[…] Estando para disolverse el congreso a que yo asistí como Secretario y computista vimos, como a distancia de dos millas y media (¡quién lo pensara!) un carro o vajel volante instruido de dos alas y un timón puesto donde debe estar, que venía rompiendo nuestra atmósfera con una celeridad increíble. Al principio pensamos que todo era ilusión pues no hay memoria ni tradición de haberse visto jamás en nuestro orbe hombre alguno en cuerpo y alma. Salimos a conducirle a nuestro Ateneo y después de haber hecho el arráez una profunda reverencia, dio cuenta muy por menor de su viaje y destino de que nosotros sólo podremos hacer un extracto muy diminuto y él allá de vuelta podrá explayarse cuanto quiera. Monsieures, dijo, yo me llamo Onésimo Dutalón: nací en un pequeño lugar del Bayliage d'Stampe,2 en la Francia. Hice mis primeros estudios en mi patria, más viendo que la filosofía de la escuela era inútil y que no podía hacer docto chico ni grande, pasé a París en donde me entregué con aplicación infatigable al estudio de la física experimental, que es la verdadera. Y con esta ocasión, después de una meditación pausada en las obras de aquel espíritu de primer orden del suelo británico, el incomparable Isaac Newton, me hice dueño de los más profundos arcanos de la geometría. Vuelto a mi patria, cultivé la comunicación y amistad de un eclesiástico llamado monsieur Desforges, hombre que sabe apreciar el mérito de los sabios sin respeto a facultades, autoridad, ni poder. Como nuestra amistad se iba estrechando cada día, quise darle una prueba de confianza comunicándole el empeño en que estaba de fabricar una máquina volante cual es la que véis. Después de una infinita repugnancia instruí a monsieur Desforges, porque así lo pedía, en todas las reglas que podían dirigir la práctica del secreto comunicado. Yo no podré deciros, monsieures, en qué paró la instrucción. Por lo que a mí toca, previniendo que al vérseme discurrir por el aire se encendería una hoguera para ser quemado públicamente en la plaza como mágico, tuve por conveniente, para hacer algunos ensayos, antes de remontarme a las esferas salvarme en una de las islas Calaminas en la Libia, flotantes o nadantes en la superficie del agua, de que hacen mención Plinio libro 2, capítulo 95; y Séneca libro 3, capítulo 25. Retirado pues a una de estas islas, hice el primer ensayo lustrando toda la África. En el segundo, picado de una curiosidad geográfica, quise examinar por mí mismo si había alguna comunicación por la parte del norte entre nuestro continente y el americano y hallé que los dividía un euripo3 del mar glacial. En el tercero, levantando un poco más el vuelo, hice asiento en la eminencia de los dos montes más altos de la tierra, el de Tenerife en una de las Canarias y el de Pichincha en el Perú. En la cumbre de este último cerro tuve el gusto de experimentar que el agua regia o fuente, libre de la gravitación y presión del aire, no disolvía el oro poco ni mucho, como también por esta misma causa no tenían gusto alguno sensible los cuerpos picantes y mordaces como la pimienta, la sal, el acíbar,4 etcétera. Sobre la elasticidad o resorte del aire, también hice algunos experimentos que ahora no importa referir. Después de dos meses y medio volví a la isla flotante de mi residencia y mirándome en una disposición ventajosa para emprender un viaje literario a este planeta, me embarqué en mi carro volante encomendándome a mi buena o mala suerte, hallándose la Luna dicótoma5 respecto de quien la observaba de la tierra, de cuyo centro distaba según su paralaje6 59 semidiámetros terrestres. Como yo en mi viaje no me apartaba del plano de la equinoccial,7 corridas 273 leguas de atmósfera tuve la curiosidad de arrojar al fluido que navegaba una cuartilla de papel de China y observé con grande admiración mía que el papel seguía hacia el Oriente la rotación que llevaba la atmósfera con el globo terráqueo. Antes de salir de esta región hacía un frío incomparablemente más intenso que el que sentí en la Estotilandia8 en mi segundo ensayo sobre [el] que hice una reflexión digna de atención pública en oportunidad favorable, para esforzar la opinión de cierto filósofo moderno en orden a la causa del frío en sitios elevadísimos sobre el nivel del mar. Tenía yo andadas bien seguramente 25 mil leguas cuando tuve bastante que reír acordándome del turbillón terrestre de monsieur Descartes,9 quien por un rapto de imaginación extravagante hace dar vuelta a la Luna alrededor de la Tierra en fuerza de su turbillón, de la que no encontré el menor vestigio. Y para asegurarme más bien, tiré al fluido una pipa llena de agua del río Leteo,10 que perseveró inmóvil en aquel éter purísimo. Y también vine en pensar que si allí se construyese una torre cien mil veces más alta que la de Babel, se mantuviera eternamente sin vaivén, sin movimiento, sin desunión de sus partes ni inclinación o propensión a centro alguno.
