Eugenia

Eduardo Urzaiz Rodríguez

1919

Prólogo

Anche io sogno spesso!

¡También yo sueño a menudo! Y en mis sueños, lector amigo, contemplo una humanidad casi feliz; libre, por lo menos, de las trabas y prejuicios con que la actual se complica y amarga voluntariamente la vida.

La sencilla trama amorosa que se desenvuelve en este conato de novela me ha servido tan solo de pretexto para evocar una visión —siquiera sea pálida e imprecisa— de esa humanidad futura de mis sueños y esperanzas.

Estoy seguro de que muchos individuos, de esos que se consideran los únicos usufructuarios legítimos del sentido común, exclamarán escandalizados al leer mi libro: «¡Pero esta es la obra de un loco!».

Médico soy de locos, y nada tendría de extraño que, en los catorce años largos que llevo tratando a diario con ellos, algo se me hubiese pegado de sus delirios y manías. Yo, como es natural, me tengo por sano y cuerdo; y como, por otra parte, he conocido y conozco enajenados que escriben muy bella y razonadamente, ni me asombro ni me ofendo porque mi obra sea calificada de tal manera.

Después de todo, hasta los mismos conceptos de cuerdo y loco son relativos, pues dependen del lado en que se coloque el que juzga o califica. Así, a lo menos, lo entendió aquel fraile español que, en el siglo XVII, escribió un libro titulado: De si los locos son ellos o lo somos nosotros.

Tú, por lo tanto, lector benévolo o severo, puedes juzgarme como mejor te parezca; que me queda el recurso —y a él me acojo desde luego— de aplicarte la misma vara que emplees para medirme.

El autor

I

Al pasar por los vidrios de la lujosa ventana, tiñéronse de rojo, amarillo y verde los rayos del sol; posáronse un punto sobre la blancura de las sábanas y, subiendo con lenta regularidad, llegaron a la cara de Ernesto. Abrió el durmiente los ojos, al sentir el picante contacto; cegado por el exceso de luz, cerrolos enseguida y se quedó un rato en posición supina, gozando del inefable placer de no pensar en nada, breve tregua al continuo bregar del intelecto, que solo es posible durante los cortos instantes que preceden o siguen inmediatamente al sueño.

Tras un largo desperezo que hizo crujir todas las articulaciones de su cuerpo, el joven buscó a tientas un botón que en la pared, junto a la cama, había; a la presión de su dedo, un timbre invisible dio diez campanadas graves y una doble, más aguda: las diez y cuarto. ¡Qué tarde! De seguro que Federico, Consuelo y Miguel estarían ya en la calle. En cuanto a Celiana, la infatigable trabajadora, debía haber abandonado el lecho desde muy temprano, con grandes precauciones para no despertar a su amante, pues fría estaba ya en la almohada la huella de su cabeza. Estaría arriba, en el estudio, y probablemente a aquella hora, ya tendría listo el plan de su conferencia de la tarde en el Ateneo.

Despojándose de una especie de kimono de seda en que envuelto estaba, arrojose Ernesto de la cama y se dirigió lentamente hacia un ángulo de la alcoba donde, ocultos por una cortina corrediza, se hallaban el tocador y la instalación hidroterápica. Reconfortado por una breve sesión de masaje vibratorio automático y una ducha helada, salió a poco, tan ágil y ligero cual si volviese de un mundo ultraterrestre en el cual el esfuerzo muscular y la fatiga fuesen desconocidos por completo.

Ya afeitado, peinado y perfumado, pero aún desnudo, se contempló un momento, con íntima complacencia, en la luna de un gran espejo que ocupaba la pared frontera. Y podía, en verdad, perdonársele este rasgo de vanidad, pues su cuerpo era digno de admiración. De estatura más que mediana, tenía las proporciones exactas, el relieve perfecto de todos los músculos y la robustez armónica del Doríforo de Policleto; algo más afinado, su rostro se asemejaba bastante al del Mercurio de Praxíteles, pero con esa expresión de alta intelectualidad que la fisonomía humana ha adquirido tras muchos siglos de civilización. Añádase a esto una cálida tonalidad de salud en la piel, uniforme, sedosa y limpia de vellos superfluos; y se tendrá una idea de lo que era Ernesto a los veintitrés años: un modelo digno de la estatuaria griega y una buena muestra de lo que los adelantos de la higiene habían logrado hacer de aquella humanidad que, varios siglos antes, nosotros conocimos raquítica, intoxicada y enclenque.

Ernesto que —digámoslo de una vez— no tenía oficio ni obligaciones, se vistió rápidemente un sencillo traje, de acuerdo con la estación y con la moda de la época, y se dispuso a salir. Su programa se reducía, por lo pronto, a un paseo en aerocicleta por los alrededores de la ciudad. Renunciaba al desayuno por lo avanzado de la hora, para almorzar más tarde en el Círculo con los amigos; ya se decidiría el empleo de la tarde en la alegre tertulia de sobremesa. Como de costumbre, cenaría en casa, y en la breve cotidiana velada familiar, grata a todos, discutiríase el programa nocturno; como casi siempre, irían todos juntos a la diversión elegida, si es que charlando no se les hacía tarde y resolvían quedarse. Empezaba a fastidiarse de lo monótono de su vida y avergonzábale un poco lo inútil que resultaba, comparada con la de sus compañeros, que todos trabajaban, incluso para él.

Gorra en mano, salía ya en demanda de su máquina, cuando se fijó en un sobre de oficio, cerrado, que antes no viera sobre el mármol del velador. Celiana debía haberlo recibido temprano y, discreta siempre, a pesar de la intimidad en que vivían, lo dejaría allí sin abrirlo para que él lo viese al despertar. Bastante intrigado por el sello del gobierno, Ernesto rompió la plica y leyó:

Al C. Ernesto R. del Lazo
Presente

Atendiendo el Superior Gobierno a la robustez, salud, belleza y demás circunstancias que en usted concurren, a propuesta de este Bureau, ha tenido a bien nombrarle Reproductor Oficial de la Especie, durante el presente año y con los emolumentos que señala el presupuesto vigente del ramo.

Salud y Longevidad.

El Presidente del Bureau de Eugenética
Dr. Remigio Pérez Serrato

Villautopia, Subconfederación
de la América Central,
2 de marzo del 2218

Encontrados pensamientos asaltaron al joven al terminar la lectura de este oficio. Claro es que no dejaba de halagar un poco su vanidad el ver reconocidos oficialmente sus méritos de hombre perfecto, y que le alegraba la ocasión que se le ofrecía para dejar de ser gravoso a los suyos, a Celiana en particular… ¿Y no sería acaso ella misma la que, empezando a hastiarse de él, solicitara tal cargo para ver de írselo alejando? Esta idea puso por un momento en su boca un ligero amargor de celoso despecho… Pero no, pensándolo bien, la hipótesis era inadmisible: Celiana no había cambiado en lo más mínimo y, a los cinco años de vida común, seguía siendo la misma amante apasionada, y al propio tiempo protectora y maternal, de los primeros días de su amor… Debían ser cosas de Miguel, en quien notara Ernesto más de una vez, cierto tinte de irónico reproche hacia la zángana inutilidad de su vida.

¿Podría él, por otra parte, conservarse ecuánime, en la promiscuidad del trato con diversas mujeres a que le obligaba su nuevo empleo, y guardar intacta su fe para la que había sido su maestra en la vida, su iniciadora en el amor y, hasta entonces, su único afecto? Afecto tranquilo, es verdad, sin grandes arrebatos ni zozobras, casi filial y teñido levemente de respeto y gratitud; pero que bastara para hacerlo completamente feliz por tanto tiempo. ¿Entre tantas mujeres, no le saldría tal vez al paso la que pusiese en su existencia un toque de poesía o un sacudimiento de tragedia, la llamada a desencadenar la tempestad pasional que inconscientemente todo joven desea para alterar un poco la gris monotonía del vivir?

Al analizar su posición con respecto a Celiana, los pensamientos de Ernesto derivaron hacia el pasado, que empezó a desfilar por su imaginación con cinematográfica claridad. Y fueron tales la viveza y exactitud de la percepción interna, que el mancebo se tendió sin darse cuenta en un diván y su mano, aflojándose, dejó caer al suelo el oficio, mientras sus ojos tomaban una vaga expresión como de ensueño.

Se vio trece años antes en la escuela primaria, recién llegado de la granja almáciga en que transcurrieron, en plena libertad, sus primeros años. Era entonces un turbulento chicuelo de diez, lleno de salud y que, como Emilio el de Rousseau, no sabía cuál era su mano izquierda y cuál su derecha.

Celiana, a la sazón guapa moza de veinticinco, fue su primera maestra. Ella dulcificó, a fuerza de cariño, la exuberante turbulencia de su carácter y, cuando hubo logrado sobre él el necesario ascendiente, le trasmitió el don de la lectura y el de la escritura, en unas cuantas sesiones de sugestión hipnótica, sabiamente espaciadas en el curso de un mes. Por el mismo procedimiento, que había venido a reemplazar toda la enfadosa pedagogía de los pasados tiempos, le inculcó después los conocimientos elementales de aritmética y geometría.

Recordaba Ernesto, con grata delectación, su escuela y los años felices que en ella pasó: con intenso colorido renacían en su imaginación las frondosas y frescas avenidas, los amplios parques de juegos, el gran estanque, la rumorosa actividad de los talleres y la apacible calma de los laboratorios, la rica colección zoológica viviente, las huertas, la granja, los jardines… Allí, en contacto íntimo y continuo con la naturaleza y con la vida misma, había ido adquiriendo el conocimiento de los fenómenos naturales y las habilidades prácticas indispensables. Y tanto le complacía el recuerdo de sus alegres juegos con los condiscípulos, como el de las amenas conferencias en que los profesores ampliaban sus nociones científicas, fijándolas enseguida, mediante cortas sesiones de hipnotismo.

¡Dichosos tiempos aquellos, idos para no volver y que, tal vez por su misma condición de pretéritos, se le antojaban mejores que los presentes! De entonces databa su unión con los seres que hoy integraban su grupo familiar. Consuelo y Federico, de su misma edad aproximadamente, se amaban ya; habían sido condiscípulos y era tal la armonía entre el carácter de ellos, apacible y tranquilo, y el suyo, ardiente y dominador, que resultaban complementarios y se hicieron desde luego inseparables.

También conoció en aquel tiempo a Miguel, que era a la sazón el amante en turno de Celiana y venía a buscarla a la escuela todas las tardes. Por cierto que el muchacho lo odió bastante al principio; pues sentía por su gentil maestra un afecto apasionado y absorbente, que su precoz temperamento hacía instintivamente sexual y en el que renacía, por atavismo, una tendencia exclusivista a los celos. Nunca creyera que más tarde —trocados en franca, leal y permanente amistad los amores de Celiana y Miguel— llegase él a querer a este con el mismo cariño fraternal con que ya entonces Consuelo y Federico lo querían.

Recordaba luego aquella terrible crisis de su pubertad, que mitigó por breve plazo la turbulencia de sus juegos y lo llenó de inquietudes vagas y deseos inconfesables. Perdidas la lozana coloración del rostro y la tonicidad de los músculos, hacíase huraño y solitario. Hubiera caído irremediablemente en la neurosis, si Celiana —siempre ella— no le tendiera la mano salvadora; como madama de Warens a Juan Jacobo, ella le abrió las puertas del jardín de Eros y fue para él la mujer integral: madre, maestra, hermana, amiga y amante. Y fuelo de tal manera, que en cinco años, ni su corazón había suspirado por otros amores, ni las innumerables bellezas que a su paso encontrara habían hecho prender en él la chispa de un deseo.

¿Y sería posible que aquel amor, aún con intensidad suficiente para llenar por completo sus aspiraciones sentimentales y las necesidades orgánicas de su potente juventud masculina, empezara ya a declinar en Celiana? Llegada a esa edad en que la mujer alcanza la plenitud de su fuerza pasional, y tras no haber encontrado en múltiples ensayos el ideal definitivo, ella había hecho de él la síntesis de todos sus cariños. Mas ¿quién sabe? ¡Los sentimientos femeninos son y han sido siempre tan complejos!… De nuevo sentía el enamorado joven fermentar en lo íntimo de su ser la levadura ancestral de los celos; y de ese fermento se originaba la duda que paralizados tenía los resortes de su voluntad, hasta entonces tan impulsiva y rápida en todas sus decisiones.

Admitía, en tesis general, la conveniencia de aceptar el cargo; si hasta ahora no se preocupara por ganar dinero, más que por pereza, había sido por falta de ambición o, mejor dicho, de necesidades. Si algo hubiesen necesitado él o los suyos, de mucho atrás empleara Ernesto en el trabajo aquella desbordante actividad que en los deportes exteriorizaba.

Y aquel sueldo no le venía mal; al finalizar el año, cobraría junta toda la cantidad y la destinaría a saldar en parte su deuda de gratitud para con Celiana, dándole el gusto de realizar el deseo insatisfecho de un viaje a Europa, que ella le confesara en más de una ocasión.

Pero mientras no viese claros los móviles de la intervención de su amante en el asunto aquel —si tal había—, mientras no quedase demostrada su total inocencia, no resolvería nada definitivo. Lo mejor era esperar a que Celiana, o acaso Miguel, se clareasen; lo que no habría de tardar mucho, pues no gustaban de andar con tapujos y misterios.

Y, después de todo, no era caso de dar proporciones de problema vital a un asunto de tan escasa importancia… Con la superficialidad característica de su época, y resultante del refinamiento mismo de la civilización, Ernesto se rió interiormente de su perplejidad de un momento; metiose el nombramiento en el bolsillo y salió a la calle con su aire habitual despreocupado y alegre.

II

Situado en el tercer piso del chalet, el estudio era una vasta pieza con el techo abuhardillado y todo cubierto de cristales; hacia el lado oriente, abríase un amplio ventanal corrido y con balcón. Un sistema de cortinas corredizas de seda gris permitía graduar la luz y utilizar a voluntad la cenital o la unilateral. Las paredes, de un tono perla uniforme, estaban decoradas con trabajos de Miguel: paisajes y desnudos de ideal belleza, que revelaban un dominio absoluto de la técnica cubista y una visión rica y exacta del color. En un ángulo de la estancia, una Venus de mármol ostentaba la casta euritmia de sus formas; en un caballete de ébano, veíase un gran lienzo cubierto de manchones, en los cuales se empezaban a plasmar un cielo tempestuoso y un mar imitado.

Desde el balcón se divisaban los pintorescos alrededores de la ciudad; multitud de aristocráticas villas manchaban de blanco el verde intenso de la campiña tropical y, hacia el sur, se extendía hasta perderse de vista, una ancha avenida, flanqueada de altísimos edificios y sombreada por frondosos laureles. Recién regado, relucía el asfalto, y un gentío presuroso ocupaba ya las aceras giratorias.

En la calma luminosa de la mañana, el cielo tenía un azul límpido de cobalto puro, sobre el cual, y a intervalos regulares, dibujaban su mole alargada las grandes aeronaves que, cargadas de pasajeros, se dirigían hacia el vecino puerto. A la distancia, la vibración de las sirenas que hacían sonar al partir, semejaba el quejido suave y prolongado de una arpa eólica; la mancha oscura medraba con rapidez y pronto no era más que un punto, apenas perceptible unos instantes. El hangar central de donde partían alzaba su elegante arquitectura, de estilo neomaya, sobre una gran pirámide cuadrangular de piedra; en el vértice truncado de techo triangular, parecía incendiarse a los rayos del sol un águila enorme, de bronce dorado, con las alas extendidas en actitud de levantar el vuelo.

Sentada ante el gran escritorio lleno de libros y papeles en desorden, Celiana alzó las manos del teclado de la diminuta máquina en que había estado escribiendo; hizo girar el sillón hasta quedar de cara a la ventana, encendió un cigarrillo de cannabis indica, perfumado con esencia de ámbar gris, echó atrás la gentil cabeza y contempló con deleite la glauca inmensidad del firmamento.

Era realmente una belleza inquietante y original: alta, esbelta y llena, aunque de seno poco pronunciado; blanca, y mate la tez, carnosos y encendidos los labios; los grandes ojos ardientes, como consumidos por intensa fiebre interior, y negrísimos, lo mismo que la corta melena rizosa y las finas cejas, de trazo irreprochable, prolongadas hacia las sienes y casi unidas sobre el nacimiento de la griega nariz. Alta y espaciosa la frente, admirables los brazos y las manos que, al par de los pies, calzados con ligeras sandalias, tenían transparencias de porcelana y emergían con gracia de la suelta veste, leve peplo lila de corte sencillo y con una greca negra en el borde inferior y en el cuadrado cuello.

Fijándose mucho, un buen observador quizás notase un leve estrabismo divergente en los ojos de Celiana, tres finas arrugas en su frente y algunas hebras de plata en sus cabellos. Junto a la blancura absoluta de su rostro, los dientes, grandes y parejos, amarilleaban un tanto como el marfil antiguo.

Fructuoso había sido el trabajo de la mañana y planeada quedaba la conferencia de la tarde. Como todos los sábados, el público agotaría las localidades y colmaría el amplio salón del Ateneo, tan ansioso de contemplar a la bella conferencista, como de escuchar su palabra jugosa y fluida, a la que el timbre grave y dulce de la voz prestaba un enorme poder sugestivo.

Desde cinco años antes, al hacerse pública su pasión por Ernesto, obligándola a dejar el magisterio, habíase dedicado Celiana a dar conferencias sobre sociología e historia, sus temas favoritos de estudio. De éxito en éxito, su nombre empezaba a trasponer las fronteras natales; y el resultado pecuniario no era tampoco despreciable, pues subvenía ampliamente a sus necesidades y caprichos.

Trazado ya el plan de la próxima plática, Celiana la detallaba mentalmente y urdía las frases de efecto que habrían de arrancar el aplauso al terminar los periodos más rotundos. Proponíase seguir paso a paso la evolución de la familia en los tres últimos siglos. Señalaría las causas que fueron debilitando paulatinamente el estroma fisiológico de esta institución, antaño tan sólida, hasta hacerla desaparecer. Narraría cómo, desvaneciéndose poco a poco los prejuicios religiosos y simplificándose los trámites legales, las parejas humanas llegaron a constituirse y disolverse libremente. Recordaría cómo el problema de la prole pareció irresoluble por mucho tiempo; pues aunque los hijos dejaron de ser una carga para los padres y el Estado fue tomando a su cargo el sostenimiento y educación de todos los niños, la mujer rehuía, cada vez más, del duro papel fisiológico que la naturaleza le asignara. La despoblación de las naciones tomaba proporciones alarmantes; seguramente la humanidad se hubiese extinguido, de no haberse descubierto la manera de utilizar los óvulos humanos, apenas fecundados, genial descubrimiento que quitó al amor todas sus temibles consecuencias.

Y ya en terreno conocido y, por ende, firme, Celiana se deleitaría en trazar el cuadro encantador de la época feliz en que le había tocado en suerte vivir. Libre el amor de toda traba, la reproducción de la especie era vigilada por el Estado y reglamentada por la ciencia; en vez de la familia antigua, unida por los imaginarios lazos de sangre, había aparecido el grupo, basado en las afinidades de carácter y en la comunidad de gustos y aspiraciones y, por tanto, realmente indisoluble. Esta era para ella la manifestación ideal de la sociabilidad humana, la única posible en el grado alcanzado por la civilización.

¿Cuándo familia alguna de los pasados tiempos gozó de unión tan íntima, de armonía tan real, como la que reinaba —por ejemplo— en el grupo que integraban ella, Ernesto, Consuelo, Federico y Miguel?…

Aspiró con deleite el humo de su cigarrillo y, al dulce influjo del indiano alcaloide, como para recrearse más a su sabor en la beatitud del presente, su pensamiento se internó en el pasado y repasó el viacrucis doloroso de su primera juventud.

Desde la escuela primaria, la intensa cerebralidad de su constitución habíase revelado por una sed insaciable y casi morbosa de adquirir conocimientos, lo que obligó a sus profesores a espaciar con gran tacto las sesiones de hipnotismo en que se los transmitían, temerosos de llegar a determinar un verdadero desequilibrio. Y por esta su cerebralidad excesiva, y a pesar de la lozanía con que su cuerpo se desarrollaba, hubo de practicársele más tarde la delicada, aunque inocua, operación quirúrgica que esteriliza a las jóvenes incapaces de dar productos perfectamente sanos y equilibrados: la simple ligadura de los oviductos que, sin alterar el dinamismo de las secreciones internas y conservando las demás funciones sexuales, impide tan solo la concepción. Seccionando el epidídimo, se obtiene el mismo resultado en los mancebos que no pueden ser considerados como ejemplares perfectos de la especie humana. Por tales procedimientos, a la sazón de práctica comiente en todo el mundo civilizado, se había conseguido poner un dique seguro a los progresos de la degeneración.

Como casi todas las mujeres de su tiempo en quienes subsistía el instinto ancestral de la maternidad, Celiana se había hecho maestra y, durante diez años, encontró en el magisterio amplio campo y provechoso empleo a su necesidad de amar a los pequeños, a los débiles y necesitados de protección y guía. Pero el instinto maternal tenía en ella fuerza inusitada y, no satisfecho con amar a los hijos de todos, pugnaba por intensificarse, aplicándose a un número más reducido de sujetos: en los pasados siglos, aquella mujer hubiese sido una excelente madre de familia.

Y con idéntica fuerza, sentía ella la interna necesidad de otro amor, complementario de aquel; sentía el ansia de hacer la oblación total de su cuerpo y de su alma a otro ser —todavía impreciso en los limbos de su imaginación virginal— que fuese a un tiempo dominador y sumiso, tirano y camarada, y en el cual encontrasen satisfacción cumplida las exigencias de su carne, sus ideales de artista y el poder expansivo de su inteligencia.

Empeñada en la conquista de este bello ideal, cada tentativa fue un nuevo fracaso que marchitó en su espíritu la rosa de alguna ilusión y dejó en sus recuerdos el amargor de una derrota; de no haber conocido a Ernesto, ya en el ocaso de su juventud, Celiana hubiera muerto definitivamente para la vida sentimental. Las primicias de su temperamento, de su cuerpo en flor y de su corazón, fueron para un viejo prematuro, perverso y sádico, que secó en agraz sus ilusiones y la inutilizó por mucho tiempo para todo amor. Cuando logró, por un esfuerzo titánico de la voluntad, libertarse de él, creyó odiar para siempre a los hombres. ¿Para qué recordar uno a uno a todos sus amantes? Ninguno hubo que no arrancase un girón más a su optimismo o no clavase en su pecho la espina de una nueva ingratitud.

De Miguel admiró primero el arte soberano; después amó su eterno buen humor, su fealdad simpática y la cristalina franqueza de su carácter. Pero Miguel era la inconstancia personificada y tras mutuos e inútiles esfuerzos por tomarse en serio, sus amores terminaron en una carcajada a dúo y un franco apretón de manos: ¡Amor de tres semanas, que se resolvió en fraternal amistad para el resto de la vida!

Luego nuevos amantes y nuevos desengaños… Hasta que al fin Ernesto, el discípulo predilecto, se hizo hombre; y la que lo había iniciado en todas las ciencias, quiso iniciarlo también en la de amar. Y, cuando cayó en la cuenta, notó que había encontrado lo que por tanto tiempo buscara en vano: el amante ideal, siervo y dueño, dominante y sumiso a la vez.

