Su nombre era Muerte (fragmento)

Rafael Bernal

1947

IV

Cuatro días de marcha nos llevaron hasta el lugar que había escogido Pajarito Amarillo en las márgenes cenagosas del Metasboc para instalar su caribal y el de su tribu. Era el sitio un pequeño cerro junto al pantano, donde hacía muchos años la tribu había acampado ya en una ocasión y aún se veían huellas de los claros que hicieron entonces para sus siembras. Por lo demás, era un pedazo de selva como cualquier otro. Los lacandones construyeron su caribal en la punta del cerro y yo junto al lago, donde hubiera moscos, pues ya lo único que me interesaba en la vida era el estudio del idioma y costumbres de estos animales y el bien de mis amigos los lacandones. Mucho insistieron estos para que hiciera mi enramada junto a su caribal, pero yo no quise y les dije que debía estar lejos y en un lugar solitario, para tener libre contacto con los balames de los vientos, pero que podían ir a mi casa cuando quisiesen.

Ya instalado, repasé mis notas y me volví a entregar al estudio, temeroso de que el idioma de los moscos no fuera el mismo aquí que en el Lacantún; pero desde la primera noche observé con inmenso júbilo que era el mismo y pude repetir mis experimentos, reconociendo todos los zumbidos.

Durante seis meses me dediqué al estudio, apenas interrumpido de vez en cuando por Pajarito Amarillo o por algún otro miembro de la tribu, que venían a contarme lo que habían sabido —nunca pude enterarme cómo—, acerca de los madereros que se aproximaban al Lacantún y a nuestros antiguos hogares. Creo que ese fue el tiempo más feliz de mi vida, el que he vivido con mayor tranquilidad, teniendo tan solo en el alma deseos de hacer el bien, de construir, de levantar. En ese tiempo mi única ambición era la de hacer el bien a mis amigos los lacandones. Soñaba yo con juntar tres o cuatro tribus dispersas en un solo gran caribal, allí mismo, en las márgenes fértiles del Metasboc, y enseñarles a sembrar la tierra debidamente, a cuidar el ganado, que conseguiría yo para ellos. Tenía la cabeza llena de proyectos buenos, y si seguía estudiando el idioma de los moscos era tan solo por un afán científico. Pensaba en salir algún día de la selva, con un libro estupendo sobre los moscos, publicarlo, y con el dinero que ganara traer las cosas que necesitaran más mis amigos. Puedo asegurar con toda verdad, con la misma verdad con la que he contado mis delirios y mis maldades, que en ese tiempo tenía el alma llena de bondad, que había llegado casi al extremo de no odiar a los hombres de mi raza; tan solo a temerles por el mal que les pudieran causar a mis amigos. Vagamente recordaba mis lecturas sobre las misiones de los jesuitas y de los franciscanos en el Uruguay y en la California y soñaba con hacer algo parecido. Ya tenía adelantado lo más difícil del camino, o sea, el ganarme la confianza de los indios, y todo lo demás me parecía fácil.

Para ayudar a mis amigos empecé a interesarme por los niños, todos raquíticos y enfermos. En mi choza les daba más comida y los divertía con cuentos que inventaba, tratando de despertarles la dormida imaginación, pero no hablándoles nunca del mundo de fuera de la selva, para que no sintieran el deseo de irse con los hombres blancos. Otras veces, en los días de calor sofocante, nos bañábamos en el lago y les hacía barquitos de papel para que jugaran. Esta diversión les encantó también a los grandes y pronto todos me pedían barquitos para echarlos al lago o a algún caño. Yo les contaba que en los barquitos aquellos se iban todos los malos espíritus y creo que ya consideran el pasatiempo como un rito.

Sí, ese fue el tiempo más feliz de mi vida. Ahora lo comprendo y lloro por haber destrozado todo aquello, lloro porque pudo más en mí la loca ambición del poder que la bondad que empezaba a vivir en mi corazón, que ese amor nuevo y maravilloso, sin egoísmos, que había puesto en mi alma la bondad de los lacandones. Ahora, cerca ya de la muerte, cuando escribo, aún lleno de odio e impulsado tan solo por el temor de la aniquilación total, el libro que debía de hacer tan solo con el interés de ayudar a mis amigos, comprendo que ese tiempo de pobreza, de nulidad, ha sido el único feliz de mi vida; pero ya es tarde, no puedo volver atrás y los arrepentimientos son estériles.

