Su nombre era muerte

Rafael Bernal

1947

La experiencia poética del resplandor del ser

En 1947, Rafael Bernal publica Su nombre era muerte. El autor de El complot mongol tenía entonces treinta y dos años y cargaba experiencias que dejarían en él una huella honda, definitiva… En efecto: católico, Bernal se había comprometido con el sinarquismo, conoce el ejercicio de la guerra en los campos de México y el clandestinaje en las ciudades donde se manifiesta como agitador social.

Encarcelado en varias ocasiones —la última, a raíz de encapuchar la estatua de Benito Juárez, en la alameda central de la ciudad de México—, el presidente Miguel Alemán, quien por esa acción decreta el 21 de marzo como fiesta nacional en desagravio al oaxaqueño, termina por indultar al escritor, quien se resiste a aceptar el perdón por considerar que no había habido motivo qué perdonar. Sin embargo, la orden presidencial se cumple contra la voluntad del novelista.

Espíritu crítico, observador y lúcido, Rafael Bernal se desengañaría años más tarde del movimiento sinarquista por considerar que cedía a intereses de banqueros y terratenientes, perdiendo así sus esencias campesinas que pugnaban por el respeto y la conquista de la pequeña propiedad campesina.

En todo caso, en el año de 1947, el autor había dado testimonio ya de un profundo desencanto en la ruta social y política que seguía su país al publicar, en 1945, una hermosa y nostálgica novela Memorias de Santiago Oxtotilpan, donde el pueblito de ese nombre narra su historia que es un constante volver a empezar hasta quedar invadido, según los versos de López Velarde, de una vaga tristeza reaccionaria. Si en este libro, Bernal se muestra como un maestro de prosa narrativa, a la que imprime un tono lírico que va impregnando al lector sin mengua de esa eficacia que tan a menudo olvidan los narradores contemporáneos y que consiste en no olvidar la primacía de la acción, en Tres novelas policiacas, publicado el año siguiente, no solo conserva esas virtudes sino que se vuelve el iniciador del género en la novela latinoamericana. Obras de aprendizaje, aunque logradas, Rafael Bernal queda en situación de escribir la que es, a mi juicio, una de sus dos obras maestras: Su nombre era Muerte.

Y es que estamos ante un relato de ciencia ficción y de misterio pero, además ante una novela teológica y política que en la mejor tradición chestertoniana anticipa el mundo de Orwell y conlleva la densidad humana de una novela de Greene o de Bernanos. Una novela contemporánea desde la raíz porque a lo mencionado anteriormente se añade que parte de un pesimismo radical: un mundo que se desmorona sin espacio ya para la esperanza y que plantea, en su sorprendente final, la necesidad íntima que anida en el corazón del protagonista —y que el autor nos hace sentir como el de cualquier hombre de aquí y ahora— de reconstrucción del mundo desde el deseo que anida en el núcleo del ser humano y le hace presente la generosidad básica de la existencia. Y es que las fuerzas del mal que se desencadenan en el libro tienen por causa el desengaño sin límites de aquel que se supo partícipe del bien, la bondad y la esperanza supremas y buscando hacerlos en sí chocó con su entorno hasta llegar al desengaño y a la lucidez destructiva. Mas no escapa el hombre de sí; el yo-mismo remite al yo-otro en un ansia de comunicación que solo el amor puede restituir.

Rafael Bernal nos hace vivir la experiencia poética del resplandor del ser que brota de donde menos se podía sospechar, esto es, de un ahondamiento en el mal, de manera que una alianza con las fuerzas oscuras devuelve a la criatura al seno de Dios. La criatura que no se ha perdido en los laberintos de la razón y a quien la imaginación restituye las luces posibles del mundo.

Su nombre era Muerte plantea, ni más ni menos, la existencia de un estado totalitario —semejante al de Orwell en 1984— pero que aquí no es obra de los hombres, sino de los moscos, y que pretende la destrucción del género humano. Y la quinta columna es un hombre, el protagonista, que vive aislado en la selva chiapaneca porque odia a la humanidad y ha reorganizado su vida entretenido haciendo el bien, contra su voluntad, a los indios lacandones quienes le han tomado como una divinidad. Les hace el bien para entretenerse, para que las horas, los días, los meses no se le hagan en exceso largos, porque algo dentro de él le ha impedido darse la muerte. Pero ese hombre, como ya he señalado, no es una víctima de la razón y helo aquí que observa a los moscos, días, meses, años; y como ese hombre es un aficionado a la música, logra recrear, a través de su flauta, el lenguaje de los moscos hasta comunicarse con ellos. Se volverá su agente en la tierra, la quinta columna, el médium necesario para llevar a efecto su plan de dominación de la humanidad.

Y Rafael Bernal logra que creamos todo esto hasta entregarnos la organización del reino de los moscos que es, de hecho, análogo a un estado totalitario proyectado a una sociedad de futuro que Orwell y Huxley también vaticinarían, que hoy, en fin, no sentimos tan lejano por el desarrollo tecnológico alcanzado.

Llega, entonces, una expedición de antropólogos a la selva. Se ponen en contacto con el protagonista de la novela. Este siente el renacimiento de eros ante la visión de la señorita Johnes, una bella alemana, auxiliar del científico jefe, el doctor Wassell, quien ha sido su tutor, la ha sacado del desamparo y la pretende. Mas hete aquí que la señorita Johnes se ha enamorado del músico Godínez, a quien el alemán ha sacado también de la miseria dándole un trabajo en la expedición. El protagonista experimenta la traición por venir. El protagonista no puede razonar, está impedido de ver que Johnes y Godínez son jóvenes, incluso se ha vuelto ciego para experimentar que su visión de la deslealtad, que preside el corazón del hombre, está motivada por su apetencia carnal de la alemana.

¡Qué mejor momento podía darse para desencadenar la fuerza brutal y sin asideras del imperio de los moscos!

Rafael Bernal imprime un tour de force sorprendente a su historia que se ha vuelto ahora una de amor y de deseo. El odio sin asideras del protagonista le lleva al enfrentamiento con Dios, cual debió haber sido aquel de Luzbel. Y es que él es, a su pesar, un creyente, pues como bien vislumbró Pascal, «te busqué porque ya te había encontrado».

La lucha entre el Bien y el Mal se desencadena. ¿Qué sería Dios en el reino de los moscos? Pregunta que da lugar a un planteamiento teológico con consecuencias políticas insospechadas para el lector y que da un máximo de intensidad al relato.

Su nombre era Muerte es un libro narrado en un estilo puro y clásico donde los tres elementos que Graham Greene destaca para la construcción de novelas alcanzan la máxima eficacia: movimiento, acción significativa, personajes vivos. El lenguaje, en cuanto a las palabras, debe estar al servicio de los tres elementos que constituyen una gran novela. Y resulta que un escritor antes de los cuarenta años se encuentra con frecuencia demasiado apegado a sus propias palabras, a su propio punto de vista. Bernal, en Su nombre era Muerte, ha logrado el distanciamiento necesario, verdaderamente sorprendente a la edad en que escribió la novela, que le ha permitido confeccionar una en que su visión del mundo se vuelve la de todo lector sensible y atento.

Novela de múltiples lecturas, el autor ha logrado el prodigio de asegurar una primera en la que el involucramiento con la historia es tal que luchamos por apagar las diversas reflexiones que nos asaltan, queriendo saltar sobre las páginas para devorar el relato; lo que no hacemos movidos por el placer del texto que nos exige la permanencia, la lectura despaciosa y el temor, que de repente se hace presente, de que hemos andado ya demasiadas páginas y el libro debe más pronto que tarde concluir.

Su nombre era Muerte es, sin lugar a dudas, una de las mayores novelas en la historia de la literatura mexicana.

Francisco Prieto

Dedicatoria

A Pilar

Epígrafe

Y he ahí un caballo pálido, cuyo jinete tenía por nombre Muerte, y el infierno le iba siguiendo, y diósele poder sobre las cuatro partes de la tierra para matar a los hombres a cuchillo, con hambre, con mortandad y fieras de la tierra.
Ap vi, 8.

I

Tal vez ya mi trabajo resulte inútil y sea demasiado tarde para empezar estas memorias; la muerte me rodea y no sé cuánto tiempo me quede. Ahora comprendo que debí empezar antes, cuando tenía poder para mandar sobre la misma muerte, pero estas memorias las escribo para los hombres, para el bien del género humano, y cuando tuve tiempo de escribirlas no lo hubiera querido: no me consideraba miembro de tan absurda organización. Más bien me consideraba como un ser superior, enemigo, ofendido, lleno del deseo de venganza y con el poder bastante para realizarla.

Ahora, abandonado por todo aquello que me dio mi poder inmenso, me vuelvo a sentir hombre, un hombre como cualquier otro, lleno de miedo ante la aniquilación que me espera y con un deseo insensato de ser inmortal, de vivir más allá de este pobre barro. Por eso escribo mis memorias, aunque sé que no me han de servir para nada en el breve plazo que me queda de vida. Tan solo pretendo con ellas vivir más allá de mi muerte en la memoria de los hombres a quienes hago el bien.

En verdad, yo no le he hecho mal alguno a los hombres; tan solo los he ofendido con el pensamiento y con el deseo y, si les hice el mal, fue por omisión, al no entregarles el bien más grande que hombre alguno pueda entregarles. Porque yo pude ser algo como un «SuperPasteur», pero mi odio, que ahora comprendo era insensato, y mi ambición de poder, me llevaron por otros caminos. Es cierto que jamás recibí de los hombres bien alguno, y aun ahora, con la muerte irremediable cerca de mí, no sé si obré bien o mal y no siento arrepentimiento por haber hecho lo que hice. Cuando me llegó el momento de decidir entre la caridad y mi ambición, me sentí impulsado por el odio a la sociedad, por la angustia que llevaba dentro, por el recuerdo de todas las amarguras, de todos los egoísmos que había yo visto y sufrido entre los hombres. Aun ahora, cerca ya de la muerte, abandonado de todo mi poder, sintiéndome de nuevo humano, no puedo decir que amo a los hombres. No encuentro en todo mi pasado causa alguna por la que deba amarlos, aunque pertenezco a ellos y soy de su mundo. Ahora me siento aquí, a esperar la muerte, a la luz de una lámpara miserable, mientras afuera se agita y aúlla la selva; y escribo estas memorias, pero yo mismo comprendo que lo hago tan solo por un innato sentido de solidaridad humana y por un deseo imperioso de inmortalizarme en la memoria de los hombres que he despreciado.

Si mi único interés fue hacerle el bien a los hombres, contaría escuetamente mi aventura, señalaría el peligro que pesa sobre el género humano, sugeriría el remedio y no diría nada de mi vida particular. Pero es que no escribo esto impulsado por la caridad: escribo porque quiero ser conocido, no ser olvidado nunca; escribo para que mi nombre, el que he puesto en la primera página de este libro, viva mientras haya mundo. Esta seguridad de una larga sobrevivencia en mi obra, me calma en algo el miedo terrible que me invade mientras espero a la muerte.

La parte de mi vida que tiene importancia es muy breve: tan solo cuatro años, desde los cuarenta y cinco hasta los cuarenta y nueve que tengo ahora. Todo lo anterior fue tan solo una preparación para la amargura; y esta amargura es la razón, es el móvil de todas mis acciones en los cuatro años importantes. Pero no quiero contar lo anterior. Ya en la portada de este cuaderno doy mi nombre y mi patria, y bien pueden los eruditos reconstruir mi historia hasta que se pierda en los antros de la selva. Básteme decir que en los cuarenta y cuatro años de mi vida anterior, solo coseché amargura, amargura y odio.

La maldad de los hombres y el asco que me producía su contacto me arrojaron de las grandes ciudades, rumbo a las orillas de la civilización, hasta llegar a Chiapas. Un tiempo viví con los chamulas de las márgenes limpias del Grijalva; allí viví en mi soledad interna, rota de vez en cuando por la maldad humana. Pero mi espíritu buscaba mayor soledad y cada contacto con los hombres era un tormento insoportable; con cada palabra que me decían, renacía en mí todo lo pasado y mi alma se llenaba de una angustia sorda que me apretaba la garganta, y sentía el deseo de herir, de matar, de hacer un daño irreparable. La absurda necesidad de ganarme la vida me obligaba a tratar con los hombres, y ahora que recuerdo esos tratos los odio más que nunca, Cuando conseguía algo de dinero, hacía lo posible por olvidar y bebía hasta quedar tirado en las calles sin que nadie tuviera la misericordia de recogerme. Para el mundo era yo un borrachín despreciable, objeto de una risa estúpida, pero, si era yo un borracho, se lo debía al mundo y me consideraba más como el ofendido que como el ofensor.

Emigré buscando una soledad más completa y crucé la sierra hasta llegar a las márgenes perdidas del Usumacinta, a San Quintín, lugar de odio y de muerte, acorralado por la selva, donde los hombres enfermos y podridos buscan con ansia las maderas preciosas y el chicle que los ha de llevar a las ciudades, también enfermas y podridas, y es que ellos llevan la podredumbre en sus almas y, dondequiera que estén, no encontrarán más que lo que llevan dentro.

Allí conocí la verdadera selva y me adentré en sus espesuras, remontando los caños cenagosos en mi canoa solitaria, buscando algún medio de vida que me permitiera conservar mi soledad, que me salvara del horripilante contacto con los hombres. Allí aprendí lo que es la selva destructora, la selva enemiga, la selva que suda muerte, pero mejor que las ciudades, más benigna, más dulce. La selva, cobijadora de desgracias, ocultadora de amarguras y de odios, la selva bendita. Quien quiere vivir en ella, puede hacerlo si se sujeta a sus leyes y se conforma con ser un adorador miserable entre tanta magnificencia, si se conforma con dejar a un lado su orgullo de hombre, para ser tan solo un arrimado, un advenedizo sin derechos, que vegeta a la sombra de la bondad de la selva.

Así viví en las márgenes del Usumacinta perezoso, en una miserable choza de palma, sin más bienes que una hamaca, una carabina y unos cuantos libros viejos y carcomidos por la humedad y el tiempo. A veces llegaba yo hasta los pueblos a vender las pieles de tigre y las plumas de garza que había cobrado en mis correrías, y con el producto compraba algunos cartuchos y unos botes de aguardiente, con lo que me retiraba por algún caño hasta mi choza y me dedicaba a beber y a olvidar mi lamentable condición de hombre. La vida así era soportable. Mi único tormento eran los moscos que por la noche se cebaban mi sangre y que de día me acechaban entre las sombras de los árboles, para hacerme huir rumbo a los playones descubiertos, donde el sol, a plomo sobre la espalda, dolía como un inmenso latigazo. En la cabeza, durante las eternas noches de insomnio, me martillaban los versos de no sé qué poeta, que también ha de haber padecido este incansable tormento, poeta ducho en la amargura de la selva, en su horror y en su muerte lenta:

No sé dónde aprendió la selva
el arte de llorar;
yo supe de esa angustia,
de la impotencia del machete
ante el asesinato fértil de la tierra
y yo velé la noche sin estrellas
echado junto al río,
bajo el toldo sonoro de los moscos.

Quizá la mejor solución hubiera sido la muerte. Recuerdo que un día, mientras trataba de despertar de una borrachera en las calles de Tumbalá, un hombre, empujándome con el pie, dijo:

—Para vivir como vive, mejor haría este en morirse.

La frase se me había quedado pegada dentro, era parte mía y me asaltaba por las noches, cuando los moscos me atormentaban y no tenía junto a mí la fuerza consoladora del aguardiente. Muchas veces me acerqué a las márgenes del río y medité en la sencillez de caminar aguas adentro, hasta que la corriente me recogiera en sus brazos fríos, Pero el coleteo de algún caimán, que tal vez había adivinado mis pensamientos, me llenaba de tal pavor que corría a refugiarme a mi hamaca, donde el alba me encontraba sollozando. Otras veces meditaba en lo rápido que es un disparo, pero el miedo, el terrible miedo al no ser, al no haber sido nunca, detuvo mi mano, puesta ya sobre el gatillo de la carabina.

A través de mis tragedias, de las que no he de hablar, de mis borracheras, de mi odio y de mi amargura, he conservado este deseo terrible de ser, que ahora me hace tomar la pluma para entregarle al mundo mi secreto. Cuando joven soñé primero con la gloria que se adquiere en las batallas y los sueños de mi niñez estuvieron llenos de heroísmo. Luego quise un nombre y un lugar en el mundo de las letras, pero todas las puertas se me cerraron, aunque bien sé que en mí alienta el espíritu de un hombre que puede escribir cosas maravillosas. Es raro que ahora, después de tantos años, de tantas tragedias y desastres, de tanta grandeza y poder, aquí, en las márgenes cenagosas del Metasboc, con la muerte pisándome los talones —«puesto ya el pie en el estribo», pudiera decir con Cervantes—y le vuelva a confiar mi inmortalidad a la pluma.

Cinco años viví la vida del cazador, al cabo de los cuales había perdido ya hasta el deseo de dejar la selva, no porque la amara, no porque me hubiera acostumbrado a su vida oscura, ni porque me hubiera resignado a esta muerte lenta, sino porque el aguardiente y la angustia, el paludismo y la miseria moral, me habían arrebatado todo poder para desear y actuar. Era yo como las aguas de los caños que van lentamente hacia el río, podridas, muertas, sin voluntad.

Vagué cinco años por la selva del Usumacinta, me adentré en las espesuras, llegué a lugares desconocidos para el hombre blanco, pasé más allá del misterioso Metasboc, hasta las charcas del Petén, para volver luego hacia los pueblos, con mi cargamento de pieles, plumas y miserias.

A veces construí mi enramada junto al caribal de alguna tribu de lacandones miserables, indios olvidados en el centro de la selva, que no conocen de la civilización más que el aguardiente asesino y el robo eterno de los comerciantes. Allí conocí a Pajarito Amarillo y a Mapache Nocturno, dos venerables jefes de tribu, grandes sacerdotes de no sé qué dioses olvidados ya, los únicos amigos verdaderos que he tenido.

Aprendida la lengua de los lacandones, me fue fácil entenderme con ellos y los estimé más que a los hombres de mi raza. Viven en una semibestialidad agradable al hombre que busca la soledad y que a veces necesita de brazos que lo ayuden. Poco a poco dejé de aparecer en los pueblos y todo mi comercio era con los lacandones, sobre todo con la tribu de Pajarito Amarillo, que constaba de nueve hombres y cinco mujeres codiciadas, madres de once niños barrigones y sucios. En los últimos tres años de esos cinco de vida nómada y sin importancia, mi choza estuvo siempre junto al caribal de la tribu. Yo les daba la carne de los animales que mataba y los defendía de las garras de los tigres y de los comerciantes blancos. Ellos, en cambio, me daban un poco de maíz o de yuca y su silenciosa amistad.

Ya no hay para qué hablar de esos cinco años de vagancia por los caños y las charcas pestilentes. Se deben perder con mis años anteriores, sin importancia. El tiempo es corto y más vale hablar de lo que importa.

II

Lo que voy a relatar sucedió hará unos cuatro años, más o menos. Era el tiempo en que empiezan las aguas y toda la tierra está ya inundada, juntándose un caño con el otro, haciendo de la selva un solo pantano impasable. Yo vivía en un pequeño claro, junto al Lacantún de aguas rojizas, a escasas doscientas varas de las enramadas de Pajarito Amarillo. Desde hacía más de dos meses me venían repitiendo constantemente las calenturas y no salía para nada de mi choza, pasándome el día dormitando en la hamaca y la noche espantando moscos, matándolos entre mis manos y apilando sus cadáveres en un cajón que me servía de mesa. Hay un cierto gusto en matar entre las manos a un mosco, en sentir en las palmas húmedas su cadáver, tomarlo con los dedos y ponerlo junto a otros muchos cadáveres en una cazuela, para regocijarme con el espectáculo a la mañana siguiente.

Había una de las mujeres indias, que tenía algo de hechicera, a quien llamaban Hormiga Negra. Esta solía atenderme cuando estaba enfermo, me preparaba el maíz y me traía el agua. Viendo todas las mañanas la cazuela con todos los cadáveres de los moscos, le entró un extraño empeño en que yo también era hechicero y que fabricaba medicina con moscos muertos. Nunca la pude convencer de que se trataba tan solo de un pasatiempo inocente, nacido del odio implacable que despertaba en mi alma el zumbido absurdo. Por más que traté de persuadirla, siguió adelante con su creencia, la infundió a los demás miembros de la tribu y pronto todos me vieron con cierto temor y mucho más respeto.

Muchos de ellos venían a pedirme medicinas para las calenturas y yo les daba un poco de quinina, con lo que sentían alivio, Esto hacía que mi fama creciera y la de Hormiga Negra menguara, así que, temiendo sus iras y deseando sobre todo conservar la paz, me asocié con ella. Los enfermos me veían a mí, yo les recomendaba que vieran a la Chimán, a la cual le daba los polvos blancos, que ella revolvía con mil porquerías, como panzas de arañas de agua y otras cosas, y se los daba a los enfermos entre sahumerios y cantos. Yo creo que Hormiga Negra es una de las mujeres más inteligentes que he conocido. Había enterrado ya a tres maridos, y ahora, a los sesenta años, estaba casada con un muchacho de veinte, que se consideraba feliz de ser el marido de tan ilustre hechicera.

Los moscos, mientras tanto, seguían atormentándome en mi choza. Desde hacía mucho tiempo ya no sentía sus piquetes, pero su constante zumbar alrededor de mi cabeza me exasperaba y me llenaba de odio y de rabia. Llegué a odiar a los moscos tanto como a los hombres.

En mis mocedades había yo estudiado algo, y ahora, en el ocio obligado del tiempo de aguas, con poco aguardiente para distraer mis días, me dediqué a estudiar a los moscos, hasta que pude conocer más de cien clases de la especie del anófeles. Por falta de libros no pude catalogarlos ni saber si había encontrado especies nuevas, lo que seguramente hice. No creo que toda la multitud de moscos haya sido ya catalogada y estudiada por los sabios, y seguramente que alguna nueva murió bajo el golpe justiciero de mis manos.

Los estudios sobre los moscos me interesaban bastante y traté de penetrar en su organización social. Observé que durante el tiempo en que hay mucha fruta madura en los árboles aparecen más moscos, cosa que no me explicaba, pues tenía entendido que su nacimiento, desde el momento en que la hembra pone los huevecillos en las charcas, hasta que el mosco ya hábil para volar deja su capullo, es de unas tres semanas, así que, si las hembras, como fuera lógico, pusieran más huevos cuando hay bastante fruta en los árboles para mantenerse, las crías nacerían hasta tres semanas más tarde y entonces se notaría el aumento. Pero siendo el aumento exactamente en el tiempo de la fruta, pensé que debía haber un cerebro previsor y que las hembras ponen sus huevos con tiempo, para que las crías nazcan cuando hay un alimento bueno y seguro. Más tarde entendí la razón de todo esto, pero al principio andaba yo a tientas, suponiendo una organización, pero no llegando a imaginar jamás lo completa y maravillosa que es.

Observé también que primero entraban solamente a mi choza dos o tres moscos, me picaban y al poco tiempo empezaban a llegar muchos más. Esto me hizo pensar que había una forma de comunicación entre ellos y que se llamaban cuando encontraban un ser ad-hoc para extraerle la sangre. Como las hembras son las que pican y beben sangre, mi choza se llenaba de ellas y tan solo, de vez en cuando, aparecía un macho. En cambio, si dejaba yo fruta sobre la mesa, llegaban muchos machos a chupar del dulce, sobre todo si se trataba de mangos y de chicozapote y si estaban muy maduros. Pero si existía un sistema de comunicación, ¿cómo sería este? Tal vez se comunicaban por ondas pequeñísimas que captaban con antenas, como las hormigas y algunos otros insectos, o les serviría de idioma ese constante zumbar. Otra cosa me preocupaba: si se podían comunicar entre sí, ¿cómo es que se seguían acercando a mí, cuando mataba a tantos cada noche, y no mejor atacaban a los animales que como el venado, son presa fácil? Pero me atacaban a mí y atacaban al sapo, que los mataba también sin misericordia y los devoraba.

Como ya dije, los piquetes ya no me molestaban ni le temía a las calenturas, que eran mis eternas compañeras. Lo que aún me desesperaba era ese constante zumbar, ese ir y venir sobre mi cabeza, dejando un rastro sonoro y desesperante. Un día se me ocurrió que ese zumbar fuera el sistema de comunicación que tenían entre ellos, ya que estaba yo plenamente convencido de que podían comunicarse tan fácilmente como lo hacen los hombres por medio de la palabra, o mejor aún. Con esta idea en la cabeza, empecé a estudiar los zumbidos y noté que no todos eran iguales, que los había más largos, más agudos, más graves, unos intermitentes y otros continuos, y no era solo la diferencia del tono de voz de cada mosco, sino que cada animal emitía sonidos en distintos tonos. Al principio se me ocurrió que los zumbidos fueran como señales de telégrafo y que las intermitencias señalaban letras o palabras, tal vez ideas completas. Pero si así fuera, con toda seguridad los zumbidos serían todos iguales en cuanto a su gravedad o agudeza, ya que tan solo las intermitencias serán factores para entender lo zumbado o dicho.

Las observaciones sobre los moscos, su vida y su posible idioma me divirtieron de mis tristezas durante todo este tiempo de aguas de hace cuatro años. Ya no le temía a la noche como antes, sino que la anhelaba, para pasarla despierto, estudiando los zumbidos y reteniéndolos en la memoria, tratando de entenderlos antes de formar una teoría acerca de ellos.

Pero de pronto me entró la amargura y fui presa de la desesperación. No sé qué oscuro camino siguió dentro del alma hasta llegarme a la garganta, como en los tiempos antiguos. Una noche necesité del consuelo del aguardiente, lo necesité más que nunca, con una ansia loca, irrefrenable. Grité yo solo en mi choza, clamé contra todo, contra los hombres aborrecidos y contra la selva amada, contra los ríos perezosos, sucios como mi vida. Sin poderme contener fui a las casas de Pajarito Amarillo y robé el aguardiente salvador; me escondí en un playón y bebí, bebí hasta revolcarme en la arena, gritando mi odio y mi desesperación, mientras a mi alrededor callaba la selva magnánima, horrorizada ante la pequeñez del hombre.

A la mañana siguiente, la vergüenza y el odio me obligaron a dejar mi choza y retirarme selva adentro, lejos de todo contacto humano, donde beber a solas, sin el reproche mudo de mis amigos los lacandones.

Dos meses me duró el infierno del aguardiente. Escondido en el vientre de la selva, bebía y maldecía de los hombres que me arrojaron a tal bajeza. A veces, durante días enteros, no comía, me los pasaba tumbado en algún playón bebiendo y odiando, odiando siempre. Yo sabía que este camino me había de llevar a la muerte, pero yo deseaba la muerte redentora, la muerte que es reposo sin odio y sin amargura. No sé cuándo perdí el conocimiento de mí mismo. Me sumí en la bruma del alcohol y la selva me acogió entre sus brazos como una madre buena o como una querida peligrosa. Tampoco sé cuánto tiempo estuve sin conciencia, muerto a todo, si no era al fuego que llevaba dentro. Tal vez vagué por los ríos y por los caños; los lacandones cuentan que disparaba yo al aire y que mis carcajadas, mi llanto y mis gritos desgarraban los más hondos rincones de los caños. Que atravesaba yo por la selva, sin machete, abriéndome paso con las manos, con los dientes, en una ansia inacabable de llegar a algún sitio, de romper, de destrozar. La selva reía a mi alrededor, reía de mi pequeñez, de la pobreza de mi triste alma podrida que arrastraba yo por los caños, también podridos. No sé cuánto tiempo duró mi delirio, no recuerdo nada de lo que hice, ni las palabras que dije, las palabras amargas que me nacían de adentro.

Cuando desperté era una mañana clara. Estaba yo tendido en mi hamaca, lastimado en el cuerpo y en el alma. Pajarito Amarillo se inclinó sobre mí y me dijo:

—Hombre blanco, amigo nuestro, mío y de mi tribu: ya te ha dejado el demonio que se esconde en el alcohol, gracias a Hormiga Negra. Hemos invocado a los cuatro balames buenos y a la cruz de los hombres de tu raza; hemos ofrecido miel nueva en sacrificio y he aquí que los espíritus nos han escuchado y han alejado de ti a los demonios que te atormentaban, porque los cuatro vientos buenos han soplado sobre tu cara y estás limpio. No pienses que guardamos ofensa contra ti. Antes bien te pedimos que para siempre te quedes a vivir con nosotros, pues nos gusta tu compañía; tú sabes alejar los demonios de las calenturas y de los fríos y por tu boca hablan muchas veces los espíritus buenos. Quédate con nosotros, porque tú eres como el tecolote, que sabe muchas cosas.

En efecto, los demonios de la amargura y de la desesperación me habían dejado y me quedé junto al caribal de Pajarito Amarillo. Yo creo que la crisis brutal, expresada en las locuras odiosas del delirio, me había purgado el alma de toda amargura. Ya no sentía odio ni angustia, el nudo que me apretó por tanto tiempo la garganta se había deshecho y solo me quedaba una terrible laxitud. Las palabras de Pajarito Amarillo, las primeras palabras de alabanza y de esperanza que oía en mi vida, me habían reconfortado el alma. Por fin alguien creía en mí, en mi ciencia de la vida, en mi bondad de hombre.

Así me entregué a la pereza de la selva y durante toda esa temporada de secas no tronó mi rifle en los caños ni vi coletear al caimán impotente, ni aceché al tigre malicioso. Pajarito Amarillo y su gente se ocuparon de mi manutención y yo los aconsejaba, los aconsejaba siempre en lo que creía que era el bien, al odio a los hombres de mi raza.

III

Apenas terminó mi delirio, empecé de nuevo a estudiar a los moscos, tratando de acordarme de todo aquello que había observado y anotando por primera vez mis ideas. Seguía fascinado con la teoría de que los moscos pudieran tener un medio de comunicarse entre sí y de que ese método estaba basado en los zumbidos, para el hombre tan impertinentes y tan sin razón de ser.

Imaginar esto es imaginar que los moscos tienen una inteligencia humana y una organización probablemente similar a la de las hormigas y del comején, pero mucho más amplia, no sujeta a un absurdo agujero en la tierra o en el tronco de un árbol. Si esa organización existiera, debería ser más perfecta que la de las hormigas, aunque a primera vista pareciera menos exacta. Pero querer estudiar a los moscos y su organización, sin comprender primero su método de comunicarse, es como el querer estudiar a un país extraño, del que solo se conocen unos cuantos habitantes, con los que nunca se ha podido hablar. Ante todo había que aprender el idioma mosquil para entender y estudiar a los moscos y muchas otras cosas de su vida y sus costumbres que no lograba yo entender. Por ejemplo: si existía en ellos una inteligencia, ¿cómo es que se pasaban la noche tratando de beber mi sangre, cuando yo mataba a tantos de ellos? Cuidadosamente llevé una estadística de los moscos que lograban picarme y de los que mataba yo y al cabo de un mes vi que de cada cien moscos que tomaban mi sangre, tan solo once escapaban con vida y muchos morían antes de poder picarme. En un solo mes maté tres mil seiscientos cuarenta y nueve moscos, de los cuales solo dos mil trescientos veinticuatro me habían succionado sangre, lo cual indica que mil trescientos veinticinco murieron antes de lograr su fin. Calculo, pues no pude contarlos, que en este mes estuvieron en mi choza más de quince mil moscos, de los cuales solo doscientos cincuenta y siete lograron escapar con vida después de picarme. Muy cierto es que había adquirido una práctica extraordinaria en el arte de matar moscos, y que cualquier otro hombre solo hubiera matado una mínima parte de los que yo maté, pero de todas maneras, para animales inteligentes como suponía yo a los moscos, eran demasiadas las bajas padecidas para que les conviniera picar a un hombre.

De esto deduje que si los moscos, como lo deberían ser sin duda alguna, eran animales inteligentes, tenían con toda seguridad alguna razón tan poderosa para tomar mi sangre, que no les importaban las bajas causadas con tal de lograr su objeto, así como un general que tiene que tomar una posición, que es la clave de su victoria, sacrifica para lograrla cuantos hombres sean necesarios. Al principio me imaginé que los moscos estaban esclavizados o sujetos en alguna forma a los gérmenes palúdicos y que estos los obligaban a picar al hombre para poder vivir ellos, sin importarles la muerte de su vehículo, como el soldado moderno, que nada le importa perder su carro blindado, o lo que lleve con tal de alcanzar su objetivo. Pero esta teoría no me satisfizo. Sabía que algunos moscos llevan el germen palúdico y otros no, pero que todos atacan al hombre; así que no era de suponerse que todos fuesen esclavos del microbio de la malaria. Más bien, lo probable era que la malaria fuese un arma de los moscos, un cuerpo especial en sus ejércitos, así como la artillería en los ejércitos de los hombres.