Consuelo y Federico, aquellos adorables chiquillos que a su paso regaban la alegría contagiosa de sus idílicos amores y las notas argentinas de su risa, no podían vivir sin Ernesto y, por quererlos este, ella, que ya los quería, los quiso más. También de todos bienquisto, agregóseles Miguel, y así había llegado a constituirse aquel grupo verdaderamente ideal: Celiana era la inteligencia directora, el centro del sistema; Ernesto, la cifra de todos sus cariños; Consuelo y Federico eran el rayo de sol, la poesía de la casa, y Miguel, el amigo seguro y leal; el consultor que resolvía los casos difíciles con su admirable sentido práctico y su gran experiencia de la vida. El bienestar económico suavizaba los ejes de este sencillo mecanismo y facilitaba su armónico funcionar. ¿Qué simiente de odio o de discordia tendría poder suficiente para alterar o interrumpir su marcha?…

El timbre de un reloj que dio las once sacó a Celiana de su dulce abstracción, recordándola que estaba comprometida a almorzar en el Casino Universal, con unos sabios turistas extranjeros. Ordenó ligeramente sus papeles, guardó sus apuntes y bajó para ataviarse.

III

Equivocábase Ernesto al suponer a su amante complicada en la inocente intriga a que se debía el nombramiento que tan perplejo lo traía. Fue Miguel quien se valió de su amistad con el doctor Pérez Serrato para conseguirlo, y quien personalmente puso el oficio en la mesilla de noche, muy temprano y cuando ya Celiana había abandonado el lecho.

Artista por vocación y bohemio por temperamento, Miguel era un producto típico de su época; de sus largos y numerosos viajes y de sus cuarenta y cinco años, vividos intensamente, había sacado una gran experiencia de la vida, que él tomaba, casi en su totalidad, por el lado cómico. Su lápiz era una potencia política y social y, en más de una ocasión, una caricatura suya fue suficiente para derribar alguno de esos falsos prestigios logrados por no supiérase qué manejos y combinaciones. En su conversación amenísima había un continuo chisporrotear de paradojas brillantes y cáusticos epigramas.

Esterilizado desde su mocedad, nunca encontró en el amor otra cosa que un pasatiempo agradable, cuyas emociones no le penetraban más allá de la epidermis. Para él, solo era digno de adoración el arte; fuera del cual, no tenía otro afecto serio que el fraternal cariño que por partes iguales repartía entre Celiana, Ernesto, Consuelo y Federico.

Físicamente era de una fealdad simpática y atrayente, como la de ciertos animales raros. Alto, delgado, muy trigueño, calvo y aguzado de rostro; por la mirada penetrante de sus ojillos pardos y por la irónica sonrisa de sus labios finos y afeitados, recordaba algo a Voltaire. Un poco por desidia y despreocupación y otro poco por esnobismo, iba a todas partes con su blusa de trabajo y no se quitaba nunca un gran sombrero flexible de anchas alas y color indefinido.

Por lo mismo que amaba casi paternalmente a Ernesto, dolíale ver que transcurriesen en la inacción los mejores años de aquella espléndida juventud y se avergonzaba, como de algo propio, del parasitismo de aquella vida, sobre el cual ya algunos amigos se permitían bromas un tanto pesadas. Cuando a un joven, considerado digno de perpetuar la especie, se le dejaba en la plenitud de sus facultades reproductoras, contraía con el Estado la obligación de suministrar a la comunidad cierto número de hijos, obligación que había venido a ser tan ineludible como antaño lo fuera el servicio militar.

Ernesto parecía haber olvidado aquel sagrado deber; y Celiana, la llamada a recordárselo, no lo hacía, seguramente por el egoísmo absorbente de su amor. Pensaba Miguel que a él le tocaba tomar la iniciativa en el asunto, y de tiempo atrás venía buscando la manera de hacerlo, sin herir la susceptibilidad de ambos amantes y sin dar lugar a torcidas interpretaciones sobre la desinteresada rectitud de sus miras. Seguro de que el joven, con su clara inteligencia y su buen criterio, entraría fácilmente en razón, resolvió plantearle el problema desde luego y por sorpresa, pero ahora deseaba tener con él una franca explicación, cosa que tal vez hubiese sido mejor procura: desde el principio.

Con tal objeto, y no dudando encontrarlo allí, dirigiose al gran restaurante anexo al Círculo Juvenil, donde Ernesto almorzaba casi a diario con sus camaradas. Aquella era la fonda de moda, la que, especialmente para almorzar, prefería la juventud desocupada, los mantenidos de uno y otro sexos; en la espléndida terraza del quinto piso, las alegres tertulias de sobremesa se prolongaban hasta el anochecer.

Desde que llegó al primer descanso de la escalinata, percibió Miguel el estrépito de las carcajadas y el fragor de las discusiones. Ya en la terraza, no pudo menos que detenerse a contemplar un momento con ojos de artista aquel animado cuadro: volaba en tenues nubecillas el humo azulado de los cigarros e iba a perderse entre las frondas de la enredadera que servía de techo a la amplísima azotea; pasaban por entre las hojas los rayos del sol para ir a quebrarse en el cristal de copas y botellas o a formar iris fugaces en las menudas gotas de cuatro grandes surtidores de agua helada, dispuestos para conservar en aquel sitio una agradable y húmeda frescura.

Vestidas con leves peplos al estilo griego, hendidos sobre el muslo izquierdo y que además dejaban descubiertos el hombro y el brazo derechos, con los cabellos recogidos en alto y calzadas con sandalias, las jóvenes camareras corrían atareadas de un lado para otro, aportando servicios de licores y refrescos entre pellizcos y requiebros. Oculta entre las frondas, a la usanza oriental, una orquesta tocaba dulcemente.

La entrada del pintor fue saludada con aplausos y muestras de alborozo; de diversas partes lo llamaban a la vez. En una reunión de artistas, un mozalbete de tipo aniñado, voz de tiple y chalina monumental, discutía acaloradamente con un viejo estrambótico de luengas barbas y blanca melena cubierta por un gorro de terciopelo rojo. Al ver a Miguel, el casi hombre se levantó gritando:

—¡Salve, maestro indiscutible! A tiempo llegas para ser nuestro árbitro; este —y señaló al viejo— sostiene que el puntillismo es y será siempre la técnica insustituible. Y en vano derrocho los tesoros de mi elocuencia por hacer entrar en su cerebro fósil la convicción de que no hay más técnica verdad que el poliedrismo microscópico, tratado en los tres colores elementales.

—Los críticos de arte —dijo riendo Miguel— sois hoy tan brutos como los del siglo XX: habláis de técnicas y procedimientos, como si eso fuese todo, y olvidáis o no podéis ver con vuestros ojos de topo, la parte del alma, la propia visión de la naturaleza, que el artista, cuando lo es de veras, pone en su obra. El público impresionista que no se fija en técnicas, juzga siempre mejor que vosotros y es en definitiva el que dice quién pinta y quién no pinta.

Más allá consultaban a Miguel sobre asuntos deportivos; acullá pretendían que opinase acerca de si las piernas de la bailarina X eran o no superiores al busto de la cupletista Z. Él a todos contestaba con una broma, un epigrama o una frase feliz; y, de mesa en mesa, repartiendo sonrisas y apretones de mano, llegó al fin al corro en que Ernesto detallaba por vigésima vez las peripecias de su triunfo en el último concurso de aviación; en su aerocicleta de motor de nitroglicerina coloidal, había hecho, en cuarenta minutos escasos, el recorrido «Villautopia-Habana-Villautopia», y ni él se cansaba de referirlo ni sus admiradores de oírselo referir. Acogido con francas muestras de simpatía, el pintor aceptó la silla que aquellos buenos chicos le ofrecieron y pidió un helado.

Desde luego comprendió Ernesto que su amigo solo había ido allí para hablarle, y aun sospechó el asunto de que tratar quería. Así es que, aprovechando una tregua en la conversación, le propuso que saliesen juntos; darían un paseo y, antes de volver a casa para cenar, recogerían a Consuelo y Federico a la salida del taller de novedades en que ambos trabajaban.

Ya se levantaban, cuando un incidente les cortó la acción por un momento, obligándolos a atender al general bullicio. Era que acababa de entrar un tipo original a quien llamaban Miajitas; era un fresco vividor que se hacía pasar por defensor de los trabajadores y se dejaba mantener sabrosamente por ellos, regalándoles los oídos con feérica pirotecnia de unos discursos de brocha gorda en que vaticinaba, para un futuro muy próximo, el advenimiento de la igualdad social y económica más perfecta. Como siempre, su entrada en aquel elegante centro era motivo de pullas y cuchufletas.

Simpático, después de todo, el tal Miajitas: bajo y asaz rechoncho, su cara mofletuda y reluciente irradiaba salud y poca vergüenza. Vestía de obrero y, como otros suelen llevar en la mano un paraguas que nunca abren, él cargaba siempre con un martillo nuevo que, en las suyas, resultaba un símbolo, pues no había dado con él un solo golpe. Todos, incluso él mismo, habían llegado a olvidar su verdadero nombre, si es que alguien lo sabía. A un gracioso incidente debía el apodo aquel porque era conocido. Contábase que, siendo muy joven, arribó a una fonda en el preciso momento en que varios amigos suyos estaban de comilona; invitáronlo y excusose, alegando haber comido ya.

—Sin embargo —agregó— por no despreciar, tomaré unas miajitas… Y fueron tantas y tales las miajitas que tomó, que Miajitas se llamó para el resto de su vida.

—Sea bienvenido —dijo alguien al verlo aparecer— el Espartaco de guardarropía, que viene a beberse alegremente con los de arriba el fruto del sudor de los de abajo!

—No, señores —repuso él— no vengo a eso, sino a ejercer un sagrado derecho: ya que los de abajo me han pagado la sopa, vengo a exigiros a vosotros, los que os tituláis de arriba, que me paguéis el café y el plus. Bien os consta que yo de todo carezco; y si los pobres comparten conmigo el pedazo de pan que afanan con su trabajo, yo les pago con creces con la miel de mi elocuencia, que en sus vidas atormentadas por el querer y no alcanzar, pone el miraje dorado de una ilusión, intangible, es verdad, pero que por eso precisamente resulta más hermosa y seductora. ¿Qué les dais vosotros los que consumís mucho sin producir nada, los que vivís de vuestra hermosura mantenidos por un hombre o una mujer, como falderos de lujo? A despecho de cuantas evoluciones y revoluciones ha sufrido la humanidad, vosotros seguís siendo tan parásitos como vuestros antepasados de los siglos semibárbaros. ¡Simiente de muérdagos, yo os maldigo una y mil veces!

Exaltado por sus propias palabras y sin curarse de las carcajadas que coreaban sus apóstrofes, Miajitas adoptó un tono declamatorio y continuó:

—¡Reíd y gozad, nabucodonosores reencarnados, pero hacedlo de prisa, que el fin trágico de vuestro festín se aproxima!

La feliz llegada de los brebajes pedidos y la grata tarea de apurarlos lentamente, aplacaron por un momento los ímpetus oratorios de aquel farsante, que ya en tono más reposado y familiar, se puso a comentar ciertas noticias muy serias que traía la prensa extranjera y de las cuales ninguno de los presentes había hecho caso, si es que alguno estaba de ellas enterado.

Acerca del precio del azúcar, había surgido un conflicto entre los sindicatos productores de dicho artículo y algunos gobiernos; si no se llegaba pronto a un acuerdo, era casi inevitable un rompimiento de relaciones entre la gran Confederación de las Américas y la Europeo-Asiática.

Verdad es que las guerras no eran ya, como antaño, orgías de sangre y matanza. Ya no se esgrimían otras armas que el cierre de los puertos y el cese de todo intercambio comercial. Pero las consecuencias no serían por eso menos terribles: la falta de exportación determinaría el paro general de las fábricas y la de importación, la miseria, toda vez que ya ninguna porción del globo terráqueo podía alimentar a sus habitantes con solo los productos de su suelo.

Y sintiéndose de nuevo orador, Miajitas reanudó su arenga:

—Venga —decía— venga cuanto antes la guerra niveladora. Yo me alegro y la espero con impaciencia. Si de las últimas que hubo en los siglos XX y XXI resultaron el desarme universal y la desaparición de las nacionalidades; si ellas contribuyeron a la realización de ese tan decantado equilibrio económico que hoy disfrutamos, de esta que se avecina —y que será terrible, yo os lo digo— ha de resultar la igualdad absoluta, tanto en el orden social como en el económico, noble ideal a que yo he dedicado los años más floridos de mi existencia. Sí, señores y señoritas; yo me alegro de que venga la guerra. Y me alegro, sobre todo por vosotros, que así probaréis a qué sabe alimentarse solo de pan y albúmina sintética; que os veréis obligados a trabajar y pueda que así os regeneréis…

Como para calmar el fuego de su entusiasmo, pidió Miajitas un helado, luego un ajenjo y después unos pasteles. Y aunque el número de sus oyentes se reducía por momentos, mientras hubo quien pagase por él, siguió engullendo; pues la capacidad de su estómago, para líquidos y para sólidos, corría pareja con la incansable movilidad de su lengua.

IV

Cansados muy pronto de oír sandeces, no fueron Ernesto y Miguel de los últimos en abandonar la terraza del Círculo: Miajitas no les hacía maldita la gracia.

Ya en la calle, no quisieron tomar el tranvía aéreo. Ni de ello tenían necesidad; pues la calle en que se encontraba el Círculo Juvenil, como todas las céntricas de la ciudad, se hallaba provista de aceras giratorias. Subieron a ellas y pronto estuvieron frente al gran arco que daba acceso al Parque Occidental en que dicha calle terminaba.

Era el parque más extenso y concurrido de Villautopia y a aquella hora, en la serena quietud de la tarde, ofrecía un aspecto encantador. El azul del cielo íbase haciendo cada vez más pálido y, hacia el poniente, unos leves estratos comenzaban a teñirse de rosa y gualda. Casi rasando las copas de los frondosos árboles, volaban innumerables aerocicletas y aerocanastillas tripuladas por jóvenes y muchachas que al pasar se saludaban alegremente de unas a otras. Corrían los niños por las amplias avenidas y las parejas de enamorados buscaban el amparo de las frondas más tupidas para arrullarse.

Dominados por esa acción sedante que el ambiente de los grandes parques ha ejercido siempre sobre el sistema nervioso, Miguel y Ernesto pasearon largo rato en silencio, cual si ninguno quisiese ser el primero en abordar el escabroso tema que a entrambos por igual preocupaba; acabaron por sentarse en un banco, bajo una florida enredadera, y contemplaron el ocaso, que ya ardía con resplandores de incendio.

—¿Por qué callas, Miguel? —dijo al fin Ernesto con leve acento de reproche—. ¿Tan pobre es la idea que tienes de mí, que ya no te atreves a hablarme con la franqueza de siempre?

El tono dolorido y sincero del muchacho fundió el hielo de la naciente reserva, y la explicación vino por sí misma. Miguel habló con la franqueza y claridad con que acostumbraba hacerlo, y Ernesto, convencido de la rectitud de miras de su amigo, se declaró resuelto a no retardar el cumplimiento de sus deberes para con el Estado. Solo deseaba saber si Celiana no había sido quien primero pensase en recordárselos.

Miguel desvaneció su celosa suspicacia.

—Yo te aseguro —le dijo— que ella nada sabe aún de este asunto, pues he creído conveniente que seas tú mismo quien la entere de él. Y bien comprendo —agregó— que tus escrúpulos nacen del fondo de honradez de tu carácter y mucho te honran, en verdad. También temes por ti mismo, Ernesto: temes abrasarte en la llama de nuevos amores y olvidar lo que la gratitud te impone con respecto a Celiana. Mas piensa que la fidelidad eterna es una bella utopía; cuando la primavera hace brotar y abrirse flores nuevas, nadie se cura de las que secó el invierno anterior. ¿Quién fue el necio que pensó alguna vez oponerse al ocaso de una estrella, a la metamorfosis de un insecto o al brote de una planta? Ley natural del corazón humano es también el continuo alternarse de amores viejos que se agostan y amores nuevos que florecen; y quien quisiera oponerse al cumplimiento de esta ley, solo lograría labrar su desventura y contribuir a la ajena, pues la simulación del amor es más triste que el olvido y más dolorosa aún que el odio mismo.

»Si algún día tu cariño a Celiana ha de extinguirse o transformarse, inútil será cuanto tú o ella hagáis por impedirlo; y si en ello os empeñáis demasiado, seréis muy desgraciados. Yo creo que en ella hay capacidad afectiva suficiente para adaptar su cariño a todas las modalidades y metamorfosis que el tuyo experimente en el transcurso de los años. Pero si me equivoco, si tal fuerza no posee, si de tal polimorfismo amoroso no es capaz, peor para ella y para todos. Y si esto es así, porque no puede ser de otro modo, ni tú, ni yo, ni ella podemos ponerle remedio».

Calló Miguel, y Ernesto, convencido, nada le repuso. La tristeza contagiosa de la tarde agonizante invadía el ánimo de los dos y les infiltraba —no supieran decir por qué— una insólita melancolía o un extraño presentimiento.

En el recodo de una de las calzadas del parque, aparecieron de pronto Consuelo y Federico; venían enlazados por el talle y riendo alegremente. Terminado más temprano que de ordinario el trabajo de aquel día, habían tenido también el deseo de pasear un rato antes de la cena; al divisar a sus compañeros corrieron hacia ellos y Consuelo los besó a entrambos como pudiera haberlo hecho una chiquilla de seis años.

Entre explosiones de hilaridad y arrebatándose las palabras, contaron el gracioso lance que acababa de sucederles. Habían sorprendido, tras un macizo de plantas, a don Fabio Cerillas en coloquio animado y asaz sospechoso con una pintada y recompuesta vejestoria. Este don Fabio, aunque joven, era un grave y adusto moralista, director de un periódico neoteosófico, desde cuyas columnas, y en soporíferos artículos de fondo, hacía la apología de la castidad y andaba siempre sacando a colación «las puras y rígidas costumbres de nuestros antepasados».

Según Consuelo, las caras cómicas que pusieron aquellos tórtolos al verse sorprendidos, eran para reventar de risa.

Hay en el mundo seres que llevan consigo su atmósfera propia, su trozo particular de ambiente en el cual, y sin quererlo, se sumergen los que con ellos tratan. Así, ciertas personas nos infunden respeto o temor sin motivo; otros dejan a su paso un rastro de tristeza, un impulso de odio o el presentimiento de una próxima desgracia. Aquellos jóvenes, siempre alegres y felices, cruzaban por el mundo como envueltos en un halo de ventura y dejaban tras sí una estela de risas.

Eran los dos gráciles y delgados y aparentaban tener menos edad de la que realmente tenían. Ella con los ojos enormes, de un azul oscuro, la boca pequeña y roja, los dientes menudos y muy blancos, las caderas estrechas, el seno casi infantil, los tobillos finos, los pies y las manos inverosímilmente pequeños, parecía una pastora de Wateau; la melena, rubia y rizada, le caía a media espalda. Él tenía los ojos verdes y muy claros; sus cabellos, también crespos, le formaban en lo alto de la cabeza un áureo penacho; sobre el labio superior y en torno del óvalo del rostro, crecíale una pelusa virgen y casi incolora.

Creyéraseles hermanos, y era como si lo fueran; pues juntos se habían criado sin separarse jamás. De pequeños, durmieron en la misma cuna; en la escuela, sus juegos y trabajos fueron siempre comunes; como Dafnis y Cloe, se bañaron juntos en la adolescencia y, como ellos, descubrieron por sí mismos, en la libertad de los campos, el sagrado misterio. Eliminada de antemano toda posibilidad de temibles consecuencias en sus amores, el mutuo afecto sereno, inalterable y sin tormentas pasionales, era la magna razón de ser de aquellas dos existencias, el único móvil de sus actividades y la cifra total de sus ambiciones. Nunca la nube más ligera empañó el terso cristal de tal idilio; si alguna vez el joven sintió el aletazo fugaz de un deseo o cedió a extraña solicitud, su compañera, si llegó a saberlo, no se sintió por ello más de lo que se hubiese sentido porque él comiese en la calle alguna golosina y se olvidase de traerle un pedazo.

Contagiado Ernesto por la franca alegría de sus jóvenes compañeros, olvidó sus graves preocupaciones: tres chiquillos parecían corriendo y jugando por las avenidas del parque.

Al contemplar sus retozos, Miguel pensaba que, a pesar suyo y de todo su escepticismo, un cariño cuasi paternal había echado en su pecho raíces mucho más sólidas de lo que él nunca creyera. Es que con la edad se iba volviendo sentimental sin darse cuenta; aquellos jóvenes con su afecto filial y Celiana con su franca camaradería, habían acabado por prestarle el calorcito de hogar que nunca disfrutara en su azarosa y errante juventud y que su vejez, ya próxima, empezaba a necesitar.

Cuando los cuatro —buscando la querencia de la bien sazonada cena y de la grata tertulia de sobremesa— subieron al tranvía aéreo para volver a casa, el incendio del poniente se había extinguido ya y en el cielo, casi negro, empezaban a brillar las primeras estrellas.

V

El doctor don Remigio Pérez Serrato, presidente del Bureau de Eugenética de Villautopia, era uno de aquellos habladores incoercibles que, cuando no tienen auditorio, hablan solos o con los muebles de su despacho.

Como el raudal inagotable de su instructiva elocuencia tenía propiedades hipnóticas, el hallazgo de un oyente atento era para él el más sabroso regalo.

Aquel día reventaba de satisfacción, pues la suerte, propicia, habíale deparado selecto auditorio en las importantes personas de dos médicos hotentotes que, en misión científica que su gobierno les confiara, venían a estudiar la manera de implantar en su país las medidas conducentes a evitar el estancamiento evolutivo de su raza.

Cuando Ernesto, provisto de una tarjeta de presentación de Miguel, llegó a la oficina del doctor para manifestarle que aceptaba el nombramiento recibido y enterarse de sus obligaciones, ya estaban allí los africanos galenos. Encantado don Remigio, hizo las presentaciones de rúbrica:

—El señor Ernesto del Lazo, uno de nuestros más distinguidos reproductores; los sabios doctores Booker T. Kuzubé y Lincoln Mandínguez, dignos representantes de la ciencia médica en la Hotentocia…

Ernesto saludó inclinándose; los negros al sonreír descubrieron el teclado de sus formidables dentaduras de caníbales. Joven el uno y viejo el otro, los dos eran feos y bembones y tenían un aire muy cómico de asustada curiosidad; se expresaban correctamente en inglés y sus ademanes eran afectados. Llevaban largas levitas negras y unos sombreros muy largos en forma de cono truncado, que conservaban hundidos hasta las orejas en señal de respeto; el viejo, con su collar de barba blanca, parecía un chimpancé domesticado.

Como de sesenta años, alto y grueso, el doctor Pérez Serrato usaba la blanca y lacia cabellera larga y peinada hacia atrás. Su cara redonda y pálida, totalmente afeitada, sus cejas negras y muy espesas sobre unos ojos bovinos, le hacían parecerse bastante a otro médico ilustre de la antigüedad, al célebre Charcot.