Por lo que se refiere a mis estudios, llegué a entender muchas de las frases usadas por los moscos y perfeccioné el oído para distinguir los más sutiles cambios de tonos y semitonos. Así mis noches eran divertidas, las pasaba escuchando la charla de miles de moscos, oyendo las órdenes que daban los que parecían ser los jefes y precaviéndome de ellas, cuando se referían a mí o a mi sangre, de la mejor manera posible.

Ocho meses empleé en hacer el diccionario del idioma mosquil, que dejo en un cuaderno junto a este, para que a los hombres que vengan les sea fácil interpretar el idioma de los moscos y pactar entre ellos. Este diccionario, que pensé destruir para que no cayera en manos de ningún hombre, se lo entrego ahora al género humano para demostrarle que le he perdonado todo el mal que me hizo a condición de que nunca me olvide. Porque si los hombres logran pactar con los moscos, cosa que será fácil, se abrirá ante las nuevas generaciones todo un mundo nuevo de cooperación con lo que llamamos animales inferiores, un mundo exento de gran cantidad de enfermedades y lleno de maravillas. Un mundo que yo conozco y que yo les doy, que me deben a mí.

Cuando ya pude entender todo lo que decían los moscos, se me ocurrió que tal vez pudiera imitar sus sonidos y, por lo tanto, hablarles en su idioma y entenderme con ellos. La cosa no era tan fácil como parece. El hecho de hablar en música, en las cuatro escalas, haciendo distingos de semitonos, presentaba para mí, con una cultura musical muy mediocre, un gran problema. Muchos días los pasé ensayando y ensayando las frases más simples, pero mis sonidos en nada se parecían a los que emitían los moscos y estaba seguro de no ser entendido. Traté entonces de emitirlo con algún instrumento y busqué, en el caribal de Mapache Nocturno que estaba a unas cuatro leguas del nuestro, a Florentino Kimbol, que decían era sabio en hacer flautas de barro y silbatos de carrizo. Llegué al caribal a eso del mediodía y encontré a Florentino en su hamaca, reposando. Al verme se levantó y me preguntó:

—¿Está bien tu corazón?

—Utz —le contesté.

Y nos sentamos el uno junto al otro en silencio. La tribu de Mapache Nocturno me conocía bien, sabían todos los miembros de ella que yo era amigo de los de su raza y me estimaban. Al cabo de un rato me dijo:

—Los de tu raza van adelantando y pronto llegarán al Lacantún. Buscan puna y aquí tenemos mucha. Mira este tronco en el que estamos sentados.

—Es caoba —le dije.

—Utz —me contestó—. Y hay mucha en la selva. Hay grandes árboles y otros que producen chicle.

Diciendo esto, sacó un gran puro de tabaco negro y me lo ofreció. Yo lo acepté y lo encendí en una brasa del fogón que nos trajo Petronila, su mujer, y seguí en silencio.

—¿Has andado por la selva? —me preguntó.

—Sí —le contesté—, he venido a verte porque mi corazón desea decirte algunas palabras.

—Si tuviera aguardiente te ofrecería —me dijo—. Pero nos hemos alejado de los hombres de tu raza y ellos traen el aguardiente.

—No quiero aguardiente —le dije—, porque sé que los hombres de mi raza esconden a los espíritus del mal en él, para acabar con todos ustedes. Por eso convencí a Pajarito Amarillo de que mudara su caribal hasta estas regiones, para no tener tratos con los blancos.

—Mi padre, Mapache Nocturno, también quiso venirse tras de Pajarito Amarillo porque te aprecia y su corazón te necesita —dijo Florentino con tristeza—, y ahora no tengo aguardiente que ofrecerte.