Yo (digo la verdad) en medio de aquella materia celeste no sentí frío ni calor, aún herido de los rayos directos del sol que congregué en el foco de un exquisito espejo cáustico11 y no inflamaron ni licuaron varias materias puestas a conveniente distancia sin duda por falta del aire heterogéneo, de que concluí que la catóptrica12 con sus demostraciones no tiene qué hacer en aquel éter sutilísimo y homogéneo. En fin, monsieures, dijo el maquinario Dutalón, después de los auxilios precautorios que tomé para el uso de la inspiración y respiración en un espacio en donde no puede haberle por su raridad e improporción, no tenéis por qué preguntarme cuando me véis que sin pérdida de la vida he arribado velozmente a este orbe. Yo os certifico que cualquiera terrícola durmiendo [puede?] hacer el mismo viaje con la misma felicidad. Yo le continué observando y filosofando y después de todo me hallo con la satisfacción de haberme deshecho de una infinidad de preocupaciones, habiendo registrado las claras fuentes en que deben beberse las noticias experimentales, que es lo que aconseja Marcial en el epigrama 102 del libro 9.
Multum, crede mihi, refert, a fonte bibatur,
qui fluit, an pigro, qui stupet unda, lacu.13
Aquí iba a hablar el Presidente del Ateneo cuando distrajo nuestra atención una tropa de ministros infernales que entrándose en la asamblea, el jefe, que era de muy mala catadura, sin hacer cortesía se explicó de este modo: Nosotros de orden de nuestro príncipe vamos muy lejos de aquí cuanto de aquí dista el globo solar. Conducimos el alma de un materialista, que en el punto de la separación del cuerpo fue arrastrada a la puerta del infierno en donde no quiso recibirle Luzbel diciendo que estaba informado por sus esbirros que rodean toda la Tierra que es un espíritu inquieto, turbulento, enemigo de la sociedad racional y de la espiritualidad del alma. Que en su opinión la madre que le parió no era de mejor condición que el zorro, el puerco espín, el escarabajo y otro cualquiera vil insecto de la tierra cuya alma muere con el cuerpo. Que no quería aumentar el desorden, la confusión y el horror, que eternamente habita en su república, tal cual ella es, con el establecimiento de un impío. Y que luego luego escoltado por un destacamento de cuatrocientos demonios, fuese llevado a aquel gran pirofilacio, el sol. ¿Al sol, dijo el Presidente del Ateneo, en donde el Altísimo colocó (Salmo 18) su trono y pabellón? Sí monsieur, al sol, repuso Dutalón, porque en el sol colocó el infierno un anglicano, natural de Londres, llamado Svvidin,14 que en una disertación, con los dos versículos 8 y 9 del capítulo 16 del Apocalipsis, pretende persuadir que el lugar de los condenados está en medio del sol, en donde el demonio fijó su trono (actas de los eruditos al mes de marzo, 1745) y que ésta es la razón por que tantas naciones en el orbe terráqueo hayan adorado al sol como Dios. Según eso, dijo el Presidente del Ateneo, ese fatuo Svvidin también pudo con el mismo derecho haber colocado el infierno en este orbe lunar, pues es constante en nuestras memorias que la Luna ha tenido en la tierra sus adoradores. Por ventura monsieur Dutalón, prosiguió el Presidente, ¿hay todavía por allá altares consagrados a nuestro culto? Yo no sé, respondió monsieur Dutalón, que se haya renovado las víctimas y holocaustos de aquellos remotos siglos después del hecatombe que ofreció el fundador de la escuela itálica, Pitágoras,15 en Crotón, noble población al fondo del seno tarrentino en la Calabria, provincia del Procurrentes de Italia, en acción de gracias por haber hallado la proposición 47 del libro 1° [de] Euclides, con que enriqueció las matemáticas. Y vos materialista, dijo el Presidente encarando hacia él, ¿habéis estado en el quersoneso de Yucatán y tratado o conocido por ventura allí un atisbador de movimientos lunares? Yo Señor, respondió el materialista, he paseado todo aquel país y conocido un sinnúmero de atisbadores de vidas ajenas, pero de movimientos lunares sólo he oído hablar de un almanaquista que ocupa el tiempo en esas bagatelas pudiendo emplearlo más útilmente en formalidades forenses como: dar traslado a la parte, en vista de autos, escrito de bien probado, acusar la rebeldía, girar los autos, etcétera; que es ciencia de notarios y se hizo ya de la moda, a que pudiera añadir el leve trabajo de registrar índices de libros de consultas en romance o en latín tan claro como el canon de la misa, para hacerse espectable en el vulgo por este camino ya que no puede por otro. También hoy decía que el almanaquista mantiene comunicación epistolar con el Bachiller Don Ambrosio de Echeverría, residente en el pueblo de Mama, hombre de un juicio sólido, muy práctico en los primores de la música moderna y en el manejo del canon trigonométrico, de quien podréis informaros en cuanto deseáis saber. Dicho esto, le arrebataron los demonios siguiendo su derrota a aquel océano de fuego.