La bata de seda morada, ceñida a la convexidad prócer del abdomen, y una gorrila de terciopelo del mismo color, le daban un aspecto episcopal y subrayaban la majestuosa prestancia de su fachada. Sobre el pecho ostentaba el tradicional botón rojo de la Legión de Honor; insignia que, por no ser menos seguramente, lucían también los africanos en la solapa de sus respectivos levitones.

Para documentar debidamente a sus visitantes antes de mostrarles las dependencias de la vasta institución que estaba a su cargo y, más que nada, para sacar de su auditorio todo el partido posible, don Remigio inició una plática preliminar, procurando tomar el hilo del asunto desde los más remotos orígenes de la Eugenética; a ser posible, hubiese arrancado desde los tiempos prehistóricos.

—Vosotros debéis recordar, distinguidos colegas —comenzó diciendo— que hasta mediados del siglo XX, aunque creían haber llegado al summum de la civilización, los hombres seguían reproduciéndose exactamente lo mismo que los demás mamíferos. Hace cerca de trescientos años, un ilustre coterráneo nuestro, cuya es la estatua que habréis visto a la entrada de este edificio y de quien no es necesario repetir el nombre, por ser conocido en el mundo entero, demostró experimentalmente que el óvulo de los mamíferos, una vez fecundado, puede desarrollarse en la cavidad peritoneal de otro individuo de la misma especie, aun de sexo masculino, Él partió de la observación de las gestaciones ectópicas y, naturalmente, hizo sus primeros ensayos en los animales de laboratorio. Toda la dificultad estaba en modificar, en feminizar por decirlo así, el organismo del animal macho, y cuando esto se logró, merced a las inyecciones intravenosas e intraperitoneales de extractos ováricos, el ingente problema estuvo prácticamente resuelto. El mundo científico entero se conmovió de admiración cuando, en el gran Instituto Rockefeller de Nueva York y en presencia de las notabilidades médicas de diversos países, nuestro sabio compatriota seccionó el vientre de un conejo de Indias, macho; y extrajo de él cinco conejillos perfectamente desarrollados y viables.

»Más tarde se realizaron análogas experiencias en la especie humana, con éxito brillante; pero pasó mucho tiempo sin que tales ensayos perdieran el carácter de curiosidades científicas. Prejuicios seculares se oponían a la generalización del procedimiento, y el genial innovador, clasificado hoy entre los más grandes benefactores de la humanidad, murió casi olvidado y sin haber visto la completa y radical transformación que su descubrimiento ha determinado en las costumbres de las sociedades civilizadas, variando los fundamentos de la moral, las condiciones económicas de los pueblos y las relaciones de los gobiernos para con ellos. Gracias a él, nos sentimos hoy completamente distintos del resto de los seres y muy por encima de la animalidad fisiológica de nuestros antepasados.

»Mas llegose al fin un día en que los gobiernos tuvieron que recurrir a estos medios de reproducción artificial y establecer instituciones especiales para practicarlos en gran escala, como el único medio de detener la despoblación de la tierra, que hubiese llegado a ser completa, a poco que se hubiese prolongado el estado social de los siglos que nos precedieron.

»Claro es que en el resultado obtenido, intervinieron numerosas circunstancias que, por su excesiva complejidad, no puedo ni siquiera señalar en estos momentos. Pero a la vista están las ventajas más salientes del feliz estado de cosas de las sociedades contemporáneas: reglamentada por los gobiernos la producción de hijos, de modo que no exceda nunca a los recursos naturales del suelo, sostiénese el equilibrio económico, realízase de una manera eficiente la selección científica de la especie humana y evítase toda posibilidad de degeneración».

Y viendo Serrato aparecer aquí un nuevo aspecto del asunto, no quiso desperdiciarlo, y claro es que procuró también tomarlo desde la más lejos posible. Satisfecho de la paciencia con que sus oyentes habían soportado su primer chaparrón oratorio, se dignó concederles la gracia de una breve pausa; se frotó las manos, tosió ligeramente y continuó:

—Por las condiciones intrínsecas de la deficiente e incompleta civilización de aquellos siglos que hoy estamos autorizados a considerar como semibárbaros, la especie humana se había sustraído voluntariamente a la selección natural que, en las otras especies animales, se realiza mediante la lucha por la vida y el triunfo del más fuerte o del mejor adaptado al medio. En las sociedades de antaño, triunfaban los individuos más inteligentes, los más astutos o los más ricos, que por lo general eran los peor dotados físicamente, por lo que la especie degeneraba a pasos agigantados.

»Es cierto que las naciones más adelantadas de aquel tiempo trataron de realizar en lo posible una selección artificial. De tales intentos nació la Eugenética, pero esta ciencia, que hoy, perfectamente reglamentada, ha alcanzado su total desenvolvimiento y constituye la principal preocupación de los gobiernos, tenía que limitarse entonces a medidas meramente paliativas, y sus resultados eran punto menos que irrisorios».

Ernesto, comprendiendo que tenía conferencia para rato, hacía esfuerzos sobrehumanos para no bostezar, pues todo aquello le interesaba muy poco; los negros parecían hipnotizados. El doctor siguió diciendo:

—Los progresos de la cirugía aséptica han permitido hacer la esterilización de los hombres y de las mujeres, sin alterar en lo más mínimo la complicada sinergia de las secreciones internas ni el dinamismo humoral. Empezose por practicar esta operación, salvadora de la especie, a los criminales natos o reincidentes, a los locos y desequilibrados mentales y a ciertos enfermos incurables, como los epilépticos y los tuberculosos.

»Más tarde, algunos individuos de uno y otro sexos, comenzaron a hacerse esterilizar voluntariamente para huir de las cargas económicas de la paternidad o de las fisiológicas de la maternidad. Hoy que la paternidad ha dejado de ser una carga para el hombre, pobre o rico, y que la maternidad no pasa en la mujer más allá de la concepción, el gobierno tiene bajo su inmediato cuidado y vigilancia la reproducción de la especie; hace esterilizar a todo individuo física o mentalmente inferior o deficiente, y solo deja en la plenitud de sus facultades genéticas a los ejemplares perfectos y aptos para dar productos ideales. Y no hay que olvidar que esta distinción implica para ellos el deber de dar a la comunidad cierto número de hijos, deber que ha venido a ser hoy tan ineludible como lo fueran en otros tiempos el servicio militar, el desempeño de los cargos de elección popular o el ejercicio del sufragio.

»La selección la empezamos desde la escuela primaria. Antes de la pubertad y después de un detenido estudio, tanto médico como psicológico, se decide qué niños deben ser esterilizados y cuáles no. Preferimos a los de tipo muscular puro y desechamos sistemáticamente a los cerebrales de ambos sexos, pues la experiencia ha demostrado que son pésimos reproductores; en caso de escasez, puede utilizarse a los varones de tipo respiratorio, a condición de cruzarlos luego con mujeres de tipo digestivo.

»Si a ustedes les parece, empezaremos nuestra visita por la sección de estadística. Allí podrán convencerse de que año con año disminuye el número de los niños esterilizados; día ha de llegar en que solo se practique la operación cuando el exceso de habitantes obligue a restringir el número de nacimientos.

»Como estas medidas han puesto un dique a la degeneración de la humanidad, la población de las cárceles, los manicomios y los hospitales de incurables se ha reducido casi a cero. Y si tomamos en cuenta además que las condiciones económicas de las clases proletarias han mejorado notablemente y que hoy no se vacila en aplicar la eutanasia a los seres condenados a pasar toda su vida o una gran parte de ella en la inconsciencia o entre sufrimientos irremediables, fácil será comprender que tales instituciones, que antaño constituían una carga pesadísima para el Estado, han dejado de serlo hoy y que los cuantiosos fondos que consumían se aplican ahora ventajosamente a más urgentes necesidades».

Harto Ernesto de las prolijas disertaciones del doctor, no esperó a que este repitiera la invitación y se puso de pie como disponiéndose a comenzar la visita. Los negros lo imitaron; dada la facilidad que los de su raza tienen para dormirse en cualquier parte y a cualquier hora, demasiado habían hecho los pobrecillos con permanecer despiertos. Pérez Serrato no tuvo más remedio que resignarse y pasó delante de ellos para guiarlos; ya tendría oportunidad para desquitarse en cada departamento que visitaran.

Al cruzar la secretaría, contigua al despacho del presidente, el secretario general —un pulcro y amojamado viejecillo— y más de treinta empleados subalternos se pusieron en pie al ver a su jefe. Mientras las jóvenes mecanógrafas cambiaban entre sí sonrisas y alegres comentarios sobre la exótica indumentaria de los morenos, el ilustre cicerone explicaba el complicado funcionamiento de aquella oficina, pormenorizando cómo eran clasificados los asuntos, distribuido el trabajo, estudiadas las solicitudes, archivadas y contestadas las comunicaciones recibidas de las distintas instituciones con que aquella se relacionaba.

La sección de Estadística, a que llegaron enseguida, ocupaba tres vastos salones de techo alto y excelente iluminación; trabajaban allí más de cien empleados, mujeres en su mayoría. Los visitantes fueron presentados a una dama de mediana edad, alta, seca y pelada como un hombre, que ejercía las funciones de jefe de aquel importante departamento. Correctísima, dio informes prolijos sobre la marcha de los asuntos que estaban a su cargo.

En los libros, muy bien ordenados y llevados minuciosamente al día, era fácil comprobar la verdad y exactitud de las anteriores aseveraciones del director: en lo que iba transcurrido de aquel año, solo se había esterilizado a tres mil quinientos niños y cerca de dos mil niñas, apenas la décima parte de los que alcanzaban la edad requerida para la operación, y menos de la vigésima de la población escolar de Villautopia. Datos eran estos que auguraban, para dentro de pocos años, una espléndida cosecha de reproductores. Salieron de aquel departamento muy complacidos y provistos de algunos números del Boletín de Estadística, órgano de la sección.

Después de hacerlos cruzar un hermoso jardín, el doctor Pérez Serrato detuvo a sus visitantes frente a una sala de cirugía, a la sazón desierta por no ser día de operaciones.

—Este pabellón —explicó— se destina únicamente a la esterilización de los muchachos; las otras operaciones se practican en pabellones especiales que visitaremos después. Los miércoles y sábados por la mañana tenemos operación: si os dignáis asistir a ellas, queridos colegas, tendréis oportunidad de admirar la destreza de nuestros cirujanos.

Y a continuación se enfrascó el digno presidente en minuciosos detalles de carácter técnico (en chino para Ernesto era todo aquello), relativos a los procedimientos operatorios y a las precauciones antisépticas, gracias a las cuales la operación era tan inocua y segura, que en muchos años no se había registrado un solo accidente.

Dejando a los pacientes y sufridos hotentotes por carnada la locuacidad inagotable del doctor, Ernesto se desentendía de ella y recogía íntegra la profunda sensación casi medrosa que emanaba de aquella enorme sala circular, toda blanca, con las paredes y el piso de lustrosa porcelana, y en la que podían trabajar simultáneamente diez cirujanos; el inmenso anfiteatro, en forma de herradura, tenía capacidad para más de tres mil estudiantes. Por la cúpula de cristal que hacía de techo, entraba la luz a raudales, haciendo relucir las barras niqueladas de las mesas de operaciones, que a Ernesto, como a todo extraño a la profesión médica, se le antojaban máquinas infernales de tortura.

Antes de abandonar aquel pabellón, visitaron sus dependencias: la sala de anestesias, el espléndido y bien provisto arsenal, el servicio de agua esterilizada y los grandes autoclaves para la desinfección de los instrumentos y del material de curaciones.

Hubo que cruzar otro trozo de jardín para llegar a las salas donde los niños recién operados permanecían en reposo durante cinco días a lo sumo. Mucha luz, mucha asepsia y mucha ventilación; el aspecto de las blancas camitas alineadas era alegre y tranquilizador. Era la hora de la primera colación y las enfermeras, vestidas de blanco, circulaban presurosas, sirviéndola entre la impaciente algazara de los chicuelos. Había cerca de quinientos, entre varones y hembras, distribuidos en seis grandes pabellones; en el hermoso parque contiguo, los convalecientes paseaban por grupos o jugaban a la sombra de árboles frondosos y floridas enredaderas. Supieron con sorpresa los visitantes que en menos de quince días, aquellos niños quedaban en aptitud de volver a sus clases.

Tras la inevitable presentación, unióse al grupo el interno de guardia en aquel departamento; era el doctor Suárez, un joven muy simpático, de barba negra y mirada inteligente. Permaneció con ellos durante el resto de la visita, la cual continuaba su curso sin que amainase por un momento la terrible verbosidad del sabio presidente de la institución, que todo lo explicaba con lujo de detalles superfluos y citas de una erudición pesadísima e inoportuna. Por ratos se hacía agresivo: tomaba a uno cualquiera de sus interlocutores —el que más a mano le cayese—, lo sujetaba un rato por las solapas o lo arrimaba a una pared y lo monopolizaba y abrumaba bajo un chaparrón de comentarios. Ahora daba a conocer el destino de otro pabellón a que habían llegado, también desierto a aquella hora. Constaba de tres piezas: un saloncillo como de espera, coquetamente amueblado y con entrada independiente por la calle, y dos pequeñas salas de operaciones, con sus mesas respectivas y separadas por una mampara de cristales opacos. Todo él respiraba cierto aire de discreto misterio, de galantería y tapujo, que intrigó bastante a Ernesto.

—Aquí —se apresuró a decir Pérez Serrato— practicamos la toma de los óvulos, la prise, como decimos nosotros, y el injerto de los mismos. Las damas vienen por sí solas en el momento oportuno, que ya ellas saben conocer perfectamente, y se vuelven enseguida. La operación, aunque delicada, es sencillísima; se reduce a tomar delicadamente el óvulo fecundado cuando empieza a hacer su nido en la mucosa del útero; para ello empleamos esta ingeniosa cucharilla. —Y mostró una que extrajo de una vitrina.

—En la sala contigua —siguió explicando— espera ya el gestador, previamente feminizado, y al cual otro cirujano le ha hecho ya una pequeña incisión en el abdomen. El óvulo es depositado en la cavidad peritoneal, como un grano de trigo en el surco y, si la operación es fructuosa —lo cual en la actualidad rara vez deja de suceder—, a los doscientos ochenta y un días exactos, hacemos una laparotomía y extraemos un niño perfectamente desarrollado y viable. Con los progresos de la cirugía aséptica, los peligros de estas secciones cesáreas han venido a ser casi nulos; gestador tenemos que ha sido operado con éxito diez o doce veces. Debo advertiros que, durante la toma del óvulo y su injerto o siembra, es indispensable conservar en la sala una temperatura constante y aproximadamente igual a la del cuerpo humano, para que los elementos no sufran el menor cambio o alteración; esto hace que la labor de los operadores sea bastante penosa y ruda, y nos obliga a tener un número suficiente de cirujanos y a turnarlos de modo que ninguno trabaje dos días seguidos.

»Ahora —continuó diciendo— voy a enseñaros el departamento más curioso de nuestra institución: las salas que ocupan los gestadores y el pabellón donde se practican las laparotomías o alumbramientos quirúrgicos. Si aún no están ustedes cansados, visitaremos después las salas de lactancia y el departamento de infancia».

Rodeado de un bello y extenso parque, que hubo también que atravesar para llegar a él, componíase el edificio destinado a los gestadores de varios dormitorios con grandes ventanas y las camas en filas como en un hospital. Había además un gran salón de reuniones, un magnífico balneario, comedor, biblioteca y billares; en un extremo del parque, se alzaba un pequeño y elegante teatro. No era llegada aún la hora del almuerzo y los abnegados incubadores de la humanidad futura, en número de seiscientos aproximadamente, discurrían por las distintas dependencias. Algunos leían en la biblioteca, novelas y periódicos, pues las lecturas serias les estaban prohibidas; alguien tocaba el piano y otros jugaban al tresillo, al ajedrez o al billar. No pocos paseaban por las avenidas del parque, leían o conversaban a la sombra de los árboles o se dedicaban a deportes poco violentos, compatibles con su estado y muy favorables a una buena gestación; no les estaba permitido fumar. Los más viejos —¡quién lo creyera!— bordaban, tejían croché o cosían diminutas camisitas y primorosos gorros. Las edades de estos sujetos oscilaban entre los dieciocho y los cuarenta y cinco años y todos eran gordos, lucios, colorados y con un aire de beatífica satisfacción en la mirada.

Acogido por ellos con muestras de cariñosa adhesión, el doctor sonreía a todos y bromeaba con algunos.

Al ver el cómico ademán con que los más avanzados cruzaban las manos sobre la esfera abdominal, el más joven de los negros no pudo contener un inoportuno acceso de hilaridad que le hizo derramar lágrimas como garbanzos y a poco más lo ahoga entre borbotones de risa. Corriose un tanto el doctor Serrato, y Ernesto necesitó toda su fuerza de voluntad para no hacer dúo al moreno. Al fin logró este calmarse, gracias a las severas miradas y enérgicos ademanes de su compañero.

—¿Y no cree usted, doctor —preguntó Ernesto al interno— que la condición de estos infelices no es menos triste y dura de lo que antaño fuera la de la mujer, y que el estado interesante artificial no viene a ser algo así como una afrenta a su condición de varones y aun a la dignidad humana?

—Cada siglo tiene su ética, amigo mío —repuso el joven galeno—; por lo demás, el Estado recompensa espléndidamente los servicios de estos dignos sujetos; la vida que aquí llevan no puede ser más cómoda ni más regalada y, como antes dijo mi digno jefe, la operación final carece de peligros.

—Pueden ustedes estar convencidos —terció el presidente, que no cedía a nadie la palabra por mucho tiempo— de que el puesto de gestador es en la actualidad uno de los que mejor se remuneran y, por consiguiente, uno de los más codiciados. Tenemos siempre más solicitudes de las que necesitamos, y conste que no podemos aceptar a cualquiera. El gestador ha de ser un sujeto perfectamente sano y equilibrado, en lo físico y en lo mental; ha de ser de tipo digestivo puro, de excelente carácter y de buenas costumbres, pues no ha de fumar ni beber alcohol; es preciso también conocer y analizar sus antecedentes hereditarios.

»Por supuesto que desde pequeños han sido nulificados como reproductores activos y, antes de cada injerto, hay que aplicarles una serie de inyecciones intravenosas e intraperitoneales de extractos ováricos para modificar el dinamismo de sus secreciones internas y sus condiciones humorales. Así se hacen aptos para el desarrollo de los óvulos, se feminizan, en una palabra; todo impulso erótico desaparece en ellos durante la gestación y, con el tiempo, su efectividad y sus inclinaciones llegan a cambiar definitivamente; acaban por aficionarse a los pasatiempos y ocupaciones femeniles.

»Raro es el que no llega a tomarle gusto al oficio, y tenemos nuestros veteranos. Hace pocos días, precisamente, perdimos al decano de todos, después de doce laparotomías felices. Antes de su decimatercera gestación, quisimos jubilarlo, cosa a que tenía derecho, pues había cumplido ya cuarenta y ocho años de edad y veinte de servicios; además, estaba obeso y tenía un principio de adiposis cardiaca. Pero él, obstinado y mimoso, nos pedía en tono suplicante servir, “siquiera por última vez”… Tuvimos la imperdonable debilidad de ceder a sus súplicas y, a la hora del alumbramiento, se nos quedó en la anestesia… ¡Pobre Manuelón! ¡Pobre y abnegado amigo! La humanidad debe estarte agradecida y conservar con cariño tu nombre de héroe oscuro e ignorado. Por cierto, señores, que no se desperdició su producto póstumo, que es un hermoso varón».

La nursery o departamento de infancia, que visitaron al salir del de los gestadores, presentaba un aspecto verdaderamente encantador y capaz de infundir ideas de optimismo en el ánimo más recalcitrante. Más de dos mil pequeñuelos repartíanse por edades en tres salas que, en condiciones de limpieza, luz y ventilación, no dejaban nada que desear. La primera, destinada a los recién nacidos, lucía en un ángulo la gran báscula pesabebés y en el otro el moderno autoclave con los biberones listos para servir, numerados y dispuestos en hileras. En las cunas, primorosas y blancas, los rorros aprestaban los puños, y sus caras, sumidas en la inconsciencia del primer sueño, tenían la redondez y el encendido tinte de las manzanas maduras. Junto a cada cuna, veíase la hoja clínica con el nombre del niño, un número de orden y las curvas que señalan gráficamente el aumento de peso y estatura. Las amas vigilaban, atentas a satisfacer las necesidades de los críos, solícitas y cariñosas como verdaderas madres.

En la segunda sala, niños de tres a seis meses eran paseados en brazos o reposaban en las cunas, agitando sonajas y mostrando al reír las encías sonrosadas en las que a veces se engreían solitarios los primeros incisivos. Los de la tercera sala gateaban o daban los primeros pasos entre risas y caídas; en el primoroso jardín que rodeaba al pabellón, corrían y jugaban ruidosamente los mayorcitos, al cuidado de las niñeras, casi todas jóvenes y de agradable aspecto.

¡Qué alegría tan sana en las adorables caras infantiles! ¡Cuánta solicitud maternal en las niñeras! Aquel espléndido florecimiento de vida y salud bastaba por sí solo para justificar cuanto de violento o inmoral pudiese haber en las medidas a que la humanidad se había visto obligada a recurrir para detener su degeneración y acabamiento y seguir con paso firme su marcha evolutiva hacia un ideal de perfección. Ni uno solo de los pequeños ofrecía el triste espectáculo de la atrepsia o el encanijamiento, tan frecuente en los pasados siglos.

—Hoy que el nacimiento de un niño —dijo el doctor Suárez— es el resultado de una deliberación científica y viene precedido de una rigurosa selección, hoy que no es como antaño, el fruto, rara vez deseado, de un instinto irreflexivo, todo lo que nace llega a su completo y total desenvolvimiento. Puede decirse que la mortalidad infantil, aquella horrible cosa absurda que fue la desesperación de nuestros antepasados, ha desaparecido por completo.

Faltaba poco para las dos de la tarde cuando salieron del departamento de infancia; el doctor Pérez Serrato no se resignaba a soltar su presa, y como lo hablador no quita lo cortés, se empeñó en que Ernesto, los dos negros y el interno almorzasen con él en su espléndida residencia particular, situada dentro de los terrenos del Instituto. No era posible rehusar sin pecar de incorrección; por otra parte, no dejaba de ser halagadora la perspectiva de un buen almuerzo, en aquel momento tan oportuno, con lo lejos que estaban de la ciudad y con el ejercicio que habían hecho. Más tarde continuarían la visita; que aún quedaban por ver muchas de las dependencias del gran Instituto de Eugenética, legítimo orgullo de Villautopia.

VI

El ilustre doctor don Remigio Pérez Serrato no vivía solo. Y por cierto que el grupo familiar que se había formado era bastante heterogéneo y original: componíase de un anciano algo mayor que él, de una matrona como de cuarenta y cinco años y de una bellísima joven de veinte. El viejo, que también era médico, se llamaba don Teodosio Reyes; había sido su compañero de estudios y calaveradas y desde joven se distinguió por la paciencia con que lo escuchaba, por lo poco que lo interrumpía y por lo resistente que era a la acción soporífera de sus disertaciones. Estas inapreciables cualidades habían alcanzado su total perfección con la edad, pues el pobre don Teodosio estaba hemipléjico y afásico y padecía de insomnios. ¡Un oyente ideal! Por nada de este mundo se acostaba don Remigio sin dar unas cuantas horas de palique al inválido, que lo escuchaba asintiendo de vez en cuando con la cabeza. Cuando al fin cerraba los ojos, su amigo lo arropaba con cariño, apagaba la luz y salía de puntillas de la habitación; el día que no volviese a abrirlos, lo iba a echar mucho de menos.