—No te afanes por eso; yo ya no lo tomo, porque sé que es malo —le dije, y en el fondo de mi alma sentí algo agradable. No tan solo Pajarito Amarillo me apreciaba; también Mapache Nocturno había seguido con su tribu mis pisadas. Pronto se podría hacer la unión de estas dos tribus y empezarse la civilización de mis amigos.

Mientras yo pensaba en estas cosas, Florentino fumaba en silencio, escupiendo de vez en cuando. Por fin habló:

—Tú eres sabio —me dijo— y nosotros te comparamos con el tecolote que todo lo ve y nunca cierra los ojos. Pero en tu corazón hay tristeza porque tienes odio a los hombres de tu raza y nos alejas de ellos.

—Si pretendo alejarlos de ellos es porque los conozco, porque sé el mal que acarrean. Pero no vine a hablarte de esas cosas, Florentino: vine porque quiero usar tus manos y tu ciencia para hacer una flauta.

Con su acostumbrada delicadeza, Florentino no preguntó para qué la quería. Tal vez imaginó que trataba yo, con ella, invocar a mis dioses. Tan solo escuchó atentamente mis ideas y se puso a trabajar con un carrizo delgado.

Después de varios ensayos, logró una flauta que emitiera todos los sonidos que buscaba, en un tono muy parecido al zumbar de los moscos, y con ella, ya entrada la noche, regresé al caribal de Pajarito Amarillo y a mi choza.

Esa misma noche ensayé con mi flauta y zumbé la palabra:

—Ven.

Un mosco que revoloteaba sobre mi cabeza se detuvo un momento y salió huyendo, gritándoles a sus compañeros que había escuchado una voz que lo llamaba. Ese experimento me llenó de entusiasmo, pues con él ya estaba seguro de que los moscos habrían de entender lo que les dijera o zumbara, con lo que seguí practicando con más empeño. Entre más me adentraba por los diferentes aspectos del idioma, más difícil se me hacía el dar todos los tonos y semitonos requeridos, con la debida exactitud.

En otro cuaderno que dejo junto a este y junto al que contiene el diccionario, he anotado todo lo indispensable para el buen uso del idioma mosquil, o sea, todas las reglas gramaticales más importantes. Hay que hacer notar que en este idioma nunca hay excepciones a las reglas, lo cual hace el idioma más civilizado del que he oído hablar.

Después de muchos ensayos, como la constancia y la práctica todo lo vencen, me creí con los conocimientos y la habilidad suficientes para entablar una conversación con los moscos, y la inicié, una noche, con uno que revoloteaba cantando sobre mi cabeza una tonadilla que parecía estar muy de moda entre ellos:

—Ven —le dije en tono grave de mando; y luego en tono agudo de súplica—: No te vayas, quiero hablarte.

El mosco se llenó de asombro y soltó tres o cuatro interjecciones en tono agudo, buscando a su alrededor para ver si había otro mosco que le hablara.

—Escúchame —le volví a decir en tono grave de mando—. Soy yo quien te habla, el hombre a quien atormentas.

Entonces el mosco se detuvo un momento sobre una de las cuerdas de la hamaca.

—Has aprendido, por lo que veo, nuestro idioma —me dijo—; y debo obedecerte y acatarte, como lo manda el Gran Consejo que nos rige y cuyo nombre no puedo pronunciar. Ordena lo que quieras y yo te obedezco.

Algo confuso me quedé, no sabiendo qué ordenar ni cómo iniciar la charla. Además, para ser franco, la emoción me impedía casi el emitir un solo zumbido con mi flauta.

—Si nada quieres de mí, ¿para qué me has llamado? —me preguntó el mosco, turbado también ante mi indecisión.

—Nada tengo que ordenarte —repuse—. Tan solo te he llamado para conversar contigo.

El mosco pareció dudar un momento y por fin zumbó:

—Perdona mi duda, pero no creo ser yo quien deba hablar contigo, porque soy de clase baja: no soy más que explorador. En este caso no sé qué hacer y debo avisar inmediatamente a mi superior, el cual avisará a su superior, hasta que llegue la voz al Gran Consejo de aquí; pero me da miedo hacerlo, ya que nunca se había oído decir que otro ser de la creación hablara y temo que todo esto sea tan solo un sueño mío.