Todos estos problemas me traían desvelado y estudioso, seguro de nunca poder resolverlos hasta lograr entender el idioma. Con este pensamiento me dediqué en cuerpo y alma a catalogar los zumbidos que escuchaba en las noches, anotando la ocasión en que habían sido emitidos y lo que yo suponía que pudiera significar. Para anotar los zumbidos desarrollé un sistema donde incluía las intermitencias, lo agudo o lo grave del sonido, lo prolongado de los intervalos y la nota musical en la que se emitían. Pronto vi, en lo que se refiere a las notas, que los moscos usan semitonos de la escala, así que en cada tono hay doce sonidos más o menos agudos. Al principio me fue difícil el percibirlos, pero poco a poco fui acostumbrando a mi oído a ellos, para lo que valió mucho la educación musical que recibí siendo pequeño.

Después de varios meses de estudios me di cuenta de que cada frase va emitida en uno de los cuatro tonos que tiene la voz humana y de que toda frase se emite en ese mismo tono, aunque la siguiente o la anterior estén en otro. Por ejemplo: un mosco zumbaba un momento, digamos ocho o diez intermitencias, en voz de bajo, para luego tomar el tono del soprano o del barítono, o, tal vez, cosa poco frecuente, el de la voz del niño. Claro está que el tono de los sonidos no es exactamente igual al de los hombres, pero tiene una gran semejanza y se puede uno guiar por él.

Ya observada y comprobada esta igualdad de tono en cada frase, no quise teorizar sobre ella, sino que esperé hasta encontrar otros datos y me ocupé en anotar fielmente los sonidos que escuchaba y la ocasión en que habían sido emitidos. Observé que había un cierto sonido, un setenta y siete en voz de bajo repetido dos veces, con una breve intermitencia. Este sonido se repetía frecuentemente en las noches y pude darme cuenta de que al producirlo un mosco, acudían otros, de lo que deduje que se trataba de un llamado. Luego observé que este mismo sonido, pero emitido en voz de barítono, producía los efectos contrarios y que los moscos que estaban cerca de quien lo emitía se ausentaban. Era emitido generalmente cuando mataba yo a alguno de ellos y los espantaba. Con esos datos ya me atreví a formular la teoría de que en idioma mosquil el tono del zumbido cambia el sentido del verbo y de que si «mi, intermitencia, mi» en voz baja significa «Venid», en voz de barítono significará «No vengas». En una ocasión dejé a un mosco herido sobre la cama y noté que zumbaba constantemente en voz aguda de niño. Todas sus frases empezaban con «mi, intermitencia, mi», pero ningún otro mosco le hacía caso, hasta que vino otro un poco más grande y se paró junto a él. El mosco herido, aún en voz de niño muy aguda, zumbó varias notas y el grande le contestó en voz de bajo: «do largo, re, sol, mi, do, re largo», todo con intermitencias breves, exceptuando el re y el sol y, acabando de zumbar, lo mató, dejando el cadáver sobre mi camastro. Varias veces hice el mismo experimento y observé que el herido emitía los mismos sonidos, que aparecía el mosco grande, el cual, después de escuchar al herido, a veces contestaba lo mismo que en el caso anterior y remataba a quien lo había llamado, pero otras contestaba una frase en voz de soprano, a la cual replicaba el herido en voz de bajo. Entonces llegaban otros moscos y se lo llevaban sin matarlo.

De estas y otras observaciones, deduje que el verbo en idioma mosquil tiene siempre en voz de bajo un sentido afirmativo, en voz de barítono, negativo, en voz de soprano interrogativo y en voz muy aguda o de niño, suplicativo o exclamativo. También había observado ya que siempre el verbo es un compuesto de la nota mi, y que cuando se trata del verbo en singular se usa el semitono más grave y cuando es plural el más agudo: así, «voy» es «mi intermitencia, mi bajo, semitono grave», y «vamos» es «mi intermitencia, mi bajo, semitono agudo». Para mi sistema de anotar los sonidos, numeré los doce semitonos del uno al doce, las cuatro voces «G» bajo o grave, «S» soprano, «B» barítono y «A» voz aguda o de niño. Las intermitencias las señalaba con la «I» si eran breves y con una «L» si eran largas, poniendo siempre al principio de cada frase el tono de la voz. Así, la palabra «Voy» quedaría expresada en esta forma: «G 5 I 5». Hay que tener en cuenta que las intermitencias, en la mayor parte de los moscos, sobre todo cuando hablan apresuradamente, no son silencios completos, sino solo breves intervalos en que bajan la voz, sin dejar de zumbar, por lo que al oído inexperto le parece que toda la frase es un constante zumbido.

Cada vez más entusiasmado con mis estudios, dejé por completo el aguardiente y todo tráfico de comercio y cacería. Los lacandones me seguían manteniendo, y, al verme ocupado con mis cuadernos de notas, no se atrevían a interrumpirme más que cuando lo consideraban una gran urgencia. Un día se me acercó Pajarito Amarillo, estuvo un rato de lejos observando mis ocupaciones y por fin se atrevió a hablar:

—Tecolote Sabio —me dijo—, hemos sabido que los hombres de tu raza se acercan a estas riberas en busca de las maderas buenas que tiene la selva y nosotros, los lacandones, no queremos tratos con ellos, así que hemos decidido que tú nos aconsejes si debemos marcharnos rumbo al sagrado Metasboc, donde no llega nunca el blanco, o quedarnos a trabajar con ellos, que nos darán mantas, cuchillos y aguardiente. Habla tú, Tecolote Sabio, pues toda la tribu espera tus palabras y sabe que tus consejos están inspirados por los espíritus buenos que apresas en los cuadernos con los trazos oscuros.

Siempre, a mi parecer, Pajarito Amarillo fue un poco. pomposo en su manera de hablar y me daba la impresión de que había leído las novelas de Fenimore Cooper y de que trataba de imitar a los indios que hablan en ellas. Muy cierto es que cuando se trata de mandar y, sobre todo, de regañar, olvida su elegancia, y revolviendo su idioma con el castellano, logra frases por demás expresivas. De todos modos, siempre me ha dado un poco de risa su pomposidad cuando me habla de cosas serias. Esta vez, guardando la risa, le contesté:

—Te agradezco, Pajarito Amarillo, la confianza que tú y tu tribu han puesto en mí y en los espíritus que me guían. Tú sabes que la tribu es mi familia, que los hombres de mi raza no son nada para mí y yo nada para ellos, así que te voy a aconsejar con palabras buenas, con las palabras que se le dicen a un hermano. Emprendamos sin tardanza la marcha rumbo al Metasboc sagrado, huyamos de los hombres de mi raza que, si te dan aguardiente bueno para tu tribu, en ese aguardiente han encerrado los espíritus malos y pronto todos serán esclavos de ellos y ya no reinará la paz entre tu gente.

Noté que mis palabras no le agradaron, ya que había pensado que yo trataría de quedarme para ver a los hombres de mi raza y él quería convencer a la tribu de que eso era lo mejor. Le gustaba bastante el aguardiente y bien sabía que los hombres blancos lo dan con facilidad a cambio de trabajo. Viendo su indecisión y queriendo salvarlo del contacto de los traficantes blancos, le dije:

—Las palabras que te he dicho me han nacido del corazón, pero si no quieres escucharlas, no las escuches y quédate con tu tribu, aunque desde ahora te digo que los hombres de mi raza no te han de traer ningún bien y sí muchos males. Yo, de todas maneras, me retiraré al Metasboc hasta que lleguen las aguas y se hayan ido los que vienen.

—Si te vas —me contestó— la tribu se va contigo. No quieren dejarte porque tú nos libras de muchos males y creen que eres un dios bueno, aunque tengas el aspecto de los hombres blancos. Y tal vez eres un balam más de los cuatro balames de los vientos y el quinto de la cruz de los de tu raza. Así que si decides irte, mudaremos el caribal a un lugar cercano al de tu casa.

Las palabras de Pajarito Amarillo me causaron una extraña emoción. Yo, el hombre desechado por los de mi raza, el que mejor haría en morirse, el borrachín asqueroso, era para esos hombres limpios del Lacantún un nuevo balam, un profeta, casi un dios. Y eso sería yo para ellos, un espíritu bueno que los llenaría de beneficios. Les enseñaría algún arte, los educaría en la vida sedentaria, con ellos formaría un pueblo limpio, higiénico, donde los niños pudieran vivir. Sería yo un nuevo Kukulcán que renovara las razas mayas y les devolviera su antiguo esplendor.

Al día siguiente desmantelamos las casas y emprendimos el camino rumbo al Metasboc. Las mujeres cargaban los utensilios y las jícaras de comida y los bultos de maíz y yuca, los hombres llevaban las armas y abrían el paso entre la selva, Pajarito Amarillo las cosas del culto a los dioses, los incensarios y el copal, y yo mis cuadernos, mi carabina y mi deseo de una vida nueva y grande.

IV

Cuatro días de marcha nos llevaron hasta el lugar que había escogido Pajarito Amarillo en las márgenes cenagosas del Metasboc para instalar su caribal y el de su tribu. Era el sitio un pequeño cerro junto al pantano, donde hacía muchos años la tribu había acampado ya en una ocasión y aún se veían huellas de los claros que hicieron entonces para sus siembras. Por lo demás, era un pedazo de selva como cualquier otro. Los lacandones construyeron su caribal en la punta del cerro y yo junto al lago, donde hubiera moscos, pues ya lo único que me interesaba en la vida era el estudio del idioma y costumbres de estos animales y el bien de mis amigos los lacandones. Mucho insistieron estos para que hiciera mi enramada junto a su caribal, pero yo no quise y les dije que debía estar lejos y en un lugar solitario, para tener libre contacto con los balames de los vientos, pero que podían ir a mi casa cuando quisiesen.

Ya instalado, repasé mis notas y me volví a entregar al estudio, temeroso de que el idioma de los moscos no fuera el mismo aquí que en el Lacantún; pero desde la primera noche observé con inmenso júbilo que era el mismo y pude repetir mis experimentos, reconociendo todos los zumbidos.

Durante seis meses me dediqué al estudio, apenas interrumpido de vez en cuando por Pajarito Amarillo o por algún otro miembro de la tribu, que venían a contarme lo que habían sabido —nunca pude enterarme cómo—, acerca de los madereros que se aproximaban al Lacantún y a nuestros antiguos hogares. Creo que ese fue el tiempo más feliz de mi vida, el que he vivido con mayor tranquilidad, teniendo tan solo en el alma deseos de hacer el bien, de construir, de levantar. En ese tiempo mi única ambición era la de hacer el bien a mis amigos los lacandones. Soñaba yo con juntar tres o cuatro tribus dispersas en un solo gran caribal, allí mismo, en las márgenes fértiles del Metasboc, y enseñarles a sembrar la tierra debidamente, a cuidar el ganado, que conseguiría yo para ellos. Tenía la cabeza llena de proyectos buenos, y si seguía estudiando el idioma de los moscos era tan solo por un afán científico. Pensaba en salir algún día de la selva, con un libro estupendo sobre los moscos, publicarlo, y con el dinero que ganara traer las cosas que necesitaran más mis amigos. Puedo asegurar con toda verdad, con la misma verdad con la que he contado mis delirios y mis maldades, que en ese tiempo tenía el alma llena de bondad, que había llegado casi al extremo de no odiar a los hombres de mi raza; tan solo a temerles por el mal que les pudieran causar a mis amigos. Vagamente recordaba mis lecturas sobre las misiones de los jesuitas y de los franciscanos en el Uruguay y en la California y soñaba con hacer algo parecido. Ya tenía adelantado lo más difícil del camino, o sea, el ganarme la confianza de los indios, y todo lo demás me parecía fácil.

Para ayudar a mis amigos empecé a interesarme por los niños, todos raquíticos y enfermos. En mi choza les daba más comida y los divertía con cuentos que inventaba, tratando de despertarles la dormida imaginación, pero no hablándoles nunca del mundo de fuera de la selva, para que no sintieran el deseo de irse con los hombres blancos. Otras veces, en los días de calor sofocante, nos bañábamos en el lago y les hacía barquitos de papel para que jugaran. Esta diversión les encantó también a los grandes y pronto todos me pedían barquitos para echarlos al lago o a algún caño. Yo les contaba que en los barquitos aquellos se iban todos los malos espíritus y creo que ya consideran el pasatiempo como un rito.

Sí, ese fue el tiempo más feliz de mi vida. Ahora lo comprendo y lloro por haber destrozado todo aquello, lloro porque pudo más en mí la loca ambición del poder que la bondad que empezaba a vivir en mi corazón, que ese amor nuevo y maravilloso, sin egoísmos, que había puesto en mi alma la bondad de los lacandones. Ahora, cerca ya de la muerte, cuando escribo, aún lleno de odio e impulsado tan solo por el temor de la aniquilación total, el libro que debía de hacer tan solo con el interés de ayudar a mis amigos, comprendo que ese tiempo de pobreza, de nulidad, ha sido el único feliz de mi vida; pero ya es tarde, no puedo volver atrás y los arrepentimientos son estériles.

Por lo que se refiere a mis estudios, llegué a entender muchas de las frases usadas por los moscos y perfeccioné el oído para distinguir los más sutiles cambios de tonos y semitonos. Así mis noches eran divertidas, las pasaba escuchando la charla de miles de moscos, oyendo las órdenes que daban los que parecían ser los jefes y precaviéndome de ellas, cuando se referían a mí o a mi sangre, de la mejor manera posible.

Ocho meses empleé en hacer el diccionario del idioma mosquil, que dejo en un cuaderno junto a este, para que a los hombres que vengan les sea fácil interpretar el idioma de los moscos y pactar entre ellos. Este diccionario, que pensé destruir para que no cayera en manos de ningún hombre, se lo entrego ahora al género humano para demostrarle que le he perdonado todo el mal que me hizo a condición de que nunca me olvide. Porque si los hombres logran pactar con los moscos, cosa que será fácil, se abrirá ante las nuevas generaciones todo un mundo nuevo de cooperación con lo que llamamos animales inferiores, un mundo exento de gran cantidad de enfermedades y lleno de maravillas. Un mundo que yo conozco y que yo les doy, que me deben a mí.

Cuando ya pude entender todo lo que decían los moscos, se me ocurrió que tal vez pudiera imitar sus sonidos y, por lo tanto, hablarles en su idioma y entenderme con ellos. La cosa no era tan fácil como parece. El hecho de hablar en música, en las cuatro escalas, haciendo distingos de semitonos, presentaba para mí, con una cultura musical muy mediocre, un gran problema. Muchos días los pasé ensayando y ensayando las frases más simples, pero mis sonidos en nada se parecían a los que emitían los moscos y estaba seguro de no ser entendido. Traté entonces de emitirlo con algún instrumento y busqué, en el caribal de Mapache Nocturno que estaba a unas cuatro leguas del nuestro, a Florentino Kimbol, que decían era sabio en hacer flautas de barro y silbatos de carrizo. Llegué al caribal a eso del mediodía y encontré a Florentino en su hamaca, reposando. Al verme se levantó y me preguntó:

—¿Está bien tu corazón?

—Utz —le contesté.

Y nos sentamos el uno junto al otro en silencio. La tribu de Mapache Nocturno me conocía bien, sabían todos los miembros de ella que yo era amigo de los de su raza y me estimaban. Al cabo de un rato me dijo:

—Los de tu raza van adelantando y pronto llegarán al Lacantún. Buscan puna y aquí tenemos mucha. Mira este tronco en el que estamos sentados.

—Es caoba —le dije.

—Utz —me contestó—. Y hay mucha en la selva. Hay grandes árboles y otros que producen chicle.

Diciendo esto, sacó un gran puro de tabaco negro y me lo ofreció. Yo lo acepté y lo encendí en una brasa del fogón que nos trajo Petronila, su mujer, y seguí en silencio.

—¿Has andado por la selva? —me preguntó.

—Sí —le contesté—, he venido a verte porque mi corazón desea decirte algunas palabras.

—Si tuviera aguardiente te ofrecería —me dijo—. Pero nos hemos alejado de los hombres de tu raza y ellos traen el aguardiente.

—No quiero aguardiente —le dije—, porque sé que los hombres de mi raza esconden a los espíritus del mal en él, para acabar con todos ustedes. Por eso convencí a Pajarito Amarillo de que mudara su caribal hasta estas regiones, para no tener tratos con los blancos.

—Mi padre, Mapache Nocturno, también quiso venirse tras de Pajarito Amarillo porque te aprecia y su corazón te necesita —dijo Florentino con tristeza—, y ahora no tengo aguardiente que ofrecerte.

—No te afanes por eso; yo ya no lo tomo, porque sé que es malo —le dije, y en el fondo de mi alma sentí algo agradable. No tan solo Pajarito Amarillo me apreciaba; también Mapache Nocturno había seguido con su tribu mis pisadas. Pronto se podría hacer la unión de estas dos tribus y empezarse la civilización de mis amigos.

Mientras yo pensaba en estas cosas, Florentino fumaba en silencio, escupiendo de vez en cuando. Por fin habló:

—Tú eres sabio —me dijo— y nosotros te comparamos con el tecolote que todo lo ve y nunca cierra los ojos. Pero en tu corazón hay tristeza porque tienes odio a los hombres de tu raza y nos alejas de ellos.

—Si pretendo alejarlos de ellos es porque los conozco, porque sé el mal que acarrean. Pero no vine a hablarte de esas cosas, Florentino: vine porque quiero usar tus manos y tu ciencia para hacer una flauta.

Con su acostumbrada delicadeza, Florentino no preguntó para qué la quería. Tal vez imaginó que trataba yo, con ella, invocar a mis dioses. Tan solo escuchó atentamente mis ideas y se puso a trabajar con un carrizo delgado.

Después de varios ensayos, logró una flauta que emitiera todos los sonidos que buscaba, en un tono muy parecido al zumbar de los moscos, y con ella, ya entrada la noche, regresé al caribal de Pajarito Amarillo y a mi choza.

Esa misma noche ensayé con mi flauta y zumbé la palabra:

—Ven.

Un mosco que revoloteaba sobre mi cabeza se detuvo un momento y salió huyendo, gritándoles a sus compañeros que había escuchado una voz que lo llamaba. Ese experimento me llenó de entusiasmo, pues con él ya estaba seguro de que los moscos habrían de entender lo que les dijera o zumbara, con lo que seguí practicando con más empeño. Entre más me adentraba por los diferentes aspectos del idioma, más difícil se me hacía el dar todos los tonos y semitonos requeridos, con la debida exactitud.

En otro cuaderno que dejo junto a este y junto al que contiene el diccionario, he anotado todo lo indispensable para el buen uso del idioma mosquil, o sea, todas las reglas gramaticales más importantes. Hay que hacer notar que en este idioma nunca hay excepciones a las reglas, lo cual hace el idioma más civilizado del que he oído hablar.

Después de muchos ensayos, como la constancia y la práctica todo lo vencen, me creí con los conocimientos y la habilidad suficientes para entablar una conversación con los moscos, y la inicié, una noche, con uno que revoloteaba cantando sobre mi cabeza una tonadilla que parecía estar muy de moda entre ellos:

—Ven —le dije en tono grave de mando; y luego en tono agudo de súplica—: No te vayas, quiero hablarte.

El mosco se llenó de asombro y soltó tres o cuatro interjecciones en tono agudo, buscando a su alrededor para ver si había otro mosco que le hablara.

—Escúchame —le volví a decir en tono grave de mando—. Soy yo quien te habla, el hombre a quien atormentas.

Entonces el mosco se detuvo un momento sobre una de las cuerdas de la hamaca.

—Has aprendido, por lo que veo, nuestro idioma —me dijo—; y debo obedecerte y acatarte, como lo manda el Gran Consejo que nos rige y cuyo nombre no puedo pronunciar. Ordena lo que quieras y yo te obedezco.

Algo confuso me quedé, no sabiendo qué ordenar ni cómo iniciar la charla. Además, para ser franco, la emoción me impedía casi el emitir un solo zumbido con mi flauta.

—Si nada quieres de mí, ¿para qué me has llamado? —me preguntó el mosco, turbado también ante mi indecisión.

—Nada tengo que ordenarte —repuse—. Tan solo te he llamado para conversar contigo.

El mosco pareció dudar un momento y por fin zumbó:

—Perdona mi duda, pero no creo ser yo quien deba hablar contigo, porque soy de clase baja: no soy más que explorador. En este caso no sé qué hacer y debo avisar inmediatamente a mi superior, el cual avisará a su superior, hasta que llegue la voz al Gran Consejo de aquí; pero me da miedo hacerlo, ya que nunca se había oído decir que otro ser de la creación hablara y temo que todo esto sea tan solo un sueño mío.

—No es sueño. Durante muchos años he estudiado el idioma de ustedes y ahora…

—Tú fuiste entonces quien le habló a un compañero mío hace tiempo, que dijo haber escuchado voces y fue sentenciado a morir por ello.

—Sí, yo fui el que le habló: le dije «Ven» y él se alejó lleno de temor gritando. Siento mucho su muerte…

—La muerte no tiene importancia —me contestó—. Lo que importa es cumplir con la misión, llevar adelante el proyecto y creo que el hecho de que tú hayas aprendido nuestro idioma y por primera vez podamos entendernos con otro ser de la creación, es algo de gran importancia; así que llamaré a mi superior, a quien te ruego le hables, para que no me cueste la vida.

—Llámalo —le dije— y no temas.

Así lo hizo, zumbando fuertemente, y al poco tiempo se presentó el superior, un anófeles perfecto que pareció muy indignado cuando supo por qué lo habían llamado. Entonces le hablé yo:

—No castigues a tu inferior —le dije—. Él no ha hecho más que decirte la verdad y yo le he rogado que te llame para que decidas lo que se debe hacer. He aprendido tu idioma, durante años lo he estudiado y quiero hablar con ustedes y ser su amigo en lugar de su enemigo.

—Nunca has sido nuestro enemigo —me contestó el superior—. Nosotros los moscos, los dueños de todo, no tenemos enemigos. Tú has servido como fuente de sangre para alimentar al Gran Consejo, que no puedo nombrar porque su nombre es demasiado alto para que lo pronuncie yo…

—Pero es que he matado a muchos de ustedes.

—Nada importa la muerte de unos cuantos cuerpos. Tu sangre nos era necesaria y la hemos tomado y, aunque hubieras matado cien veces más, la hubiéramos tomado.

—Me alegra oír eso —le contesté con mucha finura aunque sin mucha verdad—. Yo quiero ser amigo vuestro…

—Nosotros no tenemos amigos ni enemigos, pero ya que has aprendido nuestro idioma y podemos hablar contigo, tal vez te podamos utilizar en algo. —Luego, volviéndose hacia el que primero habló conmigo, le dijo—: Has hecho muy bien en llamarme. Te recomendaré para que se te nombre guardián del Gran Tesoro.

—Me alegro de oír eso —intervine—. No me hubiera parecido bien que este pobre sufriera un castigo injusto, como el otro.

—Tú le das demasiada importancia a la muerte, que para nosotros no es nada. Pero es bueno que siga hablando contigo. Convocaré a todos mis superiores para que ellos decidan cómo se debe llevar este asunto ante el Gran Consejo y lo que se debe hacer.

Y diciendo esto, zumbó con gran fuerza y aparecieron esos moscos grandes que yo ya conocía. Aparecieron varios centenares de ellos, que, después de escuchar las palabras del superior, llenaron el espacio con tal zumbadero, que creí oportuno hablarles para calmarlos y, tomando mi flauta, les dije:

—Señores míos, este capitán ha dicho la verdad. Yo he aprendido el idioma para poder charlar con ustedes. No creo que esto sea causa para tanto alboroto.

—No sabes lo que dices —me contestó uno de los moscos grandes—. Esto es lo más importante que ha sucedido en nuestra historia, que abarca cientos de miles de años. Tu venida puede ser providencial, pero yo no debo hablar de estas cosas, sino avisar inmediatamente al Gran Consejo de aquí, para que él, a su vez, avise a todos los Grandes Consejos del mundo y se reúna el Consejo Superior, que no se ha reunido hace quinientos ochenta y seis mil años, siete meses y catorce días. Eso es lo que debo hacer…

Y diciendo esto, salió seguido de todos los moscos, dejando mi choza vacía, tan vacía que el murmullo de la selva penetraba entre las hojas de palma, como queriendo llegar hasta mí. Mientras, yo esperaba.

V

Al alba llegaron los niños lacandones queriendo irse a bañar conmigo y echar barquitos de papel a la corriente del río. Fui con ellos y las aguas frescas y turbias me despejaron la cabeza y pude meditar serenamente en lo que había acontecido la noche anterior. Era indudable que había logrado algo que ningún hombre había podido hacer, algo tan extraordinario que me haría famoso en todas las generaciones futuras, y mi nombre jamás sería olvidado. Ahora ya podría regresar al mundo y escupir en la cara de todos mi desprecio. Yo, el borrachín que mejor estaría muerto, había logrado más que todos los hombres de ciencia, que todos los poderosos, que todos los sabios, los biólogos, los estudiantes de las razas inferiores. Tal vez fundara un instituto, que llevara naturalmente mi nombre, para estudiar los idiomas de todos los animales.

Pero aún me parecía un sueño todo lo de la noche anterior. Había que estar seguro, hablar con los moscos a la luz clara del día, aprender sus costumbres, su vida, su historia, tratar de celebrar con ellos un pacto de alianza, para que no molestaran más al hombre y llevar este pacto como un don inapreciable para el género humano. ¿Pero me agradecerían los hombres lo que hacía por ellos? A los grandes hombres siempre los habían despreciado; lo habían hecho mil veces, lo seguirían haciendo, pero no conmigo. Mi descubrimiento me daría tal poder que todos tendrían que respetarme y yo sabría imponerme y hacer que me trataran como era debido. Tal vez llevara algunos escuadrones de moscos a mis órdenes para que me sirvieran de escolta y probaran lo que yo había logrado. Se iniciaría el estudio de una nueva ciencia, el idioma de los animales, a la cual le pondría un nombre griego que en ese momento no pude imaginar cuál debería ser, algo así como zoofonología.

De pronto me di cuenta de que por pensar en esas cosas tan grandes había olvidado a los niños que me llamaban a gritos para que les hiciera más barquitos. Levantándome de la arena, donde había estado recostado, me acerqué al agua y eché los barquitos, entre los gritos de júbilo de la chiquillada. Entonces decidí no abandonar nunca a mis amigos lacandones, hacerlos gente civilizada, pero conservando su candor, su bondad, su sencillez, y, para lograrlo, emplearía el dinero que me produjera mi descubrimiento.

Mientras los niños perseguían a los barquitos, yo me recosté de nuevo sobre la arena, buscando la sombra de un caulote que allí había. De pronto me llamó la atención el zumbido de un mosco y quise, con reacción instintiva, buscarlo para aplastarlo, pero, sin saber cómo, empecé a entender lo que me decía:

—Unos miembros del Gran Consejo, cuyo nombre no podemos decir, me envían a saludarte y a decirte que quisieran hablar contigo a través de uno de sus embajadores.

—¿Y por qué no me hablan directamente? —pregunté con mi flauta:

—No sabes lo que has dicho. El Gran Consejo, cuyo nombre no nos es permitido pronunciar y que pocos sabemos, nunca habla más que con el que es cabeza de los transmisores o embajadores. Él, a su vez, comisiona a alguno de sus subordinados para que este sea quien escoja al que ha de llevar la palabra del Gran Consejo, y esta palabra la aprenden unos subordinados, que se llaman recordadores, los cuales la repiten siempre para que nunca se olvide.

—¿Pero en un caso tan importante como este? —pregunté por conocer más a fondo la organización mosquil.

—Este es el caso más importante que ha habido en nuestra historia, desde hace más de quinientos mil años, pero aún así el Gran Consejo no hablará contigo. Ya los recordadores han repetido las palabras que el Consejo creyó necesarias para este caso y todos hemos escuchado esas palabras y por ellas sabemos que han de suceder grandes cosas. Creo que el embajador o transmisor quiere darte a conocer sus palabras.

—Pues que venga en buena hora —dije.

El mosco emprendió el vuelo, perdiéndose entre los árboles, y a los pocos segundos llegaron varios moscos grandes, zumbando fuertemente y tras de ellos un anófeles macho. Este se detuvo en una varita que estaba junto a mi cabeza y yo preparé mi flauta.

—El Gran Consejo —dijo—, cuyo nombre no he de pronunciar, me envía a ti para desearte prosperidad entre tus semejantes y gloria para que en tu muerte no seas olvidado y tu nombre se repita en las generaciones futuras hasta el fin de los fines.

—Gracias —le contesté—. Agradécele de mi parte al Gran Consejo sus buenos deseos. Yo no sé qué pueda desearle ni cuál fórmula sea la debida para saludarlo, pero sí quiero, antes que me digas lo que te han encomendado, hablar unas cuantas palabras. Creo que esta es la primera vez que un hombre habla con ustedes y que logran entenderse mutuamente la raza mosquil y la humana. De este entendimiento quiero que surja la paz entre ambas razas, que dejéis vosotros de perseguir al hombre y que el hombre deje de matar moscos con los muchos medios que para ello ha inventado.

No bien hube acabado de hablar, varios de los moscos grandes que habían precedido al transmisor empezaron a zumbar, repitiendo lo por mí dicho, y, cuando terminaron, se alejaron entre las sombras de la selva. El transmisor tomó entonces la palabra:

—El Gran Consejo, cuyo nombre no puedo proferir, me ha dicho además que nombra desde ahora recordadores especiales para que ninguna de tus palabras se vaya a perder. Esta es la primera vez que hace tal honor y debes sentirte orgulloso. Ahora los recordadores que vienen conmigo te dirán las frases que el Gran Consejo ha escogido de entre todas las que existen. Diciendo esto calló y uno de los recordadores dijo:

—¡Oíd la palabra del Gran Consejo, la palabra que me ha sido encomendada!: siendo pocos los animales racionales que hay en el universo, el reino de los moscos necesita la alianza con alguno de ellos para lograr sus fines. Esto ha dicho el Gran Consejo hace cuatrocientos treinta y dos mil, seiscientos cincuenta y nueve años, tres meses y dos días.

Apenas terminó, dijo otro:

—¡Oíd la palabra del Gran Consejo, la palabra que me ha sido encomendada! De entre todas las razas existentes en el mundo, creemos que la humana es la más razonable, y debemos buscar alianza con ella cuando se haya organizado lo bastante. Esto ha dicho el Gran Consejo, hace cuatro mil setecientos veintidós años, cinco meses y diecinueve días.

Otro dijo, apenas terminó este:

—¡Oíd la palabra del Gran Consejo, la palabra que me ha sido encomendada! El hombre ha progresado y aprendido mucho. Hay que vigilarlo, ya que puede sernos útil. Esto ha dicho el Gran Consejo, hace trescientos veinticuatro años, nueve meses y un día.

Como ningún otro llevaba trazas de decir nada, tomé mi flauta y dije:

—Con inmenso gusto veo que el Gran Consejo desea, desde hace tan innumerables años, una alianza con los hombres. Yo creo que puedo ser el intermediario para esa alianza y, si me dan poderes bastantes, puedo lograr un entendimiento completo.

—Ya el Gran Consejo —me contestó el transmisor— lo ha pensado todo y sabe todo lo que es necesario saber en esta ocasión. El Gran Consejo no hace más que pensar y no hay situación posible para la que no tenga ya resuelto algo. Pero antes de tratar nada contigo y los de tu raza, quiere que estudies nuestra vida y nuestro gobierno, que te empapes en su perfección para que así puedas llevar nuestro mensaje a los hombres.

—Me parece muy bien —le contesté—. Nada me puede dar más gusto que el enterarme de vuestra organización social.

—Llevarán los recordadores tus palabras al Gran Consejo y yo sé que les van a agradar. Aquí tienes a estos compañeros, nombrados especialmente para decirte todo lo que tienes que saber. Que tu nombre se conserve en las palabras de las generaciones venideras.

Y diciendo esto, desapareció con su turba de recordadores que zumbaban de lo lindo, recordando mis palabras. Quedaron tan solo veinte moscos grandes; y uno de ellos, el que parecía ser el jefe, me dijo:

—Mi nombre es fácil de recordarse, me llamo Sol Bueno; y el Consejo me ha nombrado para que te instruya, junto con estos mis compañeros de quienes soy el jefe. Todos pertenecemos a la rama de los lógicos y nuestro oficio consiste en saberlo todo, para poder ligar así los conocimientos dispersos que traen los exploradores y los que conservan los recordadores, sacando de todo ello las conclusiones que debe saber el Consejo.

—Por lo que veo —le dije—, hay entre ustedes muchas diferentes categorías, cada una con su ocupación fija.