Isabel se llamaba la señora, jamona muy presentable todavía y con relieves y reliquias otoñales de una belleza que en sus verdes primaveras debió haber sido de primer orden. Fue la última amante del doctor, no mal gallo cuando mozo; juntos habían quemado las postreras brasas de sus corazones, y cuando el fuego se extinguió al soplo helado de los años, quedoles un rescoldo de mutuo aprecio, cierta compatibilidad de caracteres y la fuerza de la costumbre que los mantenía unidos. Verdad es también que la buena dama había aprendido a escuchar y callar, cualidad que su compañero estimaba en ella sobre todas las demás. No era de mucha resistencia y tardaba poco en dormirse; pero para ciertos logorreicos, un oyente dormido no es mal recurso cuando falta uno despierto y, en todo caso, siempre es preferible a un sofá o una consola. ¡Cuántos conferencistas ilustres tienen a un noventa y cinco por ciento de su auditorio dormido, antes de mediada su plática, y no por eso dejan de desarrollarla tan sabrosamente hasta el final!

La joven ostentaba esa rara clase de belleza en que la armonía es la cualidad dominante: armonía de líneas, de proporciones y de color. Ninguna parte del adorable cuerpo mayor o menor de lo que la estética prescribe; ningún relieve deficiente o acentuado con exceso. El tinte sonrosado de la piel, el rojo encendido de los labios, los grandes ojos negros y el tono castaño claro de la sedosa cabellera, componían con la blancura de la suelta veste, el acorde cromático más perfecto. Armonía asimismo de movimientos, pues sin ella procurarlo, cada una de sus actitudes resultaba una postura académica perfecta. Su nombre era Rosaura; pero el doctor habíala confirmado desde pequeña con el de Atanasia, que tenía para él la belleza de su significación etimológica (sin muerte, inmortal) y que además le recordaba las circunstancias que le hicieron encariñarse con ella. Era su hija verdadera, pues él de joven y en su calidad de hombre sano y robusto, había dado su contingente como reproductor. Ejercía de cirujano en el mismo instituto de que hoy era director, cuando la pequeña Rosaura vino al mundo y, por interés científico y orgullo paternal, acostumbraba visitar con frecuencia a su prole y se complacía en seguir de cerca el proceso de su desarrollo. Aquella niña fue su predilecta, por su singular belleza, trasunto fiel de la de su madre, una mujer a quien él amó locamente y que lo abandonó muy pronto, dejándole el amargor del deseo insatisfecho. Una gravísima enfermedad de la pequeña lo hizo luchar con ardor por arrancarla de las garras de la muerte, cosa que logró cuando ya casi parecía humanamente imposible. El ardor de la lucha y la alegría del inmenso triunfo hicieron renacer en el doctor el cariño paternal con toda la fuerza egoísta de los pasados tiempos. Desde entonces llamó a la niña Atanasia y más tarde, cuando su educación estuvo terminada, se la llevó a vivir consigo.

Narró este episodio Pérez Serrato, con su acostumbrada abundancia, lo que dio lugar a que la conversación se generalizase; pues Ernesto manifestó curiosidad por saber cuáles eran en realidad, dada la organización social de la época, las manifestaciones habituales del amor paternal, sentimiento que tan profundo y absorbente parecía en los tiempos pasados.

—En los hombres y las mujeres de ahora trescientos años —dijo el doctor, tomando de nuevo el tono de conferencista magistral— el sentimiento de la paternidad era tan ciego y tan instintivo como en cualquiera otra de las especies animales. Con su egoísmo y sus mal entendidos cariños, los padres torcían a menudo la vocación de sus hijos, falseaban su carácter y labraban la infelicidad de toda su existencia; rara vez estaban debidamente capacitados para realizar con fruto la misión educativa que la sociedad les confiaba. Y es esta una verdad tan evidente que la reconocieron algunos filósofos de aquellos tiempos y pedagogos tan antiguos como Froebel.

»Hoy que el sostenimiento y educación de todos los niños son funciones del Estado, que las ejerce de una manera científica y racional, para nadie, pobre o rico, constituye la prole una carga; pero la parte instintiva del amor paterno no ha desaparecido por completo. Ni desaparecer puede, siendo como es una ley de naturaleza, que tiene manifestaciones perceptibles hasta en el reino vegetal.

»No presenta, sin embargo, la misma intensidad en todos los sujetos ni reviste igual forma en un sexo que en el otro. Desde que la mujer se libertó del yugo fisiológico de la gestación —de la manera que ya sabéis—, su amor al niño se ha hecho más general y menos egoísta. Aquellas mujeres en quienes subsiste potente el instinto de la maternidad, hallan amplio campo para ejercitarlo, en el cuidado y la crianza de los niños pequeños. Todas las amas y niñeras de nuestro Instituto son madres de corazón; y en muchos casos, mujeres fecundas, madres verdaderas, que han solicitado quedarse al cuidado de sus hijos, pero que al cabo de algún tiempo, derrochan por igual los tesoros de su amor entre los propios y los ajenos, que el niño es y ha sido siempre adorable por sí mismo.

»La mujer cerebral y culta de nuestros días busca generalmente una forma más elevada para exteriorizar y objetivar su afecto y se hace maestra. Y es digna de señalarse la circunstancia de que las más abnegadas mentoras son las estériles. Claro es que, hoy como antes, existen mujeres frívolas que se atienen a la parte agradable del amor, sin preocupaciones ulteriores; lo que, por otra parte, no tiene ya para ellas las terribles consecuencias sociales que en los siglos pasados.

»El hombre ha sido siempre más egoísta, sigue siéndolo. Muchos —tal vez los más— son como el árbol que no se cura de saber a dónde llevará el viento el polen de sus flores, y no me negaréis que de estos también los hubo en los tiempos pretéritos, en aquellos patriarcales tiempos que tanto añoran nuestros moralistas cursis y nuestros poetas ramplones. Otros —que también son con frecuencia los infecundos— se dedican al magisterio por amor a la niñez y a la juventud; y de tal manera llegan a identificarse con algunos de sus discípulos predilectos, que a menudo acaban por constituir con ellos los grupos familiares mejor unidos por la comunidad de aspiraciones y la similitud de cultura.

»Algunos reproductores —pocos es cierto— siguen de cerca el desarrollo de su prole y se recrean y enorgullecen al ver perpetuarse en ella sus aptitudes, aficiones y caracteres; en ocasiones, encuentran verdadera afinidad en algunos de sus hijos y los hacen ingresar en su grupo. El egoísmo masculino hace que en la generalidad de los casos —el mío es un ejemplo— sea una hija la escogida para llenar la necesidad que tenemos de cuidados y afectos femeninos, cuando llegamos a esa edad en que ya el hombre no puede aspirar a ser amado por sus propios atractivos».

Preguntó entonces el más joven de los negros si, por curiosidad femenina o por regresión atávica al instinto primitivo, las mujeres no solicitaban alguna vez que se les dejase continuar la gestación hasta el final.

—No, querido compañero; a lo menos, yo no tengo noticia de un solo caso. Y es más: pienso fundadamente que, con el tiempo que hace que venimos interrumpiendo el proceso, el útero humano se ha modificado, se ha hecho incapaz de llevarlo hasta su término, y es probable que por sí solo expulsara prematuramente el producto de la concepción.

—¿Y qué piensan acerca de este asunto las mujeres de vuestra tierra, doctor? —Inquirió curiosa la bella Atanasia, dirigiéndose al joven africano.

—Señorita, el estado social de nuestro país es bastante imperfecto y presenta un atraso de tres siglos por lo menos. Solo por nuestras lecturas conocemos el embarazo extrauterino artificial y no lo practicamos aún. Las pobres mujeres del pueblo cumplen todavía resignadamente su dura misión; pero las cultas y ricas sienten ya horror por ella y recurren a todos los fraudes posibles para evitarla. Nuestro actual gobierno —que la gran sabiduría conserve— es democrático y progresista y procura hacer más llevadera la carga de la prole, asignando pensiones a los pobres que la tienen numerosa y proporcionando a todos los niños educación, alimentos y vestidos, pero estas medidas resultan meramente paliativas y de una ineficacia aterradora para detener los avances de la despoblación.

»Para evitar el estancamiento evolutivo en que yace nuestro pueblo, se ha tratado de recurrir al cruce con razas superiores; pero, dadas las excelentes condiciones económicas en que se encuentran los pueblos blancos, y aun los más adelantados del África misma, son tan pocos los alicientes que podemos ofrecer a la inmigración, que el proyecto no ha podido pasar de la categoría de tal. Estamos plenamente convencidos de que nuestra única salvación está en implantar el sistema que tan buenos resultados da aquí y en todos los países adelantados; y así pensamos hacerlo a nuestra vuelta, si nuestro gobierno —que la gran sabiduría conserve— nos presta su eficaz ayuda. Y no se nos oculta, señorita, que tendremos que luchar ruda y tenazmente, pues aún pesan sobre nuestra desgraciada tierra multitud de prejuicios religiosos y sociales».

Llegó en este punto de la conversación el feliz aviso de que estaba servido el almuerzo y todos pasaron al lujoso comedor y se instalaron en torno de la mesa, espléndidamente provista por cierto.

Siguiose entonces el primer tiempo de todos los banquetes, aquel solemne momento en que el apetito se sobrepone a la sociabilidad, y las lenguas callan mientras las mandíbulas trabajan activamente. Pasado el ardor de esta primera carga «a la cuchara», las lenguas empiezan poco a poco a recobrar su movilidad, en los intervalos de la deglución por lo menos. La del doctor Pérez Serrato fue la primera en quedar expedita; pero Ernesto —dejando a los hotentotes al quite— halló medio de aislarse en íntima y animada charla con sus vecinos, la sin par Atanasia y el simpático interno. Doña Isabel comía y callaba, sin dejar de atender solícita a los invitados; desde su sillón de ruedas, el viejo paralítico asentía a las ampulosas razones de su amigo.

Atanasia estudiaba medicina; pronto comprendió Ernesto que ella y el joven Suárez se amaban y se entendían. Eran ambos reproductores voluntarios y por ellos se enteró de cuanto le interesaba averiguar acerca de su cargo. Por lo pronto, no tenía más obligación que presentarse a una señora —de quien le dieron el nombre y la dirección— que ejercía las funciones de superintendente de las reproductoras oficiales; ella se encargaría de relacionarlo con sus futuras colaboradoras, entre las que podía escoger libremente. Durante el año de su servicio obligatorio, debía producir, por lo menos, veinte hijos; después quedaría como voluntario hasta la edad de cincuenta años, en que debía ser necesariamente esterilizado. Supo también Ernesto que tenía que abstenerse de fumar y de tomar bebidas embriagantes; podría presentarse al final de cada mes a firmar la nómina y recoger su sueldo o dejar que se juntasen para cobrar la cantidad entera al finalizar el año. Los simpáticos informantes habían cumplido ya su «servicio».

Terminado el almuerzo y acabada la charla de sobremesa, reanudose la visita a las dependencias de la vasta institución que aún faltaban por ver.

Construido por el sistema de pabellones aislados, el Instituto de Eugenética de Villautopia ocupaba, en las afueras de la ciudad, un extenso terreno de varios kilómetros. Para recorrerlo con más comodidad, ocuparon un ligero automóvil de motor de éter sulfúrico comprimido; así pasaron el resto de la tarde visitando y admirando las enormes cocinas, los almacenes de víveres, las oficinas de la administración, el gran laboratorio de bacteriología y el de química industrial, la fábrica de albúmina sintética y, finalmente, los establos y prados en que pastaban los hermosos rebaños de cabras y burras, cuya leche servía para la alimentación de los pequeños.

Empezaba a anochecer cuando Ernesto emprendió la vuelta a su hogar, no supiera él mismo decir si triste o satisfecho. Sentía, sí, un ansia inexplicable de encontrarse entre los suyos y parecíale que había estado mucho tiempo separado de ellos.

VII

Habituada Celiana a la precisión del lenguaje científico, dócil instrumento cuando se trataba de formular las elevadas concepciones del estudio y la meditación, jamás había podido servirse de él para expresar sus íntimos afectos: su alma sentía demasiado el pudor y huía de exhibirse desnuda en la claridad de una poesía lírica o de una prosa sentimental. Mas cuando la delicada urdimbre de sus nervios vibraba con exceso, distendida por el placer o lacerada por el dolor, ella experimentaba imperiosa la necesidad de objetivar en cierto modo el estado de su ánimo para no estallar en una crisis histérica de lágrimas. Y era entonces la música la maga complaciente, presta a traducir los más delicados matices de su sensibilidad, en ese su lenguaje universal y eterno que, en su misma vaguedad, tiene la clave de su enorme fuerza expresiva.

Era el piano su instrumento favorito y, desde que hubo vencido las dificultades técnicas de su manejo, nunca ejecutó la música de otros: tocaba exclusivamente para sí misma y siempre improvisando.

Es la primera noche de abandono. Ernesto asiste a un baile, dado con el fin expreso de relacionarlo con sus futuras colaboradoras; Federico y Consuelo se han ido al teatro con Miguel y, ante la negativa de Celiana a acompañarlos, no han insistido, comprendiendo que el dolor de su amiga es de aquellos que necesitan un poco de aislamiento.

Ahora, en la quietud nocturna de la sala casi a oscuras, suena el piano dulcemente; por la ventana abierta se ve el jardín, todo bañado en la blanca luz del plenilunio, y penetra el aroma capitoso de los nardos.

Un preludio melancólico se desgrana con tan suave facilidad, que evoca el correr de un arroyo entre floridas márgenes, el bogar de un cisne por un lago o el curso de un vivir tranquilo y sin ambiciones… De pronto rompe el hilo de la melodía una frase violenta, casi disonante, que semeja un movimiento brusco de sorpresa, el asombro de algo que no se esperara; y viene tras ella una sucesión de escalas rapidísimas y arpegios brillantes, que alternan con acordes graves, simulando un diálogo en el que una argumentación viva y apasionada se estrellase contra el razonamiento único y lógico de una voluntad firme, inflexible y convencida. Después se reanuda el canto original y va acelerando su ritmo, hasta llegar a un allegro vivace que, en frases brillantísimas, expresa primero temor, luego la rebelión violenta de un corazón herido y, finalmente, una pena desgarradora refractaria a toda idea de consuelo. Y la frase final, hecha leitmotiv, se dulcifica por grados, cual reblandecida por las lágrimas, y al repetirse con la insistencia tenaz de una idea fija, viene a ser en el andante un quejido doliente y resignado, que se aleja poco a poco hasta extinguirse, no supiérase si en el tiempo o en la distancia.

Aquella música, todo sentimiento, sin rebuscadas dificultades técnicas ni primores de ejecución, reproducía con pasmosa exactitud, el drama interno de un alma destrozada, el trágico naufragio de una dicha que llegó a creerse eterna y a cubierto de toda contingencia. Lo que ahora pasaba de los nervios a los dedos y de estos al dócil teclado y al sensible cordaje, era la renovación de lo que en la noche anterior sintió Celiana cuando, en la dulce intimidad de las horas nupciales, Ernesto le comunicó la aceptación del nombramiento recibido y le contó su visita al Instituto de Eugenética.

Fue primero un asombro inmenso, que tronchó la voluntad y anuló la conciencia; fue luego el impulso de protestar, de demostrar con dialéctica irreductible, la inviolabilidad de su derecho, de defenderlo con fiereza de leona herida… Y fue al fin la dura convicción de la derrota inevitable y fatal; fue una pena atroz que pugnaba por estallar en gritos, que movíala a golpearse, a arrastrarse y suplicar de rodillas. Mas todo pasó en lo íntimo del ser, sin una queja ni una recriminación, en la heroicidad de un interminable y pavoroso silencio. Y aún tuvo la atormentada, la mártir, fuerzas para sonreír al ingrato y desvanecer bromeando los tímidos y tardíos escrúpulos del niño amante que, asustado y cortés, ofrecía volverse atrás a la menor indicación de ella.

Pero ahora, al tocar con serena crueldad, el fondo sangrante de la propia herida, diagnosticábala irrestañable, mortal, y comprendía que era llegada la hora postrera de su dicha.

Triste es la agonía de todo amor; mas si en las cenizas mismas del cadáver, se adivinan los gérmenes de nuevos cariños, parece que asistimos a un crepúsculo que nos va a sumir en una noche muy negra, pero que en sí, por su propia condición de noche, lleva imbíbita la promesa de una nueva aurora. No hay, en cambio, consuelo posible para el corazón que se siente y se declara incapaz de todo resurgimiento: es un ocaso definitivo y le sigue una noche eterna que no tiene amanecer. No existe dolor comparable al de una mujer apasionada que asiste al final de un amor, que en ella tiene que ser necesariamente el último; porque coincide con la aparición del leve pliegue que en la comisura de los labios empieza a marcar la obra de los años implacables con el pautarse de la frente, con el triste abatirse de los senos y el lento blanquear de los cabellos.

Inútil es toda protesta contra el dolor de lo inevitable; en tal caso, solo alivia un poco la queja sin objeto. Celiana halló la feliz expresión musical de aquella pena, y el piano sollozó —primero a pedal sordo y como avergonzado— un lamento hecho armonía, que al fin externó toda la sinceridad de su amargura y se repitió luego hasta la saciedad en diversos tonos. Era entonces como la idea parásita que, en el horror de un manicomio, hace a un loco gritar día y noche la misma frase.

A fuerza de repetirse, el pensamiento se iba esfumando, la música perdía en expresión lo que ganaba en ternura y, prendida en su propia armonía, tornose al fin en un canto melancólico, amorfo y anodino, que lentamente ejerció su acción sedante sobre los irritados nervios de la artista.

Y al calmarse la tormenta nerviosa, recobró el cerebro toda su fuerza inhibitoria, su clara percepción de la justicia, y Celiana conquistó la noción precisa de que el final de su ensueño de amor era un hecho lógico, natural y necesario. ¿Qué derecho tenía ella, despojo de tantas borrascas pasionales, para monopolizar eternamente el virgen corazón de aquel muchacho? No había que hacerse ilusiones: cuando Ernesto hubiese gustado la miel de otros amores, no serían seguramente los hechizos de una beldad crepuscular como ella capaces de luchar con éxito contra los de otras mujeres en plena floración. Convencida de su inferioridad, Celiana veía segura la derrota y renunciaba desde luego a la lucha; que si su ética admitía el sacrificio, su estética no transigía con el ridículo.

Aún encontraba ella, en el balance total de su vida, un saldo de felicidad a su favor; pues la absoluta e integral de aquellos cinco años en que Ernesto le había pertenecido en cuerpo y alma, era ya más que suficiente para endulzar toda una existencia de amarguras y sufrimientos. Y al despojarse del último residuo de egoísmo y celosa vulgaridad, el amor de aquella mujer se sentía inatacable, absoluto, polimorfo y susceptible de adaptarse a todas las modalidades, capaz de todas las renunciaciones y de todos los sacrificios. Que Ernesto conservase hacia ella una tibia y filial adhesión, que guardase siquiera un dulce recuerdo de su cariño, y ella sería la amiga abnegada, la madre amantísima, capaz hasta de enjugar las lágrimas que vertiese por otras y restañar las heridas de su corazón. Más aún: con tal de no perderlo por completo, de sentirlo cerca, encontrábase dispuesta a soportar desde el engaño y la indiferencia, hasta el desvío y el odio mismo…

Vuelve el piano a sonar. Pero ahora las notas expresan la calma de una renuncia total, la dulce tranquilidad de un triunfo alcanzado a fuerza de heroísmo. Luego, sintiendo la propia grandeza, de ella se ostentan orgullosas y acaban por entonar un canto magnífico, un himno grandioso al Tabor del alma redimida de toda vileza, superior, en la analgesia del estoicismo, al dolor de la tortura.

Rendido este justo homenaje a la propia superioridad, torna la melancolía a sombrear las notas del canto; pero es ya una melancolía dulce, resignada, sugestiva de un estado de placidez, tal como una añoranza, que es dolor, porque recuerda un bien perdido, y al mismo tiempo placer, porque en él se deleita y lo vive de nuevo…

Cuando Miguel regresó del teatro con los jóvenes, aún tocaba Celiana; pero la mirada sagaz del amigo leal percibió desde luego que el equilibrio interno se había restablecido ya en aquel espíritu superior, todo lógica y justicia.

Ernesto llegó algo más tarde, cerca del amanecer, y los encontró cenando alegremente. En su amante halló la serena sonrisa de siempre, la acogida habitual, franca y cariñosa, sin sombra visible de pena y sin la menor huella de la pasada tormenta; él, en cambio, suspicaz y preocupado, sin costumbre de fingir, fingía muy mal una alegría forzada y un buen humor ficticio. Notándolo, Celiana sufrió con él y por él.

VIII

Es indudable que la solución de todos los problemas, incluso los sentimentales, depende más que nada del modo de plantearlos. Hay en la vida situaciones difíciles, casos complicadísimos, que se presentan desde luego con datos tan matemáticos y claros, que la maraña, a primera vista inextricable, se desenreda por sí sola o con un pequeño esfuerzo y un poco de paciencia. En cambio, asuntos sencillos en sí, y hasta triviales, se hacen a veces irresolubles; y es porque para resolverlos, bastaría una sola palabra franca y leal, pero precisamente es la que nadie quiere pronunciar, la que se formula en todos los cerebros y se detiene antes de llegar a los labios.

Tal era la situación que un incidente —casi sin importancia, dadas las costumbres de aquella época— había originado en las relaciones de Celiana y Ernesto, tan solo por haber surgido en una atmósfera de mutuo recelo. Escrúpulos delicadísimos y alambicados, nacidos de la pureza misma de su cariño, habían hecho un problema capital de lo que era poco más que una niñería. Presintiendo un posible final, aquel amor, hasta entonces tan sereno y confiado en su curso, se detenía amedrentado ante la leve sombra de una desconfianza, como el potro brioso y pasajero, que salta sin vacilar la valla o el foso, tiembla y repara ante un papel tirado en medio del camino o ante la sombra de unas ramas que el viento agita.

Sin que nada hubiese cambiado en realidad en lo sustancial de su amor, en aquellas relaciones, en apariencia tan cariñosas y cordiales como siempre, se iba infiltrando poco a poco una reserva cortés, fría y convencional. Pero solo los mismos amantes se daban cuenta de este fenómeno; cualquiera los creyera más unidos que nunca, y hasta Miguel, tan sagaz y buen observador, daba por felizmente terminado aquel asunto.

Más de un mes llevaba Ernesto desempeñando a conciencia su cargo de reproductor oficial y, desde el principio, había logrado trazar muy en firme una línea divisoria entre la mera posesión carnal, instintiva y mecánica, y el afecto puro e idealista del corazón enamorado. Es este un dualismo casuístico, por lo demás muy socorrido, que desde hace mucho tiempo los hombres establecen fácilmente, pero que solo algunas mujeres superiores han sido capaces de comprender.