—No es sueño. Durante muchos años he estudiado el idioma de ustedes y ahora…

—Tú fuiste entonces quien le habló a un compañero mío hace tiempo, que dijo haber escuchado voces y fue sentenciado a morir por ello.

—Sí, yo fui el que le habló: le dije «Ven» y él se alejó lleno de temor gritando. Siento mucho su muerte…

—La muerte no tiene importancia —me contestó—. Lo que importa es cumplir con la misión, llevar adelante el proyecto y creo que el hecho de que tú hayas aprendido nuestro idioma y por primera vez podamos entendernos con otro ser de la creación, es algo de gran importancia; así que llamaré a mi superior, a quien te ruego le hables, para que no me cueste la vida.

—Llámalo —le dije— y no temas.

Así lo hizo, zumbando fuertemente, y al poco tiempo se presentó el superior, un anófeles perfecto que pareció muy indignado cuando supo por qué lo habían llamado. Entonces le hablé yo:

—No castigues a tu inferior —le dije—. Él no ha hecho más que decirte la verdad y yo le he rogado que te llame para que decidas lo que se debe hacer. He aprendido tu idioma, durante años lo he estudiado y quiero hablar con ustedes y ser su amigo en lugar de su enemigo.

—Nunca has sido nuestro enemigo —me contestó el superior—. Nosotros los moscos, los dueños de todo, no tenemos enemigos. Tú has servido como fuente de sangre para alimentar al Gran Consejo, que no puedo nombrar porque su nombre es demasiado alto para que lo pronuncie yo…

—Pero es que he matado a muchos de ustedes.

—Nada importa la muerte de unos cuantos cuerpos. Tu sangre nos era necesaria y la hemos tomado y, aunque hubieras matado cien veces más, la hubiéramos tomado.

—Me alegra oír eso —le contesté con mucha finura aunque sin mucha verdad—. Yo quiero ser amigo vuestro…

—Nosotros no tenemos amigos ni enemigos, pero ya que has aprendido nuestro idioma y podemos hablar contigo, tal vez te podamos utilizar en algo. —Luego, volviéndose hacia el que primero habló conmigo, le dijo—: Has hecho muy bien en llamarme. Te recomendaré para que se te nombre guardián del Gran Tesoro.

—Me alegro de oír eso —intervine—. No me hubiera parecido bien que este pobre sufriera un castigo injusto, como el otro.

—Tú le das demasiada importancia a la muerte, que para nosotros no es nada. Pero es bueno que siga hablando contigo. Convocaré a todos mis superiores para que ellos decidan cómo se debe llevar este asunto ante el Gran Consejo y lo que se debe hacer.

Y diciendo esto, zumbó con gran fuerza y aparecieron esos moscos grandes que yo ya conocía. Aparecieron varios centenares de ellos, que, después de escuchar las palabras del superior, llenaron el espacio con tal zumbadero, que creí oportuno hablarles para calmarlos y, tomando mi flauta, les dije:

—Señores míos, este capitán ha dicho la verdad. Yo he aprendido el idioma para poder charlar con ustedes. No creo que esto sea causa para tanto alboroto.

—No sabes lo que dices —me contestó uno de los moscos grandes—. Esto es lo más importante que ha sucedido en nuestra historia, que abarca cientos de miles de años. Tu venida puede ser providencial, pero yo no debo hablar de estas cosas, sino avisar inmediatamente al Gran Consejo de aquí, para que él, a su vez, avise a todos los Grandes Consejos del mundo y se reúna el Consejo Superior, que no se ha reunido hace quinientos ochenta y seis mil años, siete meses y catorce días. Eso es lo que debo hacer…

Y diciendo esto, salió seguido de todos los moscos, dejando mi choza vacía, tan vacía que el murmullo de la selva penetraba entre las hojas de palma, como queriendo llegar hasta mí. Mientras, yo esperaba.