar su presa, y como lo hablador no quita lo cortés, se empeñó en que Ernesto, los dos negros y el interno almorzasen con él en su espléndida residencia particular, situada dentro de los terrenos del Instituto. No era posible rehusar sin pecar de incorrección; por otra parte, no dejaba de ser halagadora la perspectiva de un buen almuerzo, en aquel momento tan oportuno, con lo lejos que estaban de la ciudad y con el ejercicio que habían hecho. Más tarde continuarían la visita; que aún quedaban por ver muchas de las dependencias del gran Instituto de Eugenética, legítimo orgullo de Villautopia.