Y ni aun en el terreno de los encantos materiales, había hasta entonces encontrado el joven nada que le hiciese olvidar o tener en menos los de su adorada Celiana. Ella, por su parte, no había pensado nunca en exigir a su amante una fidelidad material absoluta y se hallaba de antemano dispuesta a todas las renuncias y a todos los perdones. Y sin embargo, rota estaba irremediablemente la feliz sinergia de aquellas voluntades, antes tan acordes, y en el pensamiento de cada uno de los amantes quedaba ahora un fondo reservado en que el otro ni osaba ni quería penetrar. Era como si entre sus almas se fuese insinuando una lámina de hielo que un soplo glacial engrosara paulatinamente.

Encerrada en el estudio, so pretexto de imaginarios trabajos, Celiana meditaba sobre aquel estado anómalo de su espíritu y se torturaba en vano sin encontrarle solución, ora la buscase en el terreno de la lógica, ora pretendiese hallarla mediante un simple impulso sentimental.

Sintió entonces el ansia de desahogar el exceso de sus penas, en plenitud de confesiones y al amparo de un pecho amigo, para obtener el consuelo de una palabra afectuosa y sincera o, si posible fuese, una indicación precisa y clara.

Como estaba bien al tanto de la poca o ninguna importancia que Miguel daba a los problemas amorosos, descartolo desde luego como confidente, temerosa de sus cortantes ironías, y pensó en uno de sus antiguos maestros, por quien sentía verdadera veneración y a quien en otros tiempos solía ella acudir en demanda de consejos en los trances difíciles de su vida.

Tratábase de un tal don Luis Gil, anciano tan simpático y bondadoso como ilustre, literato insigne, sabio pedagogo, historiador notable y polemista de fuerza. Todo el mundo lo conocía por el Maestro; porque lo había sido realmente, durante los mejores años de su vida, y porque, con su charla instructiva y amena, sus atinados consejos y el modelo de su prosa florida y correcta, seguía siéndolo de cuantos se aventuraban, con paso más o menos inseguro, por el vasto campo de las letras, en que nunca ha habido cotos ni cercados. Con una carta abierta, un juicio o un prólogo suyo, muchos horteras románticos se acreditaron de portaliras y llegaron hasta la categoría de eximios, y no pocas damiselas soñadoras recibieron la investidura de castálidas o musas supernumerarias. ¡Lástima de actividades restadas a la mecanografía, al mostrador o a los quehaceres domésticos!

Es claro que a veces lo que la mano protectora del Maestro sacaba del limbo, no carecía de méritos reales; y en más de una vegada ocurrió que el ahijado se engallase, apenas soltados los andadores, y se las tuviera tiesas y de potencia a potencia con el padrino mismo. Así, por ejemplo, él fue quien primero descubrió y alentó las felices disposiciones literarias de Celiana, que a tan espléndido florecimiento habían llegado con los años. Y, pasados los del noviciado, ella, mujer de criterio independiente y amplio y de ideas avanzadísimas, sostuvo por la prensa brillantes polémicas con su antiguo Maestro que, sin darse cuenta y por efecto natural de los años, se iba volviendo un si es o no es conservador. Todo, por supuesto, dentro de la más estricta corrección y sin que se alterasen en lo más mínimo el mutuo aprecio y la sincera amistad entre ellos existentes.

Don Luis vivía completamente solo y tenía el capricho de no recibir a nadie en su casa; así es que para hablar con él, era preciso ir a buscarlo a una tertulia nocturna a la que muy rara vez faltaba y de la cual era presidente nato y vitalicio.

En los dos o tres primeros bancos del costado oriente de la plaza principal de Villautopia, frente al gran templo neoteosófico, se reunía todas las noches este curioso y heterogéneo mentidero literario, científico y filosófico; y mientras en la gran explanada frontera piafaban impacientes, en espera de ocupantes, los pequeños monoplanos de alquiler a que el pueblo llamaba volingos, allí se hablaba a gritos y se discutía con franqueza meridiana sobre todo lo discutible. Los componentes del grupo aquel se habían venido sucediendo de generación en generación, por más de tres siglos, y constituían una especie de cenáculo supremo en el que se confirmaban o desvanecían las reputaciones literarias. Era esta la más antigua y caracterizada de cuantas tertulias se formaban en el céntrico parque a distintas horas; y que no eran pocas, pues aquellos cómodos bancos de hierro tan bien dispuestos a la fresca sombra de laureles seculares y frondosos, parecían invitar constantemente a los transeúntes a la charla y al descanso. Así, por las mañanas, juntábanse en ellos el areópago de viejos desocupados a disfrutar de los tibios rayos del sol, charlando añoranzas de los tiempos idos; más tarde y mientras llegaba la hora del aperitivo, la inquieta turba de corredores y agentes de negocios los convertían provisionalmente en bolsa o lonja de transacciones; por las noches, era raro que faltasen las partidas de foráneos, alelados ante el enorme movimiento capitalino, la simpática pandilla de poetas bohemios y estudiantes disputadores, y el escogido ramillete de chicos de la crema que comentaban el desfile de las damas elegantes o discutían de modas y deportes, los únicos tópicos a su alcance.

Hacia allí se encaminó Celiana una noche, movida por el deseo de confiar sus penas al Maestro. Enterada de sus costumbres, fue lo más temprano que pudo, para encontrarlo solo; mas no tanto que lo consiguiese, pues cuando llegó, ya estaban con él tres de los más asiduos asistentes a la tertulia, que no le eran desconocidos por cierto. Uno de ellos, un tal Matías Urrea, tuerto él, médico y con sus puntas, ribetes y pretensiones de literato, discutidor eterno y defensor ardiente de las más atrevidas paradojas, sostenía con don Luis una acalorada discusión, y los gritos e interjecciones de ambos se oían desde media cuadra antes. Los otros dos contertulios eran un joven rubio y buen mozo, Nicasio Castillo, médico también y que en sus ratos de ocio confeccionaba sonetos primorosos, como otros hacen molinetes con el bastón, y cierto don Pedro, corredor y negociante, de quien no ha podido averiguarse hasta hoy por qué asistía con tanta puntualidad a aquella tertulia de literatos. Estos dos apoyaban con movimientos de cabeza las razones del Maestro.

Al arribo de la dama, cesó un momento la polémica y, galantes, pusiéronse todos en pie. Don Luis salió a su encuentro y versallescamente la besó la mano, beso que ella le devolvió en la frente venerable, con naturalidad filial. Como se ve, de las costumbres sociales no había desaparecido el beso —manifestación instintiva del cariño, susceptible de adaptarse a todas las variantes y modalidades de este sentimiento— a pesar de cuanto dijeron en contra suya ciertos higienistas majaderos de los pasados siglos; antes bien, al hacerse la humanidad menos hipócrita, se había generalizado de tal manera tan sabroso saludo, que ya el besarse los amigos de distinto sexo se veía como la cosa más natural e inocente del mundo.

Celiana no era una extraña en ninguna reunión de hombres de letras; su presencia, por tanto, no fue obstáculo para que continuase la interrumpida controversia. Discutíase un punto de sociología, tema muy de su gusto por cierto; mujer cerebral y culta ante todo, ella olvidó pronto sus preocupaciones sentimentales, interesada en el debate, y aun terció gallardamente en él.

Surgió la disputa al comenzar las noticias alarmantes que circulaban acerca de la inminencia de un rompimiento de relaciones entre la gran Confederación Panamericana y la que integraban las naciones del viejo continente. Todos habían estado de acuerdo en reconocer que se avecinaba una situación bastante grave: aquella guerra, puramente comercial y diplomática, con sus cierres de puertos, sus huelgas generales y sus paros de fábricas, no sería menos terrible que las antiguas contiendas a mano armada, con sus sangrientas batallas terrestres, marítimas y aéreas, en que los hombres morían por millares.

Pero —al fin viejo— don Luis se declaró partidario y admirador de la organización social de los siglos pasados y achacó toda la culpa del posible conflicto a la debilidad de los gobiernos, meramente administrativos, de su época.

—Ya no tenemos —decía— gobierno, en el sentido integral de la palabra; ya no hay ejércitos ni flotas que sostengan el equilibrio continental; perdido está el concepto de la patria limitada, y muerto, por ende, el hermoso sentimiento del patriotismo. ¿Cuál será hoy el ideal capaz de llevarnos a derramar nuestra sangre o inmolar nuestra vida?

—Ninguno, Maestro —replicó Urrea con viveza—. Ni falta; que nuestra preciosa sangre no se creó para ser derramada, ni hay ideal humano ni divino que autorice o justifique el sacrificio de una sola vida… ¡El patriotismo! ¡El honor nacional! ¡La bandera sacrosanta! Esas eran las socorridas muletillas de nuestros bisabuelos, esos eran los pretextos con que encubrían sus grandes crímenes colectivos. ¿Encuentra usted que era muy hermoso matar y morir por tales abstracciones, que era muy noble sacrificarlo todo porque una corona pasase de la cabeza de Guillermo a las sienes de Jorge, que era muy justo ensangrentar el territorio entero de una nación por poner en claro si una isla desierta o unas cuantas leguas de tierras incultas debían ser nuestras o del vecino? Pues yo, por mi parte, me felicito de haber venido al mundo en esta época dichosa en que ya tales aberraciones no existen para vergüenza de la civilización.

»Por lo que hace al sentimiento patrio, no es del todo exacto que se haya extinguido. Es cierto que se ha modificado bastante; pero en el sentido de hacerse más amplio y menos egoísta, perdiendo cuanto tenía de farsa y de convencionalismos.

»Ya en esos felices tiempos que usted añora, querido Maestro, había en el amor patrio cierto dualismo, que los gacetilleros y otros cultivadores del lugar común expresaban dividiendo la patria en «grande» y «chica». La patria grande era algo convencional y teórico, que se invocaba con muchos aspavientos cada vez que se trataba de obligar a las masas, a los desheredados, a los parias, a inmolarse en aras de la ambición o del orgullo de un gobernante ambicioso o de unos cuantos políticos intrigantes. Para los hombres de hoy, la patria grande es el mundo entero, la humanidad, y claro es que nuestro amor por ella tiene también algo de teórico y mucho de convencional y que difícilmente podría llevarnos al terreno de los sacrificios; pero de concepto a concepto, y de convencionalismo a convencionalismo, el actual es desde luego mucho más amplio y hermoso que el antiguo y le lleva la ventaja de encontrarse limpio de toda mancha de injusticia o explotación.

»El amor a la patria chica, al terruño, ha sido siempre natural e instintivo y subsiste íntegro. Hoy como ayer, hay un rincón en la tierra que nos es particularmente querido; donde las aguas son más cristalinas, el cielo más azul, las flores más perfumadas y las mujeres más hermosas; cuando estamos ausentes, lejos de este lugar, parece que permanecemos unidos a él por un invisible cordón que nos trasmite sus latidos vitales; y cuando el frío de la vejez, precursor del de la muerte, empieza a penetrar en nuestros huesos, ansiamos volver allí, porque suponemos que aquella tierra, que hollaron nuestros pies de niños, ha de abrigar nuestro cuerpo con más amor que cualquiera otra. Y nótese que este lugar predilecto del corazón no ha sido ni es precisamente aquel en que nacemos; sino aquel en que se pasan los años comprendidos entre la segunda infancia y la primera juventud, época fecunda de la vida en que se delínea la personalidad y se define el carácter, en que florece el rosal de los primeros amores y se adquieren las afecciones y amistades que perduran».

—¡Bravo! —gritó don Luis palmeteando—. No está mal Urreíta: niega usted la belleza del amor patrio, y enseguida lo pinta con frases tan poéticas, que bien merecen que nuestro amigo Nicasio las ponga en verso. —Y estalló en una franca carcajada, que don Pedro y el poeta aludido corearon naturalmente.

—Ríanse, ríanse cuanto gusten —repuso el tuerto picado—; búrlense de mis lirismos y pónganles hasta música, si quieren; pero no pueden menos que convenir conmigo en que tan solo es natural y espontáneo el cariño del hombre hacia el lugar en que vive feliz, libre y respetado y al cual lo ligan recuerdos y afecciones. Por su adelanto, por su prosperidad, comprendo que se sacrifique cuanto hay en la vida de sacrificable; fuera de esto, lo demás es retórica hueca, palabrería sin sustancia.

—Mas no puede usted negarme, querido doctor, que el patriotismo, tal como lo entendían nuestros antepasados, era un sentimiento hermoso y digno de admiración y respeto. ¿Se atreverá usted a negar que en aquella gran guerra europea de principios del siglo XX, los belgas, los franceses y los norteamericanos, impulsados por este sentimiento, realizaron actos de heroísmo rayanos en lo sublime?

—¡Vaya un ejemplo!… Para mí, Maestro, el patriotismo histeriforme de los franceses y los belgas sirvió solo para hacer de ellos el pavo de Inglaterra y Alemania, verdaderas causantes de aquella conflagración, por sus aspiraciones convergentes al dominio comercial del mundo entero. Por lo que toca a los norteamericanos, era el suyo un patriotismo al interés compuesto, del que no hay ni qué hablar.

»Y me alegro de que haya usted sacado a colación este histórico conflicto, porque precisamente con él se inicia la serie de las que podemos llamar guerras generales».

—Tendría usted la bondad de explicarnos por qué les aplica tal denominación? —preguntó don Pedro.

—Es bien sencillo —terció Celiana, saliendo en apoyo del doctor—; en los tiempos pasados, el intercambio comercial era tan reducido, que dos naciones podían estarse desgarrando mutuamente durante lustros enteros sin que en nada se alterase el equilibrio mundial. La última de esta clase fue la guerra rusojaponesa, que estalló allá por los años de 1904 a 1905, si mal no recuerdo, y se resolvió rápidamente en unos cuantos combates formidables.

»Pareció entonces que, por el inmenso desarrollo que habían alcanzado los medios materiales de destrucción, las guerras no podían ya prolongarse mucho tiempo ni terminar de otra manera. Mas vino el conflicto europeo a que antes el Maestro se refería, y en él se pudo notar el principio de ese fenómeno que nuestro amigo Urrea ha denominado acertadamente generalización de la guerra. Surgió la discordia de una manera insidiosa e inesperada, cuando el equilibrio parecía más estable que nunca, y no tardó en extenderse al continente entero. Sirvió de pretexto a las ansias de dominación de Alemania y a las solapadas ambiciones de Inglaterra; provocó el inesperado heroísmo de los belgas; exaltó hasta la locura el romántico patriotismo y el afán de revancha de los franceses, y logró alterar de tal modo el equilibrio mundial, por la interrupción de las relaciones comerciales, que llegó un día en que a las naciones débiles se les hizo mucho más difícil conservar la neutralidad que dejarse arrastrar por la corriente y tomar parte en la contienda. Al fin los Estados Unidos, la nación más poderosa de América por aquel tiempo, se vieron materialmente obligados a intervenir en el asunto y, con sus enormes recursos materiales, determinaron el triunfo de las potencias coaligadas contra Alemania; pero aquel triunfo fue muy transitorio y más aparente que real».

Al oír las galanas y eruditas explicaciones de Celiana, el doctor Urrea se levantó lleno de entusiasmo y exclamó:

—¡Bravo, mi gentil amiga; exacto y muy bien dicho! Yo no puedo menos que felicitarme de que mi opinión concuerde con la autorizadísima de usted. Mas permítame agregar tan solo que no fueron los cañones aliados ni el oro americano los que triunfaron; el imperialismo y el poderío militar de Alemania se vinieron a tierra por sí mismos, por la marcha lógica de los acontecimientos. Aquella fue guerra al principio política, como todas; mas, en un momento dado, cambió de aspecto y se hizo puramente social. La sociedad de aquellos tiempos tenía en su organización injusticias y diferencias enormes; las calamidades inherentes a toda guerra las ahondaron, las hicieron más sensibles, y despertaron las legítimas aspiraciones igualitarias de los más y su protesta contra los privilegios de los menos. El viejo andamiaje, cimentado sobre prejuicios seculares y apuntalado por respetos fantasmagóricos, se tambaleó, sacudido por la ola reivindicadora; y si no se derrumbó definitivamente, quedó sentido y amenazando ruina. El fin oficial de la guerra, la firma de la paz, fue un incidente sin importancia; pues dejó irresoluto, pero planteado en firme, el tremendo problema social. Así es que puede decirse que el único resultado positivo de aquella tremenda lucha, fue el paso que la humanidad dio hacia la desaparición de las fronteras, la socialización de las riquezas y el equilibrio económico.

»Verdad es que no se llegó entonces a la realización de estos ideales; pero se percibió ya el primer albor del día del triunfo, día que quedó tan solo aplazado para un futuro bastante próximo. El arreglo a que se llegó, a fuerza de montes de oro y ríos de sangre, con sus hipócritas concesiones y solapadas reservas, era como un hermoso pastel de hojaldre relleno de dinamita, sobre el cual se tambaleaban en sus altares los falsos dioses en cuyo honor se hiciera el sacrificio de tantas vidas».

—Y no podría el distinguido colega —interrumpió Castillo con cierta impertinencia— hablar con algo menos de simbolismo y un poco más de claridad y decirnos a qué falsos dioses se refiere?

—Gracias por la advertencia, querido compañero; las falsas deidades a que aludo se llamaban patriotismo y democracia, y para ambas se inició entonces la etapa de la decadencia, el lamentable descrédito en que va cayendo un santo milagroso que se queda rápidamente sin devotos… Y perdóneme si sigo siendo simbolista.

»Fracasó el patriotismo, maguer que culminó a una altura jamás alcanzada. Precisamente por esto, el pueblo empezó a ver claro y a darse cuenta de que, entonces como siempre o más que nunca entonces, de él habían sido los sacrificios, suyos los heroísmos, y de unos cuantos poderosos el provecho.

»Fracasó también aquella democracia fiambre y trasnochada, hecha a la medida del siglo XVIII y que, naturalmente, le venía muy estrecha al XX. Y no podía ser de otro modo, toda vez que sus más esforzados paladines eran Inglaterra, la gran explotadora de los pueblos débiles, la opresora de las razas inferiores, siempre dispuesta a sacar la brasa por mano ajena; Francia, la república aristocrática por excelencia, que se inclinaba reverente ante un cintajo en el ojal de una levita o ante una partícula nobiliaria delante de un apellido, y los Estados Unidos, aquel conglomerado de mercaderes en que el obrero tenía vendido al patrono hasta su voto de ciudadano, en que los negros eran peor tratados que los animales y en que el capital gobernaba hasta al gobierno mismo.

»De las heladas estepas rusas, pisoteadas por la bota de la tiranía, se vio alzarse un rojo resplandor, que era a la vez de incendios y de aurora, y escuchose el pavoroso ruido de algo terrible que avanzaba como una avalancha, amenazando arrasar el mundo entero. Frente al comunismo universalista, síntesis de las aspiraciones del verdadero pueblo, de los más, trocáronse los papeles y la democracia vino a convertirse en reacción. Tembló aterrorizada; pero se serenó pronto y, sintiéndose todavía fuerte, el instinto la hizo conformarse con la posición en que quedaba y aprestarse a defenderla hasta vencer o morir.

»Y aun pareció triunfar una vez más. Subsistió el orden social establecido, con sus prejuicios consagrados, con todas sus imitantes desigualdades, con todas sus opresiones sancionadas; pero ya los privilegiados no vivían tranquilos junto a la creciente inconformidad de los desposeídos. Surgió un nuevo equilibrio, no ya europeo, sino mundial; pero era el ejemplo típico del equilibrio inestable; se hizo la paz, pero era una paz armada hasta los dientes y pronta a romperse al estampido del primer cañón que se disparase, siquiera fuese por casualidad.

»Naturalmente, no tardó mucho en estallar de nuevo la guerra, y comenzó entonces aquella serie de grandes conflagraciones, verdaderamente universales, que vemos prolongarse hasta mediados del siglo XXI. En esta ocasión sí que no hubo país, grande o chico, débil o poderoso, europeo, asiático o americano, que no tomase parte activa en la contienda.

»La miseria, el hambre, las epidemias, la falta de comercio y la paralización de las industrias, más que la guerra misma, agotaron de tal modo a la humanidad, que las armas cayeron a tierra por sí solas, cuando los soldados llegaron a darse cuenta de que ellos también integraban el pueblo; cuando ya no había quien quisiera combatir, ni casi quien materialmente tuviese fuerzas para hacerlo. Pocos, muy pocos eran, por otra parte, los que conservaban la fe en los ideales porque se mataba y se moría. Así, por la fuerza misma de los acontecimientos, se llegó al desarme universal y de hecho quedaron borradas las fronteras.

»Libres del gasto enorme que imponía el sostenimiento de los ejércitos, sin ambiciones de dominio ni temores de despojo, los pueblos se agruparon siguiendo las divisiones geográficas naturales de la tierra; socializadas las riquezas, las industrias y la agricultura, nacionalizado el comercio, los gobiernos pudieron limitarse a la función administrativa, única que lógica y necesariamente les corresponde.

»Por causas muy complejas y dignas de un detenido estudio, derivadas unas de los acontecimientos relatados, concomitantes o coincidentes las otras, pasó la economía a ser también función del Estado, con lo que pronto se llegó al equilibrio de que hoy disfrutamos».

El doctor Urrea era un hablador infatigable; ya se disponía a explicar la evolución del fenómeno a que había aludido y, como era de presumirse que los otros no estuviesen de entero acuerdo con sus apreciaciones, seguramente se entablaría sobre el tema económico una nueva discusión tan acalorada como la anterior. Fatigada, Celiana no quiso esperarla y aprovechó para despedirse una breve pausa que hizo el tuerto, tal vez para reunir sus ideas.

Acababan de dar las diez, y de la Academia de Bellas Artes, establecida en uno de los grandes edificios que rodeaban la plaza, comenzaban a salir los alumnos en alegres grupos; Celiana se dirigió hacia allí, con ánimo de encontrar a Miguel, que de dicha Academia era profesor, y juntarse con él para volver a casa.

Los otros continuaron charlando, y de seguro prolongarían la discusión hasta altas horas de la noche, como lo hacían casi todas las del año.

IX

Celiana volvió varias noches seguidas a las reuniones de la plaza principal, sin conseguir su deseo de hallar al Maestro libre de la enojosa compañía de sus verborreicos amigotes. Llegaron a serle tan insoportables sus continuas discusiones, que, apenas las iniciaban, ella se despedía, pretextando algún quehacer urgente y, a veces, sin tomarse siquiera ese trabajo; una timidez inexplicable le impedía llamar un momento aparte al Maestro, para pedirle una entrevista a solas. Fastidiada, acabó por desistir de su empeño.

Mientras tanto, el tiempo, panacea infalible contra todos los dolores, había empezado a ejercer su acción sedante sobre los suyos y, forzando un poco la imaginación, ella podía considerarse feliz hasta cierto punto. Veía a Ernesto con menos frecuencia cada vez, pues ahora él pasaba hasta varios días fuera de casa. Pero luego, al volver, ponía tanto empeño en complacerla y le prodigaba atenciones y caricias tan delicadas, que ella hacía cuanto estaba de su parte para no percibir lo mucho que de forzado y artificial había en aquellos extremos; cerraba voluntariamente los ojos a la evidencia para no ver que era solo la gratitud lo que mantenía a su lado a su amante.