—Así es —me contestó—. Somos muchas ramas diversas, unidas en un solo cuerpo, que es el Gran Centro que domina el Consejo. Cada quien tiene su ocupación, hereda los conocimientos, los amplía, vive y muere en ella. Empezando por lo más bajo, hay la rama de los exploradores, cuya misión es buscar el sitio donde haya alimento para el Consejo y llevar allá a las proveedoras, que son hembras dispensadas de la cría de larvas y que forman parte de la rama más baja también. Exploradores y proveedoras pueden llegar a ocupar un sitio en la guardia del tesoro, del que hablaremos más tarde. Sobre ellos está la rama de los capitanes que se encargan de revisar el trabajo hecho por los subalternos, de recoger o rematar a los heridos, según tengan o no sangre, y de buscar lugares seguros para el tesoro. Hay también otra rama que se encarga de la contabilidad. Estos tienen que saber cuántos miembros tiene cada cuerpo, cuántos han fallecido y cuántos se necesitan. Por ejemplo, cuando tú matabas exploradores y proveedoras, los contadores lo sabían inmediatamente, por noticias de los capitanes, y así podían reemplazar a esos sujetos, de manera que los cuadros siempre estuvieran cabales y pudieran dominar y vigilar toda la selva, encomendada a nuestro cuerpo.

—¿Entonces hay otros cuerpos que no sean ustedes? —pregunté.

—Sí, hay en el mundo unos trescientos mil cuerpos diferentes, obedeciendo todos a un consejo superior al Gran Consejo del que ya has oído hablar. Este Consejo Superior se forma por un miembro de cada Gran Consejo, los cuales a su vez eligen ciento diez miembros, y ellos a once, que son los que dictaminan y su fallo es inapelable. Pero volviendo a las ramas bajas, debo advertirte que hay otras que se encargan Únicamente de recoger la sangre que portan las proveedoras y llevarla ante el Gran Consejo, que se alimenta de ella exclusivamente. Para lograrlo, la rama de los alimentadores toma a las proveedoras, las mata, les succiona la sangre y la pasa a los Miembros Innombrables…

Me parece una crueldad matar así a las proveedoras —interrumpí.

—No veo por qué. El nombre de la que matan se le da a otra y así no mueren. Además, su cadáver queda en el gran tesoro para cuando se necesite. Hay además otra rama, que es el ejército de ataque. Cuando algún ser nos molesta, lo atacamos con ese ejército, que tiene diferentes armas. Unos instilan un veneno que causa hinchazón y comezón, otros transmiten la malaria, el vómito negro o la oncocercosis, según el caso. Otros más llevan enfermedades que aún no conoce el hombre. Mediante estos cuerpos hemos logrado tener inmensas áreas libres para nosotros, dónde cuidar el tesoro y sostener al Gran Consejo.

—El hombre —intervine yo— en muchos lugares ha logrado rechazar esos ejércitos y hacerlos inofensivos.

—Cierto es que hemos sufrido derrotas, pero la gran batalla aún no se libra y en ella saldremos victoriosos. Pero de eso ya hablaremos más tarde. Ahora medita en lo que te he dicho y guárdalo en tu memoria.

Y diciendo esto desapareció. Los niños lacandones regresaban por el playón, tristes porque sus barquitos de papel habían naufragado. Hicimos otros que corrieron igual suerte y me fui a mi choza a descansar.

VI

En la misma forma, a través de los transmisores y recordadores, fui conociendo poco a poco el complicado mundo de los moscos. Aparte de la inmensa organización en ramas diferentes hay dos dependencias que se llaman «El Gran Tesoro» y «El Arsenal». El Gran Tesoro está escondido en unas cuevas y, según entendí, todos los cuerpos de moscos diseminados por el Universo tienen su tesoro en la misma forma. Consta este de un incalculable número de larvas que se guardan allí en condiciones favorables para poderse convertir en moscos en el momento en que se necesitan. En el tesoro del cuerpo de moscos del Metasboc, con el que yo estaba en contacto, había más de cien billones de larvas listas para convertirse en moscos, de la especie que se necesitasen. Aparte de eso, las ponedoras estaban fabricando un millón diario, más o menos. El cuidado de ese tesoro estaba a cargo de una rama especial y tenía su cuerpo de contadores que repetían constantemente el número de larvas en existencia. Nunca me fue permitido ver ese tesoro ni se me dijo dónde estaban las cuevas, pero entiendo que se encuentran en las márgenes del Metasboc, junto a unas grandes rocas, cerca del lugar en que habita el Gran Consejo.

El Arsenal es otro sitio, generalmente en alguna laguna, donde los moscos que forman la rama del ejército crían y guardan los microbios que les sirven de armas. Allí llegan a cargarse y van a repartirlos a donde se les indica. Hay una rama especial que se ocupa en criar y alimentar esos gérmenes y una parte de la sangre que chupan las proveedoras se destina a ese fin. Según entendí, en el arsenal del Metasboc hay bastantes microbios de malaria y vómito negro para acabar con más de doscientos millones de hombres, y pueden producir bastantes microbios como para matar un millón de hombres diariamente. Otros microbios, como la oncocercosis, los crían en los árboles especiales que tienen para ello, principalmente en los cafetos, pero los usan poco en comparación con el de la malaria, que parece ser el predilecto.

Para la cría de este microbio tienen arsenales vivientes, como los llaman ellos. Son estos nada menos que la sangre de algún hombre o animal vivo. Un mosco inyecta allí los gérmenes y deja que se reproduzcan, marcando al hombre o al animal con signos que tan solo ellos conocen. Si el hombre se va a otras partes, los moscos de ese lugar lo reconocen como un arsenal vivo de malaria y lo usan debidamente.

Con sus terribles armas, los moscos no pretenden matar al hombre y por eso usan poco el mortal vómito negro y prefieren con mucho la malaria, que tan solo debilita. El hombre así debilitado, con la sangre llena de gérmenes, es un arsenal ambulante y su sangre un alimento estupendo para el Gran Consejo.

Algunas veces los hombres han logrado acabar con el arsenal o con el tesoro de algún cuerpo de moscos, como les pasó a los tres cuerpos de Panamá, a los que siempre pone el Gran Consejo del Metasboc como ejemplo. Estos cuerpos han tenido que pedir ayuda a otros para rehacer su tesoro y su arsenal, que lentamente van reedificando en lugares más apartados.

Por cuanto a la estructura interior de los cuerpos se refiere, pude averiguar que cada uno de ellos es como un ser completo y los moscos que lo integran son algo así como las células del cuerpo humano, de las cuales cada una tiene su oficio. El Gran Consejo es el cerebro de ese cuerpo, los transmisores son los nervios, los recordadores la memoria. El Gran Tesoro es el sistema de reproducción, las proveedoras son las células que recogen el alimento en el intestino del hombre y el ejército es lo que en medicina se llama, según creo, antitoxinas, ya que su misión especial es defender al cuerpo, especialmente al Gran Consejo. Por esto, la muerte tiene para los moscos la importancia que puede tener para un hombre la muerte de una de las células de su cuerpo. En verdad cada unidad de moscos es un ser, como el humano, pero con la gran ventaja de que cada célula tiene su vida propia y sin que estén circunscritas al espacio que ocupa un solo cuerpo, sino que se pueden diseminar por donde quieran. Con esto ganan mucho, pues para ir a buscar comida no tienen que arrastrar todo el cuerpo, sino que solo van las células necesarias, lo mismo que para cualquier otra actividad. Así han logrado, con un solo cuerpo, ocuparse a un tiempo de todas las cosas necesarias.

Unidades como esta en el Universo hay unas trescientas mil, y cada una de ellas abarca un radio de mayor o menor magnitud, según su fuerza. Algunas hay, según me dijo Sol Bueno, que abarcan centenares de kilómetros cuadrados de selva, y otras, las que están en los países fríos y solo viven en el verano y no tienen arsenales, abarcan lugares mucho más pequeños algunos tan solo la superficie de una charca.

Entre todos estos cuerpos o unidades hay una liga y se gobiernan por un consejo superior, que ya dejé explicado. Este consejo no se había reunido en los últimos quinientos mil años, desde que se logró la paz entre los cuerpos de moscos del mundo, pero para entender esto es bueno hacer un poco de historia.

Hubo un tiempo en que cada cuerpo era una unidad y las células estaban unidas entre sí, como las del cuerpo humano. Pero estos monstruos vivían en continua guerra y toda su inventiva se reducía a buscar armas ofensivas y defensivas. Uno de aquellos individuos descubrió la forma de usar como arma los gérmenes dañinos, causando con esto tal mortandad entre sus semejantes, que los dominó a todos y los gobernó con gran tiranía durante miles de años. Por fin uno de los oprimidos logró eliminar la mayor parte de su cuerpo, dispersando sus células y dándoles una vida propia, logrando así que tan solo enfermara una sola célula, a la cual mataba inmediatamente. Siguiendo adelante con estos descubrimientos, lograron constituir sus cuerpos como los tienen ahora, cuerpos inmortales, pero que no pueden reproducirse en nuevos cuerpos, así que su número ha quedado limitado al ya dicho. Habiendo diseminado sus cuerpos, pronto derrocaron al tirano, pero siguieron guerreando entre sí, hasta hace unos quinientos mil años, cuando comprendieron que era absurdo el seguir peleando en esa forma y que lo mejor era repartirse el mundo. Entonces se juntó el Gran Consejo para hacer esa repartición y se redactó un estatuto, en el que se decía que cada cuerpo de moscos, cualquiera que fuera su tamaño, tenía derecho a un lugar en el mundo y que los lugares se sortearían. Inmediatamente los cuerpos más grandes se opusieron y alegaron que a ellos les correspondía el escoger antes que nadie sus lugares; y como apoyaron su proposición en la fuerza, el Consejo la aprobó. Así, los cuerpos más grandes tomaron los lugares que les convenían, especialmente los lugares calientes, donde encontraban más alimento y no padecían frío. Los cuerpos chicos se fueron acomodando donde pudieron y algunos de ellos se remontaron muy al norte, hasta Alaska, en busca de lagunas donde vivir en paz.

Desde entonces nunca se había vuelto a juntar el Consejo Superior y cada cuerpo vive en el lugar señalado, con un régimen interno libre. Pero todos los Grandes Consejos se comunican entre sí, por medio de emisarios que recorren el mundo, supongo que dejándose llevar de un continente al otro por las corrientes de aire, de las que son grandes conocedores.

Ahora la mayor parte de los cuerpos ya no caben en sus zonas y se han visto obligados, por falta de espacio y de alimentos para tantos, a reducir el número de larvas que convierten en moscos, guardando así una gran cantidad de sus tesoros. A esta escasez de espacio y de alimentos ha cooperado en parte el hombre, talando grandes extensiones de selva, acabando casi la fauna salvaje y saneando muchos lugares. Cuerpos hay que han perdido casi todo su territorio y viven miserablemente, con un tesoro monumental y un cuerpo raquítico.

Cuando un cuerpo decide ampliarse, sus contadores ven el número de individuos que se necesitan de cada especie, van al tesoro y sacan las larvas necesarias y las crían. Cuando pretenden, por lo contrario, reducirse, dejan que se mueran las células que sobran y todas las larvas que ponen las hembras se destinan al tesoro. Cada año los cuerpos aumentan y disminuyen, según las estaciones en los climas fríos y según la alimentación en los calientes. En el del Metasboc, que es por cierto uno de los más importantes que hay en el mundo, tres semanas antes que empiece el tiempo de la fruta, los contadores van al tesoro y sacan larvas de varios millones de hembras. Cuando nacen, estas pueden alimentarse bien y ponen gran cantidad de huevos, que pasan al tesoro. Cuando mueren estas ponedoras, no son reemplazadas.

Hay plazas que siguen existiendo siempre, como son los tres mil miembros del Gran Consejo, los cuales se ocupan tan solo de pensar. Como llevan quinientos mil años pensando, ya han imaginado una respuesta para cualquier situación que se pueda presentar, por más extraña que sea, y todas esas respuestas las guardan en la memoria los recordadores, que tampoco dejan de existir nunca. Como el Gran Consejo ya ha pensado todas las respuestas a todas las situaciones y no se les ocurre situación nueva, creo que ahora se dedican a la pereza en sus cuevas y no hacen casi nada, más que autorizar las cuentas de los contadores.

Todo eso me lo enseñaron Sol Bueno y sus recordadores, que me repetían las palabras que el Consejo les había encomendado. Con Sol Bueno primero y los Soles Buenos que iban tomando su lugar conforme morían, pues un mosco vive poco y los que lo reemplazan toman su nombre y todo lo que él era, hice muy buena amistad; y, mientras él me enseñaba la vida y costumbres de los moscos, yo le enseñaba las de los hombres y lo admiraba con los inventos que han hecho para combatir contra toda clase de insectos. Supe que mi amigo era un miembro importante del cuerpo, ya que era la cabeza o jefe de los lógicos.

Mientras yo andaba ocupado en estos estudios, mis amigos los lacandones nunca se atrevieron a interrumpirme, creyendo, al verme hablar solo y tocar mi flauta constantemente, que estaba yo en comunicación con los espíritus buenos. Algunas veces los niños venían a bañarse conmigo, pero ya no había entre ellos y yo la antigua camaradería y apenas si se atrevían a pedirme que les hiciera barquitos de papel, por lo que les enseñé a hacerlos y les daba hojas de mis cuadernos. A diario, en las mañanas, Hormiga Negra me llevaba mi pozol de masa de maíz en agua, limpiaba mi choza y se iba sin decirme una sola palabra, pero yo sentía en sus ojos la pregunta constante:

—¿Por qué ya no mataba moscos para hacer medicina?

Un día le dije:

—Hormiga Negra, hermana mía, veo que durante muchos días has venido a mi casa y no me preguntas lo que quisieras saber.

—Es cierto —me respondió—. Tú lo sabes todo, Tecolote Sabio. Contesta, pues, a mi pregunta.

—Tú quieres saber por qué yo ya no mato moscos en las noches, como lo hacía antes. Te lo voy a decir. Los moscos ya no son mis enemigos, ahora son mis amigos y quiero que sean los amigos de ustedes, como lo son míos. Yo hablaré con ellos y así podrán ustedes acostarse en cualquier lugar sin que los moscos molesten; y se irán las calenturas y los fríos, y no tendrán que llenar sus chozas de humo, ni comprarles a los blancos los velos que libran de los moscos.

Hormiga Negra se me quedó viendo algo extrañada y se alejó sin decir una sola palabra. Inmediatamente saqué mi flauta y me puse al habla con Sol Bueno.

—Nunca le he pedido al Gran Consejo un favor —le dije—. Ahora quiero que me concedan uno.

—No es costumbre del Gran Consejo, cuyo nombre no puedo pronunciar, el conceder favores —me contestó—. Nunca hemos oído de nadie que los pida, pero si ya tienen pensada una respuesta para el favor que vas a pedir, se te concederá.

—Lo que quiero pedir es fácil y creo que el Consejo, si no ha pensado respuesta para este caso, bien puede pensarla.

—No sabes lo que dices —me interrumpió Sol Bueno—. El Gran Consejo no piensa ya respuestas nuevas, más que en los casos de mucha urgencia.

—¿Entonces para qué sirve? —pregunté.

—Es el Gran Consejo —me dijo—. Pregunta lo que quieras y oirás la respuesta.

—Lo que quiero es fácil. Tan solo pretendo que dejen ustedes de atormentar a este pequeño grupo de hombres que vive junto a mí y que son mis amigos. Quiero que no los piquen, que no los enfermen y que no los molesten con sus zumbidos.

—Llevaré tu pregunta ante el Consejo, pero ten en cuenta que tal vez les concedan el librarlos de la servidumbre del tributo de sangre que nos deben, ya que los toleramos en nuestro territorio, pero que no les darán la protección que te han acordado a ti.

Hasta entonces supe que el Gran Consejo se había ocupado de poner varios escuadrones de moscos que me cuidaran, alejando a todos los animales que me pudieran dañar.

Al poco tiempo regresó Sol Bueno con un recordador que zumbó al punto:

—¡Oíd la palabra del Gran Consejo, la palabra que me ha sido encomendada! Cuando algún otro ser de la creación aprenda nuestro idioma y se pueda comunicar con nosotros, lo protegeremos hasta ver si nos es útil y protegeremos a aquellos a quienes nos indique, siempre que sean en número limitado. Esto ha dicho el Gran Consejo hace cuatrocientos veintidós años, nueve meses y dos días.

—Has oído —me dijo Sol Bueno—. Tus amigos ya no pagarán el tributo de sangre que nos deben y no serán molestados.

Como pude le di las gracias, aunque algo molesto por eso del tributo de sangre y que me habían de proteger tan solo mientras les fuera útil. ¿Útil para qué? —pensaba yo—. ¿Para hacer una alianza con los hombres?

Esa noche no hubo un solo mosco que molestara a mis amigos los lacandones en su caribal. Al día siguiente Hormiga Negra ya no se atrevió a entrar a mi choza y me dejó la comida en la puerta, haciéndome profundas reverencias. Poco después llegó Pajarito Amarillo y puso sobre la mesa los jarros que eran sus dioses, con la banda roja de la cabeza que era su signo de gran sacerdote. Después de murmurar algunos rezos, me sahumó con copal y puesto de rodillas me dijo:

—Sabio Tecolote, que todo lo ves y todo lo sabes, por Hormiga Negra hemos sabido de tu poder, de tu grandeza, de tu bondad, cómo has logrado dominar a los espíritus malos que nos atormentaban por las noches. Por eso yo creo que tu eres Kukulcán, el blanco, el barbado, que ha vuelto entre su pueblo y te traigo a nuestros dioses para que te acompañen. Solo me queda el rogarte que te quedes para siempre en mi caribal y me enseñes el arte de hacer felices a los míos.

Asombrado me quedé con tal discurso, que me deificaba y, antes que pudiera yo contestar, ya Pajarito Amarillo había salido de mi choza, sin darme nunca la espalda, dejando allí a sus dioses y el copal humeante.

VII

Dos meses, más o menos, pasé en charlas con mi amigo Sol Bueno, en los cuales aprendí la organización política del reino de los moscos y me perfeccioné en el idioma. No tomaba yo notas de todo aquello, por no tener tiempo de hacerlo y estar demasiado admirado y suspenso con todo lo que oía, para ocuparme en apuntarlo, pero lo recuerdo tan bien como si hubiera sido ayer.

Sol Bueno me comunicaba también los hechos diarios de los del Gran Consejo; y aunque varias veces insinué que quisiera hablar directamente con ellos, nunca se llegó a tomar en cuenta mi petición ni Sol Bueno se dio por enterado, con lo cual ya no quise insistir.

El Gran Consejo había convocado al Consejo Superior y mandado emisarios a todos los reinos o cuerpos de moscos dispersos por el mundo, para que supieran la noticia; y según me dijo Sol Bueno, el Consejo Superior había acordado reunirse en algún lugar y tratar mi asunto, aunque sin decirme exactamente qué asunto era ese.

Yo suponía que se trataba del pacto con los hombres, pero había oído cosas que no me gustaban mucho, como eso de que los lacandones pagaban un tributo de sangre; y la superioridad con la que siempre hablaban me daba la impresión de que consideraban a los hombres como seres inferiores, por más que yo daba a entender que los inferiores eran los moscos.

Por lo pronto lo único que yo hacía era charlar con Sol Bueno y escuchar a los recordadores para ver si mis palabras habían sido bien entendidas. Dos o tres veces, andando por la selva, observé cómo unos escuadrones de moscos me seguían y precedían, espantando a todos los animales que me pudieran dañar, especialmente a las serpientes y otras sabandijas. Una noche rugía un tigre cerca de la puerta de mi casa y aparecieron varios escuadrones de moscos y lo atormentaron en tal forma, que el pobre salió huyendo.

Una mañana platicaba yo con Sol Bueno, por medio de mi flauta, cuando aparecieron en mi puerta Mapache Nocturno y Florentino. Se detuvieron en el umbral y, viéndome tocar la flauta, cayeron de rodillas. Me levanté para hacerlos que se pusieran de pie, pero no lo logré hasta que me hubieron besado las manos y depositado una ofrenda de carne, miel y frutas a mis pies.

—Perdónanos, ¡oh, Tecolote Sabio, Balam Bueno! —dijo Mapache Nocturno—, por haber llegado hasta tus puertas sin gritar desde lejos como es costumbre entre nosotros, pero como sabemos ahora que eres Kukulcán y que todo lo sabes, no creímos necesario gritar. Te rogamos que aceptes esta ofrenda humilde.

Y diciendo esto volvió a caer de rodillas. Yo me adelanté y lo tomé de los brazos para levantarlo, dejando mi flauta en la mesa, junto a los jarros que eran los dioses de Pajarito Amarillo y que no había yo conseguido que se volviera a llevar, con lo cual Florentino cayó de rodillas a su vez, adorando la flauta que había hecho con sus propias manos.

Después de otro rato de cortesías divinas y humanas pude tenerlos a los dos de pie, frente a mí, y habló Mapache Nocturno:

—Venimos a hacerte una súplica, ¡oh, Kukulcán Blanco!

Antes que se pudiera volver a poner de rodillas, le dije:

—Pide lo que quieras y, si puedo hacerlo, se hará porque tú y tu gente han sido mis amigos y están cerca de mi corazón.

—Queremos que nos permitas hacer nuestro caribal junto a tu choza, en el lugar que tú digas, para poder, junto con Pajarito Amarillo y los suyos, cuidar de tu persona y alimentarte.

Florentino, con la cabeza, asentía a todo lo que hablaba su padre, con tal fuerza que casi se desnucaba. Yo estuve un rato pensativo, imaginando cómo le caería a Pajarito Amarillo la vecindad de esta tribu; y, por fin, les dije:

—Yo quisiera que hicieran su Caribal junto al de Pajarito Amarillo y que fundaran una sola tribu. Si lo hacen así, tendrán mi protección, como la tienen los de Pajarito Amarillo, y yo los libraré de los malos espíritus. Así que yo quiero…

—Tú no quieres, ¡oh, Kukulcán!, tú mandas —interrumpió Florentino.

—Bueno —dije—. Lo que yo mando es que hagan su caribal en la falda del cerro junto al de Pajarito Amarillo y que vivan todos unidos como hermanos. Anda, Florentino, hermano mío, y llama a Pajarito Amarillo, porque quiero decirle también a él lo que he resuelto…

Florentino salió a escape y volvió al punto con el jefe, mi amigo, quien según creo estaba cerca espiando lo que hacían Mapache Nocturno y Florentino en mi choza. Cuando le hube explicado lo que pretendían los visitantes, no puso muy buena cara y quedó un rato en silencio.

—¿Qué dice tu corazón? ¿Está bien lo que he propuesto?

—Utz —me contestó—. Todo lo que tú dices está bien porque tú eres Kukulcán, el blanco, el barbado, el bueno.

—Pues quiero —le dije— que las dos tribus se fusionen en una sola y todos se vean como hermanos.

Hubo un rato de silencio, mientras los dos jefes cavilaban en lo que debían decir. Por fin habló Pajarito Amarillo:

—¿Quién, ¡oh, Balam Bueno!, va a gobernar esa gran tribu?

—¿Quién crees tú que debe gobernarla? —le pregunté.

—Yo —me contestó—. Nosotros nos establecimos aquí antes, este es nuestro lugar, nosotros hemos sido tus amigos…

—Pero yo soy más viejo que tú, Pajarito Amarillo —interrumpió Mapache Nocturno—. A mí me corresponde el mando.

—Sí —dijo Florentino—, le corresponde a mi padre porque es el mayor y el más rico.

Antes de empezar la unión ya los había separado el afán del mando. Tenía yo que tomar una actitud enérgica, o todos mis sueños de unir a los lacandones y civilizarlos caerían por tierra; así que, poniéndome de pie, dije:

—El mando de la tribu estará a cargo de Pajarito Amarillo. Eso es lo que yo mando y eso es lo que me han dicho los espíritus buenos con quienes hablo por medio de mi flauta. Mapache Nocturno será el segundo en el mando; y, cuando salga del caribal Pajarito Amarillo, Mapache Nocturno será el jefe.

Los tres lacandones quedaron en silencio, Pajarito Amarillo sonriente y los otros dos molestos y a punto de rebelarse y regresar a sus casas. Para evitar esto y, recordando que Pajarito no tenía hijos, dije:

—Cuando hayan pasado con sus mayores los dos jefes, Florentino será el jefe. Si aceptan lo que les propongo, dicen los espíritus que los harán poderosos y serán padres de grandes naciones. Si no lo aceptan, volverán a su antiguo estado y los perseguirán muchos más espíritus malos que antes.

Hubo un silencio largo, al cabo del cual dijo Mapache Nocturno, entre vacilaciones:

—Yo soy más viejo, soy más rico y a mí me corresponde el mando. Si no me lo dan no puedo aceptar la unión de las tribus, porque mi gente se reiría de mí.

—Yo tengo sobrinos que deben heredar el mando —dijo Pajarito Amarillo—. No es justo que se les quite el mando a mi muerte para darlo a estos que llegan.

Durante dos horas alegamos, sin llegar a ningún acuerdo, por más que quise hacer valer mi autoridad. Por fin, Pajarito Amarillo ya había convenido en que a su muerte heredara el mando Florentino, junto con uno de sus hermanos o sus sobrinos si estos morían, pero Mapache Nocturno no aceptaba nada. Se sentía el jefe nato y no quería dar su brazo a torcer. Por fin, enojado, los despaché a sus casas amenazándolos con mil plagas de moscos y de malos espíritus.

Cuando se hubieron ido, le conté a Sol Bueno lo que pasaba, cosa que le dio mucha risa, y me hizo notar inmediatamente cómo la organización de los hombres era defectuosa, ya que el mando lo tenía uno igual a los otros y que la única forma de que ese mando fuera intachable era que quienes lo ejercieran fueran más fuertes que la comunidad junta o tan necesarios que esta no pudiera pasarse sin ellos. Algo molesto por la escena con los lacandones y por las burlas del mosco, le contesté:

—Tú dices todo eso, porque nada sabes de la organización de los hombres. Entre nosotros cualquiera puede llegar a ser poderoso, puede subir todos los escalones. No somos como ustedes, que están sujetos a un consejo decrépito, que ya nada piensa porque lo ha pensado todo y que harían bien en disolverlo para hacerse libres y fuertes.

Sin contestar nada, Sol Bueno salió riendo y yo me quedé solo con mi cólera impotente, pensando cómo haría para cumplir mi amenaza a los lacandones, no muy seguro de que los moscos me concedieran otro favor.

VIII

Por la noche, Sol Bueno llegó, como de costumbre, a visitarme. Tomé mi flauta y empecé a platicar con él, sin saber cómo abordar el tema de mis amigos los lacandones. Quería yo que varios escuadrones de moscos atacaran ambos caribales esa misma noche y les dieran tal zarandeada a los indios que no les quedara duda de que mi maldición se cumplía. Sol Bueno parecía también nervioso y distraído: su charla era inconexa y parecía pensar en cosas muy distantes, totalmente ajenas a mis amigos los lacandones y las clases que me daba sobre la organización mosquil. De pronto me dijo, interrumpiendo otra charla:

—Sabe, hombre, que hoy en la noche se reúne el Consejo Superior, cosa que no había sucedido en quinientos mil años.

—Ha de ser algo muy interesante —le dije.

—Sí —me contestó—. El Gran Consejo lo ha arreglado todo. Por mejor decir, arregló todo hace trescientos cuarenta y tantos mil años, según oí decir a uno de los recordadores…

—Como siempre, el Consejo ya todo lo tiene resuelto —interrumpí—. Yo creo que con los recordadores bastaba y sobraba. El objeto del Consejo era pensar y ya lo pensó todo, luego sale sobrando…

—No hablemos de eso —me interrumpió Sol Bueno—. Antes bien ha nacido una situación para la cual el Gran Consejo no tiene respuesta.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Y ahora qué van a hacer?

—Tú puedes ayudarnos. La situación es esta: el Consejo Superior, el innombrable, consta de más de dos millones de miembros de los que se mantienen con sangre. A nosotros nos toca, por las leyes de la hospitalidad, el proveerlos, porque ellos viajan solos, sin proveedoras y sin ejércitos. La antigua tradición que ha consultado el Gran Consejo dice que solían, al principio, los cuerpos o unidades convocar al Consejo Superior a cada paso. En aquellos tiempos cada miembro del Consejo Superior viajaba con gran séquito y buscaba su manutención como podía, hasta que una vez acordaron que el cuerpo que solicitara la reunión proveyera la alimentación del Consejo Superior, cuyos miembros no traerían proveedoras. Desde que se dio esta ley, ningún cuerpo había convocado al Consejo Superior, tal vez por ahorrarse el gasto y el trabajo.

—Sabia ley —comenté yo—. Si los hombres se reunieran menos a tratar los asuntos del mundo, las cosas andarían mucho mejor.

—Es que los hombres tienen poca experiencia —me dijo—. Tal vez algún día alcancen nuestro grado de perfección y comprenderán todas estas cosas. Por lo pronto, según entiendo, es tal el afán que tiene cada individuo en mandar y poseer, que todos se desvelan y comen las manos tras de los puestos de gobierno y esto hace su vida en común insufrible. Pero no hay que desesperar, ya aprenderán. Confío para no entristecerme.

—A todo esto no me has dicho en qué puedo ayudarlos —le dije para apartarlo de la crítica justa al régimen humano de gobierno.

—El Gran Consejo ordenó hace días a los contadores que sacaran del tesoro las larvas de cien millones de proveedoras y un millón de exploradores y las criaran, para poder alimentar a los miembros del Consejo Superior; así lo han hecho y ya están trabajando…

—Sabia precaución del Gran Consejo —interrumpí yo.

—Pero han tropezado con dificultades para realizar su trabajo. Nuestra principal fuente de abasto iba a ser la sangre de tus amigos los indios y te hemos prometido no tocarlos. Y la sangre de los animales y de los hombres que viven a unas cuatro leguas de aquí no alcanza.

Estuvo un rato en silencio, mientras yo pensaba cómo esto venía a ayudarme grandemente en mis planes; pero quería que la solicitud de atacar a los lacandones proviniera de él y no de mí. Por fin me dijo:

—El Consejo Superior se va a reunir por causa tuya y es bueno que nos ayudes en esta dificultad. Debes permitirnos que tomemos un poco de sangre de tus amigos.

Era lo que había estado esperando. Con esto podría castigar a los lacandones y doblegarlos a mi autoridad. Así que le contesté, después de fingir un momento de meditación:

—Mi principal interés es el ayudar y ser amigo de ustedes. Además, a esos hombres les haría provecho entregar un poco de sangre. Puedes decirle al Gran Consejo que le doy mi autorización para que ataque a los lacandones de aquí…

—Será un ataque como nunca han visto —me interrumpió Sol Bueno—: caerán sobre ellos millones de proveedoras…

—Lo único que te ruego —interrumpí— es que no los infecten de enfermedades. Que los moscos que vayan a atacarlos no lleven gérmenes nocivos para el hombre.

—No los llevarán —me repuso—. Y en nombre del Gran Consejo, te agradezco lo que has hecho y no se olvidará. Ahora me voy a dar las órdenes necesarias…

—Espera un momento —le dije—.Yo también quiero cooperar con ustedes para proveer de sangre a los miembros del Consejo Superior. Voy a matar un venado o cualquier otro animal grande y os entregaré la sangre.

—Te lo agradecemos —me dijo—. Pero ten en cuenta que la sangre debe ser viva, porque ya muerta no nos sirve.

Entonces se me ocurrió un acto de crueldad, del que aún me arrepiento.

—Heriré a un venado —le dije— y lo traeré aquí para que puedan tomar su sangre conforme va escurriendo.

—Eso puede servirnos de mucho —me contestó—. Adiós, volveré cuando tengas el venado.

Salí cuando ya se acercaba la media noche y me puse en un sitio por el que yo sabía que bajaban a beber los venados a una charca grande. Al poco rato pasó uno junto a mí, alcancé la carabina y le disparé, tratando de herirlo en las patas traseras.

Cayó el animal, gimiendo como hacen los venados, con un pathos humano, y me abalancé sobre él, me lo eché en los hombros y lo llevé a la puerta de mi casa, por más que pretendía patalear desesperadamente.

Al pasar cerca del caribal de Pajarito Amarillo, noté que habían encendido grandes fogatas humeantes para espantar a los moscos y que nadie dormía. Sonriendo llegué a mi casa y puse el venado herido frente a la puerta. Ya me esperaba allí Sol Bueno y, atrás de él, una gran cohorte de proveedoras. Por la herida escurría un hilo de sangre constante y sobre ella se lanzaron, ennegreciéndola en un minuto. Apenas se llenaban las proveedoras la panza, llegaban otras. El pobre venado pataleaba y trataba de levantarse, gimiendo de vez en cuando. Sol Bueno, me dijo:

—Amárrale las patas y las manos. Así acabaremos más aprisa. —Sin responder hice lo que se me mandaba. La luna era llena y había luz bastante para ver lo que se hacía. De pronto dejó de correr la sangre.

—¿Ha muerto? —me preguntó Sol Bueno.

—No —le contesté—. Es que se ha coagulado la sangre y ya no corre.