Ido el destacamento infernal, monsieur Dutalón pidió con un modo muy obligante se le diera una instrucción para correr todo este hemisferio y su opuesto y notar lo más excelente que encontrase en el orbe lunar.
[…]
Monsieur Dutalón se entró en su carro volante tomando el rumbo del sudueste y dado el buen viaje, nos mantuvimos en el Ateneo hasta su vuelta.
Entretanto nosotros tomamos la gustosa diversión de colocar la ciudad de Mérida de Yucatán debajo del meridiano inmóvil de un globo geográfico que aquí dejó monsieur Dutalón y hallamos que su latitud septentrional es 20 grados 20 minutos, lo mismo que teníamos observado, como también su situación a la mitad del tercer clima, cuyo día máximo del año debe ser de 13 horas 15 minutos. Y como desde aquí vemos que gira la tierra de poniente a levante sobre su propio eje a proporción del movimiento de la equinoccial terrestre, le corresponde a esta península, según su paralelo, cuatro leguas españolas en un minuto de tiempo. Verdaderamente es un milagro continuado de la Omnipotencia que todos sus habitadores no sean lanzados por esos aires con un movimiento muchísimo más impetuoso que el que a la piedra da la honda pastoril por la tangente de su círculo. En esta consideración debéis padecer un vértigo o desvanecimiento de cabeza permanente que impida las funciones y reflexiones de una alma racional dandóos, como gente sin un adarme de seso, a todo género de profanidades, al lujo, a la farándula, al dolo, a la perfidia, a la alevosía, a la simulación profunda, a la codicia sórdida, a la ambición violenta hasta pisar descaradamente lo sagrado, una adulación fastidiosa hasta el abatimiento, una calumnia detestable hasta el más alto grado de malicia, una discordia perpetua entre la lengua y el corazón, una sensualidad más que brutal que sólo con la muerte acaba, una mendacidad por herencia, una volubilidad o inconstancia por temperamento y otras torpezas indignas de la naturaleza racional que pueden llenar de borrones más papel que conduce una flota al puerto de la Veracruz. De intento hemos formado este panegírico o llámese inventiva si así lo queréis, en despique de los chistes que nos comunica el atisbador en su carta de 5 del mes epifi, en que dice que los pocos terrícolas que allá están por nuestra existencia dicen que sí, que somos gente, pero ¿qué gente? Una gente sin palabra, sin vergüenza, sin seso, unos tramposos, inconstantes, lunáticos. ¡¡Miren quiénes hablan!!
Vuelto monsieur Dutalón de su viaje en que gastó cerca de cuatro meses celestes, nos manifestó el placer de que estaba penetrado de haber corrido todo nuestro orbe lunar. Monsieures, dijo, en todo el universo no puede darse lugar más cómodo, más ameno ni más delicioso para habitación de vivientes que adoren y alaben al Creador. Yo apuesto que si hubiera discurrido por todas estas regiones cualquiera de los que condenan como absurda la opinión de colocar en la Luna el paraíso de donde fue empujado el buen padre Adán por dar gusto a una mujer (¡ojalá no se hubiera derivado a su posteridad esta fácil condescendencia!) acaso moderara su sentir. ¡Qué maravillas y bellezas de naturaleza que aquí pasan por ordinario y no pueden contemplarse sin estupor y asombro! ¡Qué gobierno tan dulce y acomodado a la temperie de los anctítonas! Ciertamente allá nuestro globo terráqueo, por su constitución, ha menester distinción de clases, en donde la suerte de los que gobiernan es la más infeliz porque si el superior gobierna mal, a todos desagrada; si gobierna bien, a pocos podrá agradar, siendo muy pocos los amantes de la justicia y equidad. En fin, monsieures, ya se acerca el tiempo de subir al globo de donde vine y retirarme a mi amada isla flotante a trazar la obra que os dije, de que a otro viaje prometo daros un ejemplar que podréis añadir a vuestros registros o memorias.
El Presidente del Ateneo suplicó a monsieur Dutalón se sirviera pasar por la península de Yucatán y poner en mano propia del Bachiller Don Ambrosio de Echeverría, residente en el pueblo de Mama, este escrito que será bien recibido por estar grabado en láminas de plata. Y monsieur Dutalón respondió que todo ejecutaría con buena voluntad y añadió que a otro viaje se venía con el Bachiller Echeverría, de quien recibiera órdenes para el globo de la Luna porque quedamos muy obligados. Y a mí, el presente Secretario, mandó el Presidente del Ateneo lunar diera fe de todo lo dicho y obrado y lo rubricara de mi nombre, lo que hago hoy 7 del mes dydimón de nuestro año del incendio lunar 7.914.522.
Señor Bachiller
Por mandado del Presidente del Ateneo lunar
Remeltoín Secretario