La diferencia entre este pálido remedo de felicidad y la integral y absoluta de antes, resultaba enorme; pero Celiana, resignada, se daba por satisfecha con que las cosas permaneciesen en aquel estado. Solo al piano, su fiel y antiguo confidente, confiaba, en las largas horas de abandono y soledad de sus noches, la íntima amargura que esta quiebra de sus ilusiones le causaba; estoica en su dolor, ponía todo su empeño en ocultarlo a los suyos y en presentárseles siempre alegre y satisfecha. No se escapaban sus luchas a la clara penetración de Miguel, que la observaba con interés compasivo y fraternal; pero que, siempre discreto, respetando el excelso pudor de su alma delicada, se cuidaba muy bien de tratarle del asunto.

Por otra parte, el trabajo de aquellas conferencias semanales, que Celiana seguía dando en el Ateneo, se hacía cada vez más intenso y fructuoso; además, su colaboración, ampliamente retribuida, era a menudo solicitada por numerosas revistas literarias y científicas, locales y extranjeras. También esta creciente actividad cerebral alejaba temporalmente su pensamiento del problema amoroso y venía a ser una derivación para sus penas, que casi resultaba un consuelo.

Y no eran los celos precisamente los que la hacían sufrir; en el estado social de su época, resultaba este un sentimiento anacrónico que ella, por su edad y por sus antecedentes, era quizás la menos autorizada a abrigar. Pero Ernesto había procedido desde la iniciación de este asunto con una reserva incalificable y una falta de sinceridad completamente injusta y que la hería en lo más sensible del corazón. Él, que antes no tenía un pensamiento, una emoción o un propósito de que ella no se enterase primero que nadie, era ahora tenazmente avaro de sus impresiones y no decía una palabra acerca del empleo de sus días ni de sus proyectos para el porvenir. Aquel espíritu que Celiana formara con tanto esmero y cariño, a imagen y semejanza del suyo, y que tan transparente había sido en la íntima compenetración de sus vidas, hacíasele ahora completamente impenetrable; aquellos ojos en que tan habituada estaba a penetrar hasta el fondo, ya no resistían de frente su mirada cariñosa y la rehuían, cual si siempre tuvieran algo que hacerse perdonar. Y esta desilusión, esta tristeza de ver cuán poco valía moralmente el hombre a quien tan alto colocara en su estimación y en su cariño, era en realidad el dardo que desgarraba aquel generoso corazón femenino. Espíritu superior, mujer de su tiempo, muy por encima de ruindades y egoísmos, Celiana hubiese acabado por sentir un goce excelso y desinteresado viendo a Ernesto feliz, aunque esta felicidad la debiese al amor de otras mujeres. ¿Qué empleo mejor para los inagotables tesoros de amor maternal que aún conservaba en su pecho, que consagrarlos por el resto de su vida a los hijos del elegido de su alma? Pero él, por lo visto, o no la creía capaz de tal abnegación, o no podía comprenderla.

A pesar de todo, el tiempo habría ido suavizando lentamente el dolor de Celiana, que al fin llegaría a alcanzar un estado de plácida y melancólica resignación, bastante tolerable. Mas, por ley natural, todo proceso que se inicia, en cualquier sentido que sea, tiende a realizarse hasta el final. No era, pues, lógico esperar que, una vez comenzada la regresión en aquellos amores, se detuviese en el punto a que había llegado.

La misma Celiana lo comprendía así y, en ocasiones, llegó a desear que el desenlace viniese cuanto antes, con esa falta de lógica que nos hace preferir la catástrofe a la ansiedad de vivir esperándola. Y este desenlace no estaba lejos; a pesar de los esfuerzos que hacía por no notarlo, pronto se dio cuenta de que el desvío de su amante iba en aumento: más largas y frecuentes eran cada vez sus ausencias, más exagerada y convencional su cortesía, más forzadas sus caricias. Con dolor intenso, con vergüenza casi, pudo al mismo tiempo apreciar hasta qué punto la promiscuidad del trato carnal había matado en él todo idealismo amoroso y despertado el fondo de grosera lubricidad de su naturaleza primitiva. Él, tan ecuánime e indiferente ante las más espléndidas beldades, cuando no había conocido otro amor que el de ella, parecía ahora desear a cuantas mujeres encontraba a su paso y las miraba con insolente fijeza, cual si las desnudase con la vista.

Una escena sin importancia al parecer, de que fue testigo por casualidad, un detalle que hubiese pasado inadvertido para un observador menos interesado, fue la gota que vino a rebosar el cáliz de amargura que Celiana pugnaba en vano por apurar. Cierta noche, Consuelo, mimosa o cansada, no quiso salir con Miguel y Federico; solas quedaron las dos amigas y, leyendo la una y tocando la otra el piano, pasaron la velada. Cerca de las doce, llegó Ernesto, que faltaba de casa hacía una semana. Al verlo entrar, corrió Consuelo a su encuentro con infantil y sincera alegría y, al saludarlo, lo besó en las mejillas con la naturalidad e inocencia a que estaba acostumbrada desde pequeña. Celiana que, por aparentar no haberse dado cuenta de la llegada del joven, continuaba tocando, vio cómo él, artero, desviaba el ósculo fraternal hacia la boca tentadora, con tan marcada insistencia que la niña, sorprendida y ruborosa, se separó bruscamente. Fue tan agudo el dolor que esta vergonzosa escena causó a Celiana, que cuando Ernesto, todavía confuso y no del todo tranquilo, se le acercó con exagerados extremos de cariño, tuvo ella que hacer un esfuerzo supremo para no rechazarlo con dureza. ¡Cuán amargamente lloró más tarde la infeliz la muerte definitiva de su postrera ilusión, mientras él dormía a su lado, harto de goces!

Al dolor del ideal perdido, se unía en Celiana el sentimiento depresivo que ocasiona el fracaso de una obra predilecta. ¿Cuándo pudo imaginar siquiera que el elegido de su alma, su discípulo preferido, su propia hechura, descendiese a tal extremo de vileza? ¡Y si a lo menos, al dejar de estimarlo, pudiese también dejar de amarlo! Pero no; aquel amor tenía en su corazón raíces tan profundas, que no podría arrancarlo sin arrancarse con él el corazón y la vida. Roto otra vez, y de tan cruel manera, el equilibrio que trabajosamente había empezado a restablecerse en su espíritu, volvieron para Celiana los días de amargas vacilaciones, y volvió ella a torturarse en vano buscando una fórmula, un desenlace para situación tan intolerable.

Volvió a sentir el ansia de las confidencias; pero ¿a quién hacerlas? ¿A Miguel? No se atrevía. ¿Acaso a Consuelo? No; no tenía el derecho de turbar la hermosa serenidad de aquella alma de niña, ignorante de problemas y complicaciones.

Entonces fijose de nuevo en su mente, y ahora casi con los caracteres patológicos de una obsesión, el deseo de hablar de sus asuntos íntimos con el viejo amigo don Luis. Llegó a creer que aquel bondadoso anciano tenía la clave de su tranquilidad y que, en la ansiada entrevista con él, habrían de pronunciarse necesariamente las palabras mágicas capaces de devolvérsela.

Segura de que era inútil tratar de encontrarlo solo en su tertulia, resignose a soportar íntegro el chaparrón de discursos y discusiones de la pandilla y resolvió quedarse una noche en la plaza hasta la hora de la desbandada, para arrancarle al Maestro la promesa formal de una visita.

X

Y anduvo con tan mala suerte, que eligió una noche en que precisamente la tertulia se encontraba más concurrida que nunca y, como si dijéramos, erigida en tribunal pleno: don Luis, con su inseparable don Pedro, el corredor; Urrea y Castillo y, además otros dos médicos, de los cuales uno, el doctor Reyes de la Barrera, competía con Castillito en eso de elaborar sonetos y el otro, el doctor Arjonilla, rico, obeso y siempre risueño, estaba retirado del ejercicio profesional y era gerente de una importante negociación agrícola, consejero de un banco y director de un periódico de agricultura. Presente se hallaba también el ingeniero Ramón Répide, un hombrón muy simpático, gran compinche del tuerto Urrea y discutidor tan vehemente y paradójico como él. Despeinado y sin corbata como siempre, allí estaba esa noche un tipo original a quien llamaban Centellas, no se sabe si por apodo o por ser este su apellido; Centellas se titulaba también un periodiquillo de que el tal era director y propietario y con el que se había resuelto bonitamente el problema de la subsistencia. Contábanse entre los asistentes dos poetas y una poetisa; esta era ya laureada; ellos, todavía inéditos y desconocidos, iban buscando el arrimo del maestro. Completaban el grupo de los habituales, dos gacetilleros y un maestro de escuela. Accidentalmente formaba parte de la reunión aquel conocido vividor, de apodo Miajitas, que se decía apóstol y profeta de la igualdad económica absoluta a base de vagancia; su presencia allí había orientado la discusión hacia este interesante tema.

Cuando Celiana llegó, estaba en el uso de la palabra el ingeniero Répide y decía:

—Prescindiendo de que tú, Miajitas, eres un farsante reconocido y has hecho un modus vivendi de ese tu disco único de la igualdad económica, yo admito que el equilibrio actual es susceptible de perfeccionarse todavía, mas no puede negarse que es este un problema fundamentalmente resuelto, sobre todo, si comparamos la situación presente con la irritante desigualdad de otros tiempos.

—Tengo para mí —dijo don Luis— que la realización del equilibrio económico, por imperfecto que pueda parecer aún, es la conquista más grande de cuantas ha realizado la humanidad en los últimos siglos, y creo firmemente que es casi imposible ir más adelante en este asunto. La igualdad económica absoluta, sobre ser utópica, resultaría en alto grado injusta, toda vez que no todos los hombres tienen las mismas aptitudes ni igual capacidad de producción. En la sociedad actual hay todavía pobres y ricos, pero estas palabras no marcan ya una diferencia tan radical y enorme como antes.

—La organización social de nuestra época —terció el doctor Urrea— resulta casi perfecta, comparada con la de los pueblos de la antigüedad. Recuerden ustedes que hasta hace menos de tres siglos, el desequilibrio económico era verdaderamente espantoso; pues la mayor parte de los hombres vivían en la estrechez, muchos carecían hasta de lo más indispensable y pocos, muy pocos, eran los privilegiados de la suerte. Estos, los ricos de entonces, acaparaban cantidades enormes, muy superiores a lo que podían consumir durante su vida; así es que, después de su muerte, varias generaciones de descendientes suyos vivían en la ociosidad, de estas cantidades. Y, a veces, no contentos los herederos con disfrutar aquel injusto legado, lo aumentaban, con lo que el desnivel seguía acentuándose, conforme engrosaba el monto de lo restado a la comunidad. No me negaréis que esto era sencillamente criminal. En la lucha por la vida, todos los seres tienen derecho a conquistar la porción de materia orgánica que necesitan para su subsistencia, aun a costa de la vida ajena; mas ninguno, ni el hombre mismo, está autorizado a acapararla en cantidad suficiente para que las generaciones futuras se la encuentren lista y la logren sin lucha ni esfuerzo alguno.

»Como ha dicho muy bien el Maestro, todavía hay en la sociedad ricos y pobres; pero los ricos de hoy son simplemente aquellos individuos, bien dotados, que poseen aptitudes suficientes para proporcionarse con amplitud todo lo necesario, más el lujo de lo superfluo. Pobres llamamos hoy a quienes, por pereza, falta de ambición o escasez de facultades, no ganan para permitirse caprichos y delicadezas; pero todo hombre o mujer, capaz de ejecutar un trabajo cualquiera, por humilde y oscuro que este sea, tiene segura una retribución, por lo menos, bastante a subvenir a las necesidades elementales de la existencia. Entendiéndose que en estas van incluidas muchas de las cosas que en otros tiempos se consideraban como secundarias; pues los progresos de la industria han abaratado notablemente la vida y, en la organización lógica y sencilla de la sociedad contemporánea, el hombre se halla libre de algunas de las cargas que antaño más lo agobiaban, la de la prole, por ejemplo.

»Cuando un individuo llega a producir riquezas mayores de las que puede gastar en el curso de su vida, este exceso de producción pasa, a su muerte, al erario y aumenta el fondo destinado a los servicios públicos. Pero este es un caso excepcional que solo se presenta cuando se trata de un gran inventor, de un genio financiero o de una notabilidad artística; pues no hay que olvidar que aquellas fortunas colosales de los multimillonarios de otros tiempos se formaban siempre explotando en gran escala el trabajo ajeno.

»Hoy, nacionalizado el comercio, socializadas las industrias y la agricultura, sus productos se reparten con equidad, de modo que reciben partes proporcionales el tesoro comunal y cuantos, con sus brazos o con su inteligencia, laboran en su producción. Suprimidas las herencias y prohibidos los legados, nadie puede disfrutar de los bienes reunidos por otro, y ningún hombre sano, normal y fuerte vive sin trabajar».

—A menos —objetó Centellas— de que tenga la suerte de encontrar quien voluntariamente lo mantenga, como sucede con los «sabrosos» y «entretenidas» de nuestra juventud que algunos han dado en llamar dorada, y que, como ustedes saben, forman legión.

—En diversos grados de la escala zoológica —dijo Urrea— se observan ejemplos de parasitismo; por tanto, el hecho de darse casos aislados de él en la especie humana, viene a ser un factor que en nada altera la ecuación del equilibrio económico, que, como dice nuestro amigo Répide, puede considerarse hoy como fundamentalmente resuelta. Verdad es que existen todavía en nuestro medio social jóvenes de uno y otro sexos, que viven de sus encantos físicos y se dejan mantener por individuos del sexo contrario, que pueden permitirse ese lujo, como podrían darse el de mantener perros de raza o caballos de carrera. Pero esto que hoy, en cierta esfera social, se mira como una de tantas calaveradas, pasajeras y sin importancia, de la juventud, es en realidad algo de lo que aún nos resta de las viciosas costumbres de antaño. Bastante atenuado, por cierto; porque hoy, en la absoluta igualdad de derechos de que disfrutan ambos sexos, el «sabrosismo» viene a ser uno de tantos ensayos experimentales que se hacen en busca de la felicidad y el arreglo definitivo de la vida. En los siglos pasados, si este modo de vivir se consideraba vergonzoso para el hombre, no lo era para la mujer; pues, casada o prostituida, no era otra su verdadera condición en la generalidad de los casos.

»Mas no hay que olvidar, señores, que el progreso de la humanidad es indefinido. Tal vez esa igualdad social y económica absoluta, que por ahora nos parece irrealizable, deje de serlo en un futuro más o menos remoto, cuando ya los hombres difieran muy poco unos de otros en aptitudes y merecimientos, cosa que los avances de la selección artificial que hoy se realiza en todos los pueblos civilizados, nos faculta a considerar como posible.

»El equilibrio actual nos parece muy sencillo, porque lo hemos encontrado ya hecho al venir al mundo; pero nuestros antepasados lo tuvieron, hasta no hace mucho, por la más absurda de las utopías. Para que llegase a establecerse lentamente, fue necesaria toda aquella larguísima evolución que siguió a las últimas guerras del siglo XXI, si no me equivoco. ¿Verdad, Maestro?».

—Exacto —contestó el aludido—. Muchos y complicados fueron, por cierto, los factores que intervinieron en su realización; mas parece que la casualidad o, mejor dicho, la marcha misma del proceso evolutivo, los hizo agruparse de manera que obrasen simultánea y solidariamente en el momento propicio.

»Cuando, por el cansancio y agotamiento de los pueblos combatientes, se desarmaron los ejércitos y se borraron las fronteras, se hizo más efectiva la socialización de las industrias y de la agricultura, que ya existía, aunque imperfecta, y pasó el comercio a ser uno de los ramos de la administración pública, quedando suprimido el abusivo intermediario entre el productor y el consumidor.

»Al percibir los gobiernos la parte que legítimamente les corresponde del producto de estas fuentes de riqueza y al quedar libres del enorme gasto que implicaba el sostenimiento de los ejércitos de mar y tierra, hiciéronse administradores del tesoro comunal y pudieron subvenir ampliamente a todos los servicios públicos, entre los cuales quedó incluida la obligación de mantener a cuantos son incapaces de producir, como los niños, los inválidos y los ancianos.

»Ante la necesidad de una repoblación rápida de la tierra, y en vista del creciente malthusianismo de los hombres y la tocofobia de las mujeres, hubo que reglamentar científicamente la reproducción de la especie y adoptar el sistema artificial, actualmente en uso en todos los pueblos que marchan a la vanguardia de la civilización. Al mismo tiempo, quedaron prohibidos los legados y las herencias».

—Perdón, Maestro. ¿Qué es tocofobia? —preguntó Centellas.

—Horror al parto: hombre. De tocos, parto, y fobé, miedo. ¡Qué poco entienden de raíces griegas los periodistas independientes! —dijo el doctor Castillo, que hasta entonces había permanecido silencioso, quizás burilando mentalmente algún soneto.

—Paréceme, querido maestro —dijo Répide— que en la enumeración de los factores determinantes del equilibrio económico, se ha dejado usted en el tintero el más importante de todos. Ni la nacionalización del comercio y la socialización de las industrias, ni la supresión de las herencias y la reglamentación de la prole, ni el desarme universal y la desaparición de las fronteras, fueron capaces de producir el ansiado equilibrio, mientras subsistió en los hombres la perniciosa costumbre de ahorrar y guardar el dinero. ¡Oh, el ahorro, origen de la avaricia, fuente de tantos crímenes! El día que, por la vez primera, un hombre guardó una peseta, robándosela a su prójimo, fue cuando cometió el verdadero pecado original.

—Conformes, querido; pero la desaparición de la economía personal es un fenómeno secundario, una consecuencia de los factores enumerados por el Maestro —dijo el doctor Reyes de la Barrera, saliendo al quite.

—De ninguna manera, doctor —repuso el ingeniero—. Este horrible vicio estaba tan arraigado en el cerebro de los hombres de antaño, que, a pesar de no tener ya necesidad de hacerlo, hubiesen seguido guardando, por el gusto morboso de guardar, por amor patológico al metal que ellos mismos llamaban vil. La costumbre de ahorrar desapareció únicamente cuando la moneda circulante dejó de tener valor intrínseco.

»Aquí vemos que también obró admirablemente la simultaneidad de causas que alguien señalaba hace un momento. Por la excesiva duración que tuvieron las postreras guerras que sostuvo la humanidad, la miseria llegó a tal grado que, al surgir los gobiernos administrativos, muchos de ellos se encontraban casi materialmente sin qué administrar. Mientras se restablecía el intercambio comercial, se reorganizaban las industrias y renacía la agricultura, viéronse obligados a emitir grandes cantidades de papel moneda, casi sin ninguna garantía; el público se encargó de despreciar cada vez más este papel, y el metal acuñado llegó a ser un artículo de lujo y de exportación. Entonces se verificó un curioso fenómeno: los que a toda costa querían economizar y tenían que, se veían obligados a repagar las monedas, manteniendo así a muchos que de este corretaje hicieron un negocio productivo; aquellos a quienes no quedaba sobrante que guardar o no eran aficionados a hacerlo, gastaban sin reparo cuanto ganaban. Así es que, como casi todo el mundo pagaba sin regatear, todo negocio prosperaba, toda venta vendía y todo espectáculo rebosaba de espectadores; todos iban viviendo, más o menos bien, aunque por costumbre no dejaban muchos de quejarse de la situación.

»Cuando se reorganizaron las fuentes de riqueza y volvió el papel moneda a estar debidamente garantizado por las reservas en metálico, los gobiernos cayeron en la cuenta de que la moneda circulante debía continuar como estaba, sin valor real. Hoy el metal acuñado se guarda como garantía del billete y se reserva para las grandes transacciones que pudiéramos llamar internacionales; así la economía es función del Estado exclusivamente; así ha desaparecido el ahorro personal y ha podido ser una realidad el equilibrio económico.

»Actualmente solo a un ser anormal y desequilibrado podría ocurrírsele guardar el dinero, sabiendo que no ha de dejarlo a sus descendientes ni ellos lo necesitan; sabiendo que, si por accidente o enfermedad o por llegar a una edad avanzada, se hace incapaz de trabajar, encontrará en las instituciones del Estado, cuanto pueda necesitar. Y no el pan tasado y humillante que la antigua beneficencia pública daba como de limosna, sino cuanto de necesario o de superfluo puedan exigir el enfermo más delicado o el viejo más caprichoso».

La ruidosa irrupción de unos voceadores de periódicos que venían pregonando un alcance, hizo que todos abandonaran la discusión por acudir a procurárselo. Comprado que fue el papelucho, alguien lo leyó en alta voz. Traía noticias de última hora, y muy halagadoras por cierto; parece que se había llegado a un feliz acuerdo en el debatido asunto del precio del azúcar, con lo que desaparecían los temores de rompimiento de que se había venido hablando.

Desviada así la atención del tema que se debatía, la charla versó primero sobre el punto aquel del solucionado conflicto, y luego sobre asuntos diversos, en broma principalmente.

A poco, empezó la desbandada; firme en sus propósitos, Celiana permaneció allí hasta que el último tomó su camino. Entonces, pretextando deseos de andar, brindose a acompañar al Maestro hasta su casa.

—Vaya, vaya —dijo el viejo, cuando por el camino, ella le manifestó su empeño de hablarle largo y a solas.

—¿Penillas tenemos? Ya al verte tan asidua a nuestra tertulia, me imaginaba yo que algo pasaba en ese corazoncito. Poco entiende ya de amores el mío, casi fósil; mas por darte gusto, yo iré mañana a tu casa a que me cuentes todo lo que quieras, segura de que a deseos de servirte, nadie me gana.

A la puerta de la casa del sabio, se despidieron cariñosamente y, al retirarse a la suya, Celiana sentía esa íntima satisfacción que se experimenta al ver próximo a realizarse algo que se ha deseado mucho tiempo.

XI

A la mañana siguiente, despertó presa de una vaga ansiedad y de un extraño malestar. Era indudable que el continuo sufrir de aquellos últimos meses empezaba a hacer estragos en su organismo. Sentía amarga la boca y un dolor sordo en la nuca; lejos de reconfortarla, el sueño parecía haberla cansado más. La idea de morir pronto le pareció una solución muy aceptable, y casi se alegró de sentirse indispuesta.

Pero al mismo tiempo, una impaciencia pueril hacíala desear que el tiempo pasase veloz, trayendo cuanto antes la hora de la visita del Maestro; en el naufragio de sus ilusiones, ponía en aquella entrevista una esperanza tan injustificada como el ansia con que, en un naufragio real, el nadador próximo a desfallecer se agarra al frágil leño incapaz de sostenerlo. Acostumbrada de antiguo a la autobservación y al análisis de sus impresiones y sentimientos, Celiana se daba clara cuenta del infantilismo morboso de aquel deseo.