—Haz que corra— me dijo.

Tomé el cuchillo y abrí un poco más la herida. El venado me veía con sus grandes ojos tristes, como suplicando la muerte, pero en su mirada no había ni rabia ni odio: había tan solo tristeza, una tristeza tan honda que no quise verlo más y le cubrí la cabeza con un trapo. Mientras tanto, seguían llegando millones de moscos a chupar la sangre; y, apenas llenos, se iban. De pronto dijo Sol Bueno:

—Con esto tenemos bastante. Consérvalo vivo, que lo vamos a necesitar mañana en la noche.

—No puedo —le dije—: el verlo sufrir me horroriza. Quisiera matarlo ahora mismo…

—Es que eres hombre y sufres por las cosas que ves. ¿Cómo no te horrorizaba el matar a tantas proveedoras cuando eras nuestro enemigo?

—No era lo mismo —le dije.

—Lo que pasa es que no veías la cara de sufrimiento que hacían. Pero haz lo que quieras. Mañana vamos a necesitar más sangre.

Diciendo esto se fue, seguido de sus cohortes ya llenas de sangre. Yo tomé el cuchillo y maté al venado, le quité el pellejo y colgué la carne, tendiéndome luego a dormir.

No amanecía aún cuando llegó Pajarito Amarillo seguido de toda la tribu. Se veía que no habían podido dormir en toda la noche y tenían los ojos hinchados. Los niños lloraban. Se detuvieron todos frente a mi puerta y se pusieron de rodillas, Pajarito Amarillo fue el primero que habló:

—Te hemos desobedecido, ¡oh, Tecolote Sabio!, a ti, que eres nuestro amigo, que eres un balam bueno que nos visita, que eres Ku-kul-cán, el sabio, el bueno, el barbado, el blanco. Frente a ti, Mapache Nocturno y yo hemos pronunciado palabras altas y no hemos respetado tu autoridad.

—Levántate, Pajarito Amarillo —le dije—. Ya sé el castigo que ha caído sobre ustedes y me duele. Los espíritus están enojados y me han dicho que noche a noche los perseguirán y que perseguirán también a la tribu de Mapache Nocturno.

—¡Apiádate de nosotros! —gritó todo el pueblo— ¡Apiádate de nosotros, oh, Kukulcán, oh, Tecolote Sabio!

—¡Apiádate de nosotros! —lloraba Pajarito Amarillo—. ¡Apiádate de nosotros, quítanos esta plaga terrible y haremos lo que mandes!

—Hablaré con los espíritus —les dije; y me metí a mi choza, cerrando la puerta. Tomé mi flauta y llamé a Sol Bueno, pero tan solo vino un mosco insignificante.

—Sol Bueno —me dijo— está ocupado y no puede venir y te pide que lo perdones. Dice que vendrá en la noche por la sangre.

—Está bien —le dije.

Acababa de irse el mosco cuando oí fuera un gran vocerío y gritos pidiendo la muerte. Salí inmediatamente y vi que acababa de llegar toda la tribu de Mapache Nocturno, sobre la cual recaían las iras, en forma de palos y de piedras, de la tribu de Pajarito Amarillo. Mi sola presencia bastó para calmar a todos; y Mapache Nocturno se arrojó a mis pies, llorando y lamentándose.

—¡Tecolote Sabio, Kukulcán, anoche cayó sobre mi tribu una nube innumerable de moscos y se han cebado en nuestra sangre y nos han quitado el sueño! ¡No podemos ya vivir así!

Toda su tribu lloraba con él y se lamentaba, las mujeres retorciéndose las manos y los hombres dejando que las lágrimas corrieran por sus caras. La tribu de Pajarito Amarillo se unió inmediatamente al llanto y volvieron a sus ruegos. Parado en el quicio de mi puerta, quedaba yo un poco en alto y aproveché el lugar para hablarles:

—Pajarito Amarillo, Mapache Nocturno, amigos míos todos —les dije—. Han desobedecido ustedes las voces de los espíritus buenos que hablan por mi boca y han sufrido el castigo. Yo puedo invocar a esos espíritus y lograr que los perdonen, pero tienen que hacer lo que les mando.

—Haremos lo que digas —gritaron varios.

—Deben unirse en una sola tribu y será jefe quien yo diga.

—Sé tú el jefe —gritó uno y todos aprobaron.

—No —les dije—. Yo seré tan solo su consejero y su amigo. El jefe va a ser Pajarito Amarillo.

Mapache Nocturno agachó la cabeza, aceptando en esa forma.

—Pajarito Amarillo va a ser el jefe y, cuando él muera, lo será uno elegido entre ustedes. Para elegirlo se juntarán todos, después de enterrar al jefe muerto, y verán quién es el más digno para ser jefe y a él elegirán y respetarán. Y si no lo hacen así, caerá sobre ustedes la plaga que vieron anoche.

En silencio aprobaron todos lo que yo había dicho. Mapache Nocturno ofreció traer ese mismo día a toda su gente con sus casas y sus muebles.

—Por lo pronto —les dije—, para calmar a los espíritus y darles algo en cambio de la sangre de ustedes, cada noche, hasta que yo les diga, saldrán y herirán un venado, no lo matarán, lo dejarán tan solo herido y lo traerán aquí, frente a mi casa, cuidando que le escurra sangre fresca de la herida, pero sin que muera, y esto lo harán cada noche, hasta que yo les diga.

Asintieron todos y se dispersaron, cada uno a sus ocupaciones. Yo salí de mi choza en busca de Sol Bueno.

IX

Me adentré por la selva, llamando con mi flauta a algún mosco que pudiera oírme. Sabía que siempre que andaba por la selva me seguían y precedían varios escuadrones para protegerme, así que confiaba en que algún capitán me oyera y se acercara a hablar conmigo. Por fin apareció uno de ellos.

—Es urgente que vea yo a Sol Bueno —le dije—. Tengo que verlo ahora mismo.

—Está ocupado con el Consejo Superior —me contestó—, pero lo llamaré. Espera en el playón chico, donde sueles hablar con Sol Bueno, y allí te llevaré la razón.

El mosco se fue y yo me dirigí hacia donde se me había indicado. A los pocos minutos de esperar, apareció Sol Bueno y me dijo:

—También yo iba en tu busca. El Consejo Superior ha terminado sus deliberaciones y ha enviado a varios mensajeros para que te hablen y te digan lo que ha resuelto.

—Antes quiero decirte una cosa —le dije—. Mis amigos los indios han sido muy castigados por ustedes…

—Te avisé que el ataque iba a ser terrible —me repuso.

—Sí —le contesté—. Y no te culpo por ello, pues yo di mi consentimiento. Pero ahora se me ha ocurrido otra idea mejor. He visto anoche con qué facilidad las proveedoras tomaban la sangre del venado herido. Cada noche tendrás un venado así en la puerta de mi casa para que tomen su sangre…

—Me pareció que anoche te había dado mucha lástima el venado —me dijo un poco burlón.

—Más lástima me dan los lacandones.

—Está bien: esta noche iremos por la sangre, pero sin falta, o tendremos que tomarla de tus amigos.

—Tengo que decirte otra cosa —le dije—. Resulta que los que vivían en el caribal a cuatro leguas de aquí, se han mudado para estar todos juntos, cerca de mí…

—Ya entiendo —me interrumpió—, quieres que tampoco a ellos los molesten. No tengas cuidado: mientras haya bastante sangre, no tocaremos a tus amigos. Ahora vete a tu casa y oye lo que tienen que decirte los recordadores del Consejo Superior.

Me encaminé a mi choza y la encontré llena de moscos. Afuera me esperaban casi todos los lacandones y tuve que despacharlos, prometiéndoles que si traían el venado herido y no muerto, como se los había yo dicho, no los volverían a molestar los moscos ni los malos espíritus. Pajarito A marillo me dijo que querían algunas hojas de papel para hacer barquitos y echarlos al río, de manera que en ellos se fueran los malos espíritus. Se las di y se fueron.

Apenas entré a mi choza, uno de los recordadores se adelantó para decirme:

—¡Oíd la palabra del Consejo Superior, la palabra que me ha sido encomendada! Salud al hombre que ha aprendido nuestro idioma y que se doblega a nuestros deseos. Esto ha dicho el Consejo Superior hace una hora y treinta y cinco minutos.

—¡Oíd la palabra del Consejo Superior —dijo otro—, la palabra que me ha sido encomendada! El hombre que ha aprendido nuestro idioma hablará con nosotros, los del Consejo Superior, el día este, en la noche, en el lugar que se le señalaré. Para señalárselo se nombra a Sol Bueno, jefe de los lógicos de este cuerpo del Metasboc, que nos ha convocado. Esto ha dicho el Consejo Superior hace una hora y dieciséis minutos.

Callaron los recordadores y comprendí que era el momento en que debería hablar yo; así que, tomando mi flauta, dije:

—Salud al Consejo Superior. He escuchado sus palabras y estaré en el sitio que se me indique, a la hora debida.

Inmediatamente algunos recordadores repitieron mis palabras y se alejaron todos, dejándome solo. Tan solo oía yo afuera a la guardia que canturreaba.

Ya empezaba a caer la tarde cuando llegó Sol Bueno, seguido de varios recordadores.

—Hombre —me dijo—, debes ir, apenas caiga la noche, a la roca grande que está junto al lago, al norte del playón. Debes ir solo…

—Sí —le dije—. Ya los recordadores…

—Escucha y no interrumpas. Llegarás ahí y te pararás viendo hacia el lago, hasta que tu nombre sea pronunciado. Entonces podrás volverte y escucharás lo que debe decirte el Consejo Superior. Tal vez lo veas, pero debes conservarte inmóvil y contestar tan solo cuando te pregunten. Cuando te despidan, volverás directamente acá para que me des la sangre que me tienes prometida.

—Está bien —le dije—. Pero no veo la razón de tanto misterio ni de tanta alharaca, ya que tú y yo somos amigos, Sol Bueno…

—No te incumbe a ti el explorar estos misterios. El Consejo Superior y el Gran Consejo lo tienen todo pensado y saben lo que se debe hacer, desde hace muchos años. A ti no te corresponde más que obedecer.

—Yo creí que lo que se iba a tratar era un pacto de alianza entre los hombres y los moscos, pero como tú lo presentas más parece que los moscos van a imponer sus condiciones…

—Eso yo no lo sé. Se te dirán palabras que han sido pensadas hace muchos miles de años. Tú no tienes más que obedecer.

Y diciendo esto se alejó, sin el acostumbrado saludo. Yo quedé meditabundo. Mis amigos los moscos no eran mis amigos: eran más bien mis dueños, que me ordenaban lo que debía hacer. Así me parecía difícil llegar a un acuerdo para un pacto con los hombres. Tal vez lo mejor era el no acudir a la cita y demostrarles que con un hombre no se juega. Pero, después de todo, ¿me interesaba en algo el que se hiciera un pacto entre los hombres y los moscos? ¿Me lo iba a agradecer alguien si se hacía? Ya sabía yo que los hombres olvidan pronto los favores. No, mi interés no era resueltamente el bien de la raza humana: mi interés era el estudiar la organización y la vida de los moscos, escribir sobre ello un libro, ganar dinero y ayudar a mis amigos los lacandones.

Para lograr ese fin lo mejor era acudir a la cita del Consejo Superior y ver lo más posible, aunque no les hiciera caso a lo que propusieran. No podía yo perder esa oportunidad de ver cosas que ningún hombre había visto jamás.

Anochecía cuando salí de mi choza rumbo al sitio indicado. Observé que el caribal estaba vacío, seguramente porque mis amigos los lacandones habían ido a cazar el venado que les pedí. Caminando por la orilla del lago, con algunos trabajos por las muchas lianas y bejucos que cerraban el paso, llegué al playón, lo atravesé rápidamente y volví a internarme en la selva. Ya casi estaba oscuro, pero pude ver que una verdadera nube de moscos me seguía y otra me precedía, espantando a mi paso a todos los animales. Caminé cosa de un kilómetro entre la selva y llegué por fin al pie de la roca que se me había indicado. Allí me detuve viendo hacia las aguas. Sobre ellas se había formado una nube de moscos, como yo nunca había visto en tamaño. Había capa sobre capa, todos sosteniéndose en el aire en silencio, casi inmóviles. Atrás de mí escuchaba zumbidos y voces de otra multitud, pero me mantenía inmóvil, como se me había indicado, viendo hacia las aguas. Observé que entre los moscos que flotaban en el aire, sobre el lago, había unos grandes que yo nunca había observado y otros pequeñísimos, también desconocidos. Poco a poco, a fuerza de mucho ver, pude observar que había cierto orden entre ellos y que estaban colocados de acuerdo a sus categorías. La capa más baja estaba formada por proveedoras, que yo conocía tan bien; luego, más arriba estaban los exploradores; seguían los recordadores, que por primera vez veía yo en silencio. Arriba estaban las ponedoras, y, encima de ellas, el ejército. Más arriba estaban los lógicos y, seguramente, entre ellos, mi amigo Sol Bueno. Arriba quedaban esos moscos grandes que no sabía yo qué fuesen, y, hasta encima, los pequeños. De pronto la nube aquella se puso en movimiento y se acercó a la orilla, hasta quedar a un metro de distancia de mí. Yo tenía en la boca mi flauta y pensé hablarles, pero algo había en el silencio absoluto que reinó en la selva, algo sofocante y terrible, que me obligó a callar. Observé que la selva estaba muda; no gritaban ya las aves en busca de sus nidos, ni se oía el susurro de animales que se arrastraran, ni siquiera el temblor de una hoja, ni el chillido de algún mono. Todo era silencio sofocante. Por primera vez tuve miedo y ganas de huir. Di un paso hacia la derecha y la nube de moscos frente a mí se extendió para cerrarme la salida. Lo mismo sucedió a la izquierda, con lo que resolví quedar inmóvil. Atrás volvió el zumbido y los ruidos breves. De pronto un zumbido me dijo claramente:

—Vuélvete hacia nosotros, hombre.

X

Apenas acabó de sonar la voz, me volví, quedando de espaldas al lago, de frente a unos matorrales grandes, entre los que sobresalían un inmenso caobo y un palo mulato rojizo. Al principio no vi nada, tan solo era una masa negra impenetrable a la vista, en la cual se destacaban unos puntos blancos, inmóviles, que me dieron la impresión de ojos que me miraban fijamente. Poco a poco acostumbré la vista y pude distinguir que esa inmensa masa negra estaba formada por grandes moscos, entre los cuales había unos blancos. Alguno de ellos empezó a zumbar:

—Hombre que has aprendido nuestro idioma, vamos a hablar contigo; nosotros somos los que pensamos, y ya lo hemos pensado todo en el mundo. Queremos, ante todo, que estés completamente inmóvil y en silencio mientras no se te diga que puedes hablar. ¿Has entendido esto?

—Sí —contesté.

—Bien. Ahora escucha atentamente, y que estas palabras no se pierdan de tu cabeza y que las conserves para siempre. Cuando tú diste muestras de haber aprendido nuestro idioma, el Cuerpo del Metasboc, que domina estos territorios, avisó inmediatamente a todos los cuerpos que vivimos diseminados en el mundo; y así nos hemos reunido en un Consejo Superior, en el cual están representados doscientos ochenta y tres mil quinientos veinticuatro cuerpos, o sea, casi la totalidad de los cuerpos existentes. Los que no han venido no tienen importancia: son los que viven en zonas frías y están poco desarrollados. Por estas palabras que te he dicho, debes entender la importancia que tiene este Consejo Superior y debes acatar fielmente sus órdenes. ¿Has entendido?

—Sí —contesté de nuevo, aunque no me gustaba mucho esto de las órdenes.

—¡Bien! —prosiguió el mosco que hablaba—. Ahora te diremos lo que hemos acordado en este Consejo Superior. Ya todo estaba pensado desde mucho antes y hemos, tan solo, oído lo que se había pensado en los diferentes cuerpos; y lo hemos resumido para que tu inteligencia, poco capacitada, pueda comprenderlo fácilmente. Es esto lo que queremos decirte: nosotros los moscos somos los dueños absolutos del Universo y toda criatura en él debe pagarnos tributo de sangre que nos es necesaria para vivir. Tú ya conoces nuestra organización y sabes la necesidad que tenemos de sangre. Ahora bien, todos los animales, más o menos, se han sometido a nosotros y los aprovechamos cuando queremos, dejándoles cierta libertad, que a ellos les parece completa. Tan solo nos dan su tributo y no nos metemos en asuntos internos para nada. Esto hacen todos los animales, menos los hombres, que, o por más adelantados que el resto de los animales o por más orgullosos, no quieren darnos apaciblemente su tributo de sangre y han inventado medios para destruirnos, lo cual ha provocado guerras parciales. ¿Entiendes esto?

—Sí —le contesté—. Y en estas guerras parciales, como en el caso de Panamá y en otros, habéis sido derrotados…

—Nunca hemos sido derrotados. Algunos de nuestros cuerpos se han replegado en espera del gran momento que tú no puedes ni debes conocer; pero en ese gran momento será tal el combate, que, si así lo queremos, no quedará en el mundo memoria de los hombres. Ahora bien, esto no es lo que pretendemos. El hombre tiene buena sangre que nos sirve, así que podemos, ya que has aprendido nuestro idioma, proponerle un tratado de alianza y amistad. Las cláusulas de ese tratado son fáciles de recordar y queremos que las lleves ante los hombres. Primera: los hombres dejarán de usar para siempre las armas que han venido usando con el absurdo propósito de destruirnos. Segunda: los hombres comprenderán que nos deben un tributo de sangre y lo pagarán. Tercera: para pagarlo pondrán a un número determinado de los de su especie en los lugares que se les señalaren, durante un tiempo definido, de manera que haya constantemente tres millones de personas dispuestas en los dichos lugares, las cuales estarán desnudas y se dejarán succionar toda la sangre que creamos necesaria. Cuarta: en otros lugares que se les señalarán, no entrarán los hombres por ningún motivo, bajo pena de muerte. Quinta: en ningún caso matará un hombre a ninguno de nosotros y el que lo hiciere será puesto en un lugar indicado en forma que le podamos succionar toda la sangre. A cambio de estas condiciones, les ofrecemos a los hombres no transmitirles enfermedades, no molestarlos en los lugares que queden fuera de los señalados y defenderlos contra cualquier animal que los quiera atacar ¿Qué dices a esto, hombre?

—Me parece —empecé— que difícilmente aceptarán los hombres ese arreglo. Primero tropezaremos con la dificultad de que los hombres se creen dueños del mundo y los consideran a ustedes como una de las especies inferiores. Tropezaremos además con la dificultad del tributo que los hombres se negarán a pagar. Deben ustedes tener en cuenta que el hombre es el más inteligente de los animales de la creación…

—Eso creen ustedes —me interrumpió—. Pero creo haberte demostrado ya que somos nosotros, los moscos, los más inteligentes y los que hemos logrado más adelantos. Hemos logrado dispersar nuestras células de manera que podemos ocupar muchos espacios a la vez…

—Es cierto eso —le repuse—. Pero ustedes han perdido el poder de procrearse y no pueden hacer un nuevo cuerpo.

—No lo necesitamos. Ya nos hemos repartido el mundo y estamos conformes con ello. Fíjate qué poco pedimos. Hay entre los hombres más de dos mil millones de individuos y pedimos tan solo tres millones para apaciguar nuestra necesidad de sangre. Esos tres millones de individuos no morirán y serán reemplazados, cuando ya estén débiles, por otros. Toma el ejemplo de nosotros que sacrificamos un número infinito de proveedoras…

—El caso no es el mismo —le interrumpí—. Ustedes no sacrifican más que células de su cuerpo que reponen fácilmente, pero entre nosotros cada hombre es un ser completo, con inteligencia, con memoria, iniciativa, voluntad. Cada hombre es como todo un cuerpo de ustedes, sobre el cual los demás no pueden o no deben ejercer más que una limitada influencia, porque en lo sustancial todos los hombres son iguales entre sí…

—Hay entre ustedes —me interrumpió— unos que son poderosos y otros que no lo son. Bien pueden los poderosos obligar a los que no son poderosos a que den el tributo de sangre. El poder, entre ustedes los hombres, es una gran cosa, por la cual luchan desesperadamente, porque no han alcanzado nuestro grado de perfección en el que ya todo está distribuido.

—Ese grado de perfección —le dije— tiene sus inconvenientes.

—¿Y cuáles son ellos? —me preguntó algo burlón.

—Es tan perfecta su organización que ya no hay iniciativa entre ustedes. Todo se les va en cuidar de esa organización y en buscar el alimento necesario sin imaginar nunca ninguna cosa nueva, porque ya todo lo han pensado y ya no saben pensar, sino que tan solo saben resumir y darle vuelta a esos pensamientos viejos.

—Es interesante tu tesis —me repuso—, pero tiene el defecto de abogar por la anarquía. Si ya hemos encontrado el régimen de vida perfecto, ¿para qué hemos de cambiar?

—El régimen es perfecto para las células que son parte del cerebro, para ustedes los del Consejo, pero para los otros no es tan perfecto; y tal vez ellos quieran cambiar algún día, si algún día sienten en sí, como lo han sentido los hombres, la necesidad de ser libres.

—Esas son tonterías. ¿Para qué quisieran ser libres las proveedoras? No tienen cerebro ni pensamiento. Tienen tan solo el necesario para ejecutar nuestras órdenes. Pero volvamos a nuestro asunto. Me parece que no te ha gustado lo que te hemos propuesto para las relaciones entre los hombres y nosotros aunque todas nuestras proposiciones son de gran justicia, ya que somos los más fuertes y podemos, con toda facilidad, aniquilar al hombre de sobre la faz de la tierra. Tú dices que los hombres son libres entre sí, que tienen en sí todo. Eso mismo es lo que los hace tan vulnerables y tan fáciles de destruir, si nos lo proponemos. Hay que cambiar en ellos esa organización y darles una semejante a la nuestra.

—Eso es imposible —le dije—. Ningún hombre llegaría a la abyección que tienen entre ustedes las proveedoras. Ya les he explicado que todos son iguales…

—Y ya te he contestado que eso no es cierto. Pero no discutamos el punto. Hemos pensado demasiado y estamos cansados de hacerlo. Puedes retirarte.

La mancha negra al pie del caobo desapareció casi en un abrir y cerrar de ojos, y la nube que quedaba a mis espaldas, sobre el lago, se disolvió como por encanto. Yo me volví lentamente rumbo a mi choza en cuya puerta me encontré a Pajarito Amarillo que sostenía entre sus brazos a un venado herido, del que manaba bastante sangre. Le dije que lo dejara en el suelo y se fuera a casa, sin volver la cara. Apenas se hubo ido me vi rodeado de gran cantidad de proveedoras y empezó de nuevo la terrible escena de la noche anterior. Tres veces, por indicaciones de Sol Bueno, tuve que abrir la herida del venado. Estaba yo inclinado sobre él, cuando una de las proveedoras me dijo en voz baja, suplicante:

—¿Tú crees, como le dijiste al Consejo, que hay esperanza para nosotros, que podemos llegar a más?

Iba yo a contestarle, cuando nos interrumpió Sol Bueno, reprendiendo a la proveedora por perder el tiempo. Esta se alejó rápidamente a entregar la sangre que llevaba y la vida.

Cuando se hubieron ido todos, rematé al venado y me metí en mi choza, donde me puse a pensar.

XI

En la tarde del día siguiente recibí un nuevo recado del Consejo Superior, citándome en el mismo sitio. Esta vez no me trajo el recado Sol Bueno ni se presentó para nada, cosa que me dio que pensar. Había que romper de alguna manera ese orgullo de los moscos. ¿Cómo se iban a querer comparar con los hombres? Entre más pensaba yo en ello me parecía más absurdo, pero por otro lado pensaba yo que a los moscos también les debería parecer absurdo el que los hombres se igualaran con ellos. Tal vez fuera bueno averiguar algo en relación a su espiritualidad: si tenían alma como la nuestra, si creían en Dios, si lo conocían como nosotros los hombres o si nunca habían llegado a ese conocimiento por medio de la fe o del raciocinio. Me daba yo cuenta de que los Consejos o cerebros ya habían pensado todo para el futuro, se habían puesto en todas las situaciones imaginables; pero nunca vi que hubieran tratado de relacionar el pasado con el futuro, que trataran de buscar las causas de los efectos.

Pensando en estas cosas me dirigí al lugar de la cita, donde se repitió la escena del día anterior. Yo creo que el mismo mosco fue el que me hablo por lo menos su voz me sonó igual.

—Hombre —me dijo—. ¿Has pensado en lo que te propusimos anoche?

—Sí —le repuse—. Lo he pensado y siento decirles que los hombres no pueden aceptar eso. Las únicas cláusulas que aceptarían serían las relativas a suspender la guerra, ya que a los hombres los anima siempre, en todas sus decisiones, el espíritu de la paz…

—Por eso —me interrumpió— siempre están en guerra entre ellos mismo.

—Eso es otra cosa —dije.

—Así vivíamos nosotros en tiempos muy lejanos que ya pasaron. Ahora hemos progresado y ya acabaron las guerras inútiles. Pero sigue hablando.

—Digo que no podemos aceptar eso, no podemos considerarnos como tributarios de ustedes ni darles esa sangre que tanto piden. Tal vez pudiéramos, a cambio de vuestra amistad, daros sangre de animales, de los que sacrificamos para nuestra manutención, y señalar ciertas zonas en las que…

—No te hemos dicho —me interrumpió— que nos propongas un nuevo tratado. Tan solo queremos saber si aceptas llevar al conocimiento de los hombres lo que te propusimos anoche. Nosotros te ayudaríamos para que los hombres te creyesen, podrías enseñarles nuestro idioma a varios de entre ellos y los convencerías…

—Es inútil —le dije—. Los hombres nunca aceptarían eso.

—¿Y nos contestas sin consultarlo con ellos? ¿Estás facultado para hablar a nombre de todos?

—No estoy facultado, pero sé que, si llevo esta proposición, se me reirían en la cara. Los hombres no les temen a ustedes y tienen armas con que destruirlos.

—Piénsalo bien. ¿Es esa tu respuesta?

—Sí.

—Pues entonces no nos quedan más que dos caminos y los dos se basan en el uso de la fuerza. Uno de ellos consiste en exterminar prontamente a todos los hombres. Para ello tenemos gérmenes de enfermedades que aún no hemos usado, si no es como experimento, y que son infalibles. El otro camino es el de sujetar a los hombres por la fuerza y gobernarlos nosotros, como ustedes hacen con sus ganados. Para eso te necesitamos.

—Pero —le interrumpí— yo no…

—Calla y no hables hasta que te lo digamos. Ya has entendido las dos maneras que tenemos para eliminar el problema, hombre de entre nosotros, y creo que el segundo es el más conveniente para todos. Entre la esclavitud y la muerte muchos dicen que prefieren la muerte, pero en general es preferible la esclavitud, sobre todo la que impondríamos, que sería suave, ya que no pretendemos destruir al género humano, que nos puede ser útil, así como ustedes no pretenderían acabar con sus ganados porque una vez un animal pueda molestar o matar a un hombre. Hemos sabido, por lo que tú has hablado con Sol Bueno, que muchos de los hombres dicen preferir la muerte, que los poetas que tienen ustedes alaban a los pocos que han muerto en busca de libertad; pero sabemos también que la mayoría de los hombres viven en una especie de esclavitud, a veces más dura que la que les impondríamos nosotros. Ten en cuenta que con nuestro régimen acabarían riquezas y pobrezas, ya que alimentaríamos y vestiríamos a todos por igual, limitando el número de personas a las que puedan mantenerse bien en cada región. Para esto necesitamos un gobierno de hombres que se sujete a nosotros, y allí es donde tú, hombre, puedes servirnos y debes hacerlo. Mira que te haríamos el más poderoso de entre los hombres, que todos estarían sujetos a tu mandato y a tu voluntad; tendrías sobre ellos derecho de vida y muerte y te daríamos una guardia impasable que te protegiera contra sus asechanzas. Piensa, en esto, hombre.

Y yo pensaba en eso. Ahora comprendo que debí reaccionar de otra manera, como hubiera reaccionado un héroe de una novela o un santo, pero yo no era ni soy ninguna de las dos cosas. Era tan solo un hombre perdido en la selva, de quien los suyos renegaron, y me sentía humillado y odiado. Nunca había yo recibido bien alguno de los hombres, antes sí muchos males. En un instante apareció ante mí la imagen de esos cuarenta años de amargura, de tristeza, de humillación, y sentí un odio inmenso que me subía a la garganta y me llenaba todo. ¡Aquí estaba mi oportunidad! ¡Yo podría ser el más grande de los hombres y en forma tal que no me olvidaran como olvidan siempre a sus grandes hombres! ¡Qué me importaba que mi reino fuera sobre esclavos! Sería yo el más poderoso y mi venganza sería completa, perfecta.

Mientras pensaba yo en todo esto, el silencio que reinaba en la selva era terrible, casi se podía palpar. Los millones de moscos presentes estaban inmóviles, no soplaba brisa y los animales todos callaban. De pie, ante la mancha negra que llenaba la base del caobo, yo pensaba estos grandes pensamientos de venganza y mi alma se sentía llena de un ansia inmensa de obrar, de empezar. Por fin hablé:

—He medido tus razones y las comprendo. Bien se ve que ustedes ya lo han pensado todo y tienen una respuesta para todos los casos que se pueden presentar. Estoy dispuesto a ayudarles a dominar a los hombres para que puedan salvarse algunos y no perezca la especie…

—No pretendas engañarnos ni engañarte con palabras vanas —me interrumpió el mosco—. Bien sabes que aceptas porque te hemos ofrecido el dominio completo sobre los hombres y, como hombre que eres, ansías con todas tus fuerzas el poder.

—Es cierto —dije apenado—. La verdad es lo que has dicho, pero hay algo más. Yo no amo a los hombres, de quienes no he recibido más que ultrajes y humillaciones, y por eso acepto servirles a ustedes. Quiero dominar a los hombres, cambiarles su manera de vivir a alguna manera más justa, en que todos tengan cierta igualdad…

—La tendrán —me interrumpió el mosco que hablaba—. Tendrán la igualdad que tienen los ganados entre ustedes. Y ahora que ya has aceptado nuestro ofrecimiento, como estábamos seguros que lo harías, viendo los bienes que puede acarrearse a tu especie con los planes que tenemos, pasaremos a hablar de ellos. El plan, pensado en sus grandes rasgos hace muchos miles de años, se divide en dos partes. La primera, transitoria, es la guerra que vamos a hacer a los hombres para subyugarlos. Para ello contamos con una cantidad incalculable de elementos. Cuando nuestro programa esté listo, mandaremos crear más de cien millones de moscos guerreros, transmisores de enfermedades, entre las cuales se cuentan las ya conocidas por el hombre, según has dicho tú a Sol Bueno, como son el vómito negro, el paludismo o malaria, el mal del sueño, la oncocercosis y otras menores como la inflamación de la piel. Aparte podemos usar de otras que no conocen los hombres. Tenemos varias en reserva que ya hemos utilizado en casos especiales, como experimentos, y que no quiero explicarte. Tan solo, a manera de ejemplo, te hablaré de una de ellas. Tenemos en algunos lugares unos gérmenes especiales que, introducidos por medio del aguijón de los guerreros, debajo de la piel de los hombres, provocan a las pocas horas una gran ampolla, que crece en tal forma que a los dos días todo el cuerpo está cubierto por ella y el hombre muere entre horribles tormentos.

«Creemos que la guerra puede durar unos dos años, al cabo de los cuales, por mediación tuya, los hombres se rendirán y entonces llevaremos a cabo la segunda parte de nuestro programa.

»Las cosas que come el hombre, exceptuando el azúcar, que tomaremos en grandes cantidades, no nos sirven para nuestra alimentación, más que cuando se han transformado en sangre. Los hombres serán por lo tanto quienes se encarguen de ese trabajo y habrá tan solo los que necesitemos para nosotros. Los demás serán destruidos. Los que queden, que se tratará de que sean fuertes y sanos, trabajarán durante once meses cada año en producir alimentos para sus congéneres y azúcar para nosotros y el mes restante vendrán a los lugares que indicaremos a que les chupemos la sangre. Las mujeres capaces de tener hijos se ocuparán de ello y las ya viejas, lo mismo que los ancianos inútiles, serán muertos irremisiblemente, para que no consuman los alimentos necesarios.

»Para gobernar a los hombres, nombraremos a algunos de entre ellos, que estarán exentos del impuesto de sangre y tendrán una guardia nuestra. Tú serás el primer gran gobernador; solo tú, por lo tanto, estarás exento del impuesto o tributo. A tu muerte, nombraremos otro. Tú podrás nombrar a los lugartenientes que creas necesarios, pero esos cargos no los librarán del tributo. Tan solo tú estarás libre de él»…

—Pero —interrumpí— me habían prometido inmunidad para mis amigos los lacandones.

