Un viaje celeste

Pedro Castera

1870

El hombre es el ciudadano del cielo.
Flammarion

Mis ojos no podían desprenderse de esta línea, cuyos caracteres brillaban con mágica luz. Recordaba que Sócrates dijo: «El hombre es el ciudadano del mundo». Pero como esta raquítica esfera es importante para calmar nuestras aspiraciones, ilustre astrónomo ha procurado con frase sublime nuestra legítima ambición. Es cierto que el cielo no basta para llenar el alma; pero el infinito es el velo con que se cubre Dios, y tarde o temprano el Supremo Ideal habrá satisfecho el anhelo de nuestro espíritu.

Mi absorción era completa; pero a poco iba olvidándolo todo; mis ojos fueron perdiendo la percepción; caí lentamente en una especie de sonambulismo espontáneo. Mis sentidos se entorpecieron, pero mi inteligencia no estaba embotada; con los ojos del alma lo veía todo, comprendía lo que me estaba pasando; pero aquel éxtasis, compuesto de no sé qué voluptuosidades extrañas, era tan dulce, había en él una mezcla tan indefinible de ideas, de delirios, de fruiciones desconocidas, que en lugar de resistirme, me dejaba arrastrar por aquella languidez llena de encanto y también de vida. ¡Oh, yo quisiera estar siempre así!

Mi alma se fue desprendiendo de mi cuerpo como si fuese un vapor, un éter, un perfume; la veía, es decir, me veía a mí mismo, como si estuviese formado de gasa o de crespón aparente, y sin embargo real, pero con todas aquellas ondulaciones, ligerezas y flexibilidades que tiene lo intangible.

Aquello era maravilloso; la sorpresa que me causaba mi nuevo estado no me dejaba ya lugar a la reflexión; mi pobre cuerpo yacía exánime, sin movimiento, en una postración absoluta. Comencé a creer que había muerto, pero de una manera tan dulce, tan bella, que no me arrepentía; antes bien estaba resuelto a principiar nuevamente. Algunos momentos después me hallaba convencido hasta la opresión de mi nuevo estado, y con una gratitud inmensa al Creador que había cortado con tanta dulzura el hilo de mi triste vida.

¡Cosa rara!, mi vista adquirió una penetración y un alcance admirable; las paredes de la habitación las veía transparentes como si fuesen de cristal; la materia toda diáfana, límpida, incolora y clara como el agua pura; veía infinidad de animalículos pequeñísimos habitándolo todo; los átomos flotantes del aire estaban poblados de seres; las moléculas más imperceptibles palpitaban bajo el soplo omnipotente de la vida y del amor… Mis demás sentidos se habían desarrollado en la misma proporción, y me sentía feliz, os lo aseguro; intensamente feliz.

Al verme dotado con tan bellas facultades, mi vacilación fue muy corta; levanté la mirada… y caí anonadado al contemplar la magnificencia de los cielos.

Oré un instante, y con la rapidez del pensamiento, me lancé a vagar por el bellísimo jardín de la creación. En mi estado normal veo a las estrellas, melancólicas pupilas, fijas sobre la Tierra; rubíes, brillantes, topacios, esmeraldas y amatistas, incrustadas en un espléndido zafiro, pero entonces… ¡Oh!… entonces voy a referiros con más calma lo que vi.

Es preciso que ordene algo mis ideas.

Comenzaré, pues, por deciros que me bastaba pensar para que siguiese al pensamiento la más rápida ejecución, y por lo mismo, la idea que había tenido de ascender por los espacios me alejó de la Tierra a una distancia inmensa.

A lo lejos veía una esfera colosal —un millón quinientas mil veces mayor que la Tierra—, incandescente como el ojo sangriento de una fiera, roja como el fuego, volaba con velocidad, arrastrando en aquella carrera una multitud de esferas, entre las cuales había algunas algo aplanadas por dos puntos, pero todas de mucho menores dimensiones, pues si hubieran podido reunirse no igualarían con su volumen al hermosísimo disco de fuego; a pesar de que se encontraban algo lejanas, las percibía con una claridad extraordinaria, capaz de permitirme examinar hasta sus menores detalles.