Después de contemplar un rato con tristeza el almohadón sin la huella de la cabeza adorada, y vacío en el amplio lecho el sitio del amado, se levantó trabajosa y lánguidamente y fue a dar a su adolorido cuerpo el regalo de la ducha. Cuando volvió al tocador para peinarse, la clara luna del espejo exhibió con cruda franqueza las huellas que en su rostro iba dejando la tormenta pasional. Brillo de fiebre tenían sus ojos, ahora rodeados de una sombra intensa; habíanse profundizado las leves arrugas de la frente; en la comisura de los labios, tendía a estereotiparse un rictus doloroso y en el ébano de la cabellera, las hebras de plata se multiplicaban con alarmante exuberancia. Rápida, fugaz y pronto desechada como el colmo de las necedades, la asaltó la tentación de teñir o arrancar aquellas canas insolentes, de devolver con polvos la tersura al cutis, de pintarse los descoloridos labios…

Casi irritada contra sí misma, se alejó del espejo. Echose una sencilla bata y subió al estudio, llevada de la fuerza del hábito, al par que por la idea de hacerse, con el trabajo, más breve el tiempo de la espera.

Abrió la ventana y, al sentir la caricia del fresco matinal, recibió con ella ese alivio pasajero que las alegres horas del amanecer aportan siempre a todos los dolores, tanto físicos como morales, por graves que sean: el mismo agonizante, si no murió de madrugada y logra ver la luz del alba, se siente mejor y espera tirar un día más.

Había llovido durante la noche; relucían las frondas con brillo de esmeralda; vencida por los rayos del sol, se alejaba en leves copos la neblina; cantaban los pájaros y se respiraba con deleite el aroma de la tierra húmeda.

Un tanto reconfortada, sentose Celiana a su mesa de trabajo y revolvió sus apuntes. Tenía pendientes varios compromisos; entre otros, el de un artículo para una importante revista neoyorquina que había anunciado su colaboración con grandes elogios, publicando, como para obligarla más, su retrato y una nota biográfica. Pensado tenía ya desde antes que aquel trabajo fuese un estudio acerca del neoteosofismo, la doctrina idealista, más bien filosófica que religiosa, en que habían venido a refundirse todas las religiones; de paso, examinaría los orígenes del sentimiento religioso y seguiría la evolución de las creencias a través de los tiempos.

Ella escribía con sorprendente facilidad; por lo general, se trazaba mentalmente un plan y lo desarrollaba desde luego, al correr de su máquina, con fácil inspiración y completo dominio del lenguaje. Muy poco era lo que después tenía que tachar o corregir. Pero aquella vez, notaba inusitada dificultad en coordinar sus ideas; sentíalas venir en tropel, confusas y mal diferenciadas. Durante largo rato sufrió las torturas del esfuerzo inútil, los dolores, casi físicos, de una verdadera gestación mental.

Al fin sus dedos corrieron por el teclado con la rapidez acostumbrada; pero a poco notó la escritora que de nuevo se embrollaba, que la idea principal se le fugaba, se le perdía entre asociaciones rápidas y superficiales. Se detuvo y leyó:

En su tránsito por la tierra, la humanidad necesita llevar la vista fija en un punto que le marque el rumbo. Necesita un ideal y, cuando lo pierde, marcha a tientas y tropezando a cada paso. Y es tan grande esta necesidad del ideal, que resulta menos malo tener uno falso que no tener ninguno: cuando Roma creía en los dioses de Numa Pompilio, fue señora del mundo. Después, cuando las deidades mitológicas abandonaron el Olimpo y el cristianismo no se había apoderado aún de las conciencias, el pueblo romano llegó a los mayores extremos de la corrupción y a la más completa decadencia.

Las sociedades de ahora dos o tres siglos se encontraban en situación análoga. Muerta la fe, nada había venido a sustituirla; así es que aquella civilización tan decantada llevaba en su seno innúmeros elementos de muerte y decadencia. Con su egoísmo inmenso, con su ambición inmoderada, con sus odios y sus celos, los hombres de entonces se complicaban y amargaban la existencia.

Un hálito glacial de escepticismo secó en aquella generación la fuente de todo ideal y, extendiéndose a las manifestaciones del pensamiento, modificó en su esencia el concepto de la belleza e impuso su sello en las artes, medios con que se exterioriza ese concepto. Por eso las manifestaciones artísticas de aquel tiempo son tan raquíticas y mezquinas en su mayoría. Lo bello no se veía entonces en la armónica fuerza de la vida, sino en lo raro y extravagante, en lo anormal y morboso. La música trataba de crear ritmos extraños y nunca oídos que hicieran vibrar los nervios como cuerdas próximas a romperse; las artes de la forma y el color, despreciando el modelo eterno e inimitable, amalgamaban los reinos de la naturaleza, daban a la figura humana las líneas indecisas del molusco o las ramificaciones del vegetal, y a sus producciones todas, los tintes y contornos de esos seres que crea la mente del que delira; la poesía idealizaba los extravíos de la razón, los horrores de la duda, las alucinaciones de la embriaguez, el desorden, la neurosis, la degeneración y, en la forma, huía de la claridad como de un vicio para buscar combinaciones de extraña cadencia y enigmático sentido.

Nuestra época, la actual, es un resurgimiento: en las costumbres como en las artes, hemos renunciado a la complicación y a la mentira, a lo convencional y falso. Abandonando todo ideal de ultratumba, la humanidad de hoy cifra el suyo en el goce inteligente y sano de la vida, en vivirla lo mejor posible, en una atmósfera de justicia y respeto mutuo. En el amor, tiende a libertarse de la atávica cadena de los celos y la pasión, que convirtió en infierno para nuestros antepasados lo que nunca debió ser más que paraíso, como lo es y lo ha sido siempre para los pájaros…

Y aquí Celiana, dejando de leer, pensaba que ella, a pesar suyo y bien por su desgracia, era uno de aquellos seres atados aun por cadenas hereditarias al dolor de amar patológica y anormalmente. Por un supremo esfuerzo, apartó el pensamiento de sí propia, dejó de analizarse como caso, y siguió leyendo:

Lo mismo que los pueblos, los individuos necesitan que su vida tenga un objeto, un ideal y, cuando carecen de él, su existencia transcurre entre continuas vacilaciones y su mente está a merced de todos los impulsos y condenada al desequilibrio.

Existen hombres de inteligencia verdaderamente superior, en quienes la duda es la fuente de la verdad y que en la posesión de esta ponen la cifra de todas sus aspiraciones. Así, cuando han recorrido entero el ciclo de las ciencias, buscando en vano en el libro de la naturaleza, el lazo de unión con lo divino, la relación de lo finito con lo infinito, llegan a convencerse de que solo la materia es inmortal y eterna en su polimorfismo. Ante la irresolubilidad del problema, estos hombres afrontan con valor el fantasma de la nada y se avienen a ser parte integrante —consciente o inconsciente— del gran todo universal.

Otros hombres —que cada día van siendo menos— encuentran demasiado mezquinos en sí los fines de la vida, no se resignan a poner en la tierra el límite de sus deseos, y buscan el complemento de sus aspiraciones en la esperanza del más allá. Este horror a la nada, este afán de persistencia del yo consciente, es la única razón de ser del sentimiento religioso, en su forma más pura y aceptable.

Hay, finalmente, inteligencias poco diferenciadas en las cuales la duda se hace eterna; los hombres que las poseen llegan al final de su vida con el problema planteado y sin resolver…

Al llegar a este punto, Celiana derivaba de nuevo hacia el propio estado de ánimo, y la tenacidad de su idea fija la hacía dejar el análisis de los párrafos escritos para analizarse a sí misma. Ella era materialista por convicción; si alguna vez había sentido el ansia de la inmortalidad del alma, jamás había encontrado un fundamento lógico en qué basar tal creencia. Y si en otros tiempos, la esperanza del más allá hubiese podido ser un consuelo para sus penas, ahora esta idea causábale horror. La eternidad de la conciencia sería para ella la eternidad del sufrimiento; pues de los fines y móviles del humano vivir, solo el amor le parecía digno de tomarse en cuenta, y sin el amor de Ernesto, ideal postrero e irremplazable de su vida, ni en la vida ni después de ella, concebía la felicidad. ¡Qué atractiva y consoladora encontraba la idea de dormirse en la inconsciencia del sueño eterno, después de tantas noches de insomnio provocado por la tortura de una obsesión! Si ya se había llegado a considerar lícito y piadoso aplicar la eutanasia a los que sufren dolores físicos incurables, ¿por qué no permitir su aplicación voluntaria a los que llevan el alma destrozada por sufrimientos morales, tan incurables como aquellos y más atroces tal vez? ¿Por qué negar a los hastiados de la vida el derecho a desligarse de ella?

Celiana se pasó la mano por la frente como para alejar aquellos tétricos pensamientos; encendió uno de sus cigarrillos de cannabis, aspiró con deleite el humo y, cuando lo hubo consumido, cayó en un breve y ligero sopor… ¡Oh, la ansiada eutanasia! Para alcanzarla, no tendría más que forzar un poco la dosis de aquel traidor alcaloide.

Por lo pronto, el efecto inmediato estaba conseguido: su cerebro, respondiendo al fuetazo de la droga, recobraba la potencia creadora. Se dispuso a continuar el comenzado artículo.

Señalado ya el origen del sentimiento religioso en su forma abstracta, restábale explicar cómo en los pasados tiempos, algunos hombres —indudablemente inteligentes— desviaron este sentimiento hacia el temor, para imponerse a las masas, y crearon las religiones. Narraría después cómo estas religiones se sucedieron a través de los siglos, copiándose unas de otras los mitos, más o menos pueriles, más o menos simbólicos, modificándolos un tanto a veces para ponerlos a la altura de la época, pero conservando siempre como carácter común la tendencia a la explotación y a la esclavitud de las conciencias.

Y diría finalmente cómo en aquel tiempo en que la moral se ajustaba a las leyes de la naturaleza, en que los hombres no admitían explotaciones ni las conciencias soportaban yugos, eran ya imposibles las religiones externas y reglamentadas. Solo quedaba en pie la eterna e irresoluble discusión entre materialistas y espiritualistas; cuantos sentían ansias de ideal, se refugiaban en el neoteosofismo, que no venía a ser otra cosa que la antigua teosofía, despojada de los mitos orientales y los restos de budismo de otros tiempos, y reducida a una doctrina filosófica que admitía la existencia de un Ser Supremo, la inmortalidad del alma y su evolución hacia mundos o planos superiores, mediante reencarnaciones sucesivas.

Antes de dar forma a estos pensamientos, Celiana releyó con atención y espíritu de crítica, los párrafos que anteriormente escribiera, y los encontró detestables. Había en ellos ideas que podían aprovecharse; pero el conjunto resultaba inconexo, oscuro, al par que pueril, en el fondo pretencioso y forzado en la forma…

Decididamente, no estaba ella para escribir artículos, y menos sobre asuntos tan abstractos. Desistió del propósito y rasgó cuanto había escrito; para salir del paso, ya mandaría al periódico de Nueva York cualquiera de los trabajos, puramente literarios, que inéditos conservaba, o reharía alguna de sus conferencias orales. Tocando el piano, esperaría al Maestro que, por otra parte, ya no tardaría mucho en llegar.

Y, como todo llega al fin, llegó el esperado anciano. Larga y efusiva fue la entrevista y en ella calmó Celiana sus ansias de sinceridad, por tanto tiempo contenidas. Mostró el fondo sangrante de su pecho destrozado, pintó sus amargas penas y expuso sus débiles esperanzas de consuelo; escuchola el Maestro con compasivo interés y aunque el caso le pareció completamente vulgar y no para tomarse tan en serio, vertió frases hermosísimas de aliento y prodigó tesoros de experiencia y sabiduría, en juicios y consejos atinadísimos. Mas de todo ello solo sacó la infeliz enamorada la triste convicción de que en asuntos pasionales, toda extraña intervención sale sobrando, toda frase de consuelo es un lugar común y todo consejo resulta una inútil vulgaridad, aunque provenga del más ilustre de los sabios o del más sincero y cariñoso de los amigos.

Y es que en el dúo amoroso, eterno e invariable, la letra es siempre la misma y solo cambia la música; pero todo enamorado cree firmemente que ama, sufre y goza de un modo distinto a los demás. Así Celiana, después de aquella entrevista tan esperada, llegó a pensar, con la injusticia de su egoísmo, que su viejo y sabio amigo no comprendía toda la sublime elevación de su cariño, o que en aquella cultivada y poderosa inteligencia se iniciaba ya el inevitable proceso de la decadencia senil.

XII

Regocijo general causó en el mundo entero la noticia, plenamente confirmada, de haberse solucionado las dificultades surgidas entre los gobiernos europeos y los sindicatos americanos productores de azúcar, con motivo del alza en el precio de tan indispensable artículo. Era este un hermoso triunfo de la diplomacia, que venía a desvanecer los temores de un conflicto terrible, cuando ya parecía inminente y casi inevitable. Para conmemorarlo dignamente, se celebraron en Villautopia fiestas espléndidas que duraron varios días.

Los miembros de la comisión organizadora de los festejos quisieron dar una nota simpática y original, haciendo de ellos un trasunto o reproducción de los que se estilaban en los tiempos pasados. Así, además de los indispensables concursos de aviación, a que tan aficionado era el pueblo de aquella época, hubo gran cabalgata histórica, paseo cívico, funciones gratis en todos los teatros, cucañas, fuegos artificiales, retretas con iluminación a la veneciana en todos los parques y corridas de toros con caballeros en plaza.

Consecuente con la misma idea, el ayuntamiento celebró unos solemnes y lucidos juegos florales, a los que asistieron los justadores con trajes de felibres provenzales, y la reina y las damas de su corte con vestidos de la época. El eximio don Luis Gil desempeñó el papel de mantenedor con un entusiasmo y una gallardía que nadie hubiese esperado de sus muchos años. El rubicundo e inspirado doctor Castillo conquistó la «flor natural» con un soneto, que era una verdadera filigrana; su colega y rival Reyes de la Barrera solo alcanzó una «mención honorífica»» y se daba a todos los demonios, sin recatarse de nadie para hablar pestes del jurado calificador. Las discusiones entre ambos portaliras llegaron a agriarse de tal modo, que fueron necesarias toda la prudencia de sus contertulios de la plaza principal y toda la conciliadora autoridad del Maestro, para evitar que llevasen el asunto al terreno del honor, pues ambos eran de pocas pulgas.

Pero todos los cronistas y gacetilleros de aquel tiempo estuvieron unánimes en declarar que la nota culminante —el clou, como ellos decían— de las referidas fiestas fue el gran baile que se celebró el último día de las mismas en los vastos salones y hermosos jardines del Instituto de Eugenética. ¡No en balde el ilustre doctor Pérez Serrato puso en la realización de aquel sarao, como en todas sus cosas, la eficacia testaruda de su carácter organizador!

Un poco extraño hubiese parecido en otros tiempos que una institución de la seriedad e importancia del Instituto de Eugenética de Villautopia, se ocupase en cosa tan baladí como la organización de un baile. Pero a la sazón, el caso no tenía nada de raro, ni tampoco de insólito; pues el instituto de referencia celebraba uno, por lo menos, todos los meses.

Y es que en aquella época en que la humanidad había renunciado definitivamente a todas las hipocresías y a todos los convencionalismos, se daba a cada cosa su verdadera significación y su lugar verdadero. ¿Y qué lugar más a propósito para un baile, que una institución en que se miraba por la perpetuidad de la especie y se procuraba el aumento de la población?

El baile ha sido en todos los tiempos un simulacro, más o menos encubierto e idealizado, de las luchas amorosas, del galanteo, que en todas las especies animales es el preliminar obligado del acoplamiento; para inventarlo, el hombre salvaje primero, y el civilizado después, no tuvieron más que ponerle música a ese acto instintivo. El macho encelado que persigue a la hembra; la hembra que, jugando, lo esquiva para excitarlo más y ora finge huir de él en las evoluciones de un zapateado o simula refinadas coqueterías en las figuras de un rigodón, ya se deja arrebatar en los giros de un vals o se entrega rendida en las vueltas voluptuosas de una danza…

Solo que antiguamente, cuando a la mujer le estaban vedados todo ensayo experimental en materia de amor y toda tentativa en busca del ideal definitivo, este simulacro se hacía bajo la mirada vigilante y severa de las personas mayores para que, por ningún motivo, pasase de la categoría de tal. Aquello resultaba una de tantas variantes del suplicio de Tántalo; mas no podía ser de otro modo, que el toque esencial de la virtud femenina estaba en conservar intacta la perla imperforada de los cuentos árabes, para regalo del sultán o para venderla en pública subasta al mercader judío que por ella diese mayor cantidad de dinares de oro.

En pleno reinado del amor libre, en plena igualdad de derechos para la mujer y para el hombre, el baile ostenta su carácter de aperitivo sexual, con franqueza tan cruda, que hubiese hecho ruborizarse al rojo blanco a nuestros hipócritas y formulistas bisabuelos. Las personas mayores, según los climas, a quedarse en casa al amor de la chimenea, o a charlar y tomar el fresco en los parques o a las puertas de las boticas; las jóvenes parejas, a entregarse a las delicias del baile, libres de toda extraña vigilancia. ¿A quién causará escándalo o sorpresa el verlas perderse entre las frondas de los jardines en los intervalos de las danzas, o abandonar el salón en lo más animado de la fiesta?

Por eso el Instituto de Eugenética de Villautopia daba todos los meses un baile destinado a relacionar entre sí a los reproductores oficiales de uno y otro sexos, y a excitarlos por aquel agradable medio, al cumplimiento de sus deberes para con la especie.

Pero esta vez no se trataba del baile mensual de reglamento, sino de una fiesta extraordinaria, para la cual se habían hecho grandes gastos y preparativos y se habían invitado a numerosas personas ajenas a la institución.

Serían las diez de la noche cuando Ernesto entró en el salón, acompañado de sus amigos Consuelo y Federico; terminada ya la obertura, la orquesta, invisible, según la moda de la época, tocaba un vals.

Adornados con guirnaldas de flores naturales y profusión de luces, los salones ofrecían un aspecto deslumbrador; pero el sitio preferido de las parejas era el jardín, todo aromas y frescura. Innúmeras bombillas eléctricas azules, artísticamente colocadas entre el follaje de los árboles, difundían allí una claridad suave y como lunar.

Desterrada de las costumbres la antigua etiqueta, habían desaparecido de la indumentaria masculina el severo color negro y el antiestético frac; los trajes de los jóvenes eran, pues, ligeros y de tonos claros. La moda imponía a las damas el peplo griego, hendido sobre el muslo izquierdo y dejando al descubierto el hombro y el seno derechos.

Los invitados que por su edad ya no bailaban, formaban animados comillos bajo los árboles y contemplaban con simpatía, no exenta de envidia, aquel derroche de belleza, regocijo y juventud.

Desde que Ernesto, por razón de su empleo, vivía en aquella atmósfera de amor puramente fisiológico, habíase venido operando en él un cambio profundo, aunque muy explicable y natural. Al desvanecerse la sorpresa, el deslumbramiento, de los primeros días, la ingénita lubricidad de su constitución revelose por un ansia insaciable de placeres. Su hermosura varonil y sus condiciones de vigor físico, hacían de él el preferido de las jóvenes fecundas, que se lo disputaban materialmente; en el peritoneo de los gestadores, germinaba ya un buen número de productos suyos, número que muy pronto sobrepasaría al exigido por la ley.

Es claro que estos amores, tan rápidos como efectivos, no llegaban a su corazón ni afectaban en nada la parte sentimental de su ser; mas no puede negarse que armonizaban mejor con su carácter y su temperamento, que aquel su estéril cariño de otros tiempos hacia Celiana. Y si en un principio pudo creer que la creciente frialdad hacia su antigua amante provenía solo de la falta de franqueza con que ambos procedieron en el respectivo cambio de posiciones, ahora comprendía que su situación era cada vez más falsa y que, tarde o temprano, tendrían que llegar al rompimiento definitivo. Sentía vergüenza de haber vivido cinco años en la ociosidad y el parasitismo, mantenido por aquella mujer como un faldero de lujo. Trocada en encarnación del remordimiento, la que tanto amó se le iba haciendo casi repulsiva; interpretaba la resignada tristeza de ella como un reproche constante y mudo, que le hacía cada vez más dura y difícil de cumplir aquella obligación de fingirle cariño, impuesta por la caballerosidad y la gratitud. ¡Pobre Celiana! A pesar de su gran talento y de su perspicacia, cuán lejos estaba de comprender el estado de ánimo de su joven amante; de haberlo conocido tal cual era, ella misma se hubiese apresurado seguramente a desligarlo de todo compromiso, aun a costa de su propia vida.

En los giros de un vals, Ernesto se cruzó varias veces con el joven doctor Suárez, que bailaba con Atanasia, la bellísima hija del director del Instituto; al saludarlo con una sonrisa, el simpático interno —que era ya su amigo íntimo— le hizo seña de que tenía que hablarle. Apenas terminó la pieza, reuniéronse los dos amigos y, cogidos del brazo, se dirigieron al jardín.

—Hace un buen rato que te busco, querido —dijo el médico—. Es urgente que sepas que esta noche hace su primera aparición en público una joven preciosa que acaba de ser nombrada reproductora oficial; se llama Eugenia y te aseguro que es un primor, una auténtica ingenua y una espléndida beldad. Como aún no está enterada de las obligaciones de su cargo, ya comprenderás que hay más de cuatro empeñados en darle las primeras lecciones prácticas; mas yo quiero que tú, la perla de nuestros reproductores, el orgullo de la casa, seas el céfiro que se encargue de abrir los pétalos de esa rosa en botón.

—Gracias, hombre; no me parece mala la idea. ¿Mas qué interés te mueve a ti a ejercer de galeoto voluntario?

—Eres, verdaderamente, un malagradecido. Muéveme, en primer lugar, el deber que tengo, como empleado de este establecimiento, de mirar por la realización de los fines que persigue y, en segundo, el afecto que te profeso y que ahora voy comprendiendo que no te mereces. Ganas me dan de dejar que se la lleve cualquiera de los mequetrefes que han acudido a ella como moscas a la miel.

—¿Y cómo es que tú, galeno mefistofélico, no te has presentado como primer postor en el remate de esa joya tan valiosa?

—Bien sabes tú que no soy hipócrita. Como empleado de la casa, hace varios días que trato a esa joven y, naturalmente, no he dejado de insinuarme; mas como ella está en estado casi primitivo y no oculta sus impresiones, he podido comprender desde el primer momento que no le resulto, que no soy su tipo. Además, yo estoy cumplido y estas iniciaciones os corresponden por derecho a vosotros, los que estáis en activo servicio. No es difícil que más adelante obtenga una reprise todavía en buenas condiciones… Y basta ya de averiguación; vamos a que te la presente. Y vamos pronto, mal amigo, que soy capaz de arrepentirme… —Y cogiendo a Ernesto por el brazo, Suárez cruzó con él el salón.

No pecaban de exagerados los elogios que el interno hacía de aquella joven; armonía de líneas y proporciones, frescura juvenil y salud perfecta, se adunaban para hacer de Eugenia un admirable ejemplar de la especie humana, el prototipo de la belleza femenina. Allá en un remoto pueblo del interior de la comarca, en pleno y constante contacto con la naturaleza, habíase desarrollado lozana aquella flor de carne; la fama de sus perfecciones llegó a oídos del doctor Pérez Serrato y, como el celoso director andaba siempre a caza de tales joyas, puso en juego todas sus influencias y no descansó hasta conseguir que figurase entre el personal de la institución a su cargo.