—Sí, la tendrán mientras vivan. Hemos dado nuestra palabra y sabemos guardarla. Pero a ningún otro hombre se le concederá tal favor en el mundo, más que al que gobierne a los otros hombres. Naturalmente que conservaremos un fuerte ejército para tener en sumisión a los hombres, pero a los que usemos como productores de sangre no los enfermaremos, excepto a algunos que usaremos como criaderos vivos de gérmenes o como arsenales ambulantes.

«Logrado esto, podremos extender nuestros cuerpos hasta donde queramos, seguros del alimento necesario. Nuestro único trabajo será el de tener en orden a los hombres, para lo cual nos basta y sobra con un ejército moderado y buenos armamentos de gérmenes. Cualquier intento de rebelión será duramente castigado y mataremos sin piedad a los que lo hayan hecho y a todos los que vivan en los alrededores.

»Los hombres, según sabemos, tienen demasiadas comodidades que tendrán que dejar, para ocuparse únicamente en buscar sustento. Tan solo permitiremos fábricas rudimentarias de azúcar y serán destruidas todas las otras. Todos los hombres que conocen el manejo de ellas, los sabios, los artistas que llaman ustedes, los que manejan máquinas, serán muertos. Queremos que el hombre sea tan solo agricultor y lo será. ¿Has entendido esto?».

—Sí —repuse azorado ante la magnitud del plan—. Lo he entendido.

—Pues bien, piensa en todo lo necesario para llevar a cabo este plan y comunica el fruto de tus pensamientos a los miembros de este Consejo que se quedarán aquí para tratar contigo de todos los asuntos necesarios. Tan solo quiero advertirte que nuestra ley es rigurosa y quien la infringe, aunque sea en materia leve, es reo de muerte inmediata, sin apelación posible.

Diciendo esto desapareció la inmensa mancha negra y el lago se limpió de la nube de moscos que lo cubría. Lentamente me dirigí a mi choza a preparar el venado que seguramente ya habría dejado allí Pajarito Amarillo. Debería yo haber ido contento: pronto sería yo el hombre más poderoso del mundo; pero algo me pesaba en el corazón.

Cuando llegué a mi choza, allí estaba Pajarito Amarillo con el venado herido.

—Ya debes saber, ¡oh, Quetzalcóatl!, la nueva que te traigo.

—Dila —le dije—. Dila como la sepas.

—Por la selva avanzan unos hombres de tu raza. No vienen cortando maderas ni buscando chicle. Vienen enseñando estampas y averiguando todas nuestras cosas. ¿Qué debemos hacer?, ¡oh, Kukulcán divino, oh, serpiente emplumada!

Inmediatamente imaginé que sería alguna expedición científica que andaba en busca de los lacandones para estudiar su vida y sus costumbres.

En esos momentos no me convenía la presencia de esa expedición que pudiera entorpecer mis pláticas y arreglos con los moscos, así que le pregunté a Pajarito Amarillo:

—¿Ya están muy cerca?

—No, aún están a una jornada si caminaran derecho hacia nosotros.

—Pues sal mañana con toda tu gente y borra todos los rastros y huellas, de manera que no nos encuentren. No deben vernos porque se podrían enojar los espíritus malos contra ustedes, como sucedió hace dos noches.

Vi que mi orden no le había gustado mucho a Pajarito Amarillo, pero tuvo que aguantarse por el miedo que le causaban los moscos y aceptó hacer lo que le mandaba. Temeroso de un engaño, le dije:

—Sí los blancos que avanzan por la selva nos encuentran aquí, dejarás de ser jefe y los espíritus malos mandarán sobre ti una plaga de moscos que te costará la vida.

Haciendo grandes caravanas, se retiró a su caribal y yo me ocupé en dar la sangre necesaria. Varias proveedoras me zumbaron al oído en secreto, mientras Sol Bueno estaba ocupado en otras cosas:

—¿Crees que hay esperanza para nosotras? ¿Qué, en verdad crees que dejaremos de ser esclavas si lo queremos?

Yo no me atreví a contestarles, temeroso de que me oyera Sol Bueno y me acusara con el Consejo.

XII

Desde antes del amanecer ya estaban en mi choza varios moscos presididos por Sol Bueno. Entre ellos había dos de esos blancos que había yo visto en la masa negra bajo el caobo y muchos de los muy pequeños que vi flotando sobre el lago. Sol Bueno me informó que esa era la comisión que había dejado el Consejo Superior para que junto conmigo formara el plan de ataque sobre los hombres. Los moscos blancos eran los portavoces del Consejo Superior y de ellos dependían los mensajeros que, cruzando todo el mundo, llevaban las palabras de un Consejo Superior a otro. Los pequeños eran los contadores de los grandes tesoros. El resto eran solamente recordadores y lógicos. Sol Bueno empezó a hablar:

—Hombre —me dijo—, el Consejo Superior, el que no se puede nombrar, ha dispuesto que estos que me acompañan sean los que formen la comisión. Queremos hacer rápidamente, junto contigo, un plan de combate perfecto para los fines que ayer en la noche te fueron expuestos y que aceptaste. Mira, aquí tienes a este amigo, blanco como el aire por el que navega; se llama Viento Veloz y él puede informarnos de todo lo que pueden hacer los cuerpos diseminados por el mundo. Este otro, pequeño, es el que resume en sí las cuentas de todos los cuerpos, sus tesoros y sus arsenales y se llama Memoria Infinita. Cada uno de ellos, como ves, trae a sus asesores y hay aquí bastante número de recordadores para que nada de lo que digamos se pierda. Con esto podemos empezar nuestras deliberaciones cuanto antes.

—Empecemos ahora mismo —le dije, pensando en los hombres blancos que avanzaban por la selva y que, a pesar de las diligencias de Pajarito Amarillo, podrían encontrarnos de un momento a otro. Por ningún motivo me convenía su presencia y que se dieran cuenta de cómo los lacandones me tenían por dios.

Inmediatamente pusimos manos a la obra y empezamos a organizar el plan, que los recordadores repetían constantemente, en voz baja. Al principio hicimos un cálculo de las fuerzas con las que contábamos y yo les hice conocer las armas que tenían los hombres para combatir. El arma principal de los hombres es el petróleo, por lo cual resolvimos ocupar, antes que nada, los campos petroleros. Ya sin petróleo, los hombres estarían casi paralizados, pero creímos oportuno destruir también las plantas de luz, los ferrocarriles y los puertos de mar. Para lograr esta destrucción se lanzarían escuadrones de moscos con gérmenes que matarían a todos los hombres que trabajaban allí.

Paralizado así el mundo, pero sin tocar los campos ni los agricultores, calculamos que nos sería fácil el imponer nuestras condiciones de paz y dedicarnos a reorganizar la sociedad a nuestra manera.

La mayor parte de los cuerpos de moscos están cerca del ecuador, entre este y los treinta grados de latitud norte o sur, así que los ataques empezarían del ecuador al norte y al sur simultáneamente. Cada cuerpo de moscos buscaría una charca en algún lugar conveniente y en ella incubaría varios millones de guerreros y los gérmenes necesarios para armarlos. Mientras tanto, en los lugares acostumbrados, se incubarían millones de ponedoras que estuviesen listas para poner huevos a razón de cien millones diarios por cuerpo. Los contadores dijeron que todo aquello sería fácil de organizarse y no se necesitarán arriba de veinticinco días.

Mientras se desarrollaban los combates, yo estaría preparado, en algún lugar donde hubiera telégrafo, o, de ser posible, radio, para dar al mundo la noticia de su esclavitud y del nuevo gobierno que les esperaba a los hombres. Cerca de mí estaría el cuartel general, donde se recibirían todas las noticias de los diferentes ataques que se iban a hacer en el mundo.

Los cuerpos que quedaban sumidos en las selvas amazónicas y en otros lugares donde no hubiera casi hombres, prestarían un gran contingente de guerreros y de gérmenes que acarrearían a su tiempo, y servirían como reservas en caso de que los hombres lograran destruir algún cuerpo durante la lucha, cosa bastante improbable.

Todo el día lo pasamos en elaborar estos planes y tan solo interrumpimos los trabajos cuando me llamó Pajarito Amarillo desde afuera. Pude darle la grata nueva de que esa noche ya no necesitaríamos venado herido, pues con mis ruegos había yo logrado calmar a los espíritus malos. Él me dijo que los hombres blancos estaban más cerca del caribal y que caminaban directamente hacia él, por más que les había borrado todas las huellas y todos los pasos. Según él, ya los blancos sabían de la existencia de ese caribal y lo buscaban. Como pude lo despaché, ordenándole que no se pusiera en contacto con los que avanzaban hasta que yo se lo dijera. Un rato quedé en la puerta de mi choza meditando en lo que haría yo, una vez convertido en gobernador general de todo el mundo, con mis amigos los lacandones. Tal vez lo mejor fuera ponerlos como jefes de grupos de los agricultores, sobre todo de agricultores de hombres de mi raza, para que supieran estos lo que es sentirse humillado y despreciado, aunque de todos modos ya bastante lo sentirían cuando fueran esclavos de los moscos.

Volviendo al interior de la choza, seguimos trabajando en la elaboración del plan. Memoria Infinita puso una objeción. Si queríamos criar gérmenes bastantes para nuestro programa, necesitábamos sangre fresca y segura, con lo que resolvimos que cada cuerpo apresara a un número de hombres, para tomar de ellos la sangre y usarlos como arsenales vivientes de gérmenes no mortales. Allí supe que los moscos pueden, si así lo desean, librar a un hombre de los gérmenes, inyectándole antitoxinas; y esto es lo que habían hecho conmigo, para librarme de las calenturas palúdicas. Acabado este punto, pasamos a la organización del mundo ya ganada la guerra.

Por lo pronto, cada cuerpo se reservaba una zona en la cual, bajo pena de muerte, no podía entrar ningún hombre. Alrededor de estas zonas, donde se guardaría el tesoro y se colocarían los Grandes Consejos, se designaría otra en la cual deberían estar los hombres que iban a servir de alimento a los cuerpos. Según el tamaño de cada cuerpo, sería la cantidad de hombres que se necesitarían. Los otros hombres estarían, mientras tanto, trabajando en los campos, produciendo alimentos para ellos mismos y azúcar para los moscos. Claro está que con el alimento asegurado en forma tan fácil, cada cuerpo crecería mucho, hasta llenar por completo su zona, y el número de hombres que se permitiría sobre la faz de la tierra sería de acuerdo con las necesidades de los moscos.

Se crearían zonas especiales, en climas fríos, poco agradables para los moscos, donde se pondrían los lugares necesarios para la reproducción de hombres, perfectamente controlada, de manera que nunca hubiera más de los necesarios. Mediante los cruzamientos debidos se buscaría una raza fuerte con buena sangre, pero intelectualmente del más bajo nivel posible, para evitar en esa forma un levantamiento de los hombres que obligara a los moscos a acabar con la especie. Naturalmente que no habría escuelas ni nada parecido, se perdería la escritura, se acabarían las artes y todo lo que conocemos como cultura.

A los hombres se les permitiría tener ganados, casas, algo de ropa hecha de pieles y telas burdas, fuego y útiles de labranza rudimentarios, pero se cerrarían y destruirían todas las fábricas, se acabarían los ferrocarriles, se prohibiría el uso del petróleo, de la luz eléctrica y de toda fuente de armas. Se repartirían en clases. Una, de los productores de sangre para los gérmenes, que estarían siempre en las zonas señaladas, alrededor de cada Gran Consejo, hasta que murieran de la enfermedad que se les inoculara. Otra rama sería la de los trabajadores manuales, dedicados doce horas diarias a tareas agrícolas y a producir todo lo necesario para la alimentación suya y de los moscos. Otro grupo y las mujeres jóvenes estarían destinados a la reproducción; y, por último, algunos al gobierno y organización de todo esto. Los ancianos y ancianas serían muertos apenas pasaran de los cincuenta años, cualquiera que fuera su condición, exceptuando los ocupados en el gobierno.

Un hombre que por cualquier motivo matara a un mosco, pretendiera no cumplir con su tarea, desobedeciera, pasara a una zona prohibida o tratara de inventar algo para combatir a los moscos, sería inmediatamente condenado a muerte y ejecutado. No había otra pena más que la de muerte y esta se aplicaría invariablemente.

Acabado de elaborar este plan, los dos moscos grandes se dedicaron, mediante unos mensajeros que tenían en algún lugar cercano, a darlo a conocer a todos los cuerpos del mundo, para ver si alguno de ellos tenía alguna objeción que hacer.

Dos días pasamos en esto, dos días como de sueño, donde me veía yo dominando al mundo, siendo el amo y señor de vidas y haciendas. Este tiempo me parece como un sueño lleno de pensamientos, de ambiciones y de ansias. Esos dos días fueron los más grandes de mi vida.

Al tercero, temprano en la mañana, tocaron en la puerta de mi choza; contesté en maya que entraran y la puerta se abrió para dar paso a un hombre de mi raza y a una mujer. Él era como de unos cincuenta años, de barba rubia y cerrada, ojos pequeños e inquisitivos, pelo escaso y cano. Vestía pantalón blanco de montar, botas altas, camisola abierta y casco de corcho blanco. De una cinta que le pasaba alrededor del cuello le colgaban unas gafas de esas que montan a caballo sobre las narices. La mujer era joven, tendría unos treinta años, rubia, de cara fina e inteligente, cuerpo alto y esbelto, como acostumbrada al ejercicio.

El hombre me habló en castellano:

—Soy el profesor Wassell. Los indios no han querido hablar con nosotros y me han dirigido a su casa.

—Mucho gusto en conocerlo —le contesté—. Le ruego que pase, lo mismo que a la señora.

—Es mi secretaria, la señorita Johnes —repuso el hombre, entrando en mi choza. La mujer lo siguió. Yo me senté en la cama y puse cara de expectación como aguardando que me dijeran el motivo de su visita. El hombre fue el que siguió hablando. La mujer apenas si se había sonreído una vez y no había hablado para nada.

—Venimos en busca de los indios lacandones para hacer unos estudios sobre ellos y ver qué posibilidades hay de incorporarlos a la civilización. Estamos comisionados por el Gobierno Federal y el Gobierno del Estado. En San Quintín nos dijeron que tal vez lo encontraríamos a usted, aunque nadie supo decirnos su nombre.

—Aquí me llaman Tecolote Sabio —le repuse.

La mujer sonrió, pero el profesor siguió hablando.

—Ninguno de los indios ha querido hablar con nosotros, por más que nuestros intérpretes han tratado de ponerse en contacto con ellos. Uno de nuestros guías dice que ha encontrado rastros de que las veredas y pasos han sido cegados para que no pudiéramos llegar al caribal. ¿Por qué han hecho eso?

—Porque yo se los mandé —le repuse—. No queremos aquí intromisiones de la mal llamada civilización; y desde ahora lo prevengo: si se le ocurre a usted dar aguardiente a los indios, o enseñarselos o tomarlo frente a ellos, lo mato.

La mujer ahora me veía interesada. El profesor se levantó digno.

—Nosotros no venimos a emborrachar a los indios —me dijo cortante—. Claro está que traemos bebidas para nuestro personal y para…

—Pues le ruego que ahora mismo me las entregue todas para que sean destruidas. De no hacerlo así habrá perdido su viaje, ya que ordenaré a los indios que no hablen con usted, y ellos me obedecerán.

—Le digo que soy el representante del Gobierno..

—A mí —le repuse lentamente— todos los gobiernos me salen sobrando. Aquí el gobierno soy yo, yo soy la ley, yo soy los tres poderes y cuantos poderes se me dé la gana ser. Así que ya lo entiende, y si no le gusta, puede largarse.

El profesor se levantó y salió de mi choza dignamente. La mujer, sentada en la mesa, con los pies columpiándose en el aire, se me quedó viendo, entre sonriente y admirada. Pareció que iba a decir algo, pero de pronto saltó al suelo y salió tras del profesor. Yo me quedé en la puerta viendo hacia dónde iban. Se dirigieron hacia el caribal y vi, cerca de él, a los que formaban la caravana, madereros y cargueros y otros dos hombres con cascos.

XIII

Sol Bueno me dijo que ya habían vuelto varios de los mensajeros y que todos los cuerpos aprobaban nuestro plan, fijando como fecha de iniciación de la guerra el principio de la temporada de lluvias. Estábamos en enero, así que faltaban por lo menos unos cuatro meses en los que se podría preparar todo. A nuestro cuerpo, junto con algunos otros de la zona de Chiapas y Tabasco, nos había tocado el ataque a los campos petroleros de Minatitlán y la paralización del ferrocarril y del puerto. Debíamos luego trasladar nuestros tesoros de larvas a algún lugar propicio del río Coatzacoalcos y avanzar hacia el Norte, hasta despoblar Veracruz y unirnos, allí con los cuerpos del Norte que combatirían en Tampico y toda esa zona petrolera. Lograda la unión, avanzaríamos a la meseta Central para atacar las grandes ciudades.

Simultáneamente sucedería lo mismo en todos los países dentro de los trópicos, y creíamos que cuando ya estos hubieran sido destruidos podríamos dictar nuestras condiciones a todos los hombres del mundo. Si no las aceptaban dejaríamos pasar el invierno, ocupando con nuestros tesoros y arsenales los puestos más avanzados al norte y sur para, con la primavera, atacar a los países del norte, llevando, si resultaba necesario, arsenales vivientes. La meta de todos los cuerpos de nuestro rumbo sería Nueva York para el año entrante en el mes de julio. En el territorio de los Estados Unidos hay varios cuerpos de moscos, pero no son ricos ni poderosos, así que había que ayudarlos. Mientras nosotros libráramos nuestras primeras batallas, esos cuerpos se ocuparían tan solo en aumentar sus tesoros y arsenales, para estar listos con el mayor contingente posible en el momento necesario. Algunos de los cuerpos del río Misisipi alegaron que bien podían ellos solos destruir algunas ciudades y campos petroleros, especialmente el puerto de Nueva Orleans, pero no se creyó oportuno, por el temor de que siendo débiles fueran derrotados y permitieran a los hombres estudiar anticipadamente los gérmenes que se les iban inocular.

Para evitar que los hombres pudieran defenderse con cortinas de insecticidas, se inventó una especie de máscara que llevarían los moscos guerreros. Esta máscara la fabricaba el mismo mosco con cierto líquido resinoso que secreta, pero yo no me fiaba mucho en su eficacia. Se había probado tan solo, y con buenos resultados, como protección contra el humo que empleaban los indios. Para probarla contra verdaderos insecticidas ideamos robar una pequeña dosis del insecticida más activo a la expedición que acababa de llegar y experimentar con algunos guerreros.

Por la tarde salí de mi choza y fui al caribal. Los hombres de la expedición no me saludaron, pero Pajarito Amarillo se adelantó lleno de entusiasmo, haciendo grandes caravanas. Inmediatamente me dijo cómo él no era responsable de la llegada de los blancos, cómo había cumplido todas mis órdenes y no había hablado con ellos para nada.

Los expedicionarios habían levantado tiendas de campaña junto al caribal. Las recorrí con la vista, pero no vi por ningún lado al profesor ni a la señorita Johnes, con lo que supuse que estaban en el interior de alguna de las tiendas.

—Anda —le dije a Pajarito Amarillo— y dile al jefe de los blancos que lo espero en mi choza para hablar con él. Que vaya con la mujer que lo acompaña.

Pajarito Amarillo fue hacia una de las tiendas de campaña y yo volví a mi casa. No sé por qué se me ocurrió ordenar que fuera también la mujer, pero sentía yo dentro de mí cierto gusto en verla y hablar con ella y sentir la admiración que yo le causaba.

A los pocos momentos de haber llegado yo a mi choza, llegó el profesor Wassell con su secretaria. Desde que entró advertí que traía una pistola escondida bajo su saco blanco ligero y me pareció observar que la mujer se daba cuenta de que ya lo había yo notado, y se reía un poco de ello.

—Me ha dicho el jefe de la tribu —empezó el profesor— que deseaba usted hablarme. Supongo que habrá usted pensando un poco y quiere cambiar su opinión y manera de proceder…

—No es eso exactamente lo que quería yo —dije—. Aún insisto en que antes de tratar con la tribu me entreguen ustedes todo el aguardiente que tengan en su poder.

—No entiendo su actitud, señor… —dijo el profesor tratando de sacar mi nombre. Pero a mí no me convenía aún que lo conociera; así que le dije:

—Por aquí me llaman Tecolote Sabio. Mi otro nombre lo he olvidado o no quiero recordarlo.

—Bueno, llámese como se llame, le digo que no entiendo su actitud. Nosotros traemos tan solo una misión científica. Vengo yo, que soy miembro del Instituto Carnegie, y otros dos compañeros, uno que es un filólogo y otro un gran músico, que pretende recoger la música de estas tribus. Nos acompaña la señorita Johnes, como secretaria, y la señorita López, empleada del Gobierno del Estado. Fuera de ellos no traemos más que algunos guías y cargadores.

—Todo eso está muy bien —le interrumpí—; y yo no me opongo a que hagan los estudios que quieran, aunque me temo que de poco les van a servir. Lo único que quiero es que me entreguen todo el aguardiente que traigan y el insecticida que tengan.

—¡El insecticida! —gritó el profesor—. Usted debe estar loco, señor… Tecolote Sabio.

La mujer sonrió imperceptiblemente. Tal vez solo yo noté que se había reído.

—Aquí no hay moscos. No necesitan ustedes el insecticida que tengan —le dije—. Yo lo necesito para cierto experimento que estoy haciendo…

—¿Usted es también un investigador? —preguntó la mujer.

—Sí, señorita —le contesté—. Pero lo que investigo no lo podrían entender ustedes. Investigo a los moscos.

—Muy interesante —interrumpió el profesor—. ¡Muy interesante! Yo entiendo algo de zoología y pensaba hacer algunos estudios…

—Conmigo no los hará usted —repuse cortante—. O tal vez sí los hagamos juntos —añadí con un nuevo pensamiento en la cabeza—. Tal vez usted y su gente me ayuden mucho para mis experimentos.

—¡Encantado! —gritó casi el profesor—. Yo no sabía que usted fuera un investigador. Puede usted contar conmigo, pero yo quisiera que, en cambio de nuestra ayuda para sus experimentos, nos permitiera…

—Cuando tenga yo en mi poder todo el aguardiente —le repuse— podrán ustedes hablar con los indios y hacer lo que quieran, aunque me temo que pierden su tiempo…

La mujer rió de nuevo, con una risa suficiente y confiada que me molestó. El profesor pensaba y dijo al fin:

—Bien pensado, señor… hum… señor Tecolote Sabio, no creo que haya en verdad ningún inconveniente para entregarle las bebidas que traemos, siempre y cuando nos prometa usted guardarlas por si se presenta una enfermedad que nos haga…

—Aceptado —le dije—. Yo guardaré las bebidas.

El profesor se levantó y salió, prometiendo mandar inmediatamente todas las botellas que tuviera en el campamento. La mujer se quedó sentada en la mesa, viéndome con una sonrisa rara. Cuando se hubo cerrado la puerta tras de su jefe, me dijo:

—Dígame usted, Tecolote Sabio, ¿qué quiere decir cuando afirma que nuestros estudios saldrán sobrando?

—Son cosas que yo sé —le repuse— pero que no deben molestarla.

—No veo por qué nuestros estudios no han de servirnos para nada. Yo creo que se sacará mucho provecho de esta expedición: se conocerá mejor a las tribus que habitan estos lugares…

—Sí, se les conocerá mejor, pero ya demasiado tarde.

—¿Por qué?

—Pues… porque siempre es tarde ya para conocer las cosas.

—¿Lo dice usted porque considera que estos indios se están acabando?

—Tal vez por eso —le contesté—. O tal vez porque considero que todo lo que hace el hombre es inútil…

—¿Y a pesar de eso usted investiga?

—Sí, investigo, pero cosas más serias.

La mujer me veía riendo con algo de burla. Esto me obligó a decirle:

—Investigo cosas tan serias que de ellas depende, tal vez, todo el porvenir de la humanidad.

—¿Sí? —dijo ella, aún sonriendo.

—Sí —le repuse—. Mis investigaciones es lo único útil que se está haciendo en el mundo. Llegará un día en que sepa usted qué es lo que investigo y no se reirá de mí…

—Pero si no me estoy riendo —interrumpió—. Me interesa usted mucho, señor don Tecolote Sabio, y creo que en muchas cosas nuestros puntos de vista coinciden.

—¿En cuáles? Usted nada sabe de mí, ni de lo que pienso, ni de lo que voy a hacer.

—Efectivamente, nada sé de eso. Pero he observado y visto. Ha de ser muy divertido convertirse de pronto en dios, aunque sea tan solo de unos cuantos indios salvajes.

—¿Cómo? No entiendo lo que dice —le contesté, poniendo cara de asombro, pero comprendiendo, con cierto temor vago, que ya ella se había dado cuenta de mi posición en relación a mis amigos los lacandones.

—Para ser dios, señor Tecolote Sabio, me parece que entiende usted muy poco. Pero, con permiso, voy al río a ver si encuentro un lugar donde bañarme.

Y diciendo esto salió de mi choza. Yo me quedé pensativo. Quise pensar en mi futuro poder, pero de una manera o de otra, siempre acababa pensando en la señorita Johnes e imaginando toda clase de respuestas que la humillaran y la obligaran a dejar de reírse de mí.

En esto entraron dos de los miembros de la expedición cargando algunas cajas que contenían aguardiente de diferentes especies. Les ordené que las pusieran en un rincón y me fueran a traer todo el insecticida que tuvieran en el campamento. Salieron, prometiendo volver con lo pedido, no sin echar miradas curiosas hacia la mesa donde reposaban los dioses de Pajarito Amarillo. Al quedarme solo, llamé a Sol Bueno. Estaba este encaramado en el techo y vino al instante:

—Ya tengo insecticida para probar las máscaras —le dije—. Fuera bueno que llamaras a varios guerreros para que se pusieran sus máscaras y lo probáramos cuanto antes.

Casi a un tiempo entraron los cargadores con una bomba esparcidora y dos botes de insecticida comercial, y Sol Bueno seguido por unos cien guerreros ya con sus máscaras puestas. Llené el recipiente de la bomba y ordené a los guerreros que se pusieran en un sitio frente a mí, y a los moscos que iban a presenciar el experimento que se colocaran detrás, temeroso de matarlos también a ellos…

Los guerreros se amontonaron todos en un rincón, donde no había corriente de aire, y empecé a rociarlos con el insecticida. Cuando hube saturado bien la atmósfera, dejé la bomba y me acerqué a los otros moscos para esperar el resultado del experimento. De pronto, dos o tres de los guerreros cayeron al suelo, pero los otros seguían revoloteando. Recogí los cadáveres de los tres y los puse frente a Sol Bueno para que los examinara:

—Las máscaras de estos estaban mal hechas —me dijo— y el gas les ha penetrado. Por eso han muerto y lo merecían por ser tan descuidados. Ordenaré que sus nombres se olviden para siempre.

Los otros guerreros del experimento seguían bien y Sol Bueno les ordenó que se adelantaran. Uno de ellos dijo:

—No hemos sentido nada pero creo que para perfeccionar estas máscaras, será necesario que cubran todo el cuerpo, pues cuando el líquido entra en contacto con la piel, esta arde terriblemente, y creo que si fuera mucho el líquido moriríamos.

—Id al arsenal —les repuso Sol Bueno―– y haced las pruebas necesarias.

En ese momento se abrió la puerta y entró la señorita Johnes. Yo tenía aún la flauta en la boca.

—Se me olvidó preguntarle si no era peligroso bañarse en el río —dijo al entrar—. Pero veo que a usted le gusta la música. Se lo diré al señor Godínez, que es músico de la expedición.

—En el río puede usted bañarse cuanto quiera, con tal que no se aleje mucho de la orilla, porque hay caimanes —le repuse—. Además, yo no soy afecto a la música ni tengo tiempo para esas simplezas. Esta flauta es parte de mis investigaciones.

Mi tono cortante pareció no importarle gran cosa. Tranquilamente entró a mi choza y se sentó a la mesa.

—Me interesa usted sobremanera, señor Tecolote Sabio —me dijo—. Le ha sonsacado usted al doctor Wassell todo su insecticida, diciendo que aquí era inútil y ahora veo que lo ha usado en su casa a profusión. ¿También eso será parte de sus investigaciones?

—Sí es, y le ruego que me deje, pues tengo mucho trabajo por delante.

Ella, sin moverse, se rió abiertamente.

—Y yo que pensaba —dijo— que el encanto de llegar a ser un dios era justamente que ya no habría necesidad de trabajar. Sabe usted, don Tecolote: oí decir a unos indios que usted era Kukulcán, o sea el Quetzalcóatl de los nahuas, y eso me ha interesado mucho.

—Los indios no saben lo que están diciendo —contesté molesto—. Porque les he hecho ciertos favores insignificantes es que me han tomado por un dios…

—Error que usted se ha olvidado de contradecir. ¿Verdad? Tal vez tenga razón…

—¿En qué?

—En no contradecirlo. No cualquiera llega a ser dios. Además, los indios me han dicho que usted los ha librado de los espíritus malos…

—Por lo que veo los indios han hablado mucho con usted.

—Los hombres, no; pero con las mujeres es fácil. Me meto en las casas a pedirles alguna cosa y entablo la charla. Una de ellas me dijo que usted los había librado de los moscos…

Bajé la cabeza sin querer contestar nada. No me convenía que se empezara a hablar de ese tema tan peligroso antes de que todo estuviera preparado. Ella siguió, como divirtiéndose al ver mi pena:

—Me dijo que cuando usted tocaba su flauta convocaba a los espíritus malos y a los buenos y les ordenaba a los moscos que no molestaran a la tribu. Me había interesado mucho, pero ahora veo que no es la flauta sino el insecticida lo que usa usted para ahuyentar a los moscos y eso le quita mucho de su encanto a la situación. Pero, como mi charla no le divierte, me voy al río a bañarme.

Por un momento sentí un extraño impulso de detenerla, pero la dejé salir sin decir una palabra. No sé por qué, yo que he olvidado tantas cosas, recuerdo perfectamente todas las palabras que me dijo ella y las sanciones que tuve al recibir esas palabras dentro de mí.

XIV

Toda la noche medité en la conversación que había tenido con la señorita Johnes, y de pronto comprendí que la presencia de hombres blancos junto a mí volvía a turbar mi tranquilidad. Tuve deseos inmoderados de probar el aguardiente que me acechaba en el rincón de la choza, pero el miedo de empezar de nuevo me tuvo inmóvil en la hamaca. De pronto comprendí que en mi loca carrera hacia el poder supremo entre los hombres, había yo dejado de odiarlos como en los días en que sus injusticias me impulsaron a perder mi existencia entre las selvas acogedoras. Pero ahora, con los hombres de nuevo frente a mí, volvía a sentir ese odio y el deseo inaudito de venganza, que me daba fuerza para seguir adelante con el plan que teníamos ya trazado.

«El mundo está en mis manos», pensaba yo. «Yo soy el dueño de todo lo que tiene el hombre sobre la faz de la tierra: sus bienes, sus vidas, sus mujeres».

Y pensando en las mujeres, renació la imagen de la señorita Johnes, de esa mujer burlona, que parecía reír de todo lo que decía yo y que a su vez, buscaba mi compañía.

Antes que amaneciera me levanté y salí a sentarme junto al río. Tal vez si en ese momento, arrepentido, hubiera buscado la ayuda de los hombres, no hubieran pasado ninguna de estas tragedias. Tal vez debí dirigirme a Dios, pero yo entonces, cercano a mi gran poder, no creía en Dios. Él había creado al hombre y lo había hecho amo y señor del mundo, amo y señor de todas las cosas creadas; pero yo, con mi poder, iba a destruir la idea de Dios, iba a reducir a los hombres, a la creación más perfecta de Dios, a la calidad de ganado que se compra y se vende. Pensando en esto no podía creer en Dios, un Dios desconocido para los moscos, que iban a ser los amos de la tierra. ¿O sería desconocido para ellos? Nunca había yo tratado ese punto con Sol Bueno y más me valía no tratarlo. Ni siquiera sabía yo qué palabra en el idioma mosquil pudiera significar Dios.

Pero si Dios existía, no iba a permitir que el hombre se extinguiera sobre la faz de la tierra antes de que llegara el momento inevitable, pensado por Él. O tal vez, aburrido de nuevo de las maldades de los hombres, iba a usar de los inconscientes moscos y de mí, de mi vanidad, de mi orgullo y de mi resentimiento, para castigar al hombre y hacerlo volver a la senda del bien, a la unión completa.

