La noche anuncia el día (fragmento)

Diego Cañedo

1947

IV
Los mecanismos

En un principio —prosiguió Mendieta—, cuando comencé a trabajar con él, no me di cuenta del asunto. Tenía en su despacho, y en medio de unas estanterías, un gran armario; al abrirlo aparecían varios tableros con carátulas graduadas; había también una serie de diminutos focos y varios amperímetros y galvanómetros. En la parte superior existía algo así como un hacinamiento desordenado de accesorios eléctricos: bulbos, espirales de cobre, carretes y otras cosas cuyos nombres fui conociendo poco a poco. Eran moduladores, filtros, amplificadores, fotoceldillas. Y como partes a las que Cutiño algunas ocasiones se refería como muy esenciales, había unas bombillas, que a mí eso me parecían, y que después supe eran oscilógrafos de rayos catódicos.

Recuerdo también que en una especie de torno giraban varios cilindros de vidrio revestidos con un esmalte especial aparentemente opaco, que en la oscuridad mostraba miles de diminutos puntos fosforescentes, los cuales cambiaban de posición a cada fracción de segundo.

Varios motores muy pequeños accionaban unos discos de una sustancia traslúcida de color verdoso, que giraban con rapidez alrededor de su centro y simultáneamente y con gran lentitud alrededor de sus ejes verticales. Estaban montados en un mecanismo especial que coordinaba sus movimientos haciendo que los planos de unos y otros formaran determinados ángulos, variables, según decía Cutiño, de acuerdo con las emisiones electrónicas. La parte alta del armario estaba ocupado con aparatos ópticos, a juzgar por los espejos y lentes que entraban en su estructura.

Fuera, en la parte superior, existían unos círculos opalinos que se iluminaban con luces tenues y violadas, como si fuesen de mercurio o neón. Parece que hacían un papel un poco semejante al de los micrófonos en la trasmisión de la voz. Después, cuando Cutiño perfeccionó sus mecanismos, estos círculos se multiplicaron por toda la casa y su objeto se disimulaba dándoles, sobre las consolas, en las mesitas de fumar y en los libreros, un carácter ornamental.

El conjunto se veía bien que era algo improvisado; armado con elementos adquiridos en fábrica e importados de Estados Unidos, Alemania o Suiza; pero sujetos a tablas de madera blanca, o fijos a láminas galvanizadas, como si solo se hubiese querido atender a la precisión técnica sin fijarse en el aspecto que tanto seduce al profano.

Interrumpí a Mendieta para preguntarle:

—¿Pero nunca se le ocurrió tomar una fotografía de aquellos mecanismos?

—Aun haciendo a un lado mi increíble abandono —me contestó— tal maniobra hubiese pugnado abiertamente con mis resoluciones; su apariencia me habría condenado. Cutiño llegó a depositar en mí una confianza tal, que por nada me habría atrevido a despertar una sospecha.

En un principio aquello me parecían maquinarias de radio, pues pronto supe que don Antonio era un radiófilo. —Un aficionado, decía con cierto orgullo— como otros pueden cifrarlo en declararse miembros de hermandades secretas. Pero me di cuenta de que todas las instalaciones que servían para satisfacer este capricho de generoso desinterés estaban en un rincón de la casa, dentro de un cuarto cuyas paredes las tenía materialmente tapizadas con tarjetas postales que contenían informes de todas partes del mundo y con el techo perforado para dar paso a una antena. Allí se encerraba a veces don Antonio y se pasaba las horas muertas buscando comunicaciones con ignorados amigos de Australia, Argentina y hasta con un Rajá indio. Esto halagaba su pueril espíritu aventurero.

Algún día le hice, ingenuamente y con mi conciencia limpia, algunas preguntas sobre el misterioso contenido del armario de su biblioteca.

—Le voy a enseñar —me contestó— algo curioso; más tarde o más temprano tendrá que saberlo.

Abrió un cajón dentro del cual vi un pequeño cofre metálico cerrado con una pequeña combinación. En este último estaban arregladas en compartimientos varias docenas de cintas cinematográficas. Tomó una diciéndome:

—He aquí un ejemplo típico.

Fuimos a un cuarto oscuro en donde escasamente cabíamos los dos y había instalado un pequeño proyector y una pantalla. La cinta comenzó a correr; al principio tenía solo una fecha y una hora: de las nueve a nueve y media de la noche, se leía. Después una referencia que más tarde supe era una especie de cifra para designar a los distintos personajes. En seguida el film mostró cosas confusas; finalmente se precisó un paisaje y en un banco una pareja besándose apasionadamente; la imagen de la mujer se fue aclarando y amplificando hasta eliminar el resto. Aunque la fisonomía era un poco borrosa no pude menos de exclamar:

—¡Esta es la esposa del licenciado Carrano!

Aquel rostro se fundió en otras formas y más pequeña, apareció varias veces la imagen, desnuda, de la misma mujer. Sería imposible recordar ahora los detalles de aquella cinta cinematográfica de un género desconocido hasta entonces para mí; pero sí rememoro que más tarde se detalló, hasta ser reconocible, la figura del mismo Carrano con su aspecto bonachón y sus bigotes blancos. Y a los pocos minutos apareció el mismo hombre en diferentes trances de muerte: tomando un brebaje o cayendo herido de un balazo o con un estilete hundido en un costado. Estas escenas se mezclaban a veces confusamente con las de la misma mujer, unida a un hombre imposible de ser identificado, cuando menos por mí.

Al terminar, don Antonio enrolló su película, llevóla parsimoniosamente al mismo cofrecito, lo cerró y sentóse esperando mi interrogatorio.

Yo estaba atónito, sin saber qué decir. Aquello me parecía un pasatiempo sin sentido. Finalmente me decidí a hablar:

—Si no hubiera usted despertado mi curiosidad mis preguntas serían indiscretas; pero me creo autorizado para pedirle me diga qué significa eso.

—Eso —me contestó— es lo que dan o fabrican o reproducen los aparatos del armario sobre los cuales usted me ha interrogado. Acaba de asistir a la revelación de un pequeño secreto, vulgar en sí mismo, pero interesante por las personas envueltas en él. En ese film ha visto usted cómo piensa uno de nuestros políticos más encumbrados, amigo íntimo e inseparable de Carrano, lo cual no ha sido obstáculo para que lo engañe con su mujer, de la que está bestialmente enamorado, hasta el extremo de que su mente alimenta proyectos homicidas para hacer desaparecer al pobre marido.

Después supe que el asesino potencial que entregó sus intimidades ante las maquinarias de don Antonio, era nada menos que el Ministro don Juan José Paullada.

Cuando la confianza que a Cutiño y a mí nos ligó fue completa, pude pasar muchas otras películas interesantes. Vi con mis ojos el pensamiento descarnado de la mujer adúltera de Carrano, corroborando la primera con lujo de detalles. En fin —continuó—, a medida que los procedimientos se fueron afinando tuve ocasión de contemplar cosas tremendas. Comencé a acostumbrarme a ver al desnudo las almas de las gentes que formaban ese mundo revuelto.