Figuraos mi asombro: aquella antorcha encendida en medio de los cielos era nuestro Sol, y sus acompañantes, su familia de planetas.

Pero no era todo, no: lo que me dejaba mudo, absorto, enajenado, era que todas aquellas masas enormes eran ¡mundos! más o menos semejantes al nuestro, pero todos ellos, sin excepción, mundos habitados.

Sí, sí, yo veía las manchas blancas de las nieves polares, las nubes cruzando sus atmósferas, las unas densas, cargadas de brumas, las otras purísimas y tenues, los mares brillaban como líquida plata, y los continentes parecían inmensas aves que se recostaban cansadas de volar.

Allí hay seres, me decía yo, seres humanos, habitantes, hombres tal vez, y ángeles como los que habitan la Tierra con nombres de mujeres, porque si no fuera así, esos mundos serían horribles; allí estarán mis hermanas, mis padres, mi familia…

¡Oh Dios mío, cómo a la vista de esos mundos se despliega tu soberana omnipotencia!

Entonces busqué a Júpiter, que de los planetas de nuestro sistema es el mayor y el más bello; la Tierra la veía como la 1/126 parte del brillante astro, que me deslumbró por su hermosura; esto en cuanto a superficie.

Sus montañas tienen una inclinación muy suave, sus llanuras son perfectamente planas, los mares tranquilos; nada de nieve; la eterna primavera bordando sus campos, flores divinas embriagando con sus deliciosos aromas a esos felices habitantes, aves de pintados colores cruzando en todas direcciones, y cuatro magníficas lunas que deben producir en sus serenas y apacibles noches unos juegos de luz admirables.

Multitud de ciudades diseminadas sobre su superficie, pero por más que lo procuré no puede distinguir los habitantes; tal vez serán de una belleza deslumbradora, que después me hubieran hecho despreciar los de la Tierra, y por eso la Providencia me evitó el verlos. Júpiter es un mundo en el cual el dolor no es conocido, es un verdadero Edén.

Mercurio y Venus no llamaban mi atención, la Tierra me daba cólera por orgullosa, Marte tiene tantos cataclismos y cambios que tampoco me agradaba, los asteroides me parecían muy pequeños, olvidé a Saturno, a Urano, y después de mi hermoso Júpiter, mi futura patria, pensé en Neptuno, que según la mitología representa al dios de las aguas.

Aquello fue un salto peligroso; en menos de un segundo atravesé centenares de millones de leguas y me encontré a una distancia regular del astro que por hoy limita nuestro sistema. Entonces no comprendí muy bien lo que me pasaba: el Sol lo veía del tamaño de una lenteja, Saturno enorme, como de un volumen de setecientas treinta y cuatro veces mayor que la Tierra, y yo me hallaba en una penumbra indefinible.

La naturaleza, como la obra de Dios, es admirable; apenas pude distinguir que aquel mundo, como los otros, estaba habitado; pero previendo la lejanía del Sol, los seres que allí viven tienen la facultad de desprender luz, están rodeados de una aureola luminosa, tan bella, que fascinado no podía apartar de ellos mi vista embelesada con su contemplación.

Me fue imposible fijarme en más detalles, porque en un momento me sentí arrastrado por una fuerza extraña; observé lo que era: la cauda de un cometa me envolvía, me encontraba en una línea de atracción del astro errante, que sacudía su magnífica cabellera en la inmensidad.

El vehículo celeste era cómodo y bello; me dejé llevar sin oponer resistencia. La velocidad de mi tren expreso iba aumentando cada vez más; cruzábamos los abismos dejando a nuestros pies infinitas miríadas de mundos.

Repentinamente observé que una estrella doble, púrpura y oro, crecía a mi vista de una manera espantosa; en algunos segundos adquirió proporciones gigantescas, como de unas diez veces más que nuestro Sol; sentí una atmósfera de fuego, y abandonando mi solitario compañero me lancé huyendo en dirección opuesta.