En ese momento, sentado junto al río, yo comprendí que no debía pensar en esas cosas, pero pensaba en ellas sin querer: me asaltaban, sentía un temor indescriptible, un temor vago y a la vez concreto, frente a Dios. Y por eso me aseguraba a mí mismo, diciéndome que Dios no existía, que el mundo se había formado por la casualidad y no sé cuántos desatinos inspirados en unos libros seudofilosóficos que leí allá en mis mocedades. Y si el mundo se había formado por la casualidad, esta ponía en mis manos poderosas, en mi inteligencia, el poder de destruir el orden reinante y crear otro. Entonces yo era tan solo una fuerza ciega de la casualidad; y esto me rebelaba, hacía temblar mi alma, llena de orgullo. Era mejor ser un peón en el juego de ajedrez de un Dios inteligente, de un Dios creador y poderoso; pero ahora era mejor aún lo que me había enseñado mi madre: ser una entidad libre, aun frente al Dios creador, al Dios que nos había creado a su imagen y semejanza. Pero si esto era verdad, si la cándida fe de mi madre era la cierta, por más que yo la hubiera rechazado hacía mucho tiempo, entonces yo estaba no tan solo traicionando a la raza humana, sino que también a mi Dios, al Dios que me había creado; y me estaba vendiendo a mí mismo a cambio de un poder sobre esclavos.

Creo que esa mañana fue cuando estuve más cerca del arrepentimiento. El poder que iba a adquirir no me parecía ya tan hermoso ni tan dulce, visto a través del Señor. Recuerdo que por un momento estuve a punto de levantarme y buscar al doctor Wassell para pedirle que me llevara lejos de la selva, lejos de esa terrible tentación. Pero a mi espalda sonaron voces y, volviéndome, vi a uno de los expedicionarios, que luego supe que era Godínez el músico, charlando con la señorita Johnes, a quien llevaba abrazada rumbo al río. Rápidamente me oculté en unos matorrales y los vi cómo se sentaban en el mismo sitio en el que había estado sentado yo, y, las cabezas casi unidas, charlaban.

Entonces, de nuevo invadido por una cólera que no alcanzaba a comprender, fragüe la última parte del plan, la más perversa. Ya conquistado el mundo, se le prohibiría al hombre todo contacto con Dios, toda religión. Había que explicarle al Consejo Superior el porqué de esta medida. El Consejo tenía que comprender el peligro que había para nuestros planes en esa comunicación entre Dios y el hombre, en esa inspiración a Dios que hace del hombre un ser libre y fuerte, cosa que había que evitar.

Sol Bueno zumbó en mis oídos su salutación; y yo, tomando mi flauta, que traía siempre atada al cuello, le contesté y le expuse el nuevo artículo que había que incorporar al plan de gobierno de los hombres.

—¿El Ser Superior? —me dijo, usando el término que había yo empleado para darle a entender mi idea—. Nunca he oído hablar de él, no sé a qué te refieres.

—El hombre —le expliqué— cree en Dios, que es ese Ser Superior, que lo creó y le dio todo cuanto tiene. Cree que le dio, sobre todo, la libertad de pensar, de obrar, de escoger entre el bien y el mal.

—Ya comprendo —me dijo—. Dios es el Gran Consejo de los hombres.

—No, Dios está sobre los grandes consejos y los consejos superiores. Dios es infinito, es todo poderoso. Dios los ha creado a ustedes y ha creado al hombre de la nada…

—No te entiendo —me interrumpió—, pero si quieres pasaré tus palabras a los representantes del Consejo Superior, cuyo nombre no se puede decir, ya tal vez ellos te entiendan. Pero si crees que nos puede perjudicar en algo el que los hombres crean en eso que dices, les quitaremos la creencia.

—Nunca los hombres serán verdaderamente esclavos mientras crean en Dios —le repuse—. El es el principio más firme de la libertad, y no es tan fácil como crees el quitarles esa creencia.

—Todo se puede hacer —me dijo—. Llevaré tus palabras y el Consejo ha de resolver algo.

Apenas se hubo ido Sol Bueno, una proveedora se acercó y me zumbó en el oído:

—He oído tus palabras —me dijo— y escuché también otras que pronunciaste frente al Innombrable. Quiero que me expliques por qué los hombres son libres y por qué nosotras, las proveedoras y los exploradores, no somos libres. Si Dios nos creó a todos, todos debemos ser libres.

—Sí —le repuse—, todas podrían ser libres si creyeran en Dios, si tuvieran un Dios, pero ni siquiera yo creo ya en Él.

—¿Por qué?

—Pues, porque… por razones mías.

—Pero si el Gran Consejo cree en Dios, nosotras debemos creer en Dios —me dijo—. Nosotras creemos todo lo que el Gran Consejo cree y nunca nos ha hablado de Dios ni hemos oído a los recordadores que lo mencionen. Si el Gran Consejo lo supiera, sin duda nos lo diría. Pero adiós, me tengo que ir a tomar la sangre de esos dos que están en la playa.

La señorita Johnes y Godínez se habían levantado y caminaban lentamente río arriba, por toda la playa. Ella había dejado su mano en la de él y hablaban en voz baja, como se hablan los enamorados. Yo me quedé entre las malezas, acechando sin saber por qué.

Algunos niños lacandones llegaron hasta la orilla del agua y pronto me vieron, porque lo que para los de mi raza está oculto en la selva, para los lacandones está a la vista. Después de saludarme con grandes reverencias, me pidieron unas hojas de papel. En lugar de dárselas, salí con ellos de mi escondite y les hice sus barquitos y jugué con ellos, haciendo tanto ruido que la señorita Johnes tuvo que volver la cara y vernos, que era lo que yo quería. Con su compañero se acercó a nosotros y contempló durante un rato los barquitos y a los niños que jugueteaban con ellos en el agua. Luego, sonriendo como siempre, me dijo:

—Me parece que no conoce usted al señor Godínez. Es el músico de nuestra expedición. El señor Godínez, el señor Tecolote Sabio.

Nos saludamos con la mano, pero yo noté en ella cierta burla, probablemente como para indicarle a su compañero lo cómico del nombre que me habían puesto y que usaba por no saber otro. Godínez parecía verme también con cierta burla. La señorita habló primero:

—Está despachando a los malos espíritus, según veo —dijo—. Una de las mujeres indias me contó ese estupendo sistema de despachar a los malos.

—Las mujeres indias le cuentan a usted muchas cosas —le dije—. Esto es tan solo una diversión para los niños…

—Pues los grandes la han tomado muy en serio —me interrumpió.

—Y yo ¿qué culpa tengo de eso? —grité ya casi enojado.

—Ninguna —me dijo ella sonriendo, siempre sonriendo—. Tan solo me pareció chistoso.

Sin contestar me retiré a encerrarme en mi choza a pensar a solas. Pero no fue posible, porque se me presentó el doctor Wassell con todo el resto de los expedicionarios para presentármelos y decirme que iban a iniciar sus trabajos. Estuve lo más amable que pude, le enseñé dónde había guardado su aguardiente y los despaché. Apenas se hubieron ido me habló Sol Bueno:

—Los representantes del Consejo Superior, que no podemos nombrar, quieren hablar contigo para discutir el proyecto nuevo que tienes. Así que te esperan junto al caobo y fuera bueno que me acompañaras.

Los miembros representantes de los Consejos Superiores, antes de iniciar las pláticas, hicieron que se retiraran todos los moscos que estaban junto a ellos, mandando que se pusiera una barrera de guerreros alrededor de nosotros para que no nos interrumpiera nadie.

—Sol Bueno —me dijo uno de ellos, cuando estuvimos completamente solos— nos ha dado tu mensaje. Por tu culpa podemos vernos en grave peligro, pero no te acusamos de ello, pues no sabías nada.

—No entiendo lo que me quieres decir —le dije.

—Has hablado de Dios —me dijo—. Y eso es peligroso. Nosotros nunca hablamos de Él; el pueblo, la gente menuda, no debe ni siquiera conocer su existencia, porque sería peligroso para nuestra organización.

—Entonces —les dije— ustedes sí conocen a Dios.

—Sabemos de Él —repuso el que hablaba—. Pero tan solo lo sabe el Consejo Superior y nunca habla de ello. Cuando estábamos unidos en un solo cuerpo lo adorábamos como es debido. Eso fue mucho antes de que apareciera el hombre sobre la tierra. Ahora lo adora el Gran Consejo de cada cuerpo, pero las células dispersas nada saben de ello ni los recordadores guardan esas palabras. Si las proveedoras, por ejemplo, se enteraran de la existencia de Dios, se creerían iguales a nosotros y se acabaría nuestra organización tan perfecta.

—Ahora comprendo —le dije—. No tengan cuidado, no volveré a hablar sobre ello.

—Está bien. En cuanto a los hombres, fuera bueno hacer por quitarles toda idea de Dios; y, para ello, diremos a nuestros súbditos que los hombres creen en tonteras y patrañas. Pero tú no vuelvas a hablar de eso.

—Así lo haré, no teman —les contesté—. Ahora quiero hablarles de otro asunto. Han llegado aquí varios hombres y creo que la suerte nos los manda. En ellos tenemos un perfecto arsenal viviente y sangre bastante para alimentar a los gérmenes y a los miembros del Gran Consejo mientras fraguan nuestros planes.

—Ya lo habíamos pensado —me dijo el que hablaba—. Y así se hará.

—Creo oportuno hacerlos prisioneros, ya que piensan estarse poco tiempo —les dije—, y para ello hay que darles una muestra de nuestro poder y debo hablarles yo antes. Posiblemente sea necesario matar a uno o dos de ellos, pero con los que quedan nos basta para nuestros fines.

—Haz como quieras y manda a Sol Bueno. Él te dará inoculadores de gérmenes y todo lo que te sea necesario, pero que no se vayan y, sobre todo, que no se escape uno solo después de que hayas hablado con ellos, pues aún no es oportuno que el mundo de los hombres sepa de nuestros planes.

—Así lo haré —le dije—. Ya había yo pensado en ello.

Con esto me despedí de los representantes y me retiré a mi choza a madurar el nuevo plan que se me había ocurrido. La señorita Johnes ya no se iba a reír de mí.

La señorita Johnes fue a visitarme esa noche, cuando ya había caído el sol. Como siempre, sonreía y parecía estar como en su casa. Entró sin pedir permiso, se sentó en la hamaca, columpiándose lentamente mientras me miraba. Yo fingía no darme cuenta y seguía ocupado con mis cuadernos de apuntes, pero con el rabo del ojo la observaba. Vestía una enagua blanca corta y una blusa ligera; no llevaba medias y tan solo unos guaraches extraños. El pelo rubio le caía sobre los hombros como si no se hubiera peinado, pero yo adivinaba que mucho cuidado había puesto al acomodarlo para dar esa impresión y sentía cierto gusto dentro de mí imaginando que todo ese arreglo era para agradarme. Pero ¿por qué pretendía agradarme esa mujer? Y, además, a mí nada me importaba el que se preocupara por mí. Yo estaba ocupado en grandes cosas, tan grandes que ella era incapaz de entenderlas o adivinarlas.

De pronto me dijo:

—Los indios me han contado que habla usted con los moscos, valiéndose de esa extraordinaria flauta.

Por un instante me quedé desconcertado. Luego pude decirle:

—Los indios no saben lo que están diciendo. ¿Quién ha logrado, alguna vez, hablar con un animal?

—Sabe usted, señor Tecolote…

—No me diga así —le interrumpí—. Tengo mi nombre.

—Pues yo no lo sé y usted me dijo que así le dijera.

—Eso se lo dije al profesor Wassell —le contesté—. Pero usted debería llamarme por mi nombre.

Entonces le dije mi nombre, pero ella tan solo se rió y me dijo que le gustaba más el de Tecolote Sabio.

—Sabe usted —siguió diciendo—: yo he leído muchas novelas de misterio. Tal vez por eso veo misterios en todos lados y usted me parece un misterio. En primer lugar, ¿qué hace aquí? No es usted uno de tantos explotadores de indios y no veo que se afane por buscar oro o maderas preciosas. En el mundo civilizado podría usted llegar a algo…

—¡Eso creí yo también hace tiempo! —exclamé.

—Pero no tuvo usted la bastante fuerza para sobreponerse al mundo y se dejó vencer y vino a ocultar su desencanto y su amargura en el fondo de esta selva maldita.

—Más o menos esa es la historia —contesté. No sé qué, dentro de mí, me impulsó a hablar; algo dentro de mí me obligaba a contarle a esta mujer toda la amargura que llevaba, todo el odio y el dolor. Tal vez ella me comprendiera, tal vez ella me salvara—. Esa es la historia —repetí—, la vulgar historia. Pero, como dice usted, yo pude ser algo y lo voy a ser aún, voy a ser algo más de lo que había soñado ser. Pero para llegar a esto he atravesado por los caminos de la amargura y del odio…

—Ve usted cómo tengo razón —me interrumpió riendo—: hay en usted algo misterioso y los misterios me fascinan.

No sé por qué su interrupción me molestó. Volví a sentarme frente a la mesa y abrí de nuevo mi cuaderno. Por fin me había yo decidido a abrirle el corazón a un ser de mi raza, creyendo que me comprendería; pero esa interrupción estúpida me cerraba las puertas y me dejaba vacío como antes. Ella seguía hablando sin darse cuenta.

—Antonio, el señor Godínez, va a venir dentro de un momento por mí. Me convidó a dar un paseo por la playita, a falta de otra distracción.

—Y entonces —le pregunté—, ¿para qué ha venido usted a mi casa? ¿Por qué no salió con él del campamento?

—El profesor Wassell me pretende y no quiero ofenderlo.

—Pero usted sale con el músico a escondidas.

—No a escondidas —replicó ella poniéndose seria—. Pero no quiero que el profesor se dé cuenta ya de que el señor Godínez y yo somos novios. Le tengo mucho cariño y mucho respeto al profesor y me dolería mucho que se molestara. Poco a poco quiero ir metiéndole en la cabeza la idea de que nunca me he de casar con él. Pero eso a usted no le interesa. Yo vine a su casa porque me gusta su charla misteriosa. Como le digo, yo…

—¿Y piensa usted casarse con Godínez? —le pregunté.

—Sí —me contestó—. Nos casaremos apenas hayamos vuelto a la civilización. ¿Cree usted que seremos felices, señor Tecolote?

No le contesté nada. No puedo recordar en qué pensaba yo en esos momentos, pero sí recuerdo que el corazón me dolía ante la maldad humana. Esa mujer sonriente y hermosa engañaba al profesor, se burlaba de mí. El mundo era el de siempre y los hombres no tenían remedio. Había que aniquilarlos por completo o dominarlos en tal forma que vivieran en adelante como ganado. Solo así irían por el camino recto, solo siendo esclavos de una raza superior se librarían de todo el peso de sus maldades.

La entrada de Godínez cortó mis meditaciones. Apenas si me saludó por dirigirse inmediatamente a la señorita Johnes.

—Vamos —dijo ella levantándose.

Me quedé solo, pero con una nueva amargura. ¿Pero qué amargura podía tener el hombre que iba a ser el amo del mundo? Dejé a un lado mis pensamientos y me dediqué a madurar mi plan para capturar a los expedicionarios.

XV

Temprano en la mañana mandé llamar al profesor Wassell, rogándole que se presentara en mi choza con toda su gente, ya que era necesario que hablara yo con ellos. Cuando llegaron los acomodé como se pudo y me senté frente a ellos, tras la mesa. La señorita Johnes se quiso sentar a la mesa pero le rogué que se colocara junto a los otros. Así lo hizo sin protestar, pero viéndome con curiosidad y sonriendo siempre.

«Pronto dejará de sonreír», pensé.

Ya que todos estuvieron acomodados, los principales al frente y los cargadores y chicleros al fondo, empecé mi discurso con voz lenta y clara, para que todos los presentes me pudieran entender perfectamente y no hubiera, más tarde, malas interpretaciones.

—Señores y señoras —les dije—, varias veces les he dicho a ustedes, especialmente al doctor Wassell y a la señorita Johnes aquí presentes, que estaba yo llevando a cabo un experimento importantísimo, tal vez el más importante que se ha llevado a cabo en el mundo. La señorita Johnes se ha reído constantemente de mí por esto y me ha parecido que el profesor Wassell no ha creído mucho en mis dotes de investigador…

—¡Oh, no! —exclamó el profesor—. Yo nunca…

—Le ruego que no me interrumpa —dije—. Ahora bien, creo que ha llegado el momento de darles a conocer mis experimentos y rogarles que me ayuden a llevarlos a feliz término…

—Estamos completamente dispuestos —volvió a interrumpir el profesor—. Desde el otro día me permití decirle que nos agradaría mucho cooperar con usted en sus investigaciones, pero no teniendo ni la más remota idea de lo que tratan, no he podido…

—Ahora lo sabrá usted. En pocas palabras se trata de esto. Yo he aprendido el idioma de los moscos. No me interrumpan por favor —me apresuré a añadir viendo que varios de los presentes pretendían hablar—. Sí, he aprendido el idioma de los moscos, el idioma que hablan todos los moscos del mundo, y, por medio de ese idioma, me he comunicado con ellos, hasta llegar a conocer perfectamente su organización y su vida. Como ustedes comprenderán, creo que es la primera vez que tal cosa pasa en el mundo: es la primera vez que un ser de la creación logra aprender el idioma de alguno de los animales que llamaríamos irracionales y comunicarse con ellos.

Varios de los presentes, especialmente el tal Godínez, esbozaron una sonrisa idiota. Pero yo ya sabía que no iba a ser comprendido y no me importaba. Lo único interesante era que se dieran cuenta cabal del papel que iban a desempeñar en la organización del nuevo mundo del cual yo sería el amo. Con toda clase de pormenores les expliqué lo que se pretendía de ellos, que no debían alejarse del lugar en que estábamos y las leyes que desde ese día regirían sus vidas, o sea, las leyes que habían dictado los moscos para el día de la victoria.

Mientras hablaba, el profesor parecía aburrido, la señorita Johnes me veía con curiosidad y los otros ponían cara de interés, como cuando está uno oyendo un cuento divertido. Pero a las claras se veía que no creían una palabra de lo que les estaba diciendo. Por eso concluí así, después de hablarles durante dos horas:

—Naturalmente que el espíritu científico de algunos de ustedes y la tonta incredulidad de los otros pedirán pruebas de lo que les he dicho. La prueba es terrible, pero va a ser definitiva. Un mosco picará al señor Godínez esta misma tarde, y dentro de unos días estará muerto de una enfermedad hasta ahora desconocida por el hombre. Primero se le hará una ampolla en el lugar del piquete, luego esa ampolla crecerá hasta cubrirle todo el cuerpo y morirá entre dolores atroces. Esa es la prueba que les ofrezco.

—Yo creo que está loco —dijo la señorita Johnes.

—Mi prueba es irrefutable —alegué yo—. Cuando el señor Godínez haya muerto…

—¿Y cómo sabremos que murió de una enfermedad contagiada por un mosco? —preguntó de nuevo la señorita Johnes—. Es fácil para usted el darle una hierba venenosa que provoque una enfermedad como la que acaba de describir…

—Un momento, por favor —interrumpí—. Quiero que la prueba que voy a ofrecerles sea completamente científica, completamente controlada. Para ello quiero que el sujeto de la experiencia se recluya en su choza y no coma más que lo que él mismo prepare, para evitar la posibilidad de envenenamiento que ha sugerido la señorita Johnes. El profesor Wassell y las personas que así lo deseen pueden quedarse en la choza con el señor Godínez, para cuidar de él y ver que no se haga trampa. Esta noche habrá dentro de la choza una gran cantidad de moscos, pero tan solo picarán al sujeto del experimento, así que el resto de los que están presentes pueden no tomar precauciones. El sujeto puede tomar las precauciones que guste, pero desde ahora le digo que serán inútiles, porque tanto los moscos como yo hemos resuelto que el señor Godínez muera, para experimentar en él esta nueva enfermedad, y el señor Godínez va a morir irremediablemente.

—Vámonos —dijo la señorita Johnes, levantándose e interrumpiéndome—. Este Tecolote Sabio está mucho más loco de lo que creíamos. Señor Godínez, acompáñeme usted al río: vamos a ver si encontramos un lugar donde bañarnos. Buenas tardes, don Tecolote, su charla ha sido de lo más divertida, pero ya se va alargando demasiado.

Y la señorita Johnes salió de mi choza, seguida por Godínez. El profesor Wassell se les quedó viendo, como si pensara seguirlos, pero cambió de parecer y se quedó sentado, meditando. Claramente veía yo que meditaba mucho más en la señorita Johnes y en el señor Godínez que en todo el maravilloso experimento que había yo puesto frente a sus ojos. Esto me afirmó en mi opinión sobre la pequeñez y miseria del hombre. Para despertarlo de sus meditaciones, dije con una voz completamente natural:

—Es una lástima que el señor Godínez tenga que morir. La señorita Johnes lo va a sentir mucho, porque es su novia.

El profesor levantó los ojos, pero no veía nada: los tenía perdidos en el espacio. Lentamente se puso de pie y salió de mi choza rumbo al campamento. Los otros se desbandaron sin decir una palabra.

Sol Bueno se detuvo junto a mí y le conté todo lo que había pasado con los hombres, pero sin adentrarme en el conflicto sentimental entre el profesor y el señor Godínez. No sé por qué, mientras hablaba con él, mis ojos buscaban a través de la puerta la ribera del río, pero no pude ver nada.

—¿Qué haremos entonces? —preguntó Sol Bueno—. Por lo que me dices, estos hombres son la crema de la ciencia de los hombres y no creen lo que les has dicho. Menos aún lo creerán los demás hombres.

—Vamos a demostrárselos —le contesté—. Para ello les he anunciado la muerte del señor Godínez. Quiero que esta noche un cuerpo grande de guerreros y de hembras se arme con los gérmenes de la enfermedad de que ya hemos hablado y se ocupen en picar al señor Godínez, a quien ya te he enseñado. Que no vayan a picar a ningún otro hombre, porque se echaría a perder la prueba. Que lo piquen tan solo a él, pero asegurándose de que le inoculen los gérmenes, para que sin falta muera en el plazo dicho.

—Está bien —me dijo—. Voy a prepararlo todo.

—Cuando el señor Godínez haya muerto —proseguí—, o cuando ya esté enfermo y toda la ciencia médica de los hombres no baste para curarlo, quiero hacer una demostración más ante estos hombres, para la cual necesito varios escuadrones de moscos que obedezcan mis órdenes. Entonces comprenderán que ninguno de ellos debe apartarse de estos contornos, so pena de muerte inmediata. Pero también han de comprender tus guerreros que no deben tratar de matar a ninguno de los hombres…

—Eso ya lo saben. El Gran Consejo y el Consejo Superior han dicho que quienquiera que mate a uno de estos hombres sin una orden del Gran Consejo será muerto irremisiblemente.

—Me parece muy bien —le dije—. Nos es necesario conservar a estos hombres vivos, si es que hemos de utilizarlos para nuestra guerra. Ahora, anda y prepara todo lo necesario.

Desapareció Sol Bueno y yo salí de mi choza sin rumbo fijo, pero mis pasos me llevaron a la ribera del río. Con los ojos busqué por todo el playón. En una punta, sentados bajo una manta que habían puesto para el sol, estaban la señorita Johnes y Godínez, hablando en voz baja, la cabeza de ella apoyada en el hombro de él. Me era necesario saber qué premeditaban, así que volví a meterme en la espesura, y con grandes precauciones me acerqué al lugar donde estaban sin ser notado por ellos. Bajo un caulote me acomodé y me puse a escuchar.

Mas para nada hablaban de lo que yo les había dicho ni de la muerte que tan cerca tenía él: hablaban de amor y de su vida futura. Por no hacer ruido no quise retirarme y tuve que escuchar, durante toda una hora, las palabras necias que les nacían del corazón. Por fin se levantaron para irse y yo me pude retirar.

En el campamento no había ningún blanco a la vista. El profesor, según me dijeron, estaba encerrado en su tienda estudiando. Sus ayudantes habían salido de cacería con los chicleros y los guías. Pajarito Amarillo salió a hablarme, haciéndome grandes caravanas:

—¡Oh, gran Kukulcán, Tecolote Sabio! —me dijo—. Estos hombres blancos son buenos, porque no nos dan aguardiente en el que han encerrado los espíritus del mal, sino que nos dan mantas blancas y de colores y cuchillos y hachas y no nos piden trabajo a cambio, tan solo quieren que les cantemos y les hablemos mientras ellos hacen que un círculo negro dé vueltas.

—Sí —le dije—, son buenos y por eso he permitido que se queden aquí, y se van a quedar para siempre, y tú, Pajarito Amarillo, vas a ser el jefe de ellos y de grandes tribus. Yo te lo prometo y ya ves que mis palabras no fallan.

—Gracias, ¡oh, Kukulcán! —me dijo—. Tú has traído el bien entre nosotros y mis palabras no son bastantes para decirte la alegría que hay en mi corazón y en los corazones de los hombres y de las mujeres de mis tribus. Pero quiero decirte una cosa. En el corazón del jefe de los blancos hay tristeza, porque no puede comprar a la rubia que se ha ido con el otro. Si tú eres su amigo, debes ayudar a que la compre, porque su corazón se está marchitando en la soledad y sufre mucho su alma. Si quieres podemos comprarla con puna dura y buena, que hay mucha en la selva, y con chicle.

—¿Cómo sabes tú eso? —le pregunté.

—Los chicleros hablan de noche junto a las hogueras, y varios de ellos hablan en maya, y yo los he oído. También he visto la tristeza del jefe blanco y cómo sigue con los ojos a la mujer, con la misma mirada que tiene el cachorro cuando ve venir a su madre.

—Pensaremos sobre ello —le dije—. Tal vez podamos hacer algo.

—Pero, ¡oh, Kukulcán! —añadió—, perdona la audacia de mis palabras, que yo bien sé que no puedo aconsejarte. También he visto en tus ojos el deseo. En las noches he pensado sobre ello y me he dicho: «No la desea, porque si la deseara fuera suya y ella iría a su casa y se sentaría en el suelo a sus pies y escucharía sus palabras, porque él es Kukulcán, el que todo lo puede». Pero ahora me he dicho: si tú la deseas, llévala a tu casa, que toda mi tribu cortará madera y sacará chicle para pagarla.

—Yo sé que lo harías, Pajarito Amarillo: lo sé con el corazón y con él te lo agradezco; pero no la deseo.

Vi que mis palabras lo entristecieron y que no las creyó, pero no se atrevió a replicar. Yo no quedé contento con lo que le había dicho. Tal vez lo mejor hubiera sido decirle que los dioses no deseamos a las mujeres o algo semejante. Pero ya era tarde.

Me fui a mi choza y quise pensar en mi grandeza futura, pero las palabras de Pajarito Amarillo me daban vuelta en la cabeza: «Si él la deseara, ella iría a su casa y se sentaría a sus pies y escucharía sus palabras». Pero no era posible que yo deseara eso: yo era un hombre demasiado grande, demasiado poderoso, para sufrir por una mujer, para desearla. Frente a mí se abría un mundo de oportunidades grandiosas: sería el hombre más poderoso de la tierra, el rey más grande y temido, pero «ella se sentaría a mis pies y escucharía mis palabras» y tal vez pudiera yo acariciar suavemente su cabello rubio, que le caía sobre los hombros. No, lo importante es la guerra, es la organización perfecta, sin sentimientos. «Toda la tribu cortaría madera de caoba y sacaría chicle para pagarla y que sea tuya». Mía, mía, sentada a mis pies en las noches, escuchando mis palabras, bebiéndolas con sus grandes ojos azules, mientras yo acariciaría su cabello rubio que le caía sobre los hombros. Pero todos los hombres, de todos los climas, me obedecerían, escucharían mis palabras, yo sería el amo del mundo. Ella tenía que escuchar mis palabras, tenía que saberlas, tenía que sentarse a mis pies…

No sé por qué el delirio hizo dar vueltas a estas ideas. Al anochecer salí de mi choza y corrí al playón, pero estaba ya vacío. Tan solo, en la arena estaba la marca donde se había sentado ella y la colilla de un cigarro que había apagado, clavándolo en el suelo húmedo.

Me lavé la cara y las manos y el agua fría me despertó. Lentamente regresé a mi choza.

XVI

Sol Bueno llegó ya tarde. Yo estaba acostado en la hamaca, luchando lentamente por restablecer el equilibrio, después del delirio extraordinario de la tarde.

—Todo está dispuesto —me dijo—; los escuadrones, debidamente armados, están ya en las casas de los enemigos y mañana podremos observar el resultado.

—Está bien —le dije.

—Les indiqué a los recordadores que vinieran aquí a darnos parte de lo que suceda, así que los esperaremos.

—Hablaremos mientras tanto —le rogué, temeroso de que me volviera ese extraño delirio, temeroso de seguir representando en mi mente la figura de la señorita Johnes. Y así hablamos durante largo tiempo, no sé cuántas horas. Yo apenas si contestaba a lo que Sol Bueno me decía, y muchas veces mi pensamiento vagó hacia cosas que yo no quería recordar. Esta era la primera noche de mi grandeza, era la noche en que debería estar con todos los sentidos puestos en lo que estaba sucediendo. Debía yo hacer como Sol Bueno, que no hacía más que hablar de nuestro futuro poder y de la guerra que se estaba iniciando. Pero no pensaba yo en eso. Sin quererlo, mi cerebro se empeñaba en resucitar imágenes muertas y aparecía la forma de mi madre, muerta hace ya tantos años, y la adusta figura de mi padre que nunca supo educarme ni llevarme por el camino que él había pensado. Y veía a mis abuelos, a la dulce viejecilla esa que, cuando era yo niño, me enseñaba la doctrina cristiana en el corredor de su casa, sentados los dos en la sombra, ella en su equipal y yo en un banquillo. Y luego, acabada la lección, me regalaba dulces de nuez y unos centavos. Aún veía yo sus amplias enaguas, negras, de raso opaco, contra las que me gustaba apretar la cara para oír el crujido de los hilos; y su bolsa pequeña donde guardaba las llaves de la casa, el devocionario, el pañuelo y la costura que no dejaba nunca. Otras veces la ayudaba yo a lavar las hojas de las camelias y a remover la tierra de las macetas, cubiertas siempre de flores. Yo sabía que las flores más hermosas de aquellas macetas iban al altar de la Virgen que estaba en la sala, siempre cerrada, así que las cuidaba con la misma unción con la que ayudaba en misa al viejo señor cura de la parroquia.

Pero entre todas estas imágenes, se colaba en mi cerebro el constante zumbar de Sol Bueno y el monótono canto de la selva que nos rodeaba con su murmullo. Y aparecía la sombra de la señorita Johnes, sentada a mis pies, mientras yo acariciaba el cabello rubio que le caía por la espalda hasta apoyarse en los hombros.

Entonces quería yo volver a la realidad, asirme a las palabras que zumbaba Sol Bueno y a las que yo, por medio de mi flauta, le contestaba; pero todo era inútil.

Aquella noche fue la peor que he pasado en muchos años. Era la noche más grande de mi vida: yo lo sabía, lo sentía dentro de mí; pero en lugar de pensar en ello, se me venían otros pensamientos que debieron desaparecer hace muchos años o que nunca debí tener, y esos pensamientos se me hacían angustiosos en la garganta, me apretaban el pecho, como una mano pesada puesta sobre el corazón, y me quitaban la alegría de ser fuerte y tan poderoso. Sin quererlo, mis labios empezaron a musitar una oración, la oración que siempre repetía mi abuela:

«Dulce Madre, no te alejes,
tu vista de mí no apartes»…

Pero por más que hice no pude recordar el resto. Los versos se me quedaron pegados y me daban vueltas en la cabeza, junto con todas las otras imágenes y pensamientos que me atormentaban.

Por un momento, al recordar a mi abuela, pensé en Dios, en ese Dios en el que yo apenas si creía, en el que los moscos creían pero ocultaban, para dominar así a sus inferiores.

«¿Qué pasaría», me pregunté, «si yo les hablara de Dios a los moscos, a las especies oprimidas?».

Pero no había que pensar en eso: había que pensar en la guerra que estaba por desatarse, en la guerra que me llevaría al poder.

«Nada hay fuera de Dios», me había dicho mi abuela un día.

Pero entonces, mi poder, el inmenso poder que iba yo a adquirir, dentro de unos días, estaría también en Dios. Pero eso no podía ser: mi poder era contra Dios, era para quitarles a los hombres la creencia en Dios, porque esa creencia les impedía ser verdaderos esclavos. Los hombres sin Dios serían una presa fácil para nosotros, los hombres como yo, que por eso fui una presa fácil para todos los vicios y para todas las desventuras, que por eso me entregué a la amargura y al odio.

«Fuera de Dios no hay nada», decía mi abuela, la pobre viejecilla que había vivido en otro mundo. Pero yo creía, esa noche amarga de mi primer triunfo, que fuera de Dios sí había algo: estaba mi poder, mi fuerza.

Un recordador llegó con noticias:

—Ya se encuentran todos los escuadrones dentro de la tienda de campaña de la víctima señalada. Una mujer está con él.

—No la toquen a ella —dije.

—No la tocaremos —me contestó—. A la víctima la hemos atacado ya, pero se ha sabido defender y ha matado a cuatro compañeros. Ahora se ha refugiado dentro de un velo.