Ahora casi refugiada en un ángulo del salón, en el asombro de aquella suntuosa fiesta, acosada materialmente por un enjambre de importunos galanes, la pobre niña, falta de roce social, no acertaba a hacer otra cosa que ruborizarse y reír con nerviosa frecuencia. Al divisar la cara conocida del doctor Suárez, alzó los ojos en demanda de auxilio; pero su mirada se cruzó con la de Ernesto, por casualidad o decreto del destino, y aquello fue un deslumbramiento mutuo. Confuso él y cortado como un chiquillo, pudo apenas balbucear algunas frases, sin ilación ni sentido, cuando el joven interno hizo la consabida presentación; más confusa todavía, ella solo logró agregar a la mirada una sonrisa y un leve murmullo.

Pero mirada, sonrisa y murmullo, fueron para Ernesto más elocuentes que un millón de palabras; como Romeo al conocer a la hija del viejo Capuleto, él recibió entonces la revelación plena, tuvo la intuición precisa, de lo que es el amor primero, absoluto, integral. Dijera que nacía en aquel momento, que no había vivido nunca y el pasado no existía para él. ¿A dónde se había ido el recuerdo de Celiana y de su antiguo amor; a dónde sus recientes sensaciones de los últimos meses?

Y en grave apuro viérase Ernesto, si alguien le hubiese preguntado si Eugenia era rubia o morena. ¿De qué color tenía los ojos? No pudiera decirlo; él solo sabía que, cansados seguramente de rehuir las miradas de aquellos molestos galanes, se habían fijado en los suyos con la serena y franca alegría de quien encuentra al fin un refugio por largo tiempo anhelado o de quien vislumbra un rayo de luz tras la tormenta.

Una fuerza superior a su voluntad lo retuvo allí y, aunque ni él ni ella hacían otra cosa que mirarse y callar, los otros enamorados, conscientes o envidiosos del éxito de Ernesto, se fueron eliminando poco a poco; también el doctor Suárez, cumplida su misión de introductor y una vez que hubo puesto los simples en la retorta, comprendió que tenían la afinidad necesaria para producir por sí mismos la reacción, y se retiró prudentemente.

Y al quedarse solos Ernesto y Eugenia, tampoco se hablaron. Ni tenían para qué hacerlo; que ya todas las células de sus organismos, sintiéndose complementarias, tendían a juntarse con fuerza superior a todo razonamiento y a toda volición consciente. Comenzó la orquesta a tocar una danza y, cual si obedeciesen a un acuerdo tácito, se levantaron a bailarla… Y ahora sí se hablaban; pero sin preguntarse nada, sin siquiera contarse sus vidas, cual si ya de antiguo las conociesen y nunca hubiesen estado separados ni debieran separarse jamás.

Todo el mundo respetó aquella unión espontánea y la sancionó como un hecho consumado y fatal. Y, como nadie intentó ya interponerse entre ellos, aislados de cuantos los rodeaban, continuaron bailando juntos todo el resto de la noche, tan abstraídos en sí mismos cual si ya en el universo no existiese nada más allá del círculo que formaban sus brazos enlazados…

Juntos salieron del salón, al terminarse el baile, cerca del amanecer.

XIII

Celiana llevaba sin ver a su amante veinte días, que habían pesado sobre su vida cual si fuesen veinte años; la demacración progresiva, la palidez y el desaliño iban consumiendo rápidamente los últimos vestigios de su belleza otoñal. Era un cadáver galvanizado por la esperanza; solo la sostenía el anhelo de ver de nuevo a Ernesto, de estrecharlo un instante entre sus brazos. Y aunque comprendía cuán irrealizable era ya esta última ilusión, su voluntad se aferraba a ella con ansias de agonizante, y de esta horrible lucha entre la evidencia de su abandono y el propósito de no convencerse de él, se originaba el tormento dantesco en que se debatía sangrando aquel pobre corazón de mujer sentimental y enamorada.

Ya Celiana no escribía ni estudiaba; que al perder el solo aliciente de su existencia, su cerebro, antaño tan potente y fecundo, había perdido también todo poder creador. Casi no pensaba en nada, y si alguna vez, por la fuerza del hábito, se sentaba al piano, sus dedos corrían maquinalmente por el teclado, y ya no era la suya aquella música sugestiva que con tanta claridad tradujera los matices de su estado anímico. Ahora era una melodía simple, sin expresión, casi infantil, en que se repetía monótona la feliz frase musical con que sintetizara su pena la noche memorable del primer abandono; y al tocarla durante horas enteras, ella sugería la imagen de una madre que continuase arrullando, con la canción favorita, el cuerpo helado de un niño muerto.

Sin fuerzas para seguir fingiendo, ya no se cuidaba de ocultar su pena ante los suyos; ellos, por su parte, la mimaban como a una madre enferma y respetaban sus menores caprichos. Ni siquiera trataban de oponerse al abuso que ahora hacía de aquellos tóxicos cigarrillos de cannabis indica, que tan poderosamente iban activando la obra destructora del dolor, a trueque de mecer un rato a la mártir entre limbos de inconsciencia.

Miguel la observaba con fraternal interés y, agotados los recursos de su dialéctica, pensaba que tal vez el desengaño definitivo, la extirpación cruenta de toda esperanza, pudiese ejercer sobre su enfermo cerebro el saludable efecto de una operación quirúrgica y devolverle el equilibrio perdido. Por gratitud al menos, Ernesto estaba obligado a definir sus intenciones con respecto a Celiana; si no tenía el valor suficiente para hablarla con franqueza y lealtad, debía haberle escrito una carta de despedida.

Conocía el pintor, con todos sus detalles, el idilio de su joven amigo: sabía que desde la noche del baile, él y Eugenia no se habían separado y que habían hecho el nido de sus amores en un chalé de las afueras de la ciudad. Allí iría él a recordarle el cumplimiento de aquel sagrado deber; a exigírselo, si necesario fuese.

Cuerdamente procedía Miguel al resolverse a tomar la iniciativa en tal asunto; pues Ernesto no la tomaría jamás por sí mismo. En la absoluta compenetración del amor integral que era la esencia de su nueva vida, aquellos enamorados vivían su idilio con la feliz inconsciencia de una pareja de ruiseñores en primavera; sin un solo recuerdo del pasado ni un pensamiento para el porvenir, parecían atacados de amnesia absoluta.

A veces, al despertar por las mañanas, Ernesto contemplaba con amoroso arrobamiento a su amante, dormida a su vera en ostentación plena —y por plena casta— de sus encantos juveniles. Al besarla muy suavemente y levantarse con precauciones infinitas para no despertarla, venía a su mente, por asociación de ideas, el recuerdo de aquel tiempo en que era él quien se quedaba en la cama, mientras otra mujer cuidaba de no despertarlo al levantarse y lo besaba con idéntica ternura. Como si todo aquello estuviera ya muy lejos, vagamente recordaba que había amado mucho a esa mujer, y algo, allá en el fondo honrado de su conciencia adormecida, pugnaba por demostrarle que él había procedido sin corrección ni delicadeza al abandonar a Celiana sin una palabra siquiera de despedida…

Pero Eugenia despertaba al sentirse sola y, ante la luz de aquellos ojos que ansiosos lo buscaban, ante el poema glorioso de aquella sonrisa, desvanecíase para Ernesto todo el pasado; y como el recuerdo de la infeliz Celiana era parte de ese pasado, con él se iba también. Para el dichoso enamorado, ya nada existía que no fuese el presente; y el presente era Eugenia que le brindaba la golosina de sus labios encendidos. Corría a besarlos con ansias insaciables, mil veces renovadas, pues no hacía otra cosa en todo el día y gran parte de la noche.

Para amantes tan felices y ocupados tan a gusto, el tiempo transcurría sin las ordinarias divisiones con que el hombre jalona su marcha eterna e implacable.

Una mañana, al fijarse por casualidad en un calendario, notó Ernesto que aún marcaba la fecha inolvidable en que conoció a su adorada Eugenia; tuvo que confrontarla con la de un periódico del día, para enterarse de que iban ya transcurridos veinte. Ocupado en exfoliar de una sola vez todas aquellas hojas, lo sorprendió su amante al despertar, y lo chistoso del caso les dio motivo para pasarse casi toda la mañana celebrándolo entre risas y retozos; pues se hallaban en ese feliz estado de euforia en que el más pequeño incidente es motivo de hilaridad. Naturalmente, dada la tesitura en que estaba aquel dúo amoroso, todo venía a parar en besos y abrazos.

De escenas análogas se componía su programa cotidiano; pero la de aquella mañana presentaba como variante una nota trascendental y seria. Parece que Eugenia tenía que comunicar a su compañero algo muy importante y que, por lo visto, le costaba gran trabajo; algo que él al fin adivinó, más que dedujo, de las medias frases de ella, de sus carcajadas nerviosas, de sus rubores insólitos y de sus casi inaudibles murmullos al oído.

Hay en la historia de toda luna de miel un episodio casi reglamentario y ya de antiguo explotado por los novelistas, más o menos cursis; es aquel poético e interesante momento en que la esposa participa a su cónyuge la feliz nueva de que el éxito empieza a coronar sus desvelos en pro de la especie y que en sus entrañas palpita ya el fruto bendito de sus amores.

No era otro el motivo de los apuros de Eugenia, ni otra la noticia importante que, entre monadas, comunicó a su adorado.

Lo que sí es curioso y digno de señalarse, es el efecto que tal noticia produjo en Ernesto. Él, que en los primeros años de su juventud, se creyó completamente feliz y se dio por satisfecho con un amor del todo estéril; que más tarde ejerció su cargo de reproductor oficial con celo y eficacia notables, pero sin dedicar un solo pensamiento a sus frutos, al saber ahora que la carne de Eugenia se conjugaba con la suya para hacerse carne y alma de otra vida que habría de ser alma y carne de los dos, sintió lo que jamás sintiera ni creyera sentir. Al enterarse de que tendría un hijo adorable, por serlo también de la mujer adorada, adquirió la noción exacta de la utilidad de su existencia, vio claro el móvil de su vida en la prolongación de su ser a través de la vida y de la muerte.

Y es que al amor, para merecer el calificativo de integral, no le basta con llenar por completo las aspiraciones fisiológicas, estéticas y sentimentales de la pareja humana. Tiene además que cumplir con su fin primero y natural, que es la perpetuidad de la especie; cuando no responde a todos y cada uno de estos fines, degenera en ardor de semental inconsciente y bruto, o se torna en estéril sentimentalismo casi en los límites de lo patológico.

De nuevo comenzaba para los jóvenes amantes a existir el futuro. De hoy más, el tiempo tornaba a dividirse en meses, en días; los que faltaban —y juntos irían contando— para aquel en que, inclinados sobre el borde de una cuna inmaculada, habrían de contemplar las rosadas mejillas de un recién nacido, como cualquiera otro, pero para ellos, diferente a todos y más hermoso que ninguno.

Fue entonces cuando pudo Ernesto comprender de cuánta utilidad le había sido la instructiva charla del doctor Pérez Serrato, que tanto le fastidiara en sus visitas al Instituto de Eugenética; gracias a ella, estaba perfectamente documentado acerca del modo de incubar un niño, por el método científico en uso en aquella época, y pudo explicárselo a Eugenia, que lo ignoraba por completo. Orgulloso de sus conocimientos y satisfecho de la atención con que ella, interesada y complacida, le escuchaba, se iba sintiendo también conferencista y detallaba las etapas del proceso, desde la toma del óvulo y su siembra en el peritoneo del gestador, hasta el solemne alumbramiento quirúrgico final. ¡Con cuánta ansiedad habrían de esperar cada uno de aquellos actos; cuán intensa tendría que ser su emoción al presenciarlos, abrazados y anhelantes!

Grata preocupación para el resto del día les proporcionaron estos proyectos y esperanzas, discretamente entreverados, por supuesto, con las indispensables tandas de besos y abrazos. Pero Ernesto no se sentía del todo feliz; tal parece que al existir otra vez el futuro para él, reclamaba el tiempo la integridad de sus tres periodos naturales y el pasado pugnaba por resurgir. Y resurgía en la poco agradable forma de un remordimiento, de algo que allá en un rinconcito de su conciencia, le hablaba quedo de Celiana, de lo malo que con ella había sido; en el alto concepto que ahora tenía él de sí mismo, sentía la urgente necesidad de saldar esta cuenta con el pasado. Resolvió hacerlo cuanto antes, y buscaba la mejor manera. Pensó primero afrontar con valor la presencia de su antigua amante y hablarle con toda la franqueza; pensó después que sería más fácil escribirle una carta y, finalmente, decidió que lo más práctico y hacedero era buscar a Miguel y rogarle que él se encargase de desengañar a Celiana y llevarle su último adiós.

Y como si este pensamiento —fijo en la mente de Ernesto durante toda la tarde— tuviese la fuerza telepática de una evocación, Miguel llamó a la puerta del chalé aquella misma noche, cuando los jóvenes enamorados encontraban en la prolongación de la sobremesa un nuevo pretexto para sus arrullos y caricias.

Todo cortado y balbuciente, no sabía Ernesto qué actitud tomar ante su viejo amigo. Con su franqueza habitual, cortó este lo embarazoso de la situación, diciendo:

—Eres un perfecto canalla, Ernesto, o mejor dicho, un completo irresponsable. No te pido, pues, explicaciones de tu conducta, que conozco perfectamente y que fui el primero en prever, como recordarás, si es que al perder la vergüenza, no has perdido también la memoria.

―No seas severo conmigo, Miguel. Yo hubiera querido…

—No, Ernesto. El pretérito pluscuamperfecto de subjuntivo es un tiempo absurdo que debe suprimirse de la conjugación; pues las cosas no pasan dos veces y lo que «hubiera sido» ni es, ni ha sido, ni será. Por ley natural, en la comedia del amor, uno de los actores termina siempre su papel antes que el otro. Tú has acabado tu recitado antes que Celiana y, si de ella solo hubieses sido uno de tantos amantes, estarías en tu perfecto derecho al abandonarla sin curarte de su futura suerte. Pero has sido su discípulo predilecto, su hechura, su hijo; a ella debes cuanto eres y lo poco que en la vida vales. La gratitud te obliga, pues, a portarte como un caballero; dispuesto vengo —si el rogártelo no basta— a exigirte en cualquier terreno que cumplas con ese deber sagrado.

—¿Qué quieres que haga? Tú ordenas.

—Ella se nos muere, Ernesto; pero lo que la mata no es precisamente tu abandono, sino la lucha insensata que su espíritu sostiene entre el convencimiento y la esperanza. Arráncale esta esperanza en una carta de despedida, franca, sincera y leal; que aún confío en que su cerebro privilegiado, todo bondad y justicia, reaccione y recobre la conformidad y el equilibrio. Como todo lo preveo y todo quiero facilitarlo, comprendiendo que la vida que llevas no ha de dejarte tiempo ni ganas para escribir, te traigo la carta ya escrita. Aquí la tienes; si estás de acuerdo con su contenido, no haces más que firmarla.

—No, Miguel; eso es demasiado —dijo Ernesto sin tomar la carta que su amigo le ofrecía—. Yo te ofrezco que esta noche misma la escribo y la mando por correo.

—No; escríbela ahora, que yo esperaré. Todo está previsto —agregó sacando del amplio bolsillo de su blusa un pliego de papel y un lápiz estilográfico y dándoselos al joven.

Ernesto obedeció sin replicar y allí, sobre una mesilla de la sala, escribió rápidamente una nueva carta, breve, concisa y sincera; en ella hablaba a Celiana con la cruda franqueza de la verdad, sin atenuaciones ni mentidos arrepentimientos y sin recurrir a sofismas para justificar lo injustificable. La firmó, Cerró el sobre y lo entregó al pintor.

Tomole este y luego, sereno, impasible, rectilíneo, estrechó la mano de su amigo y salió sin añadir una palabra.

Eugenia, que desde el marco de una puerta había presenciado con asombro toda aquella escena, se acercó a su amante, a quien por primera vez desde que vivían juntos veía serio y preocupado, y le preguntó mimosa:

—¿Quién es ese señor tan calvo y tan serio? ¿Es que ya vas a empezar a tener secretos para tu mujercita?

Él la miró un momento con fijeza y repuso:

—Esto, vida mía, es el pasado que ha muerto definitivamente y al que acabo de enterrar. Ahora, para mí, ya no existen más que el presente y el porvenir… Y como ambos se encarnan en ti, único amor de mi vida, ven a mis brazos.

XIV

Recostada con languidez de enferma en un sillón, frente al amplio ventanal del estudio, Celiana contemplaba el crepúsculo de un día caluroso: era un cielo opaco de un tono gris uniforme, sin el sólito derroche de púrpuras y oros, que apenas hacia el poniente lograban hendir los rayos del sol en tres haces oblicuos. La tristeza inusitada de la tarde agonizante parecía sumarse a la intensa amargura que traducía el mirar inexpresivo de aquellos ojos, encanto principal de un rostro femenino, antes tan vivo e inteligente.

Portador de la misiva —no supiera si fatal o salvadora— Miguel entró y se detuvo un momento a contemplar con lástima infinita a su amiga; con movimientos torpes y lentos, encendía ella a la sazón uno de aquellos cigarrillos del tóxico traidor. Roto el freno de la voluntad, el vicio la envolvía cada vez más entre sus tentáculos de pulpo. Ya todo es inútil —pensó Miguel— y casi estuvo resuelto a no darle la carta.

—¿Qué haces y en qué piensas, hermana mía? —dijo al fin acercándose a ella y acariciando sus cabellos alborotados y sin peinar.

—Tan torpe eres que necesitas preguntármelo, Miguel. ¿En qué quieres tú que piense cuando ya mi voluntad no es dueña de escoger el objeto de sus pensamientos? ¿Qué hago? Ya lo ves; tratar de no pensar en nada. ¡Oh, si lo lograra de una vez para siempre!… ¿Por qué no me ayudas a conseguirlo, tú, hermano mío, el único que no me engañaste nunca?

—La vida, Celiana, es un don inapreciable, puesto que solo se nos concede una vez, y todo el toque de la sabiduría está en pasarla lo mejor que se pueda. ¡Cuántas satisfacciones no guarda aún para ti, que todavía posees un resto de juventud y un talento excepcional, capaz de llevarte a todos los triunfos y a las cumbres más altas de la gloria! En esa vida que desprecias, quedan ideales muy hermosos a que consagrar las energías de tu espíritu que tantas tiene. ¿Qué es, en resumen, lo que has perdido? El amor de un niño malcriado y tonto que no merecía el tuyo. Es el amor uno de tantos medios con que contamos para pasar la vida divertidos; de los tiempos semibárbaros fue el trocar en drama sus lances de entremés.

—Dichoso tú, que pudiste siempre en este asunto armonizar la teoría con la práctica. Yo no puedo, Miguel; ese pasado que con razón calificas de semibárbaro, tiene muy hondas raíces en mi corazón que, por no saber amar sin apasionarse, ha hecho la desgracia de mi vida entera.

—Yo pienso que a ti, más que la desilusión misma, lo que te hace sufrir es la lucha insensata que sostienes entre la evidencia de tu abandono y la esperanza de recuperar a Ernesto. Resignada estarías ya, si él te hubiese hablado con franqueza desde que amó a otra con tal intensidad que se le hizo intolerable seguir viviendo a tu lado.

—Es posible, Miguel; pero ya es tarde para resignarme. He perdido la voluntad de escoger un nuevo ideal para mi vida y hasta la de vivir.

—¿Y no harías por serenar tu espíritu, si él ahora te escribiese despidiéndose de ti definitivamente?

—¡Tú tienes esa carta, déjate de preámbulos y dámela! —dijo Celiana con viveza.

—Tómala —contestó Miguel extendiéndosela. Y mientras ella se la arrebataba casi de la mano y, olvidada de su presencia, la besaba con afán y la abría temblando, él se alejó un poco para observar mejor el fenómeno psicológico. Decía la carta:

Celiana inolvidable:

Tú me dijiste un día que fingir el amor es más cruel que dejar de amar. Yo no puedo ni debo seguir engañándote: un nuevo amor ha matado el que te tuve en un tiempo y tan felices nos hizo a los dos. Solo te pido perdón por haber dejado transcurrir tantos días entre aquel en que dejé de amarte y hoy que te lo digo.

De los otros favores que te debo, jamás podré olvidarme. Adiós.

Ernesto

En realidad nada decía aquella carta, tan cruel y despiadada en su lacónica franqueza, que Celiana ya no supiese; sin embargo, al terminar su lectura, ella sintió en el cerebro el vacío absoluto. ¿Dónde estaban sus ideas y sus recuerdos?… Sin derramar una lágrima, maquinalmente, se dirigió al escritorio y se sentó cual si fuese a escribir. Sus manos revolvieron los papeles como buscando apuntes; pero a poco cesaron en aquel trajín nervioso y se alzaron para liar y encender un cigarrillo del tóxico fatal. Aspiró el humo con ansia y, al devolverlo muy despacio, sonreía con estupidez de alucinada.

Consumido el cigarro, púsose en pie como sonámbula y, seguida de lejos por Miguel, bajó las escaleras; entró en la sala que ya empezaban a invadir las sombras de la noche próxima, y se sentó al piano. Lacias, torpes, inertes, permanecieron las manos largo rato sobre el teclado y, cuando al fin se alzaron, fue para preparar y encender otro cigarrillo; al aspirar y devolver el humo muy despacio, Celiana sonreía, sonreía…

Consumada estaba la ruina total de aquel cerebro poderoso; ya de todo —ideas, recuerdos, afectos y voliciones— solo quedaba un deseo insaciable de fumar.

Otra vez a su lado y acariciándole la despeinada cabellera sin que ella pareciese darse cuenta, Miguel filosofaba:

—Es el amor árbitro y dueño del universo: por él brillan los astros, perfuman las flores y cantan los pájaros. ¿Por qué, si en los seres todos es derroche de vida y alegría, ha de ser en nosotros mezcla extraña de goces y torturas? ¿De nada habrán de servirnos al fin las conquistas sociales, logradas a costa de tantas lágrimas? Libre es ya el amor de cuantas trabas y prejuicios se oponían antaño al cumplimiento de sus divinas leyes; pero aún no se liberta del yugo del dolor. Ya Otelo no estrangula ni Werter se suicida, pero aún se sufre y se llora por amor. ¿Por qué no aprenden los hombres a amar como aman los pájaros y las mariposas?…

»Mas no; no puede ser ni es bien que sea. Divino patrimonio es el dolor humano, el dolor moral, distintivo excelso de nuestra superioridad específica. Para el pájaro, el insecto o el bruto, no existe en el amor más que el momento fugaz del goce mismo; para el hombre, el presente es solo un punto entre el pasado y el futuro. Por eso vuelve una y mil veces sobre el placer gozado; lo revive en su imaginación y lo disfruta de nuevo y, más que en el momento mismo del dolor o del placer, sufre o goza cuando espera o ansía y cuando recuerda o añora. Y por eso también, en la confección del néctar divino de Citeres, es ingrediente indispensable el acíbar de las lágrimas»…

Celiana encendía otro cigarrillo. Miguel la contempló con tristeza; era uno de aquellos despojos que, en su marcha triunfal, el amor y la vida van arrojando a los lados del camino.

Mérida, 14 de julio de 1919