Os he dicho ya que volaba por los cielos con la velocidad del pensamiento; los soles de colores se multiplicaban a mi vista, ya rojos o violados, amarillos o verdes, blancos o azules, y alrededor de cada uno de ellos flotaban infinidad de mundos en los cuales palpitaba también la vida y el amor.

Yo seguía corriendo, volando con una rapidez vertiginosa, atravesaba las inmensas llanuras celestes bordadas de flores, me sentía arrastrado por lo invisible, y trémulo y palpitante, yo balbuceaba una oración.

Aquello no terminaba nunca, nunca… La alfombra de soles que Dios tiene a sus pies se prolongaba hasta lo infinito… se pasaron instantes o siglos, no lo sé; yo seguía con mayor velocidad que la luz, que la Chispa eléctrica, que el pensamiento, y aquella magnífica contemplación seguía también… soles inmensos de todos colores, mundos colosos girando a su derredor, y todo… todo lleno de vida, de seres, de almas que bendecían a Dios. Los soles cantando con voz luminosa y los mundos elevando sus himnos formaban el concierto sublime, grandioso, divino de la armonía universal.

Atravesaba los desiertos del espacio cruzando de una nebulosa a otra; la extensión seguía; atravesaba multitud de vías lácteas en todas direcciones, y volaba… seguía… y la inmensidad seguía también.

Estaba jadeante, rendido, abrumado; oraba con fervor y me sentía arrastrar por una fuerza irresistible: los abismos, los espacios, las nebulosas, los soles y los mundos se sucedían sin interrupción, se mezclaban, se agitaban en turbiones armónicos sobre mi frente humillada, abatida ante tanta magnificencia, ante tan deslumbrante esplendidez. Yo estaba ciego, loco, casi no existía ya; pequeño átomo perdido en aquella inmensidad, apenas me atrevía a murmurar conmovido, temblando, admirado ante la manifestación divina de la Omnipotente Causa Creadora, ¡Dios mío! ¡Dios mío!

De pronto mi carrera cesó… Dios escuchaba al átomo.

Tardé algún tiempo en reponerme; perdido en la extensión sideral, busqué en vano la Tierra; nada, no se veía; quise encontrar nuestro Sol, pero imposible; tampoco lo veía.

Apenas allá a lo lejos, a una distancia incalculable, perdida en los abismos sin límites de la eternidad, pude ver nuestra Vía Láctea, que parecía una pequeña cinta de plata formando un círculo de dimensiones como el de una oblea, que volaba con una velocidad inapreciable en la profundidad divina de las regiones infinitas. Ligero y veloz me lancé hacia ella; pronto llegué, sin saber cómo; pero entre sus setenta millones de soles no podía encontrar el nuestro. Pensé entonces que con la velocidad de la luz tardaría quince mil años en dar una vuelta a nuestra pequeña Vía Láctea, y abrumado por aquel cálculo, sin poder comprenderlo, oprimido por semejante idea, me detuve lleno de terror. ¿Qué hacer? ¿Cómo hallar la miserable chispa que llamamos Sol? ¿Cómo encontrar la Tierra, átomo mezquino, molécula despreciable, excrecencia diminuta de aquel sol que no podía hallar por su pequeñez? ¡Oh! Entonces mi alma, desfallecida, ansiosa, anhelante, se dirigió a Dios.

¡Oh Tú, espléndido sol de los soles, Supremo Ideal de las almas, Espíritu de Luz y de Vida, Amor Infinito de la Inmensidad de la Creación, del Universo!… ¡Oh, Tú, mi Dios, vuélveme a mi átomo y perdona mi loco orgullo, vuélveme a la Tierra, Dios mío, porque allí está lo que yo amo!

Mi carrera comenzó de nuevo terrible, frenética, espantosa; sentía vértigo, un ansia atroz, algo como el frío de la muerte; corría, volaba y… en ese momento Manuel de Olaguíbel me sacudió fuertemente por el brazo; yo me encontraba sentado en mi escritorio, con el pelo algo quemado, las manos convulsas, multitud de papeles en desorden, y escritas las anteriores líneas.