No acababa de hablar este, cuando llegó otro recordador:

—Hemos encontrado un resquicio en el velo por el que pueden pasar algunos de los guerreros.

—Muy bien —le dije—: que pasen y lo ataquen.

—Así lo han hecho, pero él sigue defendiéndose y ha matado ya a tres de los cuatro compañeros que entraron.

—Que lo ataquen en silencio —le ordené—, que no hagan ningún ruido. Lo mejor sería que entraran varios por el resquicio y, ya que estuvieran dentro, lo atacaran todos a un tiempo. Así es indudable que alguno llegará a picarlo. Lleva esas órdenes.

El mosco dijo que así lo harían y desapareció.

—Fingieron no creer mis palabras —le dije a Sol Bueno—, pero de todos modos se han precavido. Ya empiezan a temernos.

Quedamos en silencio largo rato, hasta que volvió el recordador que había llevado las órdenes.

—Hicimos como lo ordenaste —nos dijo—. Entraron unos cincuenta compañeros por el resquicio y lo atacaron a un tiempo, en silencio. La víctima se había cubierto totalmente con unas telas y se defendía desesperadamente, pero tuvo que sacar la cara para respirar y aprovechamos la ocasión para picarlo. Tres compañeros lograron su intento, aunque a medias, pues los aplastó antes que acabaran. Entonces llamó a la mujer que está con él para que lo ayudara. Ella levantó el velo y esto lo aprovechamos para meternos más de doscientos, logrando picarlo o inocularlo repetidas veces. La mujer peleaba desesperadamente, así que ordené a una nube de moscos sin gérmenes que la alejaran del lugar. Se juntaron frente a su cara, la picaron, la atormentaron, pero ella seguía luchando por defender al hombre. Así los dejé, en esa lucha.

—Corre —le dije— y diles que se retiren. Ya está cumplida la misión y no hay que seguirlos atormentando inútilmente, sobre todo a la mujer.

El mosco desapareció y volvió a los pocos minutos, diciendo que ya todos sus compañeros se retiraban y que habían inoculado bastantes gérmenes en la sangre de Godínez para asegurar su muerte.

Ya eran casi las cuatro de la mañana y decidí acostarme, pero no pude dormir. Los pensamientos antiguos me siguieron atormentado, dándome vueltas en la cabeza en una loca procesión de delirios e imágenes. Apenas salido el sol me levanté y me fui a bañar al río. El agua fría calmó un poco mi angustia y pude pensar tranquilamente.

La primera batalla estaba dada y ganada. Lo importante ahora era el aprovechar esa victoria para convencer a los hombres y no tener que matarlos a todos, ya que íbamos a necesitarlos como arsenales ambulantes. Para esto había que predecir todos los síntomas de la enfermedad que iba a padecer Godínez y convencer científicamente al profesor Wassell. Convencido este, se prestarían todos a lo que quisiéramos, pues si no morirían. Tal vez se les ofrecería que si se portaban bien, ganada ya la guerra y dominado el mundo, los mismos moscos los curarían de las enfermedades de las que hubieran sido arsenales y ya se verían libres del impuesto de sangre.

Con estas ideas fui en busca del profesor Wassell. Lo encontré sentado en un tronco de caobo, fumando nerviosamente. Sin saludarlo me senté junto a él y lo observé. Tampoco él había dormido esa noche: tenía los ojos hinchados, las ojeras negras, las manos temblorosas. Pero yo adiviné que no lo habían desvelado pensamientos de la futura destrucción del género humano, sino los celos que llevaba dentro. Creo que durante mi observación no se dio cuenta de que yo estaba sentado junto a él, pues cuando le hablé dio un salto, como un hombre que despierta de un sueño:

—Parece ser —le dije— que el señor Godínez pasó mala noche.

—Anoche hablé con la señorita Johnes. Se va a casar con el señor Godínez —me repuso.

—No se va a casar —le dije—: el señor Godínez tendrá el cuerpo cubierto por una inmensa ampolla que le causará terribles dolores y pasado mañana habrá muerto.

—Supongo que está usted pensando en sus patrañas —me dijo—. No tengo humor ahora de oírlas y le ruego me deje en paz.

—Quiero que vaya usted a la tienda de Godínez y le pregunte qué pasó anoche.

—Nada tengo que preguntarle al señor Godínez —replicó el profesor Wassell—. Ese señor y yo no tenemos nada que hablar.

Estuvo un momento en silencio, pero en los rasgos de su cara se veía la lucha que sostenía dentro, una lucha sorda y terrible, la lucha del dolor que quiere salir y llenarlo todo, contra la educación que lo reprime en el fondo del alma. Por fin, me vio de arriba abajo, como estudiándome detenidamente, bajó luego los ojos y empezó a hablar:

—Yo formé a Godínez, yo lo traje a esta expedición. Él se estaba muriendo de hambre en la ciudad: es un musiquillo miserable y me dio lástima y lo traje para que pudiera cobrar su sueldo y tuviera que comer. Desde el primer día me di cuenta de que le prestaba demasiada atención a la señorita Johnes, pero yo confiaba en ella; la conozco desde que era una niña, conocí a su padre, que era mi maestro de arqueología. Es cierto que soy algo mayor que ella, pero yo puedo darle todo: dinero, respetabilidad, un hogar serio. Todo esto se lo dije anoche, pero todo lo que dije se perdió. Está resuelta y va a casarse con ese, con ese musiquillo…

—No va a casarse con él —le dije—. Godínez morirá mañana en la noche. Ahora, en estos momentos, ya se ha de sentir enfermo…

Pero el profesor Wassell no parecía oírme: estaba sumido en su dolor y en su angustia, revolviendo por dentro la traición del amigo y de la mujer amada, y no le cabían otros pensamientos. Allí lo dejé y me dirigí a la tienda de Godínez. Sin anunciarme entré. El músico estaba tirado en su cama mientras la señorita Johnes le refrescaba la frente con un lienzo húmedo. Ella me vio primero y se detuvo de golpe, pero un quejido del enfermo la hizo reaccionar y siguió adelante con su tarea. Cuando le hubo puesto el lienzo en la frente, se levantó y se acercó a mi.

—Tiene calentura —me dijo.

—Ya lo sé. Va a morir mañana en la noche. Recuerde usted que se los avisé.

—Está usted loco —me contestó ella—. No puede ser, es una locura, una locura.

—Es la verdad —le dije—. Tampoco el profesor Wassell ha querido creerme, está muy ocupado con su dolor.

Una nube de pena cruzó por la cara blanca; los ojos azules se nublaron y cuando habló creí percibir un temblor de llanto en sus palabras:

—Había que decírselo. Pero si él se muere yo también me muero, no puedo seguir viviendo, no puedo…

El enfermo la llamó desde la cama. Por la debilidad de su voz me di cuenta de que estaba grave y me acerqué a él sin temor. Una gran ampolla le cubría más de la mitad de la cara y le iba creciendo lentamente. La mujer se ocupaba en ponerle aceite en la ampolla y en refrescarle la frente ardorosa por la calentura. En silencio salí de la tienda y volví a donde estaba el profesor:

—Godínez se está muriendo —le dije—. Ya tiene ampollada la cara y una calentura terrible. Creo que no vivirá hasta mañana en la noche.

Wassell se volvió hacia mí. En sus ojos había una vida nueva, una esperanza, pero esa luz desapareció de pronto. Él era un hombre de ciencia y un hombre honrado, fuerte.

—¿Qué enfermedad es? —me dijo.

—No es conocida —le repuse—. Esta es la primera vez que la usan los moscos.

Sin contestarme se levantó y se dirigió a la tienda de Godínez, de la que salió al poco rato para ir a la suya volver con un maletín, supuse que de medicinas. Yo me quedé sentado en el tronco, observándolo todo. En la casa de Pajarito Amarillo varios niños hablaban frente a un grabador de discos, mientras los mayores veían asombrados la escena.

XVII

Godínez murió al amanecer de ese día, murió en medio de unos dolores terribles, todo el cuerpo cubierto por una inmensa ampolla que se reventaba en ciertos lugares, dejando salir un líquido maloliente y pegajoso. La señorita Johnes no se había separado de su lado y lo cuidaba, ayudada por el profesor Wassell y la otra mujer que venía en la expedición, cuyo nombre no recuerdo.

Sabiendo que había muerto, le pedí a Pajarito Amarillo que labrara un ataúd y que cavara una fosa en un lugar lejano de la selva. Mandé también a algunos niños que buscaran flores y las llevaran a la tienda de campaña, para aminorar así en lo posible, el dolor de la señorita Johnes.

Sol Bueno vino a verme, y le indiqué que el experimento había tenido buen resultado y que en la tarde de ese mismo día hablaría yo con los expedicionarios para hacerles comprender que lo mejor era el sujetarse. Sol Bueno se mostró contento y llevó mis palabras al Gran Consejo. Yo me senté en la puerta de la choza a esperar que pasara el entierro para, después de él, hablar con todos y llegar a un arreglo definitivo.

Pero dieron las tres de la tarde y no daban trazas de empezar con la ceremonia, así que me levanté y me dirigí al caribal. Mapache Nocturno salió a mi encuentro con grandes muestras de veneración y le pregunté la razón por la cual no se procedía al entierro.

—La mujer está llorando —me dijo— y no quiere dejar al muerto, pero ya huele y hay que enterrarlo.

—Anda y di que lo entierran inmediatamente.

Florentino Kimbol había salido tras de su padre y se quedó junto a mí, como deseando hablarme. Para animarlo lo saludé. Me contestó con su acostumbrada sonrisa y me dijo:

—Los moscos mataron al blanco, yo lo sé.

—Tal vez —le contesté—. Yo no he sabido.

—Tú pudiste impedirlo, porque tú tienes poder sobre los moscos. ¿Por qué no lo hiciste, ¡oh, Tecolote Sabio!?

—Yo tan solo a mis amigos protejo, Florentino Kimbol, y los blancos no son mis amigos.

—Tú les has dicho que van a morir todos —siguió diciendo—. Los chicleros, de noche junto a la lumbre donde cuecen su comida, hablan en maya y yo entiendo lo que dicen. También dicen que tú estás loco y que los espíritus malos han entrado dentro de tu corazón, pero mi padre no lo ha creído, porque has sido bueno con nosotros…

—¿Y tú lo crees? —le pregunté.

—No, yo no lo creo.

Diciendo esto se alejó, pero yo noté la duda en sus ojos. Iba a seguirlo, cuando salió el entierro y por verlo ya no lo hice. Adelante caminaban cuatro chicleros, cargando el ataúd. Seguía la señorita Johnes, apoyada en el brazo del profesor Wassell, y, detrás de ellos, todo el grupo de expedicionarios, los hombres con la cabeza descubierta y la mujer con un velo. Esta iba rezando y las palabras sonaron nuevas y antiguas en mis oídos. Rezaba el rosario, que coreaban algunos de los hombres a media voz, como con pocas ganas. Todo aquello me quería recordar algo, pero la imagen no se pudo fijar en mi mente, se me escurría y se me escondía en los repliegues del pasado. El entierro llegó frente a mí y siguió adelante. Todos hicieron como que no me veían. Algunos lacandones se unieron al cortejo, pidiendo mi muda aprobación con los ojos; yo les indiqué que podían ir, y fueron precedidos por Pajarito Amarillo y Mapache Nocturno.

Allí en el caribal esperé a que volvieran, pensando en la muerte de los hombres. Suelen recubrirla con tanta ceremonia, aun en los lugares más apartados, que la hacen imponente, pero en el mundo nuevo que iba a surgir, en el mundo de los moscos, la muerte de un hombre tendría la importancia que tiene ahora la muerte de una vaca en los rastros de las ciudades. Con esto se remediaban, a mi juicio, muchos de los males de la humanidad, entre otros el dolor y el llanto. Creo que la imagen de la señorita Johnes, con la cara cubierta, convulsa en sus lágrimas, apoyada en el brazo del profesor, pisando débilmente la tierra, me había conmovido. Ya sabía yo que toda obra grande requiere dolor para efectuarse, que todos los grandes cambios del mundo, los cambios que se han hecho hacia el bien, se han hecho cimentados en el dolor y en la sangre, como el cristianismo. Pero ¿era hacia el bien el cambio que yo premeditaba? Sin sentirlo me había yo formado la teoría de que tan solo mediante este cambio podría vivir la humanidad y ya no concebía yo para ella ningún otro modo de vida. Sin mí, el género humano hubiera desaparecido bajo el ataque de los moscos y yo era su salvador. No se trataba tan solo de salvar una cultura o una idea, se trataba de salvar la existencia misma de los hombres y a mí me había tocado ese trabajo, que estaba yo desempeñando a conciencia.

Con estas teorías había yo logrado que durmiera en mi cerebro la duda, pero ahora, ante la realidad, la duda renacía, oprimiéndome la garganta, lastimándome el pecho; porque una cosa es pensar en el dolor en general y otra es verlo palpable, en los pies de una mujer que se arrastran por el polvo, significando que el alma de esa mujer también se arrastra, que está vacía de esperanzas, que está vacía de todo en el mundo y llena tan solo de dolor y de angustia.

De pronto sentí que alguien me miraba y volví la cara. Florentino Kimbol asomado a la puerta de su casa, me veía atentamente, como estudiándome.

Al verlo le dije:

—Creí que irías al entierro. Florentino. Tu padre y Pajarito Amarillo fueron. ¿Por qué tú no has ido?

—No quise —me dijo—. Mi corazón está triste.

—¿Por qué? —le pregunté—. Tú apenas si conocías al blanco…

—No está triste por los blancos —me contestó—. Está triste por mi tribu.

Un rato estuvimos en silencio. Él, con la vista baja, se ocupaba en levantar pequeños montones de polvo con los pies descalzos. Yo lo veía, veía sus pies anchos, ennegrecidos, las uñas romas; y de pronto pensé en los otros pies, en los pies que se arrastraban por el polvo, como símbolos del dolor humano, en los pies que se arrastraban por todo el mundo, por todo ese mundo que pronto iba a ser mío; esos pies conmovidos y lentos que levantaban la tierra suelta, como buscando dentro de ella una esperanza, como labrando un surco para poner en él la semilla de la esperanza, pero pasando adelante sin poner nada en el surco, pasando adelante, buscando lentamente algo, una cosa, en el mundo.

Florentino Kimbol habló:

—También tú, ¡oh, Tecolote Sabio!, sientes tristeza en tu corazón y no hay alegría en tus ojos cuando los niños van hacia ti.

—Son hombres de mi raza —le dije.

—La mujer rubia también es de tu raza y ella prefirió al blanco que ha muerto.

—¿Por qué dices eso?

—Porque tu corazón la deseaba para tenerla junto a ti. Mi padre y Pajarito Amarillo han hablado en las noches y han consultado con Hormiga Negra, que todo lo sabe; y Hormiga Negra les ha dicho que tu corazón la desea, porque tú eres Kukulcán, el blanco y el bueno, que quiere una compañera. Pero yo sé que eso no puede ser, que los dioses no desean porque todo lo tienen. Eso enseñaba un padre de San Quintín, cuando yo estuve allá. Nos dijo un día que Dios todo lo podía, que Él había hecho todo y todo era suyo.

—Mi corazón no la desea —repliqué.

Las palabras de Florentino habían brotado rápidas y temblorosas, como las palabras de un hombre que ha dudado mucho tiempo en decir algo y por fin lo dice.

—Entonces, ¿por qué has dejado que maten al blanco?

—Ese era su destino —le dije.

—Si lo has matado por la mujer —siguió diciendo como sin escuchar mis palabras— la tribu va a entristecerse. Todos hemos confiado en ti, por ti nos hemos unido por ti hemos soñado sueños muy grandes y la esperanza ha tomado un lugar en nuestro caribal y la hemos recibido en nuestras casas, junto a las lumbres que no apagamos nunca, porque nuestros dioses nunca nos daban nada, nunca nos decían nada y tú nos has hablado y hemos encontrado la bondad en tus palabras y nuestro corazón se ha regocijado. Pero la llegada de los blancos ha traído la tristeza entre nosotros y la muerte ha ocupado el lugar que en nuestras casas tenía la esperanza. La mujer rubia es la que traído la muerte y si tú nos dejas…

—No pienso irme —le dije, para cortar por un momento siquiera ese hilo de palabras rápidas que me lastimaba tanto.

—Hay muchas maneras de dejarnos —me dijo, hablando más despacio—. Puedes irte y no volver a nosotros, pero puedes también quedarte y vaciar tus pensamientos de nosotros para llenarlos de esa mujer, y, de todos modos, hemos de quedarnos solos y la tribu va a entristecerse por tu ausencia y habrá llanto entre nosotros, porque te buscaremos y no te encontraremos; y ya nos hemos acostumbrado a ti, a tus palabras y a tus consejos, que son buenos. Sí, Tecolote Sabio, mi corazón me lo dice: la mujer rubia va a traer tristeza a nuestro caribal.

Y diciendo esto, se metió a su casa. Yo me dirigí a mi choza con la tristeza dentro.

En la noche me habló Sol Bueno:

—Ya ha muerto el que sentenciamos y quiere el Gran Consejo saber qué es lo que te han dicho los compañeros del que ha muerto. Si están dispuestos a obedecernos o si quieren la guerra, porque si la quieren morirán todos, uno por otro. Tenemos ya pruebas de la sangre de todos y nos será fácil matarlos.

—No he hablado aún con ellos —le dije.

—Has hecho mal. No podemos perder el tiempo. La sangre de casi todos ellos es buena, algunos tienen paludismo y a esos hay que sanarlos antes que empecemos, pero algunos tienen una sangre de primera para alimentar con ella al Gran Consejo, especialmente la mujer esa que ha venido a tu casa.

—¿La mujer? —pregunté.

—Sí, la mujer. Urge que hables con ellos, por lo tanto, para que empecemos los preparativos. A la mujer la llevaremos cerca del Gran Consejo para que lo alimente y así poder disponer de mayor número de hembras con las que criar larvas.

—¿La sangre de la mujer? —volví a preguntarle.

—Sí, ya te he dicho que sí; es la mejor de todas, la más fuerte. Pocas veces hemos visto aquí sangre como esa. El Gran Consejo está muy contento con ella y la va a tomar como principal alimento durante estos días…

—¡Cállate! —le dije bruscamente—. No hables más de esa mujer…

—No te entiendo, no comprendo lo que pasa por ti. Ayer eras todo entusiasmo…

—Déjame —le rogué—. Mañana hablaré con ellos y se hará lo que quieres.

Pero Sol Bueno no se iba. Parado allí sobre el lazo con el que sostenía mi hamaca, seguía hablando. Por un instante pensé en lo fácil que sería el aplastarlo entre mis maños, pero algo me retuvo inmóvil. Él decía:

—No sé qué pasa por ti, pero quiero decirte esto. Cuando entre nosotros se empieza una cosa, cualquiera que sea, se acaba, pase lo que pase. Así que vamos a seguir adelante con nuestro proyecto.

—Ya lo sé —le dije—. Tan solo es que estoy un poco nervioso esta noche. Mañana hablaré con ellos y se arreglará todo.

Pero Sol Bueno no se convencía y me seguía hablando. Sus zumbidos se me hicieron insoportables y le rogué que se callara y se fuera. No sé por qué la imagen de los pies arrastrándose en la tierra suelta me volvía sin cesar, junto con las palabras de Florentino Kimbol: «La mujer rubia va a traer tristeza a nuestro caribal». Siempre la mujer, la mujer rubia, la señorita Johnes sentada a mis pies, escuchando mis palabras: la señorita Johnes llorando tras del velo que la cubría, la señorita Johnes arrastrando los pies por la tierra suelta; ¡siempre ella, ella!

Desesperado salí de mi choza y vagué por la selva nocturna.

XVIII

A eso de las nueve de la mañana ya estaban todos reunidos frente a mi choza. Todos menos la señorita Johnes. Pajarito Amarillo los había convocado y habían venido obedeciendo mis órdenes. La cara del profesor no me indicaba nada: parecía indiferente, muerta. En las caras de los otros se notaban diversas expresiones: en unas había curiosidad, en otras aburrimiento, en otras temor, sobre todo en las de los chicleros. Me paré frente a ellos y les dije:

—Falta uno de ustedes. Quiero que todos estén aquí reunidos.

Nadie me contestó, así que repetí mis palabras. El profesor pareció salir de un sueño para decir:

—Tendrá usted que disculpar a la señorita Johnes. Su estado de salud no le permite salir de su tienda. Le he puesto una inyección de morfina y duerme.

Diciendo esto, volvió a perder su mirada en el vacío, con lo cual di principio a mi charla:

—Ya han visto ustedes cómo no los engañé. Un mosco picó al señor Godínez, y este ha muerto. Creo que estarán convencidos y no pedirán más pruebas.

Todos se vieron en silencio, pero ninguno habló. Así que proseguí:

—Ahora bien, desde este momento se han convertido todos en esclavos del Gran Consejo de los moscos y obedecerán mis órdenes ciegamente. Ya saben los castigos a los que se exponen si no obedecen. Cualquiera de ustedes que no haga caso de una orden, que mate a un mosco o que pretenda huir, será muerto irremisiblemente sin juicio previo…

El profesor Wassell se levantó, interrumpiéndome.

—Basta ya de sus imbecilidades —gritó—. No le parece bastante todo el dolor que ha provocado con sus locuras, para que siga atormentándonos y molestándonos. No creemos una palabra de sus cuentos; y en cuanto la señorita Johnes se encuentre bien de salud, nos iremos de aquí; pero en el primer lugar civilizado comunicaremos a las autoridades todo lo que está usted haciendo y cómo no nos ha permitido trabajar en la misión que traíamos.

—Entonces —le pregunté fríamente— ¿no cree usted en el poder de los moscos?

—No —me contestó—. ¿Cómo voy a creer esas patrañas?

—¿Y la muerte del señor Godínez?

—Permítame que le diga una cosa, señor Tecolote: aún no investigo plenamente la muerte del señor Godínez, pero si averiguo que usted ha tenido algo que ver en ello, no esperaré a que las autoridades se encarguen del asunto. Yo mismo haré justicia con mi mano.

Y diciendo esto se marchó rumbo a la tienda de la señorita Johnes. Todos los demás permanecieron en silencio frente a mí y poco a poco se fueron dispersando, empezando por los sabios y acabando por los guías y chicleros. La prueba hecha con el señor Godínez había fallado y era necesario hacer otra cosa.

Sol Bueno me habló:

—¿Qué ha pasado? —me dijo—. He visto que el hombre ese grande, que tú dices es el jefe de ellos, se ha ido gritando…

Yo le conté lo que había pasado y le dije cómo el profesor me había amenazado con la muerte. El prometió cuidarme.

XIX

Mi corazón estaba triste. Durante todo el día pretendí dormir, pero una amargura angustiosa me agarraba la garganta y me ahogaba. Pensé en el aguardiente que el profesor Wassell había dejado en un rincón de mi choza, pero supe resistir la tentación y no lo toqué.

Sol Bueno vino varias veces en la tarde. Una, para decirme que varios escuadrones de moscos me cuidaban y que no debía temer nada, pero yo no temía lo que pudiera venir de afuera: temía lo que llevaba dentro y a cada rato me asaltaban pensamientos de Dios, que hacía lo posible para rechazarlos de mí. Este no era el momento de pensar en Dios, era el momento de actuar y yo no actuaba: estaba acostado en mi hamaca, dejando pasar las horas, mientras afuera, en el sol de los claros, y en la penumbra de la selva, se estaba jugando el porvenir de todo el género humano. Mientras, en su tienda de campaña la señorita Johnes dormía y el profesor velaba junto a ella, viéndolo todo, sabiéndolo todo. Pero Dios no podía existir, no debía existir, aunque el Gran Consejo creyera en Él, aunque yo mismo, allá en el fondo atormentado de mi alma, creyera en Él.

Una proveedora se acercó a mí y me habló:

—Queremos que nos digas las palabras que te hemos oído antes. Todas las proveedoras estamos esperando, no la guerra que se publica en contra de los hombres, sino el momento de nuestra liberación. ¿Qué nos importa que el mundo sea nuestro si nosotras somos del Gran Consejo y no tenemos libertad para disfrutar la vida?

—Calla —le dije—. Si los del Consejo te oyen, has de morir con seguridad.

—No temas —me contestó—. Gran parte de los guerreros piensan como nosotras y saben que podemos ser libres si alguien nos ayuda a pensar, porque no estamos acostumbrados a hacerlo. Hemos visto los otros animales de la selva que son libres y creemos que adoran a ese Dios del que nos has hablado algunas veces. Queremos ser como ellos, aunque no tengamos tanta fuerza.

El zumbar de la proveedora era suplicante, en tono de niño, agudo; y me llegaba hasta el alma. También los moscos querían ser libres como los hombres, a quienes yo iba a esclavizar.

—Todos confiamos en ti —me siguió diciendo—. Afuera están los escuadrones de guerreros que han puesto para que te vigilen y te cuiden y todos quieren obedecer tus órdenes. Hemos logrado convencer hasta a algunos de los lógicos y podremos tomar el tesoro y el arsenal y ser más poderosos que el Gran Consejo. Y si no podemos tomarlo, tú puedes destruirlo, pues nosotros sabemos el lugar donde se encuentra…

—Cállate —le volví a decir—. La suerte está echada y hay que librar la guerra en contra de los hombres. Después ya veremos.

—Está bien —me contestó—. Pero dime tan solo una cosa, dime que existe ese Dios y que, frente a Él, todos somos iguales, los del Gran Consejo y las proveedoras…

—Sí —le dije—, sí existe. Pero ahora déjame. —Se alejó la proveedora y me dejó más confuso de lo que estaba. Si los moscos pretendían ser libres, ¿cómo era que yo quería esclavizar a los hombres? Dios no habría de permitirlo, pero yo no podía creer en Dios. Y además, todos mis sueños de poder, de venganza y de odio tenían que realizarse. El hombre era como Godínez, que le roba su mujer al que lo ha ayudado, al que le ha dado el pan. Así eran todos los hombres, como perros y perras, o peor que ellos, y nada malo había en esclavizarlos y ordenarlos. Seguramente que los hombres eran más perversos que los moscos; así que estos merecían el dominio del mundo y yo el poder sobre los hombres.

Entienda bien quien esto leyere que estas palabras no son de disculpa ni para pedir perdón. Estas palabras las pongo aquí tan solo para que se comprenda todo lo que he dicho. Las escribo frente a la muerte y son verdaderas porque me nacen del corazón destrozado por el miedo y por el dolor.

Afuera de mi choza sentí pasos y salí a la puerta para ver quién se acercaba. Era el profesor Wassell, que caminaba lentamente, los ojos fijos en mí, las manos en las bolsas de su americana. Sobre su cabeza pude observar una verdadera nube de moscos, compacta y oscura. Ya el sol empezaba a caer, pero había aún bastante luz para ver todo claramente. El profesor se acercó hasta mí, se detuvo un instante en silencio y me dijo:

—He hablado con la señorita Johnes y he pensado en todas estas cosas, pero hay muchas que no comprendo…

Se veía que luchaba entre creer todo lo que yo le había dicho o creer en su ciencia y su experiencia de sabio. Su disciplina no podía romperse tan fácilmente: una disciplina de estudio, de ciencia basada tan solo en la propia experiencia, en el testimonio de los sentidos. Para ayudarlo le dije:

—Es necesario creer muchas cosas. Todo lo que yo le he dicho es la verdad, es la verdad pura. Se lo he demostrado con la muerte del señor Godínez…

—Ya la señorita Johnes me ha contado lo que pasó esa noche.

—Sí, lo sé, me lo contaron los moscos. Ha de haber sido terrible para ella, pero era necesario.

—¿Y usted sostiene que todo lo que ha dicho es verdad?

—Sí —le contesté—, es verdad, la verdad absoluta. Los moscos se adueñarán de toda la tierra y harán de los hombres sus esclavos, para que les sirvan de alimento, como hemos hecho nosotros con las vacas y las ovejas…

—¿Y usted se ha prestado a eso? —me preguntó.

—¿Por qué no? —le contesté—. Para los hombres no tengo más que odio y desprecio. Yo creo que estarían mucho mejor gobernados por los moscos.

Hubo un rato de silencio. El profesor me veía fijamente, como pensando en algo, dudando. Por fin dijo:

—Yo creo que está usted completamente loco, pero que es un loco peligroso. Los lacandones creen que usted es un dios; y esa divinidad risible se le ha subido a la cabeza y, valiéndose de no sé qué medios, ha matado usted al señor Godínez para hacernos creer en sus patrañas. Y lo más grave del caso es que ya varios de mis hombres creen en ello.

—Hacen bien en creerlo —le dije—. Tal vez con eso salven sus vidas y encuentren un acomodo en el nuevo mundo que se va a organizar.

—Pero yo no creo en ello. Yo creo que usted deliberadamente ha asesinado al señor Godínez porque deseaba a la señorita Johnes…

—Miente usted —le grité.

—Sí —siguió diciendo—, esa es la razón. Usted ha asesinado a un hombre, ha puesto en peligro la vida de toda la expedición y he venido a cumplir mi palabra. He venido a matarlo.

Su cara estaba pálida, tan blanca como su saco. Los bigotes le temblaban.

—No crea usted —siguió diciendo— que lo hago con gusto. Nunca he matado a un hombre y me repugna el homicidio, pero en este caso obro bien y mi conciencia estará tranquila ante Dios.

—¿Usted cree en Dios? —le pregunté.

—Sí —me contestó—. Creo en Dios, y por eso voy a matarlo, porque usted está dañando al mundo, usted ha matado, usted ha engañado vilmente a estos pobres indios, haciéndoles creer en una divinidad ridícula, no sé con qué fines, pero que puedo asegurar que son perversos. Lo voy a matar, no por venganza personal, no para que pague usted la muerte del señor Godínez, sino para preservar al mundo de un loco peligroso. Lo voy a matar, por más que me repugna hacerlo, porque creo que ese es mi deber ante Dios. Así que le ruego que se prepare.

Y diciendo esto sacó de una de las bolsas de su americana una pistola. Yo iba a decirle algo, pero no tuve tiempo. La nube de moscos cayó sobre él cegándolo y asfixiándolo. Dos veces disparó, pero los moscos lo habían cegado y sus balas se perdieron en la selva. Entonces soltó la pistola y quiso quitarse los moscos con las manos, desgarrándose la cara con las uñas, en un desesperado afán de librarse. Como un loco corría de un lado a otro, mientras yo levantaba la pistola del suelo. Yo casi ya no lo veía, cubierto como estaba por la nube de moscos. Por fin cayó al suelo y se cubrió de una masa negra en movimiento. Varios de sus hombres se acercaron a la carrera, alarmados seguramente por los dos tiros, pero al verlo revolcarse entre los moscos, todo cubierto de la sangre que le escurría de los rasguños que se había dado y de los miles de piquetes, se quedaron petrificados. Yo lo señalé con la pistola y les dije:

—Regresen a sus tiendas. El profesor ha querido matarme y vean los resultados: los moscos lo han matado.

Dócilmente regresaron todos. La masa negra dejó de moverse y se dispersaron los moscos. El profesor Wassell estaba muerto.

Con el pie moví el cuerpo, para ver si aún vivía, pero estaba muerto. Tal vez se había asfixiado o se había muerto de miedo y de horror.

Por un momento pensé en enterrarlo, pero comprendí que el trabajo sería demasiado duro, así que lo tomé de los pies, lo arrastré hasta el río y lo eché en las aguas cenagosas, donde los caimanes pronto darían cuenta de él. Toda esta escena la había yo pasado en una especie de vacío intelectual, sin pensar en nada, con la mente en blanco.

Cuando regresé a mi choza me dijo Pajarito Amarillo, que esperaba en la puerta, que los blancos habían huido como locos, dejando casi todas sus cosas.

Inmediatamente me puse en contacto con Sol Bueno. Esos hombres no debían llegar a un lugar civilizado, no debían comunicarse con nadie. Sol Bueno salió, seguido de grandes escuadrones, para detenerlos.

Por la noche oí cómo gritaban los hombres en la selva. Los moscos los habían cegado y vagaban al azar, cayendo y levantándose entre los árboles, chapoteando por los caños.

En la tienda, la señorita Johnes dormía apaciblemente. Enloquecidos por el pavor los expedicionarios se habían olvidado de ella y la habían dejado sola, en mi poder. Mucho rato estuve de pie viéndola dormir. Su cara tenía un aspecto apacible y dulce, su cabello rubio le caía a un lado, llegando casi hasta el suelo.

Cerca del amanecer dejaron de gritar los hombres que habían huido. De la expedición del profesor Wassell no quedaba más que la señorita Johnes, dormida frente a mí.

No me dolía la muerte de tantos hombres. El señor Godínez la había merecido por su traición al profesor. Este por haberme querido matar, y quien mata en defensa propia no hace nada malo. Los otros merecían la muerte por su cobardía al dejar abandonada a la señorita Johnes. La muerte de ellos, con toda seguridad, había sido horrible: cegados por los moscos vagaron gritando por la selva, maldiciendo y rezando a un tiempo, lo mismo los hombres que la mujer, hasta caer extenuados en algún charco o al pie de un árbol. Pronto las hormigas llegarían hasta ellos y los empezarían a despojar de su carne, para dejar tan solo los huesos limpios y desnudos.

La primera batalla de los moscos estaba ganada.

XX

Sol Bueno me vio temprano por la mañana, en la tienda de la señorita Johnes. Esta aún no se despertaba y yo me había quedado toda la noche sentado junto a ella, viendo su cara blanca y pensando en cosas que me llenaban de amargura.

Sol Bueno me habló:

—Los que huyeron han muerto en la selva, como se les había dicho que sucedería si pretendían huir. Ahora el Gran Consejo dispone que se prepare la mujer esta para servir de alimento. Todos los días deberá presentarse en el lugar que se le indique y permitir que las proveedoras tomen su sangre. Esto se repetirá a diario mientras no tengamos otras personas que nos den sangre.

—No puede ser —le dije—: está muy enferma…

—¿Y quién eres tú —me preguntó— para juzgar las órdenes del Gran Consejo? Están muy disgustados contigo por todos los hombres que han muerto inútilmente y creen que no explicaste bien las cosas. Así que ahora debes obedecer…

—Tal vez si no peligra su vida, pudiéramos usar a alguno de los indios —dije lentamente. Algo dentro de mí se había roto, que me dolía, que me ahogaba.

Sol Bueno se rió.

—Así son los hombres —dijo—. Primero te preocupabas por tus amigos y nos rogaste que no los tocáramos. Ahora quieres entregárnoslos para salvar a esta mujer…

—Es que no comprendes —le dije—. Esta mujer está enferma y…

—Sí —me interrumpió—: comprendo perfectamente.

—¿Entonces? —le pregunté lleno de esperanza.

—Los moscos sabemos cumplir nuestra palabra. No tocaremos a tus amigos los lacandones. La mujer servirá de alimento para el Gran Consejo.

—¡No puede ser! Les daré sangre de venados…

—El Gran Consejo ha ordenado y a ti no te corresponde más que obedecer.

—No lo haré —le dije.

—La mujer estará mañana en el lugar que se te indique y dejará que las proveedoras tomen su sangre. Si no lo haces así, morirán tú y ella.

Diciendo esto, desapareció Sol Bueno y me quedé solo de nuevo, frente a la mujer dormida, con mis pensamientos que me atormentaban. Por fin, ya entrada la mañana, creí encontrar un camino.

En la puerta de la tienda estaba Florentino Kimbol.

—Voy a salir —le dije—. Cuida a la mujer blanca mientras vengo. Si despierta dile que no tema nada y dale comida.

Florentino me vio con tristeza. Sus ojos oscuros y profundos me siguieron mientras me dirigía a mi choza. También en mi alma había oscuridad y tristeza.

La selva, la selva terrible y destructora de impulsos, es como la vida del hombre. Durante años cría pacientemente la grandeza de sus árboles y, junto a esa grandeza, el germen destructor que ha de acabar con ella. Y llega el día en que toda esa grandeza cae por tierra y se convierte en polvo y en ceniza, no por la casualidad, sino por la acción de ese germen destructor que la selva ha creado junto a su grandeza. Así es el hombre, así fui yo, como la selva: yo destruí mi grandeza, yo, con estas mismas manos, con las que escribo ahora, eché por tierra mis sueños monumentales. Eso es lo que había resuelto mientras estaba sentado junto a la mujer de cara blanca. Pero ahora lo comprendo: no fue una obra de la casualidad; yo mismo traía dentro del alma atormentada y enferma el germen de esa destrucción y ese germen lo había yo cultivado, yo mismo, amando a los niños y a los lacandones que ahora traicionaba. Si todo esto hubiera sucedido antes, cuando en mi alma había tan solo odio, mi grandeza hubiera subsistido. Pero el odio y el amor no pueden vivir juntos, el uno destruye al otro; y en mi alma triunfó el amor.

Lentamente caminé hasta mi choza por la soledad del claro. Creo que mis pies, como los de la señorita Johnes, se arrastraron por el polvo. De los pies nada puedo decir porque no los observaba, pero el alma sí se arrastraba por el polvo. Llegando al playón pequeño busqué algún mosco con el que hablar. Pronto oí zumbar a una proveedora y la llamé. Al punto vino hacia mí:

—¿Me conoces? —le pregunté.

—Sí —me contestó—. ¿Quién no va a conocerte?

—¿Sabes sin duda las cosas que he hablado?

—Las sé, las sabemos todos los que estamos abajo y todos esperamos de ti muchas cosas.

—Reúne a tus compañeros y a los guerreros —le dije—, a los más que puedas. Creo que ha llegado el momento en que todos ustedes sean libres. Pero hazlo en secreto: no quiero que el Gran Consejo se entere de lo que vamos a planear.

—El Gran Consejo lo sabe todo —dijo ella.

—El Gran Consejo no sabe muchas cosas —le repliqué—. No sabe por ejemplo lo que estamos pensando, ni sabe lo que va a suceder. Ustedes, junto con los guerreros, son muchos más que todos los Grandes Consejos juntos. Estos no han hecho más que explotarlos, más que vivir en la indolencia a costillas de ustedes. El Gran Consejo les ha ocultado la verdad más importante de todas, les ha ocultado la existencia de Dios.

—Luego, ¿es cierto eso?

—Sí, es cierto, tan cierto como que existimos tú y yo. Y el hecho de que Dios exista, de que Dios lo haya creado todo, nos hace a todos iguales. El Gran Consejo nunca les ha dicho esto porque temía que ustedes pretendieran igualarse a él, como va a suceder. Anda, junta a los más que puedas y nos vemos dentro de tres horas en este playón. Yo esperaré aquí.

La proveedora se fue zumbando y yo me senté a esperar y a pensar en lo que iba a hacer. Era esta la única manera de salvar a la señorita Johnes y, si la revolución salía triunfante, de salvar a toda la humanidad de la esclavitud que le esperaba. Entonces yo sería el héroe, el hombre más grande del mundo y mi fama sería eterna.

La selva callada en el bochorno del medio día se agitó poco a poco. La sombra de cada árbol se llenó de moscos que se paraban en silencio en el lugar que podían. Pero por más silenciosos que llegaban, las hojas se agitaban provocando un murmullo extraño. A eso de las tres de la tarde apareció un capitán con varias proveedoras.

—Hombre —me dijo el capitán—, creo que ya estamos reunidos todos los que interesan para lo que pensamos hacer. Hay más de seis millones de guerreros, todos los que se habían creado para la preparación de la guerra que se avecina, y hay, además, unos cuatro millones de proveedoras. Tú debes decirnos lo que debemos hacer primero.

—Lo primero —les dije— es nombrar jefes y jurar todos que estarán con nosotros hasta el final. Creo, salvo su mejor opinión, que por lo pronto debemos nombrar jefe al capitán principal que haya entre ustedes y la proveedora que ustedes quieran.

Hubo un ligero murmullo entre las hojas, al cabo del cual, con la disciplina a la que están acostumbrados desde hace siglos, eligieron a un capitán, que me presentaron, diciendo que se llamaba Fuerza y Audacia. Las proveedoras eligieron para que las dirigiera a la que había yo mandado a llamarlos a todos, y supe que se llamaba Agilidad.

—Ahora —les dije— juraremos todos luchar hasta la muerte para conseguir nuestros fines, que son estos: igualdad para todos los moscos; que la sangre que logren las proveedoras sea para ellas; que los guerreros que trabajen y arriesguen su vida en defensa de la comunidad sean recompensados debidamente; que el Gran Consejo sea electo por todos y todos puedan llegar a ser miembros del Gran Consejo.

—Aprobado —dijo Fuerza y Audacia—. Eso es lo que hemos venido pensando desde el día en que hablaste de Dios y de la igualdad.

—Entonces —les dije— hay que jurar.

Todos emitieron su juramento. Aquello se convirtió en un babel de sonidos y zumbidos en voz de bajo. Cuando se restableció la calma, dije:

—Ahora tenemos que pensar en lo que conviene hacer.

—Eso es lo difícil —dijo Fuerza y Audacia—: nosotros no estamos acostumbrados a pensar, no sabemos hacerlo. Queremos que tú pienses por nosotros.

—Está bien —les contesté—. Lo primero es obrar con rapidez para agarrar el Gran Consejo por sorpresa. Para esto necesitamos saber con qué fuerzas cuenta el enemigo. ¿Alguno de ustedes lo sabe?

—Yo lo sé —dijo un capitán—. Hay en la guarda del tesoro unos cien mil guerreros armados con diferentes gérmenes. En la del arsenal hay unos seiscientos mil, más unos dos millones de proveedoras que llevan la sangre. La Guardia del Gran Consejo consiste en un millón de guerreros, de los cuales más de la mitad están con nosotros, pero los sobrantes están bien armados.

—Hay además —dijo una proveedora— muchas de nuestras compañeras que andan dispersas, con los exploradores, y no sabemos si estarán con nosotros. Y hay que tener en cuenta a los lógicos, que son más de cien mil y pueden pelear, y a los recordadores, cuyo número desconozco.

—¿Todos los lógicos están con el Gran Consejo? —pregunté extrañando a Sol Bueno.

—Sí —me contestaron—, todos están de parte del Consejo.

—Por lo que veo —les dije—, nosotros somos más fuertes que ellos y tenemos de nuestro lado la fuerza que nos da la sorpresa. Creo que debemos empezar las operaciones esta misma noche, atacando a un tiempo en todos lados. Yo estaré aquí toda la noche dando las órdenes, con una guardia fuerte. Tú, Fuerza y Audacia, tomarás un millón de guerreros y atacarás la guardia del Gran Consejo, llevando como auxiliares a un millón de proveedoras. Otro capitán atacará la guardia del tesoro con doscientos mil guerreros y un millón de proveedoras. Cuando lo hayan tomado, destruirán el mayor número posible de larvas, ya que esas son controladas por los contadores que no están con nosotros…

Noté, el estar diciendo esto, que todos comentaban con asombro; así que creí oportuno explicar:

—Si por cualquier causa perdemos la posesión del Tesoro, los contadores criarán inmediatamente millones de guerreros que acabarán con nosotros. Por esto quiero que destruyan las larvas, para estar más seguros. De todos modos, acabada la revuelta, las proveedoras, que no tendrán que llevar el alimento al Gran Consejo y morir, se pueden ocupar en poner huevos.

Con esta explicación parecieron quedar todos conformes y yo seguí adelante con mis órdenes:

—Otro capitán, con un millón de guerreros y dos millones de proveedoras, o más si es menester, atacarán el arsenal y lo guardarán con gran cuidado. El resto quedará aquí de reserva, formado en escuadrones y listo para entrar al combate si es necesario. Cada Capitán tendrá un cuerpo especial de proveedoras que llevarán los mensajes. ¿Han entendido todo esto?

—Sí —me contestaron— y nos parece bien.

—Solo falta entonces una cosa. Para reconocernos y saber que nuestros mensajes son verdaderos, usaremos la palabra «Libertad», que será como nuestro santo y seña.

—¡Libertad! —zumbaron todos.

—Muy bien —les dije—. Ahora vuelvan todos a sus ocupaciones y no hablen una palabra sobre el asunto. Una hora después de caído el sol nos veremos aquí y empezaremos. Creo que esta noche todos ustedes serán libres y felices.

Con un ligero murmullo de hojas desapareció la multitud de moscos. Yo me levanté, guardé mi flauta y me dirigí al caribal. En la puerta de la tienda de la señorita Johnes estaba sentado Florentino Kimbol, tal como lo había yo dejado. Sin saludarlo entré a la tienda. La señorita Johnes dormía aún, en la misma postura, y me detuve a verla un rato largo, sintiendo los ojos de Florentino clavados en mi espalda. Cayendo el sol salí de la tienda y hablé con Florentino:

—Quiero —le dije—, que pasada una hora de la caída del sol despiertes a la mujer y la lleves, lo más aprisa que puedas, a San Quintín. No te detengas para nada, y si no puede andar cárgala; pero te lo ruego: llega a San Quintín con ella esta misma noche.

—Se hará como tú dices —me repuso.

Pero en sus ojos había una tristeza aún más profunda.

—Si no la llevas, si no la alejas de aquí como te lo he ordenado, los espíritus del mal caerán sobre la tribu. Cuando yo vuelva al amanecer, la mujer no debe estar aquí, debe haberse ido.

—Sí —me repuso—, se hará como dices, ¡oh, Kukulcán!

—Toma este dinero —le dije—. Y se lo das a ella cuando hayan llegado a San Quintín. Si te pregunta por mí no le digas nada.

Diciendo esto le di una cantidad de dinero que había yo encontrado entre las cosas del profesor Wassell y me marché rumbo al playón.

XXI

Cuando el reloj del profesor Wassell, que también me había yo apropiado, marcaba las ocho de la noche, despaché los primeros escuadrones para atacar la guarida del Gran Consejo. Rápidamente se organizaron y partieron. Inmediatamente me puse a organizar los escuadrones que deberían atacar el Tesoro y el Arsenal. Con la disciplina que tenían después de tantos siglos de entrenamiento, era fácil el ordenarlos y despacharlos; así que en menos de dos horas lo logré, quedando tan solo en el playón, apenas alumbrado por la luna, el grupo que me había de servir de guardia, y en la sombra de los árboles los que estaban de reserva.

A las once y media llegaron las primeras noticias. Los escuadrones que habían atacado a la guardia del Tesoro la habían derrotado y hecho huir a los pocos sobrevivientes, que se habían refugiado en unas cuevas, y se ocupaban, como habíamos convenido, en destruir las larvas a toda la velocidad. Por lo pronto mandé un grupo fuerte, de unos quinientos mil, a que cercaran en la cueva a los que habían huido y, de ser posible, los destruyeran.

Cerca ya de las once de la noche recibí noticias de los que atacaron el arsenal. Resulta que se presentaron sobre la laguneta donde criaban los gérmenes, pero alguien había avisado ya a los guerreros que cuidaban; así que la batalla fue más reñida, quedando por fin victoriosos los míos, aunque habiendo padecido gran cantidad de bajas. Mandé varios escuadrones, unos trescientos mil guerreros y un millón de proveedoras, para que hicieran guardia sobre el arsenal, ordenándoles que mataran sin piedad a todos los prisioneros.

Los que me tenían preocupado eran los que habían ido a atacar la guardia del Gran Consejo. Hacía más de tres horas que se habían ido y no recibía noticias de ellos. Mandé a un pequeño grupo de proveedoras a que se informaran; y mientras tanto, pensé que lo indicado era acabar con los recordadores, para dar así un golpe definitivo, al Gran Consejo.

Uno de los capitanes que estaba junto a mí me informó que los recordadores solían juntarse, por las noches, en una laguneta pequeña que está río abajo y allá mandé a toda la reserva, con órdenes de que los mataran a todos, y volvieran cuanto antes.

Cerca ya de la una de la mañana volvieron las proveedoras que había mandado a ver qué pasaba con Fuerza y Audacia. Los informes que me dieron eran por demás confusos. No habían encontrado al capitán por ningún lado. La batalla parece que fue terrible, ya que el suelo, las hojas de los árboles y el río estaban cubiertos de cadáveres. En algunos sitios se seguía peleando, pero en otros reinaba el silencio. Algunos decían que el triunfo era nuestro y otros que habíamos sido derrotados.

Ante tan contradictorias noticias, despaché emisarios a los que guardaban el arsenal para que acudieran en ayuda de Fuerza y Audacia con todos los escuadrones que pudieran. El mismo recado mandé a los que se ocupaban de destruir el tesoro, diciéndoles que dejaran ese trabajo a las proveedoras y los guerreros fueran al lugar de la batalla. Yo me quedé tan solo con la guardia reducida a la mitad.

Llegaron algunos guerreros de los de Fuerza y Audacia y me sobresaltaron más. Según ellos, la guardia del Gran Consejo se había doblado esa noche y, cuando llegaron los rebeldes, los guerreros leales estaban prevenidos. Fuerza y Audacia atacó resueltamente, esperando llevar la victoria por tener mayor cantidad de guerreros, pero de las cuevas salían todo el tiempo nuevos adversarios. Uno de los que llegaron, después de ver a su escuadrón deshecho, me dijo que probablemente el Gran Consejo tenía siempre a mano una fuerte reserva, que todos ignoraban, en unas cuevas cercanas al lugar donde residía, y que había echado mano de ella.

Yo los consolé como pude diciéndoles cómo había mandado yo refuerzos y cómo en las otras dos acciones habíamos salido vencedores; pero no acababa de hablar cuando llegaron algunas proveedoras diciendo que venían del Tesoro y que, al salir mis guerreros en ayuda de Fuerza y Audacia, habían llegado miles de guerreros leales y las habían derrotado, matándolas a todas.

—¿Habían destruido ya las larvas? —les pregunté.

—Casi todas —me contestaron.

—Siquiera eso llevamos ganado —les dije—; los del Gran Consejo no podrán reponer a sus guerreros y están en las mismas condiciones que nosotros. Anda —le dije a una de ellas—, busca a los escuadrones que mandé a destruir a los recordadores y diles que acudan al Gran Consejo, a dar ayuda a Fuerza y Audacia.

—Ya no es necesario —me dijo un guerrero que llegaba en esos momentos, maltrecho de la lucha—: Fuerza y Audacia ha sido apresado por los del Gran Consejo y nuestros escuadrones están destrozados.

—No importa —le dije—, que vayan los escuadrones y den la pelea hasta el fin. Que quede aquí tan solo una guardia pequeña.

Todos emprendieron el camino en silencio. Había ya entre nosotros una tristeza profunda, la tristeza de la derrota, que contrastaba con el cielo azul oscuro, en la luz clara de la luna. No sé por qué recordé mi infancia, cuando soñé en grandes batallas e imaginé las derrotas bajo cielos nublados, como una estampa que había yo visto de Napoleón huyendo en Waterloo. Ese cielo limpio, sin nubes, me molestaba más aún que la derrota misma.

Un mensajero me trajo la nueva de que la guardia del Gran Consejo, formada ahora por más de tres millones de guerreros, atacaba y rechazaba poco a poco a los nuestros a través de la selva. Los escuadrones que había yo mandado a destrozar a los recordadores no habían podido cumplir su misión y regresaban desperdigados, uniéndose a los que trataban de resistir a la guardia del Gran Consejo.

Ya no di más órdenes: todo era inútil. Por la selva se aproximaba el murmullo del combate. Los míos regresaban al playón, destrozados y vencidos. Tan solo me senté en el suelo y esperé. Mi guardia, posada en la arena, estaba muda. De pronto no pude resistir su silencio y los mandé a la lucha. Se alzaron todos y fueron en silencio, como seres que van a morir irremediablemente.

No quise meditar en el porqué de mi derrota. El plan había fallado, habían muerto millones de moscos, yo moriría probablemente; pero lo importante se había logrado: la señorita Johnes, mientras duraba la batalla, que yo prolongaba lo más posible, llegaría sana y salva a San Quintín y a la civilización. Cuando terminara la batalla y los moscos quisieran perseguirla, ya sería tarde.

El murmullo del combate se acercaba cada vez más al playón. Ya escuchaba yo claramente los gritos de mis partidarios, los gritos de «¡Libertad!», y los del Gran Consejo que apellidaban «¡Ideal!», sin que comprendiera yo por qué este extraño santo y seña.

Mi reloj, el del profesor Wassell, marcaba las tres de la mañana cuando aparecieron en el playón los primeros combatientes. Luchaban uno contra otro, trenzados por las patas; pero como los leales al Gran Consejo eran más, en muchos casos tomaban a uno de los míos entre dos o tres y lo mataban. Cuando los triunfadores quedaban libres se lanzaban al instante sobre el enemigo más cercano y repetían la misma operación. Así fueron avanzando unos y retrocediendo los otros, hasta que el combate se empezó a librar sobre el lago. Caían los cadáveres al agua y pronto se vio cubierta de ellos, lo mismo que la arena del playón.

Yo me había puesto de pie y observaba la escena en silencio. No había nadie a quien le pudiera dar órdenes; era como un general sin estado mayor, abandonado. Un grupo de enemigos me cercó, ninguno se acercaba a mí; pero me cercaban por todos lados, como una muralla flotante. Era la misma nube que había yo visto sobre la cabeza del profesor Wassell antes de que lo mataran; y de pronto sentí miedo, un miedo terrible ante la muerte horrorosa que me esperaba. Como pude tomé mi flauta y zumbé las órdenes a mis guerreros:

—¡Huyan, huyan! Hemos perdido la batalla.

Un capitán de los que me rodeaban me dijo:

—¿Para qué quieres que huyan, hombre? Solos morirán pronto y su raza se extinguirá. Tú los has conducido al mal, a la muerte sin remedio, pues sin el Gran Consejo no podemos vivir.

Me senté de nuevo en la arena a esperar. La nube de mi alrededor se hacía cada vez más espesa, cada vez más silenciosa y terrible. El murmullo del combate se alejaba sobre el lago y yo quedaba en la zona enemiga, solo, terriblemente solo con mi miedo. Traté de pensar en la señorita Johnes, ya a salvo en San Quintín, pero su imagen me dio tristeza, su imagen que no volvería yo a ver nunca. Quise no pensar en nada, pero los pensamientos me asaltaban para herirme, los pensamientos de mi poder perdido, de mi vida inútil, de la señorita Johnes…

Una voz zumbante me interrumpió:

—Hombre —dijo—, el Gran Consejo te espera. Serás juzgado por él, así que camina hacia donde ya sabes.

Me puse de pie y caminé por el playón, rodeado por la nube que se movía conmigo, sin acercarse ni alejarse. Pensé en arrojarme al agua y huir de ellos pero ¿a dónde huir? En el agua me hubieran ahogado con más facilidad que en la tierra.

Llegado al lugar donde, por primera vez, hablé con el Consejo Superior, vi bajo el tronco del caobo la masa negra. Frente a ella me detuve y una voz dijo:

—Hombre, ¿qué tienes que decir?

—Nada —le contesté—. Mátenme o hagan de mí lo que quieran. Me han vencido en la lucha…

—No nos interesan tus frases —me dijeron—. Has traicionado al Gran Consejo, has roto tu palabra y mereces la muerte.

—Sí. Pero quiero decirles que…

—No nos interesan tampoco tus razones. Nos has traicionado y vas a morir como todos los moscos a quienes indujiste al mal. El daño que nos has causado es grave y pasarán cien años para que podamos reponerlo…

—Me alegra oír eso —le interrumpí—. Lo que quiero decirles es que…

—Calla. Vas a morir dentro de un día. Mañana a estas horas ya habrás muerto, donde quiera que estés. Nosotros sabremos encontrarte. Anda.

Quise contestar, pero la masa negra ya se había disuelto. Yo ya sabía desde antes que me iban a condenar a muerte, pero esperaba otra clase de juicio: un juicio con grandes frases, frases heroicas como las que había soñado en mis mocedades. Este juicio en el que no se me permitió ni hablar, me llenó de amargura. Tan solo el pensamiento de que la señorita Johnes se había salvado me consoló en algo y quise gritárselos a ellos, para que vieran que su victoria no era tan completa, y se los grité, pero me respondió tan solo el silencio de la selva.

Lentamente volví a mi choza, pensando en qué ocuparía yo ese día, el último de mi vida. Entonces fue cuando resolví escribir todas estas cosas para que mi nombre viviera para siempre.

Empezaba a amanecer con el escándalo acostumbrado de pájaros y animales que se escurren entre las hojas. Me sentí solo, muy solo. En la puerta de mi choza estaba un hombre en cuclillas, teniendo en la mano un bulto pequeño, como una cazuela. Me acerqué y vi que era Florentino Kimbol:

—¿Qué haces aquí? —le pregunté—. Te mandé que llevaras…

—No te enojes conmigo, ¡oh, Kukulcán! —me dijo—. Yo te he desobedecido, pero sé que mi desobediencia no te va a irritar y que me mirarás con ojos buenos, los mismos que a mi tribu…

—¿Dónde está la mujer? —le pregunté interrumpiéndolo.

—Déjame hablarte, ¡oh, Kukulcán!, ¡oh, Quetzalcóatl, como te llaman los nahuas!, ¡oh, gran pájaro blanco! ¡Tú el barbado, el fuerte, el bueno!

Diciendo todo esto se había puesto de rodillas frente a mí y me ofrecía la cazuela que llevaba en las manos, cubierta con una manta blanca.

—Yo he pensado dentro de mí y he dicho: El dios sufre en su corazón porque el corazón de la mujer rubia no es suyo. Y él me ha dicho: Florentino Kimbol, lleva a la mujer rubia a San Quintín. Pero yo sé que el corazón del hombre, aunque ese hombre sea un dios, sigue a la mujer, porque quiere tener generación. Y yo me he dicho: el dios, Kukulcán, no debe alejarse de nosotros; a ti te corresponde el trabajo, la fatiga, de que se quede entre nosotros. Y he tomado un puñal y le he sacado el corazón a la mujer y te lo traigo para que tu corazón se regocije.

Diciendo esto, descubrió la cazuela y vi que dentro de ella estaba un corazón rojizo, seco.

No dije nada, recibí la cazuela y me dirigí a la tienda de campaña, tomé el cadáver en mis brazos, y con él y el corazón volví a mi choza.

Florentino Kimbol, de rodillas hacia el sol naciente, oraba en la puerta y lloraba.

—¡Oh, Kukulcán!, recibe esta sangre que te entrego. Yo sé que los dioses aman la sangre, y por eso, por agradarte, porque eres un dios poderoso, te he ofrecido la sangre.

Sin poder soportar más sus voces, le ordené que se fuera y cerré la puerta.

XXII

Aquí sigo escribiendo, en mi choza. Ya cayó la noche y he encendido la lámpara del profesor Wassell. En la cama está el cadáver de la señorita Johnes y en mi mesa, frente a mí, la cazuela con su corazón, seco y negruzco, del que he tenido que espantar varias veces a las moscas.

Esto es el corazón de una mujer, me digo, este pedazo de carne negruzca y seca es el corazón de una mujer a la que yo vi llena de vida. Y eso que está sobre mi cama, con la cara blanca como la cera y el pelo rubio que le escurre hasta el suelo, con la horrible mancha roja en el pecho, es una mujer. Con el calor del día, su carne firme se ha empezado a descomponer y nace de ella un olor duro y agrio que lastima la garganta.

Pero voy a morir también. Pienso en Dios, pienso en Él y trato de hacerlo con la fe de mi abuela, la que me enseñaba el catecismo del padre Ripalda, sentada en el amplio corredor, junto a las macetas. Pero Dios se me escapa de las manos. ¿Será quizá mi orgullo? Alguien, tal vez un sacerdote, me dijo un día que para llegar a Dios se necesitaba humildad.

Ahora, con mis sueños deshechos, frente a este cadáver, comprendo muchas cosas. Florentino Kimbol se ha alejado rumbo a la selva donde va a morirse porque su dios lo ha visto con ojos displicentes. Tal vez, como último acto de mi vida, debí consolarlo, pero hay una pereza terrible en mis miembros, una pereza que es un principio de la muerte.

La muerte. Yo he traído la muerte en mis sueños alocados de poder. Pero no he de morir. Viviré en las hojas que he escrito, viviré para siempre, y mi nombre no se va a perder como el de los moscos que me siguieron en mi rebelión. Por eso lo he puesto claramente en la primera página de este cuaderno y de todos los cuadernos, el que contiene la lengua mosquil y el que contiene su gramática. Mi nombre está allí para vivir durante todos los siglos.

¿Pero el cuerpo? Este cuerpo que mi abuela llamaba deleznable y que yo he amado durante cerca de cincuenta años. Este cuerpo para el que busqué el poder, la gloria, la fuerza. Mañana será como el de la señorita Johnes y, de pensar en esto, la angustia me aprieta la garganta y quiero gritar en la noche, quiero gritar entre la selva. No es justo, no es posible. Yo, que soy el centro de un mundo, de mi mundo; yo que he llegado a tanto, que he llegado a más que cualquier otro hombre; yo… no puedo, no debo morir.

Tal vez también para morir se necesite fuerza. Cuando empecé a escribir estas memorias me sentía sereno y fuerte, pero ahora, frente al cadáver de la señorita Johnes, tan blanco, tan frío, tan impávido, siento miedo, un miedo terrible.

En un rincón de mi choza están las cajas que contienen el aguardiente del profesor Wassell…

Me siento más reconfortado. No tengo ya miedo, no tiemblan ya mis manos al escribir: ¡Soy yo, el hombre de más poder! Soy el hombre inmortal, inmortal porque fui hecho a semejanza de Dios. Pero ¿cómo me presentaré ante Dios?, ¿cómo presentaré mis sueños y ese cadáver absurdo tendido en mi cama y ese corazón reseco en la cazuela que son la conclusión de mis sueños?

Estoy triste, el aguardiente es triste, sus gotas se derraman dentro de mí lentamente y llevan la tristeza por todos los caminos de la sangre. Estoy triste y estoy hablando de mí con amargura, me estoy viendo con amargura y me estoy copiando en el papel, para que mi nombre, el que he escrito en la primera hoja de los cuadernos, mi nombre inmortal, no se pierda. Estoy triste, quisiera arrodillarme en la soledad de la selva y decir algo, tal vez las palabras que me enseñó mi abuela, las palabras que, siendo niño, dije con fe. Pero mi lengua no responde a las palabras y mis rodillas tiemblan cuando quiero levantarme. El olor del cadáver se hace cada vez más agrio, la cara se va afilando y yo me siento vacío y no le temo a la muerte. ¡Yo me río de la muerte!

Tomaré el cadáver de ella, de la señorita Johnes. ¡Qué curioso que nunca haya yo sabido su primer nombre! Tal vez se llamaba María. Y nos iremos juntos, por la selva, yo la cargaré. Ella sin corazón y yo con un corazón remendado y vuelto a romper. Ella con la cara afilada y su olor acre y duro. Quisiera arrodillarme junto a ella y besar su mano y pedirle perdón.

Afuera de la choza la selva me está llamando. Voy a ella, con el cadáver en brazos, en busca de mi muerte.

Epílogo

El coronel Pérez cerró el cuaderno y le pidió a Pajarito Amarillo que le diera los otros cuadernos y las primeras hojas que faltaban en el que había leído. Pajarito Amarillo le contestó:

—Kukulcán, el blanco, el bueno, nos enseñó a hacer barcos de papel y lanzarlos por el río para que las aguas se llevaran a los malos espíritus. Diariamente hemos tomado veinticuatro hojas, a diario desde que Kukulcán se fue de entre nosotros, dejándonos su corazón seco en esa cazuela que ves. Ya pronto se acabarán todas las hojas de papel y entonces Kukulcán, el Tecolote Sabio, hablará con nosotros y nos dirá su voluntad.

—Yo me tengo que llevar este cuaderno —dijo el coronel—. ¿Cómo se llamaba este hombre?

—Él era Kukulcán, el sabio, el blanco, el bueno, el grande, el barbado, el que los nahuas llaman Quetzalcóatl, que regresó a la tierra para que los indios volvieran a reinar en la tierra.

—¿Pero cómo se llamaba? —preguntó el coronel, que no estaba para bromas.

—Nosotros le decíamos el Tecolote Sabio, pero sabemos que era Kukulcán, el bueno, el…

—¡Basta! —interrumpió el coronel, que no quería por ningún motivo volver a escuchar la letanía que se le esperaba—. Me llevo este cuaderno y me voy ahora mismo, que no tardan en empezar las aguas y no quiero que me agarren aquí.

El sargento envolvió el manuscrito en una manta impermeable. El coronel estaba de un humor de los demonios. Haber caminado por aquella selva infernal, durante siete días, en busca de una expedición de sabios imbéciles que se meten en honduras y no saben cómo salir de ellas, para encontrar al final de su viaje una tumba, decían los indios que la de uno de los sabios, y el diario o memorias de un mariguano, del que ni siquiera se pudo averiguar el nombre exacto para consignarlo en el parte. ¿Cómo iba poner en un documento oficial que los miembros de la expedición, mundialmente conocidos, habían sido muertos por los moscos a las órdenes de Kukulcán o de Tecolote Sabio?

—Vámonos —dijo el coronel.

Los cargueros se echaron al hombro lo que había quedado de la impedimenta del profesor Wassell y el destacamento se perdió por la selva.

Pajarito Amarillo, con toda su tribu, lloraba:

—Oh, Kukulcán, el sabio y el bueno, han venido los hombres como tú y se han llevado las hojas donde grabaste los signos que ahuyentan a los malos espíritus. Pero tú te has ido con la mujer blanca y rubia y te has llevado, para que te sirva de criado, a Florentino Kimbol. ¡Vuelve a nosotros, ave de plumas blancas, Kukulcán!